“Tres pasiones, simples, pero abrumadoramente intensas, han gobernado mi vida: el ansia de amor, la búsqueda del conocimiento y una insoportable piedad por los sufrimientos de la humanidad. Estas tres pasiones, como grandes vendavales, me han llevado de acá para allá, por una ruta cambiante, sobre un profundo océano de angustia, hasta el borde mismo de la desesperación” — Bertrand Russell

20/5/17

Las contradicciones del programa nacionalista de Donald Trump

Una realidad preñada de dualismos. El optimismo del FMI. Trump, la única esperanza y el mayor flagelo. La crisis de los muchos rostros. Nacionalismo y globalización, la madre de todas las paradojas.

Paula Bach

La incertidumbre manda pero al menos una certeza se impone: Donald Trump es un buen actor y no pasa la prueba de análisis unilaterales. Si durante gran parte de los primeros cien días de gobierno, el temor a un nacionalismo vehemente borroneó las letras de los teclados de la prensa financiera anglosajona, los giros de Mr. Trump –incluyendo los reportajes que junto al Secretario del Tesoro concedieron a un Financial Times en el lugar de “el otro”- serenaron los ánimos, abrieron una suerte de compás de espera y dieron lugar a una crítica menos histriónica. El desplazamiento del ultranacionalista Bannon –antecedido por la salida escandalosa de Flynn del Consejo de Seguridad Nacional y el manto de dudas sobre el Secretario de Justicia, Sessions- esbozó una purga de los miembros más recalcitrantes del equipo y encumbró a un sector de “insiders” del establishment con cierta cercanía, en algunos casos, al Partido Demócrata. 

Kushner, el “yerno”, Mnuchin y Cohn, los Goldman Sachs’ boys, además de McMaster y el altamente respetado James Mattis, aparecen como las caras centrales del nuevo equipo. A esto se sumó el bombardeo a Siria que le regaló a Donald el aplauso mancomunado del Partido Demócrata, el Republicano y la prensa archi opositora como The New York Times. Por su parte, la política inicial de alianza con Rusia exhibe un supuesto enfriamiento y la prometida mayor agresividad comercial hacia China fue trocada –por el momento- por una presunta colaboración en el asedio a Corea del Norte. Además y para mantener el Congreso en funciones, Trump selló el primer acuerdo bipartidista en el Capitolio realizando una serie sorprendente de concesiones celebradas por demócratas y republicanos. “En general el compromiso se asemeja más a un presupuesto de la era de la administración Obama que a uno de la era Trump”, graficó la agencia Bloomberg.

Pero como con el correr de los días se hizo bastante claro, constituiría un error grosero abandonar los “temores” iniciales y presumir el estreno de una regencia “tradicional”. De hecho aquel acuerdo “usual” se mostró al poco tiempo como el instrumento necesario para un primer triunfo: la media sanción para derogar el Obamacare en la Cámara Baja que le permitió anotarse un “poroto” –provisorio, es cierto, pero de claro efecto mediático- en una de sus promesas electorales más incisivas. Más tarde, sobrevino el despido de Comey, el jefe del FBI, que dio curso a una aguda crisis política.

Las oscilaciones son producto de que Trump es hijo predilecto de una realidad particularmente preñada de dualismos. Desde la singularidad de la crisis económica, pasando por la contradicción entre un alto y creciente desarrollo tecnológico y una inversión esencialmente estancada en los principales centros capitalistas, hasta las incertezas de una China en la que “lo nuevo no acaba de nacer y lo viejo no termina de morir”. De algún modo, todas estas contradicciones tienen su correlato en lo que podríamos llamar la “madre de todas las paradojas”: la colisión entre tendencias nacionalistas insurgentes en un mundo en el que el capital –tanto financiero como productivo- alcanzó en el curso de las últimas décadas, un particularmente pronunciado nivel de internacionalización.
¿Es la economía…o es la política?
La pregunta es capciosa adrede y nos remitirá nuevamente al aún joven gobierno Trump. Veamos. El FMI está transitando un momento optimista porque en su reciente informe sobre Perspectivas de la Economía Mundial consiguió anunciar por primera vez en 6 años –tal como observa Michael Roberts- una revisión al alza. El progreso es sorprendentemente modesto, elevando la proyección del crecimiento mundial para 2017 desde el 3,4% de la anterior previsión hasta el 3,5% de la reciente. Cuestión que coloca el pronóstico para este año apenas unas décimas por encima del crecimiento del 3,1% registrado en 2016 y mantiene estable un –difícilmente previsible- 3,6% para 2018. Según el organismo, la actividad económica está repuntando mientras la inversión, la manufactura y el comercio internacional, transitarían una “recuperación cíclica largamente esperada”. Los portavoces del FMI son, no obstante, extremadamente cautos y advierten que la corrección al alza sigue siendo pequeña mientras las tasas del crecimiento potencial a más largo plazo continúan por debajo de las registradas en las últimas décadas a nivel mundial, especialmente en las economías avanzadas. A la vez alertan sobre la persistencia de problemas estructurales como el bajo crecimiento de la productividad y la aguda desigualdad del ingreso, así como de los riesgos financieros que conlleva el anclaje del crecimiento chino en el incremento del crédito interno.

Con respecto a los principales “datos duros” -que en términos generales lucen escasos- e intentando otorgar alguna jerarquía a lo que FMI presenta caóticamente, se tiene: el crecimiento de la economía china no perdió impulso alentado por la continuidad de las políticas de estímulo fiscal; el precio de las materias primas repuntó –incluyendo el petróleo- dejando atrás los mínimos registrados en 2016 y aliviando parcialmente las presiones deflacionarias; la inversión en infraestructura e inmuebles en el Gigante Asiático, volvió a ser causa explicativa de un suave progreso de la inversión internacional y el nivel de actividad mejoró en Japón y algunos países europeos.

Pero lo interesante y particularmente novedoso se verifica en dos factores que, hilando un poco más fino, se vuelven uno. Por un lado el gobierno Trump y la promesa de una política fiscal expansiva en Estados Unidos –para el que el FMI proyecta un crecimiento de apenas un 2,3% este año y 2,6% en 2018- representan un factor “estrella” de la mejora en la previsión. Alcanzaron tal magnitud las “expectativas” en la “conciencia económica” que se registra una relativa bifurcación entre lo “esperado” y la “economía real” o entre “datos blandos” y “datos duros”. Así el denominado “Trump rally” –como se denomina al alza bursátil que sufrió su primera herida de importancia con la convulsión del nuevo capítulo del “rusiagate”- tiene poca o ninguna relación con el reciente y peor desempeño trimestral de la economía norteamericana durante los últimos tres años. En principio Trump es un maestro en el affaire de las expectativas y al menos insinúa contar con mejores cartas que las que tenía Janet Yellen –bajo un “reinado” convencional- para jugar este juego de lo que hace tiempo llamamosvideoeconomía.

Pero sorprendentemente y por otra parte, parece que la “noticia buena” y “la mala” son la misma o dicho de otro modo, Trump –en tanto símbolo- parece reunir en su persona la única esperanza y el mayor flagelo. Porque –y siempre según el Fondo- la incipiente recuperación resulta vulnerable a una variedad de riesgos a la baja entre los que en particular destaca la probabilidad de “un giro hacia el proteccionismo que haga estallar una guerra comercial”. Riesgo que –siempre según el FMI- proviene fundamentalmente de las economías avanzadas en las que se observan varios factores que generaron “respaldo a políticas capaces de socavar las relaciones comerciales internacionales y, a nivel más general, la cooperación multilateral” –asunto y contradicción que, dicho sea de paso, analizamos hace un tiempo en Donald Trump: una movida de la Fed, la furia, el capital global y el Gigante Asiático.

Pero entonces… ¿la economía o la política? El FMI centra sus temores –casi a modo de manifiesto programático- en la probabilidad de que acontecimientos políticos -como el gobierno Trump o el Brexit y demás fuerzas en particular europeas- acaben dando por tierra con los débiles indicadores de lo que podría resultar una “recuperación cíclica” y de paso se lleven puesta la esencia de su negocio, es decir, el comercio mundial “global”. Pero el FMI gusta separar la economía de la política. De modo que en el relato aparece una economía que puja por renacer de las cenizas, amenazada por fuerzas oscuras provenientes del respaldo a cierta política. Pero las cosas son más complejas. Hemos señalado reiteradas veces la posibilidad de que la traducción política de las consecuencias derivadas de la crisis que comenzó en 2008 pudiera actuar como factor desestabilizador antes que la economía misma. Pero esto es una cuestión muy distinta a suponer una crisis económica en vías de resolución amenazada por la “pura” política. Economía y política no transitan andariveles separados, las fuerzas a las que el FMI quiere exorcizar representan en realidad la traducción política de una crisis económica cuya síntesis entre inicio, desarrollo y dinámica, alcanzó una fisonomía muy particular. Es el estado actual de aquella fisonomía novedosa en términos históricos, la que en gran parte marcará la impronta del período próximo.
La crisis de los múltiples rostros
La convulsión de 2007/8 y sus derivaciones, resulta en sí misma una singularidad que puede diseccionarse en diversas imágenes que recuerdan al “Dios de los muchos rostros” de Game of Thrones. Como es sabido, la amenaza de catástrofe inicial –que se temía incluso más aguda que aquella de la década del ‘30- fue disipada por la acción de los principales Estados. Pero el desvío redundó en cerca de diez años –por ahora- de un crecimiento económico extremadamente débil como promedio mundial, focalizado en los países centrales. Las aristas de esta bipolaridad son múltiples.

Una primera cara muestra que el salvataje a bancos y grandes empresas coexiste con el empeoramiento progresivo de las condiciones de existencia de amplias franjas de la población. Incluyendo tanto extensas legiones de trabajadores como fracciones marginalizadas del capital representadas por pequeñas y medianas empresas, especializadas en el mercado interno. Esta primera imagen se plasma en el ascenso de los movimientos políticos “populistas” a derecha e izquierda, en el rechazo a la “globalización” y la defensa del “interés nacional” que tuvieron por ahora sus máximos exponentes en la gestión Trump en Estados Unidos y Teresa May en Reino Unido, encargada de administrar el Brexit.

Una segunda cara expone que amén del rescate de las “élites económicas” el proceso de internacionalización financiera y productiva –la mayor “empresa” del capital durante los últimos 40 años-, sufre una pérdida de dinamismo. Aspecto que se expresa fundamentalmente en un débil incremento de la inversión –en particular en los países centrales- y en una clara disminución del ritmo de crecimiento del comercio internacional -asociado frecuentemente a aquella baja inversión. Este segundo rostro muestra lo que autores como Lawrence Summers denominaron “estancamiento secular”. Es decir que desde el pos 2008/9, las políticas monetarias expansivas –o sea, las burbujas crediticias que alcanzaron magnitudes y lapsos inusitados- no consiguen estimular inversión y consumo de un modo suficiente como para sacar a la economía del estancamiento, ni siquiera en los niveles moderados –disímiles, es cierto- alcanzados en los episodios de los años ‘90 o los ‘2000. Aunque no sea este el lugar para desarrollar el asunto vale la pena remarcar que de este cuadro nace también la contradicción entre el extraordinario desarrollo tecnológico y sus posibilidades inmediatas de aplicación a gran escala, problema cuyo síntoma se manifiesta en el lento incremento de la productividad en los países centrales. Venimos abordando el tema en la serie sobre tecnología y robótica publicada desde esta columna.

En una tercera cara se observa que si el comercio internacional perdió fuerza, aún está lejos de hallarse dislocado, tampoco se perciben quiebras masivas de empresas, ni un crecimiento agudo de la desocupación en los países centrales, más allá de los niveles heredados de los años particularmente críticos. Esta tercera imagen muestra que si la “empresa” con la que el capital se sobrepuso a la crisis de los años ’70 está en aprietos, aún no está quebrada y no existe –al menos por el momento- “emprendimiento” de reemplazo que, en términos de la “economía real”, genere expectativas superiores a un incremento de 0,01 puntos porcentuales de crecimiento global. La ausencia de catástrofe económica traducida en una “empresa neoliberal” en estado crítico pero aún no arruinada, contribuye a explicar las oscilaciones de Trump y su –por ahora débil- política comercial, la derrota de la derecha “populista” en Holanda y de Marine Le Pen en Francia. Aunque la profundidad, persistencia, estancamiento y desencanto que genera esta misma crisis, explica también la pérdida de hegemonía de las “élites políticas” tradicionales, la imposibilidad de que la de Trump devenga una administración tradicional, el sideral asenso del lepenismo en Francia o el triunfo de un personaje como Macron, “escoltado” por un 25% de abstención. Aunque con un estilo más refinado y dialéctico, también Martin Wolf apela al recurso de separar el “momento de la economía” del “momento de la política”. Sin embargo refiriéndose a la débil posición de Macrón, sintetiza bastante bien que “su dificultad es que la situación económica de Francia no es lo suficientemente mala como para persuadir a un público cínico de tolerar cambios decisivos”.

Pero también puede visualizarse una cuarta cara y es la que expresa los límites de las complejas relaciones entre Estados Unidos y China que constituyeron la esencia del equilibrio durante los años ‘2000 así como de su restauración relativa en el período pos 2008/9. Si China resultó un destino privilegiado del capital sobrante -norteamericano en particular- aliviando la escasez de inversión en el centro, la “cooperación” profundizó sus grietas hacia 2014. La imposibilidad de mantener el modelo exportador, la sobreacumulación de capitales y las tensiones financieras internas, aceleraron las tendencias nacionalistas del Gigante Asiático. El encumbramiento de un líder fuerte como Xi Jinping y su intención de perpetuarse en el poder expresan la agudización de dichas tendencias basadas en que -como señalamos en múltiples oportunidades- China intenta abandonar su rol receptor de capitales para convertirse en un competidor mundial por los espacios de acumulación. Pero se trata de un proceso lento, complejo y de final abierto. Por sólo considerar la arista económica del asunto, China avanza a velocidad en robótica, impresiones 3D, manufactura inteligente, equipo médico y cibernética. El volumen de inversiones de China en Estados Unidos superó al de Estados Unidos en China durante el año 2015 y el país gestiona iniciativas de gran envergadura para acelerar la exportación de capitales. Entre las más importantes se encuentran el Banco Asiático de Inversión en Infraestructura y La Ruta de la Seda conocido también como “One Belt, One Road” -“un cinturón, una carretera”. Pero a la vez e incluso cuando se incorporó recientemente a la lista de las principales economías innovadoras del mundo, todavía ocupa el puesto número 25 del elenco encabezado por Suiza, Suecia, Reino Unido y Estados Unidos. La combinación entre el agotamiento de su lugar de “taller del mundo” y la lentitud en la ardua tarea de transformarse en algo más que la segunda economía por PBI, está generando tensiones internas y hay quienes hablan de “The end of the chinese dream”. Por otra parte el acelerado incremento del endeudamiento interno representa una evidente fuente de tensiones para el Gigante Asiático y para el mundo. El lugar de “guardián de una economía global abierta” que Xi agitó contra el “America First” de Trump, es un juego retórico. La verdadera intención de Xi es “Make China great again” que entre otros muchos asuntos precisa transformar al yuan en una moneda verdaderamente internacional cuestión que es a la vez una necesidad y una fuente de vulnerabilidad. Esa imposibilidad de continuar siendo lo que era sin conseguir aún transformarse en algo nuevo, dice mucho del lugar del Estado chino en la arena internacional. Se trata de otro factor de alto calibre que de manera –hay que remarcarlo- particularmente lenta y contradictoria, también limita la continuidad conservadora de las políticas norteamericanas de los últimos años. El nacionalismo por ahora timorato que encarna Trump es también una consecuencia –en parte defensiva- de un nacionalismo aún débil e indeciso que se hace sentir desde el otro lado del Pacífico.
La madre de todas las paradojas
Sin duda la colisión entre nacionalismo y globalización constituye una de las grandes cuestiones del momento y las conjeturas abundan. En mi opinión la dicotomía -y su posible devenir- debe ser interpretada observando tanto la compleja relación entre economía y política como aquellos “muchos rostros” de la crisis. Sin pretender desarrollar este ciclópeo asunto aquí, dejaremos planteadas algunas primeras reflexiones.

En primer lugar es preciso aclarar que el concepto “globalización” es lo suficientemente difuso como para admitir acepciones incluso contradictorias. Apelamos a él a falta de expresión mejor para dar cuenta del contundente proceso de internacionalización financiera y en particular productiva del capital durante las últimas décadas al calor del desarrollo de aquello que se conoce como “neoliberalismo”. Cabe aclarar que si por un lado y en términos abstractos el proceso de internacionalización no tiene nada de novedoso como parte inseparable del movimiento histórico del capital, por el otro y en términos concretos, no existen antecedentes del entramado casi ininteligible de asociaciones de capitales y formación internacional de cadenas de valor tal como se presenta en la actualidad. Sin embargo y a pesar de esta reconfiguración, en modo alguno se ha perdido la base nacional de aquellos capitales invertidos transnacionalmente para los cuales el poder del Estado representa el vehículo garante de sus ganancias y ventajas externas -e internas. Cuestión que queda patentada de manera prístina en cada uno de los acuerdos y tratados comerciales. No por casualidad aquellos pactos se volvieron el objeto de furia de amplias mayorías perdedoras del proceso globalizador.

En este contexto surgen al menos dos cuestiones fundamentales. La primera de ellas está asociada a la necesidad del capital más concentrado de salvaguardar el poder del Estado para lo cual el consenso resulta un factor de primer orden. Y, tal como señala David Harvey en Diecisiete contradicciones y el fin del capitalismo, la construcción del consenso implica el cultivo del nacionalismo. No es casual que hasta los más fanáticos globalistas machaquen desde hace tiempo sobre la necesidad de frenar el proceso globalizador al que consideran de algún modo “sitiado” por la política. Las negociaciones de Trump –bastante pobres por el momento- con Carrier, Ford e incluso la promesa de Apple de aportar 1.000 millones de dólares para crear puestos de trabajo manufactureros en Estados Unidos, constituyen ensayos de una respuesta muy limitada a este asunto. En el mismo sentido operan medidas como los aranceles a las importaciones de madera y lácteos desde Canadá, como parte de la futura renegociación del TLCAN. Se trata de demandas de los productores norteamericanos que vienen desde los años ’80 en dos rubros que representan las industrias más importantes de Wisconsin, uno de los estados soporte de Donald Trump.

El segundo aspecto remite a los límites de aquel proteccionismo esencialmente vinculado a las demandas de los “perdedores” de la globalización pero en gran parte contradictorio con los intereses de los sectores más concentrados e internacionalizados del capital. En principio esta oposición se puso de manifiesto en el hecho de que el Tratado Transpacífico y el Transatlántico –bocanadas de aire fresco de la cruzada globalizadora, como señalamos en Proteccionismo, globalización y “furia populista”- quedaron fuera de todo programa político electoral que se pretendiera ganador. Pero si los sectores económicos dominantes apoyaron mayoritariamente a Hillary en la contienda electoral, tras el triunfo de Trump se observan realineamientos de fracciones dispuestas a respaldar medidas de su conveniencia. Tras la coalición “American Made” –que liderada por un sector de transnacionales de alto poder económico como Boeing, General Electric o Caterpillar, apoya el por ahora desdibujado impuesto transfronterizo- se esconde el tipo de nacionalismo que estas empresas pueden alentar. Boeing –la mayor firma exportadora de Estados Unidos- fabrica su avión “estrella” Dreamline -una “oda a la globalización”- en 10 países distintos y General Electric fue calificada por Fortune como la quinta empresa global a nivel internacional contando -sólo en México- con 17 plantas manufactureras. El apoyo al Border Tax por parte de estas empresas se sustenta en una demanda histórica de reducción de impuestos a las exportaciones. Pero también la archi opositora Apple apuntala la reducción impositiva a las ganancias generadas en el extranjero cuestión que –de hacerse efectiva- podría culminar en alguna nueva burbuja bursátil.

Es bastante impensable que la intención de estas empresas consista en “retornar” a Estados Unidos. Con seguridad disputarán más agresivamente sus intereses en el mundo en lo que podría resultar el impulso de un tipo de “globalización” más unilateral. El dilema es que se enfrentan aquí aspiraciones hasta cierto punto contradictorias bajo igual mote de “nacionalismo”. El retorno del empleo y el consumo a Estados Unidos, constituye la demanda principal de los “perdedores” de la globalización y es el fundamento de su versión del nacionalismo y sostén a Donald Trump.

Un reciente artículo de Foreing Affairs nota que en la actualidad resulta particularmente complejo imaginar las medidas proteccionistas que podrían ayudar a la “economía norteamericana”, debido a que las empresas dedicadas al comercio internacional forman parte de complejas cadenas de suministro mundiales. Cualquier restricción a las importaciones que beneficie a determinados productores –agrega- perjudicaría a las industrias que usan esos productos como insumos. Ejemplifica que si para beneficiar a los productores internos un arancel aumenta el precio del acero, afectará a la vez a consumidores de dicho insumo como John Deere y Caterpillar. En un escenario de crecientes tensiones geopolíticas y dado el lento aunque persistente declive de la hegemonía norteamericana, es probable que esta contradicción profunda gobierne gran parte del escenario en el período próximo.