“Tres pasiones, simples, pero abrumadoramente intensas, han gobernado mi vida: el ansia de amor, la búsqueda del conocimiento y una insoportable piedad por los sufrimientos de la humanidad. Estas tres pasiones, como grandes vendavales, me han llevado de acá para allá, por una ruta cambiante, sobre un profundo océano de angustia, hasta el borde mismo de la desesperación” — Bertrand Russell

16/8/12

San Onofre / Una Promesa in-cumplida

San Onofre ✆ José Tomás Barazarte,
escultor popular de Boconó, Edo. Trujillo
 
Erick Antonio Jimeno

Especial para La Página
No soy un hombre devoto. De  esos que derraman su caudalosa fe en los altares de oropel de iglesias coloniales,   y la manifiestan al mundo  con cirios, velones, y exvotos.  De los que acuden religiosamente cada domingo a los  deberes  de la liturgia, confesión y comunión incluidas. O de los promeseros que siempre tienen una deuda pendiente  con la Virgen,  o  con los  Santos. No. Definitivamente no me considero un creyente. Desde niño, abjuré en secreto de esos símbolos y   señales   de la cruz, padrenuestros, avemarías,  y rosarios  que con rigurosa penitencia se rezaban cada día al caer el sol,  en la casa de mis mayores, sometido  como estaba  al disciplinado fervor de mi abuela y de mi madre. Sólo por eso   repetía vespertinamente, con obligado acatamiento, las oraciones recurrentes y saltarinas. Tarde tras tarde, misterio tras misterio.  Bajo el yugo matriarcal.

Debo reconocer, sin embargo, que mis inclinaciones  de  apóstata  precoz  terminaban  cediendo  en el rosario  al arrullo de  las letanías, y no sé por qué encantamiento melódico, me reconciliaba en aquellos momentos con la cadencia y poesía de esos versos marianos  que salmodiaban  la  Rosa Mística, Torre de Marfil, Casa de Oro, Arca de la Alianza, Puerta del Cielo, Estrella de la Mañana,  como metáforas  lunares  y perfumadas que hacían renacer  fuegos extintos  en mi   impiadoso corazón.

En ese tiempo, para decirlo en una sola frase,  me sostuve con una  religión católica de camaleón sin  excesos de ortodoxia. Porque, hablando en cristiano,  Dios siempre me pareció un sujeto razonable. Metódico y calculador, como un profesor de matemáticas. Inventor de los días,  las semanas, los afanes y  los ocios,  y que  aprendió,  entre  zarzas  y decálogos, a  tolerar ciertas expansiones mundanas de sus criaturas, y  hasta permitirnos  mostrar , otros rostros y  otras máscaras, como en un carnaval.

Lo que nunca logré explicar fue cómo,  en la medida  en que  yo crecía e iba leyendo los libros prohibidos, acentuando mi ateísmo,  quedaba fijada en mí, al mismo tiempo, en algún costillar  bíblico, la fascinación por las historias  sagradas de heroicos mártires  y antiguos  santos y santas,   que teológicamente llaman hagiografías, pero que en mi  aprendizaje profano nunca rebasaron el nivel  de narraciones paganas. Y de ese modo ambiguo, rechazando por un lado los dogmas de la fe  de la santa Iglesia, pero deslumbrado por las crónicas de iluminados y ermitaños , me orillaba de tarde en tarde y en secreto en  los altares de la cofradía de San Onofre,  para leer subrepticiamente las  numerosas gracias por los  favores recibidos  y admirar el labrado místico  de los   dijes,  alhajas y presentes con las que los creyentes honraban y cumplían  sus promesas. Y todo esto,  por supuesto, lo hacía yo  de   profundo incógnito, oculto tras  una gorra de beisbol que me calaba hasta las orejas, para permanecer a salvo de cualquiera mirada inoportuna, ateísta o  o escéptica,  de alguno de   mis  numerosos y adoctrinados compañeros  socialistas o  marxistas, que  no sé  porqué suelen pulular clandestinamente en los entornos de monasterios, iglesias y mezquitas..

Me asombraban sobre todo  los ritos de los numerosos feligreses que  se prosternaban en los oratorios ,  en plenitud de éxtasis,  con los ojos férreamente cerrados y la frente  luminosamente fruncida,  unidas las palmas de las manos,  elevando  en silencio sus plegarias,  e implorando  al santo  por  las gracias y  los  dones.   Cada día asistían centenares y  multiplicaban sus demandas.   Y  sucedió entonces ,  un poco por mímesis, un poco por rezagada  mística, que yo también  -y sólo  por una vez-, le hablé  a San Onofre.  Le dije  que apenas entendía como un ermitaño como él,  avecindado  en el  desierto egipcio hace más de 1.600 años, pudiera, a pesar se su santo aislamiento,  continuar recibiendo la devoción   de esa caterva  de  hombres y mujeres réprobos   que le confiaban  su más íntimas rogativas. Le declaré también que  yo no tenía urgencias,  que  sabría, ante la evidencia de esas  desamparadas multitudes, esperar con paciencia de converso, mi turno para rogarle  y hablarle. Sobre todo para hablarle.  Porque yo adivinaba en su  piadosa imagen de anacoreta,  de pie,  con su báculo  en cruz  en su dorada ermita, una infinita disposición para escuchar  a los in-auditos,  y consolar a los in-fortunados, que le susurraban  sus secretos. Le confesé que yo no ameritaba  en ese instante  de un  empleo, que era  la  gracia más demandada  entre sus adeptos, y por eso, sabría ceder  mi turno a  los más necesitados. Entonces, sin solicitar algo específico, casi inconscientemente,   hice mi sagrada promesa. No le prometí rosarios, ni candelabros, ni misas en su nombre. Tampoco joyas o dinero para los pobres. Le prometí algo más peculiar, algo  que  desde hace ya 20 años arrastro sin cumplir. Un cuento. Una historia que lo incluya. Un relato que  glorifique su nombre Onofre, Onofrio,  San Onofre.

Lo irónico era que  yo,  además de no ser devoto, menos aún era escritor.  Salvo alguna breve cuartilla  de alabanza por encargo, o una retraída esquela de marchito amor, nunca incluí entre mis talentos u oficios de aliento , el arte de escribir. Por lo que mi ofrenda a San Onofre   fue, para decirlo puntualmente, una promesa fallida.  Acudí  a ofrendas sustitutas para reemplazar mi insostenible juramento;  compré estampas con  su figura,  las veneré con  velas y sahumerios; celebré su santoral  el 12 de junio y hasta ,  sin ser cófrade, divulgué sus milagros; y cada vez que me tropezaba en la ciudad con un desventurado , lo encaminaba  a los altares de Onofre, en la Iglesia de San Francisco. Alguna vez leí la historia de su vida, desierto adentro,  contada por Pafnucio, su discípulo, entre páginas ardientes. Supe de su prolongada penitencia y soledad de 70 años, sobreviviendo a todas las tentaciones de la carne y el Maligno. El hosco  y árido Satán.  Y aunque   en mi acentuada incredulidad  consideraba  a  la abstinencia y el extremo ayuno como vías pías    para fortalecer la templanza y la voluntad,  pensaba también que si ellas  se hacían habituales, perdían su fuerza de  virtud heroica y beatífica y comenzaban a girar sobre su  propia  vanidad, por   donde asomaba con una  mueca sardónica la sonrisa de Satanás. Entonces percibí   que  ese hombre del desierto trataba   de experimentar in extremis los aguijones  del hambre,  enfrentar todos los humanos apetitos, y resistir con sufrimiento y mortificación. El hambre y la sed en el desierto duelen, maestro Onofre; ahora lo comprendo.  El diablo es un analgésico…

Un  celebrado escritor argentino  me facilitó sin querer una  solución a mi situación de iletrado. Sentenció que los verdaderos escritores se guían en sus obras por la  imaginación y creatividad  más que por diccionarios y retóricas. Y, quizá  por sentirme  aludido por mampuesto en mi ignorancia,   acepté el consejo al revés. Me sumergí  súbito en un sinfín de  diccionarios y gramáticas,  reales y virtuales ,  y desde allí, robando palabras, tomando a préstamo expresiones y adjetivos, fiándome de sustantivos propios y ajenos, y encomendándome a San Onofre, comencé a hilvanar este relato descosido, que nace como los pobres, debiéndole al  santo la nueva gracia recibida: la inspiración necesaria para cancelar la vieja y dilatada promesa. Pero de algún modo contante y sonante debía yo cumplir  con mi palabra, aun pagando deuda con deuda,  en mi eterna  y cíclica insolvencia .

Por eso hago votos por  contar con suficiente vida  y honrar esos  nuevos auxilios del cielo. Para cumplir lo prometido. Para alabar la memoria de Onofre, aunque su fama no precise de esta narración blasfema .  Por fortuna, existen personas que nos socorren y hacen recordar las palabras empeñadas.

Sólo me pregunto en mi   expiación,  si ciertamente bastarán estas letras declinantes para reparar  a fondo mis dilaciones y promesas, que  me erosionan como un ventarrón,  sin dejarme tiempo de  conversar -por una vez más-  con San Onofre,  en las dunas donde se oculta el Oasis. Y a veces en mi meditación,  impulsado por un resabio de credulidad, siento la tentación de Onofre, de internarme  con báculo y garabato en esas arenosas soledades alejadas  del mundo banal y reiterado.

En esas horas calladas, conversando con mi silencio, atino a recordar  que no soy un hombre devoto, que no soy un  creyente; pero,  pago mis promesas, San Onofre...