1.- Movilización condicional
Especial para La Página |
Después de las cruentas experiencias
dictatoriales en América Latina, y muy especialmente en Chile, ha emergido una revalorización
del concepto de “democracia” y “Derechos Humanos” Esta valorización corre paralela a un
descrédito de cualquier forma de “violencia” en el ámbito político y social. En
su aspecto positivo, se puede alegar que se trata de una suerte de aprendizaje
social ante la brutal barbarie del secuestro, la tortura y el asesinato como
prácticas asociadas a los aparatos de seguridad propios de los gobiernos
militares. Sin embargo, en su aspecto negativo, se puede constatar que esta
“dulcificación” de las pugnas políticas escamotea, precisamente, su condición
agonística, confrontacional.
Las protestas estudiantiles se enmarcan,
desde luego, en este “ethos” almibarado y “soft” que preside nuestra democracia
pos dictatorial. Se puede decir que, desde un punto de vista meta
histórico, nuestra sociedad se aleja del
clima trágico de la era Pinochet para inaugurar un tiempo de comedia o farsa.
Nada hay nada de peyorativo en esta constatación, sino que más bien nos invita
a pensar el presente tal como insinúa Marx en aquella famosa sentencia que
estampara en El 18 Brumario: “Hegel dice en alguna parte que todos los grandes
hechos y personajes de la historia universal aparecen, como si dijéramos, dos
veces. Pero se olvidó de agregar: una vez como tragedia y otra vez, como
farsa.”
Las movilizaciones protagonizadas por los
estudiantes chilenos han mostrado su enorme capacidad estético – performativa
que ha erigido a este sector social en una verdadera “vanguardia mediática”. La
cuestión, empero, es si acaso esta inmensa potencia estética es susceptible de
transformarse en eficacia política. Hasta el presente, los resultados concretos
tendentes a una transformación de fondo del sistema educacional han sido
magros. Las autoridades han optado más bien por estrategias cosméticas en el
marco de la ideología neoliberal, oponiéndose al reclamo estudiantil definido
más como una práctica “democrática radical”. Notemos, no obstante, que todos
los sondeos indican la enorme simpatía que genera el movimiento estudiantil en
la ciudadanía.
La situación, entonces, se puede sintetizar
como un sector social movilizado que despierta adhesión de una amplia mayoría
de conciudadanos, pero incapaz de concretar, mínimamente, sus anhelos. Para
explicar esta paradoja habría que considerar el
singular ordenamiento político chileno tras la experiencia dictatorial.
Por de pronto, digamos que si bien los militares se han alejado formalmente de
las funciones públicas que ejercieron por diecisiete años, no es menos cierto
que han dejado instalado en el país un ordenamiento constitucional que
prescribe los límites de la democracia entre nosotros. Así las cosas, la
situación presente es que quienquiera que ostente el poder político formal debe
hacerlo según el “libreto militar”, diseñado explícitamente para evitar una
“crisis institucional” en nuestro país y garantizar el “orden”político y, sobre
todo, tecno económico.
Esto nos obliga a revisar el descrédito de
toda forma de “violencia” ya no como un imperativo político, moral o
terapéutico sino como una “condición impuesta” para el ejercicio de la
“democracia” por un sector social determinado. Tengamos presente que el
concepto mismo de “violencia” ha sido re -semantizado por los medios, al punto
que la palabra “estudiante” es utilizada sin titubeos como sinónimo de
“delincuente”. La “violencia” se entiende entre nosotros como cualquier
conducta que amenace la propiedad o como cualquier protesta contra la
tradición, esto es, el ordenamiento moral, jurídico e institucional del país.
Todo ello explica, aunque sea parcialmente, por qué una democracia entre
nosotros no podría ser sino “una democracia de baja intensidad”. Explica,
además, la enorme presión mediática y oficial por desterrar toda forma
“violenta” del ámbito político, sea que se trate de agrupaciones mapuches,
estudiantiles o de trabajadores. El desplazamiento de la condición agonística
de lo político al universo simbólico estético-performativo, es, al mismo
tiempo, una forma inédita de expresión política y la atenuación de su propia
eficacia
2.- El año académico: Tomas y desalojos
Entre las diversas formas que adquiere la
protesta urbana de los estudiantes está, por cierto, la “toma”, la ocupación de los edificios de
las diversas instituciones educacionales, liceos o facultades. A diferencia de
la “barricada”, la “toma” no es, propiamente, un anacoluto en la sintaxis
urbana, es decir, no ocupa el espacio público, interrumpiendo el tránsito de
vehículos y enfrentando a la policía. Se trata, por el contrario, de ocupar el
espacio institucional que suspende su normal funcionamiento. La “toma” está
circunscrita al dominio educacional y, en este sentido, se trata de un gesto
político confinado a la particularidad del sistema educacional. Desde una perspectiva táctica, la ocupación
de locales pareciera poseer un alcance más moral que material, tal y como
pensaba Friedrich Engels de la “barricada” en el siglo XIX.
Lo novedoso de nuestra contemporaneidad es
que una “toma” se levanta como reclamo moral y político en tanto imagen
mediática. Una “toma” impacta en cuanto es convertida en una “noticia” en
virtud de la prensa y la televisión. Al igual que la marcha callejera, la
“toma” señala una suspensión del curso rutinario de acontecimientos. La
dimensión política de una “toma” se juega, precisamente, en suspender el
proceso propio del sistema educacional. Así, la “toma” no es solo una
subversión espacial sino una subversión del tiempo, es la irrupción de un
tiempo otro. Se ocupa un local, pero, además, se interrumpe el “año académico”
prescrito por la autoridad para instituir el calendario de la protesta. En
pocas palabras, la “toma” es la emergencia de un tiempo político. Por el
contrario, el “desalojo” no es sino la restitución de un espacio y un tiempo
“normal” La “normalidad”, claro está, es la reposición tautológica de un orden
naturalizado que supone la destitución de lo político. El concepto mismo de
“estudiante” está concebido como un sujeto en formación al que no se le
reconoce ciudadanía, por consiguiente, a escala nacional se le considera idealmente
apolítico.
Esto es interesante porque cualquier
“desviación” de este supuesto adquiere el tinte de lo ilícito, lo
delincuencial. El relato mediático da cuenta de ello cada vez que apela a la
noción de “infiltrados” para explicar los abiertos desacatos frente a las
fuerzas represivas. Un “infiltrado” es alguien que no pertenece al estamento
estudiantil sino un “anti social”, un “violentista” o un “encapuchado”Conviene
detenernos, sucintamente, en este punto, pues el movimiento estudiantil es
concebido como “políticamente correcto” solo en tanto despliega su potencial
“estético - performativo”, pero es tratado con extrema dureza si traspasa los
límites impuestos por el Ministerio del Interior. A este respecto, el “síndrome
Molotov” es elocuente, pues en este caso las fuerzas policiales actúan
inmisericordes ante la más mínima sospecha, como en tiempos de dictadura,
frente a “extremistas infiltrados”
Un movimiento social, como el de los
estudiantes chilenos, ha sido inscrito en un reticulado de “doble vínculo” en
que su expresión es, por una parte “reclamo en tiempos de democracia”y, por
otra parte, una clara “amenaza extremista”
Desde el punto de vista de la autoridad, se yuxtapone la lógica
“policial-represiva”, herencia directa de una dictadura y legitimada
constitucionalmente como “principio de autoridad”, con la lógica “demo –
liberal” que intenta establecer medidas cosméticas ante las demandas
estudiantiles. Esta estrategia que constatamos respecto de las manifestaciones
de los estudiantes se hace extensiva a otros movimientos sociales en el país.
3.- La pérgola de las flores
La pérgola de las flores, escrita por
Isidora Aguirre y musicalizada por Francisco Flores del Campo fue estrenada en
1960. Esta importante obra nacional posee la virtud de poner en escena ciertos
rasgos de la sociedad chilena de principios del siglo XX. Entre los personajes
está Alcibíades, el ficticio alcalde de Santiago que se ha hecho inolvidable
como arquetipo del político criollo al cantar: “Cuando un radical me pide apoyo
/ no le digo nunca no,/ cuando un liberal me pide votos / no le digo nunca no;/
a los candidatos pelucones / siempre les digo que sí,/pero cuando quedo solo /
hago lo que me conviene a mí” Al igual
que este alcalde, nuestras figuras políticas han mostrado lo peor de sí ante
las manifestaciones estudiantiles.
El oficialismo ha oscilado entre la promesa
demagógica y la amenaza policial mientras que los opositores concertacionistas,
apuestan al oportunismo, no sin cierto descaro, desconociendo que muchos de los
actuales reclamos responden, en último trámite, a la negligencia de cuatro
gobiernos sucesivos de este conglomerado en lo relativo a la educación. En la
lógica cupular que caracteriza su modus operandi, los políticos de turno, de
los diversos partidos, ensayan su sainete legislativo para que todo siga igual
ante la indignación de los estudiantes presentes en la sala. Mientras la
derecha muestra su rostro policíaco encarnado en un personaje como Cristian
Labbé, ex agente DINA y vociferante pinochetista, los más astutos prefieren la
demagogia que promete más becas y subsidios al sector educacional, sin atender
a la demanda clara de poner fin al lucro.
La derecha insiste en su lógica neoliberal
de entender lo educacional como un “bien de consumo” y, por lo tanto, transable
en el mercado como cualquier mercancía.
Las figuras concertacionistas, por su parte, muchas de ellas
desacreditadas por corruptelas y comprometidas en el negocio, se han convertido
en cómplices del actual estado de cosas, guardando silencio o, simplemente,
proponiendo reformas menores de carácter paliativo. En Chile hemos llegado a un
punto singular en que el estamento político formal, oficialismo y oposición,
confluyen en su oposición a los movimientos sociales. Esto se explica por la
radicalidad democrática de la demanda planteada por los estudiantes y por la
enorme red de intereses en torno al negocio educacional.
La educación es un negocio de varios
cientos de millones de dólares como ha sido ampliamente denunciado y que, en el límite de la legalidad, utiliza
diversos resquicios para hacer que instituciones “sin fines de lucro” se
conviertan en lucrativos y prósperos negocios. El modelo neoliberal instituye
una modalidad en que un derecho, otrora garantizado por el estado, se
transforme en una mercancía tal y como ocurre con la salud, la educación y la
previsión social. En una sociedad en que el ámbito político se subordina al
orden tecno económico, nada tiene de extraño que, finalmente, la clase
política, se someta y participe de las enormes inversiones e intereses que han hecho de la educación un interesante
rubro comercial. La clase política no solo ha olvidado la más mínima ética
cívica en torno al “bien común” sino que, de paso, ha renunciado a su función
fiscalizadora. Eso tiene un feo nombre y se llama “corrupción”