Jorge Luis Borges dijo una vez que todo libro que no encierra su
contralibro es un libro incompleto. John Berger escribió de joven un libro en
el que contaba cómo era la vida de un médico rural en la Inglaterra de
posguerra, que de día atendía a pacientes y de noche se quemaba las pestañas
leyendo, no sólo para mantenerse al día con los avances de la medicina, sino
para poder contestar las preguntas existenciales que le hacían sus humildes
pacientes (por qué morimos, qué es la enfermedad). Berger admiraba de tal manera
la vida de ese médico que tituló su libro Un hombre afortunado.
Pero en la
página final, en un breve epílogo, informaba que aquel médico rural se había
suicidado quince años después. “Un suicidio no constituye necesariamente una
crítica de la vida a la que pone fin, aun cuando nos haga mirar desde ahí la
historia de esa vida”, decía Berger. Había algo en esa fabulosa frase que abría
una cuña de aire en su libro, un puente hacia la nada. A veces un libro nos
deja así; a veces pasa la vida entera sin que encontremos su contralibro.
Jean-Marie Gustave Le Clézio |
Déjenme contar hoy la historia de otro libro sobre otro
médico rural, otro médico de frontera. En el mundo colonial africano podían
pasar cosas como ésta: nacías francés en las Islas Mauricio, que habían sido
francesas después de ser árabes, holandesas y portuguesas, pero que eran
británicas cuando los colonos europeos fueron invitados a abandonar la isla,
después de la Primera Guerra. Tu familia se queda sin nada, debe volver como
pueda a Europa, pero no es Francia sino Inglaterra la única que les tira un hueso,
y ese hueso es una beca del gobierno para estudiar. Nuestro aspirante a médico
sabe que sólo cuenta con eso, no puede permitirse fracasar, y no se lo permite.
Pero el llamado de la selva reverbera en su sangre. Cuando lo mandan a hacer la
residencia en el departamento de enfermedades tropicales del Hospital de
Southampton, se anota en cuanto puede de voluntario para ir a Guyana. Pasa
dos años allá. Vuelve de licencia a Francia, conoce a su prima hermana, se
enamora de ella, parte a su nuevo destino: Nigeria, la sabana africana. Espera
pacientemente la primera licencia para volver y poder casarse con ella y
llevársela a África con él (el tema de las licencias es decisivo en esta
historia: son quince días cada dos años, en el mejor de los casos, y ya
hablaremos del peor).
Dije que nuestro médico conoce y se enamora de su futura
esposa en quince días, y que en otros quince, dos años después, vuelve a
casarse y llevársela con él a África. Pasan juntos ocho años felices. Déjenme
dar una sola imagen de esos años: nuestro médico está operando, en una precaria
sala de auxilios, cuando se levanta una de esas fabulosas tormentas tropicales,
el cielo se pone color de tinta, los relámpagos rajan el cielo, uno puede
contar los segundos que separan el rayo del trueno, nuestro médico está
interviniendo a un paciente cuando un rayo entra por la puerta abierta, corre
sin ruido por el piso de cemento, funde las patas metálicas de la mesa de
operaciones, quema las suelas de los borceguíes del médico y huye por donde había
entrado. El paciente se salva por el hule en donde está acostado, el médico por
sus suelas de goma. La que ve entrar y salir el rayo, y se estremece con el
trueno unos segundos después, es la esposa. Así se lo cuenta a sus dos hijos
pequeños, en Francia, en una buhardilla prestada donde deben apretarse cinco
(ella y los niños y los ancianos padres de ella) en la Francia de Pétain
durante la guerra. Ella es esposa de un médico militar británico, por ausente
que esté él: pueden deportarla, y a los niños también, así que deben mantenerse
ocultos, sobrevivir de la caridad ajena y de los recuerdos africanos. El mayor
de esos dos niños es Jean-Marie Le Clezio, él es el que cuenta la historia.
Le Clezio conocerá a su padre al llegar a África, a los ocho
años. Cuando su madre quedó embarazada, ella y el padre decidieron que el niño
naciera en Francia. Ella viajó primero. En una licencia de quince días, él
viajó a conocer al hijo, que ya tenía meses, dejó nuevamente embarazada a su
esposa y partió, con el propósito de volver a llevárselos a los tres en su
siguiente licencia. Pero estalló la guerra. El trató de cruzar el desierto y
llegar hasta Argel para reunirse con ellos, pero fracasó. No le quedó otro
remedio que refugiarse en su oficio en la sabana africana, sin medicamentos,
sin material, sin contacto con su mujer y sus hijos, mientras en el mundo la
gente se mataba entre sí. Ese es el padre que Le Clezio conoce en África: un
hombre que fue muy feliz, y luego muy infeliz, y ya nadie sabe lo que siente
ahora. Siete años vive con ese extraño Le Clezio, hasta que le llega el momento
de viajar a Francia a empezar el Liceo. Su padre ya no pide licencias para ir a
verlos. Cuando llega, por fin, es porque ha sido dado de baja de su puesto. Es
la tercera vez que pisa Francia en treinta años, pero en este caso no por
quince días; ha vuelto porque lo mandaron de vuelta, porque no tiene adónde ir.
Juan Forn |
Le Clezio va un día a visitarlo. Lo describe así:
cocinándose y comiendo en los mismos cacharros de metal esmaltado azul y blanco
que usaba en África, con el mismo blusón azul que se ponía en cuanto volvía a
su casa en África, pero usando su instrumental quirúrgico africano para
cocinar, el escalpelo para cortar el pollo, la pinza clamp para servirlo. Ese
hombre que había sido entrenado ambidiestro como cirujano, para ser capaz de
operarse a sí mismo con un espejo si hacía falta, en el territorio que le
tocara en suerte, usa ahora su instrumental para trozar y servir el pollo que
comerá solitariamente en su departamento de jubilado. Ese hombre que estuvo
treinta años atendiendo desde el parto hasta la autopsia a tres generaciones de
africanos, ahora, cuando lo internan para hacerle unos análisis, no sólo no
dice a nadie en el hospital que es médico, sino que tampoco pide conocer los
resultados: ya no se identifica con los facultativos de delantal blanco, sino
con los pasivos yacentes en las camas. Ha dejado de ser el que enfrenta la
enfermedad, ahora la padece.
Para Le Clezio, África era los cuentos de su madre y,
después, fue la libertad que tenían él y su hermano corriendo descalzos por la
sabana africana mientras su padre estaba fuera de casa, curando gente, la mayor
parte del día (la llegada del padre era la llegada de la autoridad, de las
prohibiciones, de los castigos, del silencio). Le Clezio sintió que le debía África
a su madre hasta que vio a su padre vivir como en un campamento africano, en un
anónimo monoambiente parisino. Tituló así su libro, El africano, y es un gran
título y un hermoso libro: uno oye el clamor de África y el de la orfandad en
sus páginas. Pero lo que yo vi en ese libro, lo que agradezco haber por fin
vislumbrado, como un rayo que baja súbito del cielo, electrifica lo que
encuentra a su paso y se esfuma tal como había llegado, es lo que necesitaba
saber desde hacía años sobre aquel médico rural inglés que se suicidó en la
página final del libro de Berger.