“Tres pasiones, simples, pero abrumadoramente intensas, han gobernado mi vida: el ansia de amor, la búsqueda del conocimiento y una insoportable piedad por los sufrimientos de la humanidad. Estas tres pasiones, como grandes vendavales, me han llevado de acá para allá, por una ruta cambiante, sobre un profundo océano de angustia, hasta el borde mismo de la desesperación” — Bertrand Russell

2/2/13

La revolución alemana de 1918-1919 / Apasionada y lúcida crónica de una revolución poco conocida

Jesús Aller

La revolución alemana de 1918-1919, de Sebastian Haffner, Inédita editores

Aun reconociendo la nube de silencio y tergiversación que empaña muchos procesos revolucionarios del siglo XX, es muy probable que entre todos ellos no pueda encontrarse uno más silenciado y tergiversado que la revolución alemana de 1918-1919. Conocer sus detalles nos depara muchas sorpresas y no es la menor que los autores en este caso de la feroz represión de una revolución esencialmente pacífica y asamblearia, que incrementaron su infamia además con un comportamiento pleno de fingimiento y traición, profesaban la misma ideología de los que luego caminan por toda la historia del siglo XX acumulando un inmenso poder y con la cabeza alta de los que nunca han roto un plato.
Eran nada más y nada menos que intachables socialdemócratas. El libro La revolución alemana de 1918-19 del historiador berlinés Sebastian Haffner (versión española de 2005 en Inédita editores, traducción de Dina de la Lama Saul) es uno de los mejores instrumentos que podemos encontrar para conocer en detalle la vertiginosa secuencia de acontecimientos que se dio aquellos años en una Alemania que despertaba estremecida de la pesadilla de la Gran Guerra.

El libro comienza acercándonos a la historia de la socialdemocracia en el imperio alemán y principalmente a la del Partido Socialdemócrata Alemán (SPD), fundado en 1875. Es esta una corriente política que lideraba un poderoso movimiento obrero con unas tendencias francamente reformistas, aunque no renunciase a la retórica revolucionaria. Esta dinámica de “colaboración” tuvo su episodio más infame cuando en 1914 el partido votó mayoritariamente en el Reichstag (96 votos contra 14) los créditos de guerra que llevaron a Alemania al abismo. La cúpula del partido actuó así como “gesto de responsabilidad” para ganar poder, pero por otro lado el asunto le costó la escisión del Partido Socialdemócrata Independiente (USPD), donde se agruparon sus mejores valores: Kautsky, Liebknecht, Luxemburg… Durante la guerra, el SPD mantuvo la máquina militar junto al Alto Mando del ejército, pero a partir de 1917 comenzó a demandar una paz negociada sin que le hicieran mayor caso.

El 29 de setiembre de 1918 es una de las fechas cruciales de la historia alemana. Ese día el jefe adjunto del Estado Mayor General, Erich Ludendorff, que ejercía prácticamente de dictador sobre sus superiores en escalafón, Hindenburg y el káiser, pone en marcha un plan de una complejidad diabólica. Ante la inminencia de la derrota militar, el general decide realizar una reforma de la constitución que instaure un gobierno parlamentario. Este será el encargado de negociar la inevitable rendición, y con el estigma de ella cargará para siempre. Es un buen ejemplo de la famosa “revolución desde arriba” que encontrará otro hito importante en la autodisolución de las cortes franquistas en la España de 1976.

La revolución alemana comienza de la forma más insospechada en noviembre de 1918 como la revuelta de unos marineros contra sus oficiales sediciosos y en defensa del gobierno democrático. Fracasan y son condenados a muerte, pero sus compañeros se amotinan a su vez y ponen en marcha una fuerza poderosa que triunfa en toda Alemania. Es una revolución pacífica y democrática que se apoya en obreros, marineros y soldados y se alimenta del dolor acumulado en los años de guerra y la extraordinaria pujanza del movimiento obrero alemán. La tragedia de este proceso es que se pone bajo la tutela de los “líderes obreros” del SPD, con Friedrich Ebert a la cabeza, que asumen la dirección de la revolución con el oculto propósito de traicionarla y doblegarla. La abdicación del káiser forma parte del juego de contención practicado por Ebert en esos momentos.

La historia oficial se empeña en presentar lo que ocurrió a partir de entonces en Alemania como la lucha de un gobierno democrático contra una revolución a la que se tilda de bolchevique. Haffner demuestra contundentemente en el libro que esto es una enorme mentira. Lo que se da en realidad es la lucha entre un proceso revolucionario marcadamente democrático y apoyado en consejos de obreros y soldados, y una contrarevolución que pone en marcha algunos de los elementos militares que acabarán encontrando su máxima expresión en la Alemania de Hitler. Lo trágico del caso es que los dirigentes socialdemócratas que teóricamente trabajan con la revolución son los más activos en la preparación de la contrarevolución.
Karl Liebknecht & Rosa Luxemburg 

El impulso revolucionario se repite en enero de 1919 cuando las masas retoman la iniciativa y son reprimidas ferozmente. Los asesinatos de Karl Liebknecht y Rosa Luxemburg son sólo dos más de los miles que se producen en esos días. Haffner nos presenta una biografía de estos líderes que incluye un estremecedor relato de sus últimos días. La burguesía ahoga en sangre el proceso de transformación social que los obreros habían comenzado. La guerra civil que sigue en los meses siguientes continúa esta trayectoria sangrienta. El aplastamiento del poder popular por parte del “democrático” gobierno del SPD tiene la responsabilidad de haber puesto en marcha, como apuntábamos, la maquinaria del nazismo. Nada menos. La historia de Kurt Eisner y la república de los consejos de Baviera es tratada en detalle en otro capítulo como un episodio sobresaliente de estas luchas.

Lo que sigue son fragmentos del capítulo final del libro, titulado “Tres leyendas”, que aporta una síntesis magistral de todos los acontecimientos descritos:

Sobre ningún otro acontecimiento histórico se ha mentido tanto como sobre la Revolución alemana de 1918. En particular, hay tres leyendas que han aguantado el paso de los años y que han re­sultado imposibles de erradicar.

La primera de ellas se divulgó sobre todo -e incluso continúa hoy en día- entre la burguesía alemana y sencillamente consiste en la negación de la revolución. Aún se sigue oyendo a menudo que en Alemania, en 1918, no hubo una auténtica revolución. Lo más que ocurrió fue un derrumbamiento. La fragilidad momentánea de las fuerzas del orden en el instante de la derrota permitió que un amotinamiento de marineros pareciese una revolución.

La ceguera y la falsedad de todo esto pueden verse a simple vista al comparar el año 1918 con 1945. Naturalmente, en este último año sí que se produjo únicamente un derrumbamiento.

Cierto es que en 1918 un motín de marineros le proporcio­nó a la revolución el empujón que necesitaba; pero le proporcio­nó sólo eso, el empujón. Lo extraordinario fue precisamente que un mero motín de marineros durante la primera semana de no­viembre de 1918 desencadenase un terremoto que sacudió toda Alemania; que hizo que se levantara todo el ejército, toda la cla­se obrera urbana y en Baviera además una parte de la población rural. Pero este levantamiento ya no era un simple motín, era una auténtica revolución. Ya no se trataba únicamente de un acto de insubordinación, como sucedió durante los días 29 y 30 de octu­bre en la Flota de Alta Mar en Schillig-Reede. Ahora se trataba del derrocamiento de la clase dirigente y de la reforma del Estado. ¿Y qué es una revolución sino exactamente esto?

Como toda revolución, ésta también derrocó el viejo orden y dio los primero pasos para instaurar uno nuevo. No sólo fue des­tructiva, sino también creadora: su creación fueron los consejos de trabajadores y soldados. Que no todo sucediera sin obstáculos y ordenadamente, que el nuevo orden no funcionara enseguida tan perfectamente como el derrocado, que se cometieran actos desagradables y ridículos, ¿en qué revolución hubiese sido de otra forma? Y que naturalmente la revolución pusiese de manifiesto de pronto la debilidad y los errores del viejo orden y que su victoria se debiera en parte a esta debilidad, no es más que una obviedad. En ninguna otra revolución de la Historia ha ocurrido de otro modo.

Por el contrario, debemos reconocer incluso como una haza­ña de la Revolución alemana de noviembre de 1918 la autodisciplina, la bondad y la humanidad con la que se llevó a cabo, más remarcable aún si se tiene en cuenta que fue casi en todas partes la obra espontánea de las masas sin liderazgo. El verdadero hé­roe de esta revolución fueron las masas, el espíritu de la época ha dejado constancia de ello: no es casual que los puntos culminan­tes en las obras de teatro y cine alemanes de esos años muestren magníficas escenas de masas. Los ríos de sangre que se vertieron durante la primera mitad de 1919 para aplastar la revolución dan fe de que ésta no fue ni una quimera ni una ilusión, sino una realidad viva y sólida.

No hay duda alguna sobre quién sofocó la revolución: la di­rección del SPD, Ebert y sus hombres. Tampoco existe ninguna duda de que los líderes del SPD, para poder derrotarla, se pusieron primero a su cabeza y luego la traicionaron. En palabras del incorruptible y lúcido testigo Ernst Troeltsch, «esta revolución que los dirigentes socialdemócratas no habían hecho y que para ellos era una especie de aborto, fue adoptada para no perder su influen­cia sobre las masas, como si se tratase de la adopción de un niño largamente deseado».

En este punto hay que ser preciso, cada palabra resulta cru­cial. Es cierto que los dirigentes del SPD no habían hecho ni ha­bían deseado la revolución. Pero Troeltsch es inexacto cuando afirma que solamente la «adoptaron». La revolución no fue úni­camente «adoptada», sino que realmente fue su propio hijo, su hijo largamente esperado. La habían estado predicando y prome­tiendo durante cincuenta años. Aunque ahora «este hijo largamen­te esperado» ya no era deseado, no dejaba de ser suyo. El SPD era y siguió siendo su madre natural; y cuando lo asesinó, cometió un infanticidio.

Como cualquier infanticida, el SPD intentó excusarse ante su actuación. Y éste es el origen de la segunda gran leyenda acerca de la Revolución alemana: que no se trataba de la revolución proclamada durante los últimos cincuenta años por los social­demócratas, sino de una revolución bolchevique, un producto de importación rusa, y que el SPD había protegido y salvado a Ale­mania del «caos bolchevique».

Esta leyenda, inventada por los socialdemócratas, siempre ha sido apoyada, voluntaria o involuntariamente, por los comunistas, ya que otorgan todo el mérito de la revolución al KPD o a su predecesor, la Liga Espartaquista, y se vanaglorian de él. Esto lo utilizan los socialdemócratas para justificarse a sí mismos y para acusar a la revolución: la Revolución de noviembre de 1918 fue una revolución comunista (o «bolchevique»).

Y a pesar de que socialdemócratas y comunistas coincidan excepcionalmente en este punto, sigue siendo una falsedad. La Revolución de 1918 no fue un producto de importación rusa, fue un producto genuinamente alemán; y tampoco fue una revolución comunista, sino socialdemócrata: la misma revolución que el SPD había proclamado y exigido durante cincuenta años, para la que había preparado a sus millones de seguidores y a la que había consagrado su existencia.

Este punto resulta fácil de demostrar. La revolución no la hizo la Liga Espartaquista, un grupo con escasa capacidad orga­nizativa y con pocos seguidores, sino millones de trabajadores y soldados socialdemócratas. El gobierno exigido por estos mi­llones de personas -tanto en enero de 1919 como antes en no­viembre de 1918- no era ni espartaquista ni comunista, sino un gobierno del partido socialdemócrata reunificado. La constitu­ción que anhelaban no era la de una dictadura del proletariado, sino la de una democracia proletaria: el proletariado, y no la burguesía, quería ser a partir de ahora la clase dirigente, pero quería gobernar democráticamente, no de forma dictatorial. Las clases derrocadas y sus partidos podían expresar su opinión me­diante el parlamentarismo, más o menos como habían podido expresar su opinión los socialdemócratas durante el Reich gui­llermino.

También los métodos de la revolución eran completamente distintos a los métodos bolcheviques o leninistas, tal vez en per­juicio propio. Si observamos con atención, no eran ni siquiera marxistas, sino lassallianos: la palanca de poder decisiva que asie­ron trabajadores, marineros y soldados revolucionarios no fue, como hubiera correspondido a las teorías marxistas, la propiedad de los medios de producción, sino el poder estatal.

Y estos dirigentes, después de que la revolución les entrega­ra el poder estatal, utilizaron dicho poder para aplastarla san­grientamente: a su propia revolución, a la revolución anhelada durante tanto tiempo y que por fin se había hecho realidad. Apun­taron los cañones y las ametralladoras hacia sus propios seguido­res. Ebert también intentó desde el principio lo que el káiser había intentado inútilmente: lanzar contra los trabajadores revo­lucionarios al ejército que volvía del frente. Y como tampoco lo consiguió, no dudó en dar un paso más, que consistió en armar y movilizar contra sus inocentes seguidores a los adeptos más extremistas de la violenta contrarrevolución, a los enemigos de la democracia burguesa, esto es, a sus propios enemigos, a los pre­cursores del fascismo en Alemania.

Así fueron los hechos: lo que el SPD aplastó y, si se quiere, aquello de lo que «protegió» o «salvó» a Alemania no fue una revolución comunista, sino socialdemócrata. La revolución socialdemócrata que tuvo lugar en Alemania en 1918, tal y como desea­ba receloso el príncipe Max de Baden la semana anterior al 9 de noviembre, se «ahogó»; y se ahogó en su propia sangre. Pero no la ahogaron ni el príncipe ni los soberanos derrocados por ella, sino sus propios líderes, aquellos a quienes la revolución plena­mente confiada había subido al poder. Fue aplastada con la vio­lencia más extrema, más despiadada, y no mediante una lucha leal, cara a cara, sino por la espalda, a traición.

Da igual de qué parte estemos, o si lamentamos o celebramos el resultado final: se trata de un acontecimiento que asegura una inmortalidad ignominiosa a los nombres de Ebert y Noske. Dos sentencias pronunciadas en aquel entonces, marcadas por la muerte de los que las pronunciaron, siguen resonando a pesar del paso de las décadas: el veterano miembro del SPD e histórico del partido Franz Mehring dijo en enero de 1919, poco antes de morir con el corazón roto: “Ningún gobierno ha caído tan bajo”; y Gustav Landauer, antes de morir a manos – o más bien bajo las botas – de los Freikorps de Noske, escribió: “No conozco en todo el reino de la naturaleza a una criatura más repugnante que el partido socialdemócrata”.