San Onofre ✆ José Tomás Barazarte, escultor popular de Boconó, Edo. Trujillo |
Especial para La Página |
No soy un hombre devoto. De esos que derraman su caudalosa fe en los
altares de oropel de iglesias coloniales, y la
manifiestan al mundo con cirios, velones, y exvotos.
De los que acuden religiosamente cada domingo a los deberes de la liturgia, confesión y comunión incluidas.
O de los promeseros que siempre tienen una deuda pendiente con la Virgen, o con los
Santos. No. Definitivamente
no me considero un creyente. Desde niño, abjuré en secreto de esos símbolos
y señales de la
cruz, padrenuestros, avemarías, y rosarios que con rigurosa penitencia se rezaban cada
día al caer el sol, en la casa de mis
mayores, sometido como estaba al disciplinado fervor de mi abuela y de mi
madre. Sólo por eso repetía vespertinamente,
con obligado acatamiento, las oraciones recurrentes y saltarinas. Tarde tras
tarde, misterio tras misterio. Bajo el
yugo matriarcal.
Debo reconocer, sin embargo, que mis
inclinaciones de apóstata precoz terminaban
cediendo en el rosario al arrullo de
las letanías, y no sé por qué encantamiento melódico, me reconciliaba en
aquellos momentos con la cadencia y poesía de esos versos marianos que salmodiaban la Rosa
Mística, Torre de Marfil, Casa de Oro, Arca de la Alianza, Puerta del Cielo,
Estrella de la Mañana, como metáforas lunares y perfumadas que hacían renacer fuegos extintos en mi impiadoso corazón.
En ese tiempo, para decirlo en una sola frase, me sostuve con una religión
católica de camaleón sin excesos de ortodoxia.
Porque, hablando en cristiano, Dios
siempre me pareció un sujeto razonable. Metódico y calculador, como un profesor
de matemáticas. Inventor de los días, las semanas, los afanes y los ocios, y que aprendió, entre
zarzas y decálogos, a tolerar ciertas expansiones mundanas de sus
criaturas, y hasta permitirnos mostrar , otros rostros y otras máscaras, como en un carnaval.
Lo que nunca logré explicar fue cómo, en la medida en que yo crecía e iba leyendo los libros prohibidos,
acentuando mi ateísmo, quedaba fijada en
mí, al mismo tiempo, en algún costillar bíblico, la
fascinación por las historias sagradas
de heroicos mártires y antiguos santos y santas, que
teológicamente llaman hagiografías, pero que en mi aprendizaje profano nunca rebasaron el nivel de narraciones paganas. Y de ese modo ambiguo,
rechazando por un lado los dogmas de la fe de la santa Iglesia, pero deslumbrado por las
crónicas de iluminados y ermitaños , me orillaba de tarde en tarde y en secreto
en los altares de la cofradía de San
Onofre, para leer subrepticiamente
las numerosas gracias por los favores recibidos y admirar el labrado místico de los dijes, alhajas
y presentes con las que los creyentes honraban y cumplían sus promesas. Y todo esto, por supuesto, lo hacía yo de profundo incógnito, oculto tras una gorra de beisbol que me calaba hasta las
orejas, para permanecer a salvo de cualquiera mirada inoportuna, ateísta o o escéptica, de alguno de mis numerosos y adoctrinados compañeros socialistas o marxistas, que no sé
porqué suelen pulular clandestinamente en los entornos de monasterios,
iglesias y mezquitas..
Me asombraban sobre todo los ritos de los numerosos feligreses que se prosternaban en los oratorios , en plenitud de éxtasis, con los ojos férreamente cerrados y la frente
luminosamente fruncida, unidas las palmas de las manos, elevando en silencio sus plegarias, e implorando al santo por las
gracias y los dones. Cada día asistían centenares y multiplicaban sus demandas. Y sucedió entonces , un poco por mímesis, un poco por rezagada mística, que yo también -y sólo por una vez-, le hablé a San Onofre. Le dije que apenas entendía como un ermitaño como
él, avecindado en el desierto egipcio hace más de 1.600 años,
pudiera, a pesar se su santo aislamiento, continuar recibiendo la devoción de esa caterva de hombres y mujeres réprobos que le
confiaban su más íntimas rogativas. Le declaré
también que yo no tenía urgencias, que sabría, ante la evidencia de esas desamparadas multitudes, esperar con paciencia
de converso, mi turno para rogarle y
hablarle. Sobre todo para hablarle. Porque
yo adivinaba en su piadosa imagen de
anacoreta, de pie, con su báculo
en cruz en su dorada ermita, una
infinita disposición para escuchar a los
in-auditos, y consolar a los
in-fortunados, que le susurraban sus secretos.
Le confesé que yo no ameritaba en ese
instante de un empleo,
que era la gracia más demandada entre sus adeptos, y por eso, sabría ceder mi turno a los más necesitados. Entonces, sin
solicitar algo específico, casi inconscientemente, hice mi
sagrada promesa. No le prometí rosarios, ni candelabros, ni misas en su nombre.
Tampoco joyas o dinero para los pobres. Le prometí algo más peculiar, algo que desde hace ya 20 años arrastro sin cumplir. Un
cuento. Una historia que lo incluya. Un relato que glorifique su nombre Onofre, Onofrio, San Onofre.
Lo
irónico era que yo, además de no ser devoto, menos aún era
escritor. Salvo alguna breve
cuartilla de alabanza por encargo, o una
retraída esquela de marchito amor, nunca incluí entre mis talentos u oficios de
aliento , el arte de escribir. Por lo que mi ofrenda a San Onofre fue, para decirlo puntualmente, una promesa
fallida. Acudí a ofrendas sustitutas para reemplazar mi
insostenible juramento; compré estampas
con su figura, las veneré con velas y sahumerios; celebré su santoral el 12 de junio y hasta , sin ser cófrade, divulgué sus milagros; y
cada vez que me tropezaba en la ciudad con un desventurado , lo encaminaba a los altares de Onofre, en la Iglesia de San Francisco. Alguna
vez leí la historia de su vida, desierto adentro, contada por Pafnucio, su discípulo, entre páginas
ardientes. Supe de su prolongada
penitencia y soledad de 70 años, sobreviviendo a todas las tentaciones de la
carne y el Maligno. El hosco y árido Satán. Y aunque
en mi acentuada incredulidad consideraba a la
abstinencia y el extremo ayuno como vías pías para fortalecer la templanza y la voluntad, pensaba también que si ellas se hacían habituales, perdían su fuerza de virtud heroica y beatífica y comenzaban a girar
sobre su propia vanidad, por donde asomaba con una mueca sardónica la sonrisa de Satanás.
Entonces percibí que ese
hombre del desierto trataba de experimentar in extremis los aguijones del hambre, enfrentar todos los humanos apetitos, y resistir con sufrimiento y mortificación. El hambre y la
sed en el desierto duelen, maestro Onofre; ahora lo comprendo. El diablo es un analgésico…
Un celebrado
escritor argentino me facilitó sin
querer una solución a mi situación de
iletrado. Sentenció que los verdaderos escritores se guían en sus obras por la imaginación y creatividad más que por diccionarios y retóricas. Y, quizá
por sentirme aludido por mampuesto en mi ignorancia, acepté
el consejo al revés. Me sumergí súbito en
un sinfín de diccionarios y gramáticas, reales y virtuales , y desde allí, robando palabras, tomando a
préstamo expresiones y adjetivos, fiándome de sustantivos propios y ajenos, y
encomendándome a San Onofre, comencé a
hilvanar este relato descosido, que nace como los pobres, debiéndole al santo la nueva gracia recibida: la
inspiración necesaria para cancelar la vieja y dilatada promesa. Pero de algún
modo contante y sonante debía yo
cumplir con mi palabra, aun pagando
deuda con deuda, en mi eterna y cíclica insolvencia .
Por eso hago votos por contar con suficiente vida y honrar esos
nuevos auxilios del cielo. Para cumplir lo prometido. Para alabar la
memoria de Onofre, aunque su fama no precise de esta narración blasfema . Por fortuna, existen personas que nos socorren
y hacen recordar las palabras empeñadas.
Sólo me
pregunto en mi expiación, si ciertamente bastarán estas letras
declinantes para reparar a fondo mis
dilaciones y promesas, que me erosionan como
un ventarrón, sin dejarme tiempo de conversar -por una vez más- con San Onofre, en las dunas donde se oculta el Oasis. Y a veces en mi meditación, impulsado por un resabio de credulidad, siento
la tentación de Onofre, de internarme con báculo y garabato en esas arenosas
soledades alejadas del mundo banal y
reiterado.
En esas horas calladas, conversando con mi silencio, atino a recordar que no soy un hombre devoto, que no soy un creyente; pero, pago mis promesas, San Onofre...