“Tres pasiones, simples, pero abrumadoramente intensas, han gobernado mi vida: el ansia de amor, la búsqueda del conocimiento y una insoportable piedad por los sufrimientos de la humanidad. Estas tres pasiones, como grandes vendavales, me han llevado de acá para allá, por una ruta cambiante, sobre un profundo océano de angustia, hasta el borde mismo de la desesperación” — Bertrand Russell

23/6/12

¿Cómo me hice lector? / Un acercamiento a la lectura en cuatro estaciones

Leyendo en la biblioteca 
 Cristina Azócar Weisser
 
Julio Rafael Silva Sánchez

“El hombre siempre solo, con su mirada, suya, / con sus recuerdos, suyos, / y con sus manos, suyas.” - Vicente Gerbasi, Mi padre, el inmigrante, 1945)

Primera Estación: El cine, la música y las primeras lecturas en una aldea sonora

Especial para La Página
Me descubro una noche, apenas cumplidos los once años, en mi casa de Tinaquillo, parado frente al enorme espejo ovalado de la peinadora de madre, en un ejercicio de escrutinio minucioso que sería cada vez más apremiante. Venía del cine Esmeralda, regentado por tío Federico, en cuya función intermediaria había disfrutado de la proyección del film Y Dios creó a la mujer, del cineasta francés Roger Vadim, en donde mi amada de entonces (y de siempre), Brigitte Bardot, me había trastornado secando su hermoso cuerpo con una toalla diminuta, mientras bailaba al son de La Bamba de Ritchi Valens. Recuerdo esto con precisión de relojero, porque sería el cine una de las fuentes en donde abrevaría mis primigenias pretensiones expresivas. Frente a la albura de aquella pantalla de cemento cada noche, a las siete en punto (por supuesto que tenía entrada libre, gracias a la generosidad de tío), me sentaba a devorar con avidez las penurias, las alegrías y desdichas de esos personajes inolvidables que me obsesionaron desde siempre. Allí compartí las cuitas, los desamores, las pasiones, los desencuentros, las tragedias de los charros mexicanos (¿Cómo olvidar a Pedro Infante, Jorge Negrete, Pedro Armendáriz  o  Toni Aguilar?) …el sufrimiento de las heroínas de labios ardorosos, dorados muslos y corazones rotos, como María Félix, Rosita Vásquez, Elsa Aguirre, Rosa Carmina… el tono quejumbroso y melancólico de Agustín Lara, eterno enamorado de su María Bonita… los bailes voluptuosos de  María Antonieta Pons, Ninón Sevilla o Miroslava… la maravilla del discurso aparentemente sin sentido de Mario Moreno, Cantinflas… la reciedumbre del Indio Emiliano Fernández, la dicción perfecta de Arturo de Córdoba… Tampoco olvidaría jamás la imperturbable madurez de  Yves Montand, en El salario del miedo, de Clouzot… la indescriptible belleza de Giulietta Masina, en aquel papel de dulce prostituta, en Las Noches de Cabiria, de Fellini o la inolvidable transparencia del rostro de Silvia Pinal, en Viridiana, de Buñuel… toda una constelación de personajes, escenas, textos y melodías que dejarían huella profunda en mi sensibilidad adolescente.

Por esos mismos años (o, tal vez, un poco antes) había descubierto la biblioteca de tío Laurencio: un filón inagotable de sorpresas y asombros. Allí  desempolvaba obras de Rómulo Gallegos,  Julio Verne, Emilio Salgari, Andrés Eloy Blanco, Alexander Dumas, Rubén Darío, José Martí,  Bertrand Russell, Luigi Pirandello, García Lorca, Romain Rolland, Tagore,  Kipling… y, en  un tramo escondido de los anaqueles que solo conocíamos mi tío y yo, el tesoro más preciado: la colección de libros prohibidos que la familia había desterrado: El Cantar de los Cantares, El Manifiesto Comunista, de Marx y Engels,  el Manual de Marxismo-Leninismo, de Kuusinen, El Materialismo Histórico, de Konstantinov… Aura o las violetas, de José María Vargas Vila, El conflicto de los siglos, de Elena White,   las Obras Completas de Francis Bacon,  el De Mulieribus, de Albertus Magnus, y  algunas otras enseñanzas de los rosacruces y masones,  obras que serían devoradas a escondidas, en al traspatio, cerca de los girasoles y las matas de geranio que madre había plantado con cuidadoso ardor.

Mi tío Julio Laurencio Silva Montenegro era un hombre alto, blanco, de grandes y profundos ojos azules, muy parecido al retrato del General José Laurencio Silva, el tatarabuelo, quien nos contemplaba desde la pared en la amplia sala de la vieja casona. Había nacido en 1896 y para la época en la cual lo conocí, tendría unos 50 años. Yo aprendí a leer bastante temprano y una de las fuentes de aprendizaje fue el periódico. Tío Laurencio compraba religiosamente El Nacional todos los días, y los sábados,  El Morrocoy Azul. En su cuarto de soltero, siempre oloroso a azahar, tenía una cama con mosquitero y una silla de extensión. Yo me sentaba a su lado en una sillita pequeña para leer la prensa y oír los noticieros de la guerra de Corea en un viejo radio Philco, en el cual sintonizaba La Voz de América y la BBC de Londres. En esa época se publicaba cada sábado el Papel Literario de El Nacional,  que yo coleccionaba y guardaba debajo del armario de tío. Cada tarde, luego de la obligada merienda con dulce de lechosa, café y manducas,  hablaba largamente conmigo, se esmeraba en tomarme la lección y yo debía relatarle aquellas dos o tres páginas que me había sugerido leer el día anterior.

Amigos del editor José Agustín Catalá
Debajo del cuadro del tatarabuelo estaba ubicada la vieja victrola, llegada a la casa directamente del Almacén Americano, a finales de 1927. Nosotros la llamábamos la ortofónica, probablemente por el nombre en inglés. Era un dispositivo completamente mecánico, con un brazo pesado provisto de una aguja la cual incidía sobre los discos de 78 RPM de la época y un altavoz cubierto de una pesada tela. En especial recuerdo un disco de sello verde, de la Philco, el cual por un lado tenia grabado el Himno Nacional  y por el otro el Popule Meus, de José Ángel Lamas. Otro disco grande, de sello rojo de la RCA, tenía por ambos lados  arias cantada por Lily Pons de la ópera Lucia de Lammermoor, de Gaetano Donizetti. Asimismo, otro disco grande, de sello negro de la RCA, tenía por un lado El Danubio Azul, de Johann Strauss y, por el otro, el vals Los Patinadores, de Émile Waldteufel. En particular había un par de discos rojos, los cuales solo podíamos oír cuando llovía fuertemente: eran discos editados para la campaña electoral de Rómulo Gallegos a finales de 1947, con música alusiva y poemas de Andrés Eloy Blanco (recuerdo con nitidez uno de ellos: Mano Juan entra a la fila). Era un material prohibido durante la dictadura, que oíamos con curiosidad y luego desaparecía velozmente rumbo al viejo escaparate de tío Laurencio.

De esta ápoca recuerdo con especial deleite a dos peculiares personajes: uno de ellos, Nicasio Arteaga (a quien llamaríamos siempre don Nicasio) había sido espaldero de tío Laurencio en sus lejanos días militares. Tenía una edad indefinida. Decía que había conocido a los ejércitos de la Revolución Libertadora de Manuel Antonio Matos. Eso fue allá por el año 1901, así que probablemente había nacido alrededor de 1890. Cuando lo conocí ya tenía varios años al servicio de la casa de los tíos Silva Montenegro. Era pequeño, cetrino, con unos grandes bigotes ya canosos y vestido casi siempre de liquilique. No aprendió nunca a leer y escribir y utilizaba un lenguaje pleno de arcaísmos. Para él, era muy común el “vide”, “ansina”, “endenantes”… lo cual me divertía mucho, ya que era distinto al lenguaje usado por los tíos. Ocupaba un cuarto de la casa vieja, con su respectivo catre. Las funciones de don Nicasio eran muy diversas: desde  hacer de mandadero de las dos casas hasta llevarnos de la mano a la escuela Anzoátegui y por las noches acompañarnos al cine. En el solar de la casa vieja tenía un pequeño conuco, lo cual denotaba su origen campesino, y tenía un machete muy afilado que utilizaba para  cortar ramas y al cual teníamos prohibido acercarnos. Tenía un carácter muy colaborador, pero al mismo tiempo era bastante terco. Cuando se le encargaba alguna labor que él consideraba imposible de ejecutar, su comentario era: “¡eso es quinina!” Pero lo más agradable, lo que me atrapaba y embelesaba, era su repertorio de anécdotas y consejas, sus historias y aventuras vividas en su inquieta existencia de guerrillero,  relatos que me  abrirían definitivamente el entendimiento y la sensibilidad.

El otro personaje encantador se llamaba Remigio Starosta: era el barbero de la familia, venido de la Italia de postguerra y de incierto origen judío. Don Remigio me afeitaba cada mes y, al finalizar su faena, en las frescas tardes del pueblo,  nos reunía a la pandilla de hermanos y primos, desenfundaba con parsimonia su violín y, previo el fruifruifrui del ensayo, asumía el control absoluto de la audiencia: su inquietante fraseo, sus larguísimas tiradas de arco, sus vibrattos y scherzos nos remitían a las arideces falconianas y larenses, a las neblinas de la sierra, a las madrugadas de vaquerías y a los alborozos navideños. Pero el mejor momento de la tarde llegaba cuando acometía, con aire distraído y mirada ausente, las tonadillas del Danubio, los caprichos de Paganini o los valses venezolanos que tanto me gustaban (¿será Besos en mis sueños, de Augusto Brandt o, tal vez, Conticinio, de Laudelino Mejías, la melodía que ahora persiste en mi memoria?). Al final de esos improvisados conciertos, con un aire extraño y taciturno en su semblante, aquel barbero-violinista nos leía fragmentos de  Pirandello, Bécquer, Keats, Lord Byron o Novalis, sin solución de continuidad.

Un poco más tarde, entrando al bachillerato, ampliaría mis enardecidas lecturas: noches enteras de vigilia artificial en aquel desván al fondo de la casa, a escondidas de padre, me revelarían el mundo maravilloso de Rimbaud, Darío, Neruda, Ramos Sucre, Pocaterra, Arráiz, Paz Castillo, Alberto Arvelo, a quienes leía junto a los números atrasados del Pekín Informa, conseguidos con astucia por el turco Farid en la capital. En esta época recibiría de manos del poeta Fáver Páez, amigo, coterráneo y nigromante,  un libro que aún conservo: la Poesía Política, de Vladimiro Maiakovsky, que marcaría para siempre mis gustos literarios. También iniciaría mi labor de cronista en ciernes en aquel periódico mural que dirigía (¿El Mocho Ilustrado era su nombre?) en donde publicaría mis primeros textos. Claro, eso sería mucho antes de que el periódico mural fuese finalmente clausurado por caprichos de un director obcecado que no perdonaría mi artículo en defensa de la revolución cubana, con fotos de  Fidel y del Ché entrando a La Habana, en enero de 1959. Esta ocasión la aprovecharía para comenzar mi nueva empresa periodística: el semanario En Marcha, ocho cuartillas impresas artesanalmente en aquel multígrafo un tanto estropeado, suministrado por el maestro Pereira, en donde seguiría divulgando, al lado de los artículos políticos y la actualidad nacional, la presencia insoslayable de mi llano querido:  la enorme soledad que se deshoja en el río, la desnuda claridad de la llanura, la luminosa plenitud de los crepúsculos bañando el corazón entristecido de los hombres.

Con el filósofo J.M. Briceño Guerrero
Segunda Estación: Conociendo a un irreverente maestro de la lengua

Continuando nuestro periplo académico iniciado en Tinaquillo, dejamos con pesar la casa paterna, y, luego de contemplar las hermosas sabanas de Taguanes, con la acostumbrada parada en el Monumento dedicado a esta batalla, ocurrida el 31 de julio de 1813, (monumento preferido por padre al más conocido del Campo de Carabobo, por  inexplicables razones que se perdían en los orígenes de la estirpe),  llegamos a Valencia y recalamos en el liceo Pedro Gual, en donde continuaríamos cursando el bachillerato, orientados por insignes profesores como el poeta José Joaquín Burgos, Jesús Berbín López, Pedro José Mujica, José Joaquín Estrada, Stefan Pestyk, René Falcón, José Luis Zerpa, Luis Gómez Guillén, Mercedes Quero de Dezio, Américo Lomelli Verdi, Daniel Táriba y tantos otros excelentes ductores que hacían de la docencia un modo de vida y una pasión existencial. El profesor Burgos, con su facundia intelectual y su aplomada y proverbial sencillez, saltándose el programa oficial, seducía a sus alumnos con la lectura de autores ignorados (¿o, tal vez, censurados?) por el Ministerio de Educación, como Julio Cortázar, Jorge Luis Borges,  Alfonsina Storni, Walt Whitman,  Sylvia Plath,  Ernesto Cardenal, Cintio Vitier, Guillermo Cabrera Infante, Adolfo Bioy Casares, Oliverio Girondo,  Victoria Ocampo, Silvina Bulrich, Ida Gramcko, Cruz Salmerón Acosta, Miguel Ramón Utrera, Adriano González León, José Pepe Barroeta, Víctor "El chino" Valera Mora, José Vicente Abreu, Ramón Palomares… cuyas obras eran literalmente devoradas por nuestra inquieta cofradía de expectantes discípulos, aquella banda de ávidos adolescentes, en la cual destacaban, entre otros compañeros: Roger Capella, Claudio Romano, José Botello Wilson, Carlos Rojas Malpica, José Bianchi, quienes compartíamos regocijados los textos de aquellos autores, al lado, por supuesto, … de las obras de los clásicos: … Homero, Horacio, Sófocles, Virgilio,  Garcilaso de la Vega, Jorge Manrique, Miguel de Cervantes, César Vallejo, Vicente Huidobro, Rómulo Gallegos, Miguel Otero Silva, Arturo Úslar Pietri … todos ellos profundamente amados por el poeta Burgos y siempre presentes en su muy abultada y generosa alforja de alquimista.

Algunas veces, al salir de clases (la última hora culminaba a las cinco en punto de la tarde y la tertulia continuaría en las calles),  subíamos hasta el Rectorado de la Universidad de Carabobo, para el encuentro siempre enriquecedor con los poetas José Miguel Villarroel París, Eugenio Montejo, Reinaldo Pérez Só, Alejandro Oliveros, Teófilo Tortolero… o bajábamos por Camoruco Viejo para contemplar  las arboledas, las viejas casonas y  los deslumbrantes atardeceres valencianos en ameno coloquio de camaradas. Una venteada noche de marzo, con el poeta Burgos a la vanguardia, entraríamos al Teatro Imperio  para disfrutar el film Tirez sur le pianiste, de François Truffaut,  basada en la novela de David Goodis y con la amable actuación de Charles Aznavour. Al salir, las deliciosas sodas con granadina, compradas al ladito, en el bar de Pablo, refrescaban nuestras gargantas fatigadas y sedientas.

Al final de esa correría nocturna, al pie del monolito, en el centro de la Plaza Bolívar (con el fondo melodioso de aquel cuarteto de cuerdas – dos violines, viola y cello - que inventara  Paul McCartney en Yesterday, deslizándose por las ventanas del restaurante Madrid), el poeta Burgos nos sorprendería con estos  versos, cuyo tono de serenidad tejía a muestro alrededor sus visiones de sutil nostalgia y el esbozo de esa intimidad luminiscente que perennemente  sería su compañera: 
“…Escucho el piano de la lluvia, / o una guitarra, / o alguna simple flauta de bambú / y palabras que dicen / las mismas cosas / que se escuchaban hace cuatro siglos.”
El poeta Burgos dejaría en mí una profunda impronta que hoy continúa vibrando, una lección de humildad y sencillez y una metáfora de la vida, porque en sus actuaciones, en sus vivencias, en sus páginas hay una tierna solidaridad con las cosas, con el mundo, con el hombre. Algo hay en ella de fraciscanismo poético, algo de profunda ternura frente a los pequeños seres, algo de humanidad penetrada de amor y de lúcida comprensión del orbe. Y hay, sin ninguna duda, una actitud muy personal: la búsqueda de lo esencial en los objetos, lo cual le confiere a sus obras el merecido e incuestionable rango de poesía visual.

Tercera Estación: Vida universitaria, bohemia y encuentros reveladores

Década del setenta. En medio de nuestra afanosa vida universitaria, establecíamos los primeros contactos con poetas y narradores en la vieja Escuela de Educación de la Universidad de Carabobo (adscrita, para ese entonces, a la Facultad de Ciencias Económicas y Sociales): José Napoleón Oropeza animaba al grupo Sombra de Hormiga. Una tarde de crudo invierno, el poeta, con una generosidad de príncipe renacentista, me dejaría hojear el manuscrito de su novela Las redes de siempre. Algunas mañanas, Alejandro Oliveros se dejaba caer por la biblioteca y nos hablaba con pasión de Walt Whitman, Nerval y Baudelaire. Reinaldo Pérez Só confesaba su interés en la poesía portuguesa y el budismo zen. Pepe Barroeta nos iluminaba con sus versos y Rafael Humberto Ramos Giugni comenzaba su tenaz labor de difusión cultural en los predios de Ingeniería.

Después, las tardes de bohemia literaria y filosófica con Luís Azócar Granadillo y Jorge Preciado, casi siempre en el viejo restaurante “El Piache”, cuyas cabañas nos proporcionaban el cobijo y el recato indispensables para la confidencia. Recuerdo con exactitud aquella noche: salíamos del cine universitario, luego de disfrutar la proyección de “La hora de los hornos”, de Fernando Pino Solanas; Jorge, inspirado, en una de sus magníficas exposiciones, nos habló de la libertad de creación, como negación de aquel realismo militante que exudaba la película del porteño. Azócar, siempre curioso, espíritu libérrimo y erudición suprema, incansable pescador de atardeceres, se expresó generosamente de un inacabable conjunto de temas, cuya variedad era una muestra de su hálito ecuménico: la revolución de París – Mayo (y la participación en ella de Jean-Paul Sartre, Simone de Beauvoir y Herbert Marcuse), el festival de Woodstock (del cual recordaba con nostalgia la canción de John Lennon y Paul McCartney, interpretada por Joe Cocker: “Con una pequeña ayuda de mis amigos”), la renovación universitaria, la reciente publicación del libro “En plena estación”, de Gustavo Pereira, poemas que - nos dijo – lo habían alucinado a tal punto que no había podido despegarse de ellos en toda la noche. Señaló que fue descubriendo mansamente los laberintos refulgentes que socavan sus palabras en los veneros del lenguaje poético. Había disfrutado esos textos escuchando las notas de Carmina Burana, en versión de Carl Orff. Y entonces comulgaba con el poeta: “…Estoy como un ciego al borde de un abismo cuya profundidad / no acierta a conocer con el golpecito de su bastón.”

El autor (al centro) junto a los poetas Reinaldo Pérez Só, José Carlos
de Nóbrega, José Joaquín Burgos y Luis Alberto Angulo. Valencia, 2010
Más tarde, al filo de la medianoche, Azócar, con su proverbial timidez (complemento de su inconfundible ironía socrática) ojearía este breve texto suyo, escrito con su diminuta letra de sobrio poeta: “…Obligado a inventar / para escapar al miedo, / invento que tus rasgos son eternos y míos / que mis magias son tuyas / que el mundo nos recibe / y acepta mis conjuros, mis geometrías, tus senos. / Invento el mundo / y / luego / la muerte recoge mis juguetes.” Estas palabras se grabarían con  fuerza en mi corazón de escritor en ciernes.

Mención aparte merecen las cálidas tardes de sol, cerdo asado y cachapas de maíz tierno con queso de mano, a la sombra de los samanes,  en La Rosaliera, la hermosa finca de José León Tapia, en Barinas. Nuestro anfitrión me contaría que allí mismo, en aquella mata, cerca del jagüey, estuvieron conversando no hacía mucho, puntuales, cumplidores, expectantes por la dimensión de la invitación que les había cursado: el poeta Alí Lameda, con su parsimonia acostumbrada, José Vicente Abreu, con su elegante pelo e´ guama y Luis Alberto Crespo, dispuesto a montar su nuevo caballo recién llegadito de Carora. Entonces, intentaría una aproximación a las obras de aquellos venezolanos de excepción de la mano de José León, quien me conduciría con agrado y paciencia por los caminos de estos creadores, a través de esos textos portentosos, por esa poesía pura, intimista, tan influida por el seco paisaje caroreño, o por las soledades de la selva o por la feracidad verdina de la llanura donde se debaten los sentimientos de estos poetas, trashumantes por esos caminos que tantas veces recorrieron juntos. Una tarde bochornosa de abril, me diría José León: 
“Estúdialos, primo, conócelos, y comienza a transitar tu propia senda,  para que sueñes y vivas como ellos y puedas crear tu propio mundo, basado en las luces poderosas de la imaginación, y para que te des cuenta de que las cosas existen con orgullosa independencia de la realidad.”  
Y, para mitigar el verano, José León, con su acostumbrada vehemencia, con esa pasión indetenible que lo acompañaría hasta su lamentable deceso, abrió la esclusa del recuerdo para descubrirme al poeta  Alí Lameda, de quien había oído hablar desde mis lejanos días de militancia revolucionaria, cuando a todos nos inquietaba su extraña e inexplicable prisión en Corea del Norte, acusado de no sé cuál delito contra el estado comunista de Kim Il Sung. Pero nunca hasta entonces había disfrutado de sus textos. Aquella primera aproximación me reveló a un poeta excepcionalmente dotado para la versificación y que tuvo el valor de escribir sonetos, en contra de las tendencias y escuelas dominantes en la época, en la actitud desafiante de obedecer a sus pulsiones sin preocuparse en lo más mínimo por aquellas propensiones. Como colofón del convite, José León quiso leer estos versos de La rosa antigua, para lo cual escogió de entre sus muchos acetatos el Concierto de Aranjuez, de Joaquín Rodrigo (magistralmente interpretado por Alirio Díaz): 
“La tierra dio a los hombres este fruto. / La tierra dio a los hombres su orquídea iluminada: / les dio una inmensa noche de atributo / espléndido, con grandes estrellas de rasgada / vibración, con la luna que amor y sueño efluvia. / La tierra dio a los hombres sus peonías eternas, / los robles de fastuosa resonancia, / el torrencial descenso de la lluvia, / los metales de duras dimensiones, las tiernas / vegetaciones roncas y su espacial fragancia.”
 Desde entonces, amé a este poeta singular.

También en esta época incrementaría mis encuentros con otro brillante tinaquillero: el narrador y poeta  Carlos Noguera, con quien compartiría intensas jornadas de bohemia literaria por las calles, bares y cafés de Sabana Grande, en Caracas, algunas de las cuales están consagradas en su primera novela Historias de la calle Lincoln, en donde el autor se revela como un narrador extraordinariamente vigoroso, distinto, generador de recursos lingüísticos, sintácticos y poéticos, capaz de resolver al instante el paso con el cual se anticipan las más ágiles invenciones. Una nueva forma de expresar los conflictos del venezolano, en niveles en que el fervor humano, la realidad de situaciones imprevistas, la ciudad y sus avatares, el erotismo y el imponderable elemento psicológico se conjugan con una fuerza casi alucinante. Uno de esos días, Carlos me confesaría, en una frase que me impactaría con especial agrado y me señalaría derroteros:
“Escribir es leer y escribir. Así de simple. Para mí, como escritor, ambos actos están indisolublemente unidos. No tiene que ser así siempre. Hay gente que disfruta mucho la lectura pero nunca se da permiso para escribir algo o apenas una vez y luego lo abandona. Sin embargo, para mí la lectura y la escritura han estado muy unidas desde el comienzo de mi vida. Por eso, si pretendes algún día ser escritor, debes leer mucho, sin cansancio, sin pausas, con decisión y alevosía.”
Cuarta (y última) Estación: la obra literaria como testimonio de vida

A finales de los ochenta, una argentada tardecita de crudo invierno, confinado a mis aposentos por una recurrente y tenaz gripe, ubicaría entre mis libros aquel viejo ejemplar de hojas amarillentas: Rayuela, la novela de Julio Cortázar que Luis Azócar Granadillo me obsequiara veinte años atrás. Me sorprendería nuevamente su dedicatoria: “…Léelas, poeta, con espíritu joven y abierto, que estas páginas te revelarán el mundo que siempre has buscado.”

Y esa expresión fue premonitoria y rigurosamente cierta: aquellas lecturas caprichosas y aparentemente sin rumbo que me habían conmovido desde la infancia, ahora se incrementaban y ensamblaban en obra escrita: en el verano del año 1988 publico mi primer libro: Cortázar, instrucciones para el Perseguidor, una aproximación impresionista y lúdica al universo siempre sorprendente de este enormísimo cronopio, en donde el lenguaje, la ironía y los juegos armonizan en apretada suma dialéctica; luego vendrá Desarrollo de actitudes, conductas y valores en adolescentes, a través de la manipulación que la televisión hace de la imagen arquetípica del héroe (en 1989), una profunda reflexión acerca de la industria cultural, los programas televisivos y sus símbolos arquetipales, la manipulación de la figura del héroe, lo cual promueve una visión acrítica y conformista del mundo en los adolescentes venezolanos; Ritos, fuegos, ceremonias y fantasmas (en 1992), obra en la cual intento el abordaje de diversos temas y autores, en un orden plural y heterogéneo, revelando un sentido de reflexión literaria cercano al placer y alejado de conceptos fríos y definitivos; Cojedes, umbrales del siglo XXI (en 1995), libro en coautoría, en donde inserto un ensayo titulado “El Silva que me contaron”: un acercamiento apasionado y familiar a la personalidad, el carácter y el valor del General José Laurencio Silva;  Del retrato a la máscara en el laberinto literario de Arturo Uslar Pietri (en 2004), una detenida y cálida indagación sobre la vida y la obra de este venezolano de excepción, a través de una dinámica prosa que deja respirar al autor y su obra en el acogedor y problematizador marco del discurso ensayístico;  El mundo de las cooperativas (en 2004), un exhaustivo análisis de las capacidades productivas de la sociedad venezolana, a través de estrategias solidarias como las cooperativas, que trascienden el hecho netamente económico y se proponen romper con las desigualdades; Eduardo Mariño: el brillo y las sombras de una escritura heteróclita (en 2005),un recorrido afectivo por las obras de este peculiar e infatigable escritor venezolano, en donde lo lúdico se combina con lo intuitivo, la ética con la estética y la frescura del lenguaje, siempre en búsqueda del sentido auténtico de la palabra;   Carlos Noguera: el juego, la pasión y la nostalgia (en 2005), indagación crítica acerca de la obra de este creador, Premio Nacional de Literatura, cuyo oficio nos deslumbra y convence, encendiendo su luz prodigiosa como fuego insospechado e inacabable; Francisco Lo Russo: un ángel de María Lionza (en 2007), una investigación descriptiva y pormenorizada acerca del mito y sus dimensiones religiosas, filosóficas, morales, antropológicas y humanas; Héroes y villanos, llaneros y llanura en las narraciones de José León Tapia (en 2008), un nutrido compendio antológico de la obra de este prolífico narrador llanero, quien ha recreado la realidad del ser venezolano, su historicidad y sus limitaciones ontológicas y trágicas; Pasión, realidad y ficción poética como testimonio de vida, prólogo a la última obra de José León Tapia: Vencido por la nostalgia (en 2008), una aproximación efusiva y familiar a la obra de Tapia, en donde se evidencia la voz de un poeta deslumbrado por sus fantasmas sus búsquedas y su nostalgia; El Dorado, mito, utopía y realidad (en 2010), una intensa (y extensa) pesquisa sobre ese ancestral símbolo de la búsqueda humana, bordeando las fronteras entre la realidad, lo fantástico, lo maravilloso, lo mítico y lo onírico, ensayo publicado en el volumen antológico El Libro del Oro de Venezuela. Y, finalmente, José Joaquín Burgos o el aire iluminado (un acercamiento impresionista a la obra de un poeta singular), prólogo al más reciente libro del poeta Burgos, Cansancios de orilla (de 2012), en donde se denota la esencia y la profundidad de este bardo venezolano, en un viaje inacabable través de sus obras en donde se empina el tono poético como un transitar espontáneo del lenguaje que se abre hacia la insinuación reflexiva, el dulce y desgarrado tono erótico, la transparencia de objetos, colores y sonidos, revelado todo esto en un persistente y agudo proceso de expresión vehemente, íntima, desbordada.

A manera de conclusión, nos gustaría evocar una hermosa frase del siempre recordado Ludovico Silva, quien, en su obra La torre de los ángeles (de 1991), afirmaba: Decía Mallarmé, en su bello  y enigmático ensayo sobre “El libro, instrumento espiritual”, las siguientes palabras de oro: Tout, au monde, existe pour aboutir à un livre. Todo en este mundo nos conduce hacia un libro. Espero que estas páginas  de evocación personal signifiquen al menos una piedra en el edificio de mi libro personal. Sin olvidar lo que también decía Mallarmé en su ensayo: el libro es …le minuscule tombeau, certes, de l´âme (la minúscula y precisa tumba del alma).

Ponencia en el 7º. Encuentro con la literatura y el audiovisual para niños y jóvenes en Venezuela, Valencia, 22/06/2012