“Tres pasiones, simples, pero abrumadoramente intensas, han gobernado mi vida: el ansia de amor, la búsqueda del conocimiento y una insoportable piedad por los sufrimientos de la humanidad. Estas tres pasiones, como grandes vendavales, me han llevado de acá para allá, por una ruta cambiante, sobre un profundo océano de angustia, hasta el borde mismo de la desesperación” — Bertrand Russell

8/3/12

Heimaey, Islandia / Vidas en la boca del infierno

Erupción del volcán Helgafell en Heimaey, Islandia
Frans Lanting / Corbis
Ander Izagirre

Al sur de Islandia, 46 moles de roca negra emergen del mar con violencia: es el archipiélago de Vestmannaeyjar, modelado por las erupciones y los terremotos. Caminamos por Heimaey, la única isla habitada, y subimos al volcán que brotó en 1973 y sepultó media ciudad.

El 22 de enero de 1973, el marino Siggi debía zarpar del puerto de Reykiavik (capital de Islandia) para navegar con su pesquero hasta la isla de Heimaey, su tierra natal. Siggi, que entonces tenía 38 años y ahora 73, dice que tuvo un presentimiento y retrasó el viaje.

Unas horas más tarde, en la madrugada del 23 de enero, la tierra crujió en el este del pueblo de Heimaey, el único del archipiélago. De pronto se abrió una grieta de kilómetro y medio y desde las entrañas de la tierra brotó una muralla de fuego de docenas de metros de altura. La erupción estalló a cuatro pasos de Heimaey. El viento del Este, el más habitual, habría sepultado la localidad con lava y cenizas en unas pocas horas, pero aquella noche soplaba un salvador viento del Sur. Los 5.000 habitantes tuvieron tiempo para abandonar la isla antes del amanecer. Salieron corriendo de sus casas y subieron a los barcos que iban y venían sin parar hasta la cercana costa de la isla de Islandia.

Casas enterradas en ceniza. Heimaey, Islandia, 1973
Owen Franken / Corbis
Siggi recibió la noticia en el puerto de Reykiavik, esa misma mañana. Zarpó con su barco pesquero hacia Heimaey, donde ya no quedaban vecinos, y colaboró en el rescate de coches, muebles y toneladas de pescado, que fueron transportados por mar y aire antes de que la lava los devorara.

Así empezó una batalla infernal. La grieta vomitó fuego y rocas fundidas durante cuatro meses. Los grupos de bomberos y operarios pelearon todo ese tiempo para salvar Heimaey. El tercer día, cuando empezó a soplar el viento del Este, se abatió sobre el pueblo una lluvia de bombas de lava y de cenizas abrasadoras. La lava fluyó por las calles en grandes ríos incandescentes y durante las siguientes semanas se tragó 380 casas. Millones de toneladas de ceniza cubrieron docenas de viviendas de Heimaey bajo una capa de cuatro metros, y mandó a pique muchos de los barcos amarrados en el puerto. Los trabajadores corrían de aquí para allá esquivando incendios, gases tóxicos y lluvias de rocas, apuntalando casas, retirando la ceniza de los tejados y tratando de frenar las lenguas de lava. Los bomberos instalaron docenas de mangueras a presión, con las que lanzaban agua marina a las coladas ardientes para enfriarlas. La principal obsesión era evitar que las erupciones taponaran la bocana del puerto. El puerto de Heimaey constituía una de las mayores bases pesqueras del Atlántico Norte, la razón por la que miles de personas habitaban esta isla tan amenazante pero tan próspera.

Sin embargo, cualquier intento parecía tan inútil como escupir a un monstruo. La lava siguió avanzando, alcanzó la orilla, se derramó sobre el mar y produjo gigantescas columnas de vapor; se petrificó, formó un puente sobre el que avanzaban las nuevas riadas y se acercó palmo a palmo hacia la montaña que cerraba la bocana en la orilla contraria. Y entonces, de un modo casi milagroso, se frenó 175 metros antes de cegar el puerto. Desde entonces, el puerto de Heimaey cuenta con una entrada más estrecha y un refugio más seguro.

Al margen de este beneficio inesperado, cuando se apagaron los últimos fuegos el recuento fue desolador: casi medio pueblo estaba enterrado bajo la lava, muchos barcos yacían en el fondo del mar, las aguas polucionadas se quedaron sin peces y un manto de cenizas cubría los pastos de la isla. A pesar de todo, los vecinos apostaron por reconstruir el pueblo con su nuevo paisaje, en la falda del recién nacido volcán. Porque en el Este, donde antes sólo había una estrecha franja costera entre las casas y el mar, se alzaba una montaña cónica de 205 metros, a la que llamaron Eldfell -montaña de fuego-, y se extendía un campo de lava de dos kilómetros cuadrados.

La nueva Heimaey

Zarpamos desde Thorlakshöfn y tardamos casi tres horas en llegar a Vestmannaeyjar, ambas en la costa islandesa. El archipiélago hace una aparición teatral. Se alza la neblina y en medio del Atlántico brotan 46 muelas negras, castigadas por los vendavales, azotadas por el oleaje, rebozadas en espuma y salitre. Desde más cerca descubrimos que muchos de los islotes están cubiertos por un manto de hierba. Y en algunos se ven granjas inverosímiles colgadas sobre el abismo. Para construirlas, los nativos trepan por los acantilados, alcanzan la parte alta y allí montan una polea con la que suben los materiales desde los barcos. Después, un pastor navega con su rebaño hasta el islote y las ovejas equilibristas trepan por el acantilado hasta la pradera de la cima.


El barco enfila hacia Heimaey y parece que va a chocar contra un montañón volcánico de 200 metros. El acantilado es el territorio de la vida vertical, al que se han adaptado todos los isleños, ya sean animales o humanos. Las ovejas mordisquean hierba en los bordes del precipicio; los frailecillos y las gaviotas anidan en nichos minúsculos y motean de guano las paredes negras; y de vez en cuando aparece algún vecino de Heimaey colgado de una liana, balanceándose de una repisa a otra, volando a 100 metros sobre el mar, recolectando los huevos de las aves mientras cuatro o cinco compañeros le sostienen desde arriba. 

El barco va rodeando la montaña hasta que encuentra una abertura estrecha, flanqueada por un campo de lava: es la bocana que estuvo a punto de cegarse en la erupción de 1973. Nos colamos por ella y pronto desembarcamos en el puerto de Heimaey, refugio de un centenar de naves que salen al bacalao, al lenguado, al arenque, a la langosta.

La nueva Heimaey, trazada con escuadra y cartabón, es una cuadrícula de calles amplias en las que se disponen hileras de casas bajas. Un gran barrio residencial, ordenado y tranquilo. Un pueblo que parecería el más sosegado del mundo si no fuera por una peculiaridad: está rodeado por volcanes y asentado sobre una llanura que, en cualquier momento, puede abrirse y devorarlo. Heimaey es pura testarudez islandesa, puro empeño de dignidad. En 1973 los vecinos retiraron las cenizas a golpe de pala y reconstruyeron una ciudad modélica sobre las ruinas devoradas por una lava aún caliente. Incluso aprovecharon los ardores del volcán recién nacido para calentar agua y lograr calefacción gratis en las nuevas casas. Heimaey es la persistencia del orden, de la disciplina, del trabajo, de la alegría, en medio de la naturaleza más hostil. “Los años de la reconstrucción fueron muy emocionantes”, recuerda el marino Siggi. “Todo el pueblo trabajó codo con codo, incluso vinieron voluntarios de 19 países para echar una mano. También  organizamos fiestas y conciertos en los que participaba la gente del pueblo, para descansar y divertirnos”. En el verano de aquel trágico año, entre ruinas y escombros, los vecinos montaron en el teatro del pueblo un musical titulado Oklahoma. Una historia de colonos, como ellos. De colonos optimistas pero no ilusos: en algunas esquinas de Heimaey se levantan pequeños montones de piedras volcánicas del tamaño de melones que bombardearon el pueblo durante la erupción. Son escultura… y recordatorio.

Cabezas de bacalao

Damos la vuelta a la isla bordeando los acantilados, una caminata de cuatro horas. Pronto nos envuelve la niebla, cae un aguacero y sopla un ventarrón que lanza la lluvia en horizontal y nos hace tambalearnos a cada paso: la jornada ideal para una típica excursión islandesa. Heimaey es el lugar más ventoso del país, que ya es decir, y uno de los más lluviosos, así que no tiene sentido esperar al buen tiempo ni enfadarse por el malo. Sólo cabe consolarse con que otros lo pasaron bastante peor en este mismo sitio.


Una placa lo recuerda: en estos acantilados se refugiaron los pocos vecinos que escaparon a la invasión de piratas argelinos en 1627. Los atacantes desembarcaron, dispararon, quemaron, robaron, violaron, asesinaron a 36 personas y secuestraron a 242. Vendieron a las mujeres como esclavas sexuales en el norte de África y obligaron a los hombres a trabajar con ellos en las siguientes campañas de piratería. Al cabo de los años sólo 13 de los secuestrados regresaron a Heimaey. Allí seguía viviendo un grupo aterrorizado de unos 100 vecinos, los que huyeron de los piratas descolgándose por los precipicios costeros y refugiándose durante días en las cavidades donde secaban el pescado.

Como se ve, la historia del archipiélago es el relato de una supervivencia fraguada contra los desastres -erupciones, hambrunas, invasiones-. Y está marcada a sangre desde el principio. Según el viejo Libro de la Colonización, los primeros que llegaron aquí fueron cinco esclavos irlandeses del siglo IX. Habían asesinado a su amo, el jefe vikingo Hjörleifur, que era hermano de Ingólfur Arnarsson, el primer colono islandés, y en su fuga alcanzaron Heimaey. Dos semanas después, los vikingos desembarcaron en la isla y mataron a los cinco esclavos, que dieron nombre al archipiélago: Vestmannaeyjar o las islas de Vestmann (es decir, “de los hombres occidentales”, porque Irlanda era el confín occidental del mundo para los vikingos de entonces). En el siglo X un vikingo llamado Herjólfur Bardursson construyó la primera vivienda permanente de Heimaey. Y así nació una comunidad de granjeros y pescadores empeñados en colonizar esta isla abrupta, tormentosa y temblorosa.

Heimaey es uno de los territorios más jóvenes del planeta y la ruta litoral nos muestra un mundo recién estrenado: la brutalidad geológica de un territorio negro y vertical, emergido del océano; la primera hierba frágil que alfombra las laderas; las granjas remotas de los pioneros que pelean para sobrevivir en esta tierra nueva. Pisamos playas de ceniza y subimos al promontorio de Storhöfdi, el punto más ventoso de toda Islandia, con una marca de 219 km/h. Allí sopla como si también acabaran de inventar el viento y estuvieran probando el prototipo, para ver hasta dónde puede lanzar una oveja.

Los isleños, lejos de amedrentarse, aprovechan la ventolera para sus negocios. En el borde de los precipicios encontramos dos grandes secaderos. De los postes cuelgan ristras de cabezas de bacalao, sólo cabezas, cientos, miles, decenas de miles. Nos metemos por los pasillos, entre las estructuras de madera. Las cabezas, colgadas de cuerdas y ya apergaminadas, sueltan un hedor mareante. El viento las balancea y entrechocan con un sonido acorchado. En el pueblo preguntamos para qué secan esas miles de cabezas de bacalao: “Para exportarlas a Nigeria. Allí son una delicatessen”.

Subimos tierra adentro para escalar el Eldfell, la montaña de fuego que brotó en 1973 y alcanzó 205 metros. La erupción levantó un gran cono de gravilla suelta, con vetas de color ladrillo y vetas de color carbón, y los pies resbalan en la pedriza porque no hay un gramo de tierra ni una brizna de hierba. El Eldfell es una montaña recién sacada del horno y puesta a enfriar. Entre los resquicios de las rocas brotan fumarolas, la ladera emana un olorcillo sulfuroso y algunos pedregales todavía queman los pies, 37 años después de la erupción.

La panorámica desde el cráter revela mejor que nunca la terrible situación de Heimaey: las oleadas de lava petrificada bajan hasta rozar las primeras casas del pueblo. Al final del descenso, basta dar un saltito para pasar de la escombrera volcánica a los jardines de las villas. Y una escena escolar confirma la calma de los isleños: los niños de Heimaey, dirigidos por una maestra, cuecen pan con el calor de la lava bajo la que yacen las casas de sus padres y abuelos. 

Un país a medio hacer

Europa y América se separan un par de centímetros al año. Las dos placas tectónicas se alejan, y en medio, en el fondo del Atlántico, queda una cicatriz que se va abriendo poco a poco, una grieta submarina por la que brota el magma a golpe de erupciones y terremotos. Así se ha ido formando la colosal cordillera submarina de la dorsal atlántica y así nació Islandia, con los materiales que emergieron del océano. Islandia, por tanto, no es más que la postilla de la herida.

Las islas Vestmann constituyen uno de los últimos brotes. Aparecieron entre las aguas hace entre 5.000 y 10.000 años, apenas un suspiro en la escala geológica, y todavía se sacuden con los estertores de la creación. En 1963, una columna de vapor se elevó en el horizonte a pocos kilómetros de la isla de Heimaey y creció hasta alcanzar diez kilómetros de altura. Pronto asomó entre las aguas un cono volcánico que escupió lava durante cuatro años y formó una isla de tres kilómetros cuadrados: el islote de Surtsey, una maravilla de interés planetario porque permitió que los biólogos asistieran a un proceso de colonización natural en un terreno absolutamente virgen. En el segundo año de las erupciones apareció la arenaria de mar (Honckenya peploides), la primera planta que colonizó Surtsey. En los años siguientes nacieron musgos y líquenes. Ahora, cuatro décadas más tarde, en el islote ya se encuentra el 90% de las especies islandesas, incluidas aves, peces o insectos. Una de las que falta es la humana: Surtsey es terreno restringido y sólo pueden pisarlo científicos autorizados.

Cierra la puerta, que se escapa el terremoto

El pueblo de Hveragerdi, muy cerca del puerto donde zarpan los barcos para ir a las islas Vestmann, es otra muestra de la alegría con la que los islandeses se establecen en terrenos bastante parecidos al infierno. Los dos mil y pico habitantes levantaron sus casas sobre un campo de lava formado hace 5.000 años y pasean a los turistas por los senderos de un inquietante geoparque, en el que brotan fumarolas y chorros de agua hirviente y en el que de vez en cuando a alguien se le hunde el suelo bajo las botas y se le escalfa una pierna.

Los islandeses son maestros en el arte de domesticar los avernos geológicos. Mientras los escolares de Heimaey aprenden a cocer panes sobre las laderas aún calientes del volcán que sepultó su pueblo en 1973, una lechería de Hveragerdi aprovecha los vapores subterráneos para pasteurizar la leche con la que elabora su famoso queso marrón. La energía termal también proporciona calefacción gratis a todas las casas del pueblo y el calor suficiente a los famosos invernaderos de Hveragerdi, donde se cultivan toneladas de tomates y otras hortalizas, frutas y plantas, incluidas bananas, papayas, aguacates y orquídeas tropicales, en plena tundra subártica. Islandia es el principal productor europeo de bananas, aunque sean cantidades anecdóticas (si no contamos las Islas Canarias, geográficamente africanas).

Por otro lado, en el arte de convertir los cataclismos en atractivos turísticos, las autoridades locales no se arredraron al descubrir en el año 2004 que bajo las obras de un nuevo centro comercial se abrían unas grietas profundas, cicatrices de la separación entre las placas continentales de Europa y América del Norte. Allí mismo construyeron una biblioteca, que ahora presume de ser la única montada sobre dos continentes, y dejaron el suelo transparente y bien iluminado para que los visitantes paseen un ratito sobre América y otro sobre Europa.

Sin embargo, el atractivo más peculiar de Hveragerdi es el simulador de terremotos: una sala que tiembla como si la estuviera sacudiendo un seísmo de 6 grados en la escala Richter. Lo tremendo es que a las 15.46 del 29 de mayo de 2008 se produjo un terremoto de escala 6,1 con epicentro en el mismísimo Hveragerdi. Las casas temblaron, cayeron cuadros, lámparas y muebles; en la cercana Selfoss se derrumbaron dos viviendas; en Reykiavik, a unos 40 kilómetros, muchos vecinos notaron un temblor potente y salieron corriendo a la calle. Entre unos sitios y otros, se registraron 28 heridos. Después vinieron 10 réplicas superiores a 3 grados y los vecinos de Hveragerdi pasaron la noche en tiendas de campaña por precaución.

Queda pendiente saber si en aquel momento el encargado del simulador se había dejado la puerta abierta y si se le escapó un terremoto.
Título original: “Vidas en la boca del infierno”: www.anderiza.com