La revolución alemana de
1918-1919, de Sebastian Haffner, Inédita editores
Aun reconociendo la nube de silencio y tergiversación que
empaña muchos procesos revolucionarios del siglo XX, es muy probable que entre
todos ellos no pueda encontrarse uno más silenciado y tergiversado que la
revolución alemana de 1918-1919. Conocer sus detalles nos depara muchas
sorpresas y no es la menor que los autores en este caso de la feroz represión
de una revolución esencialmente pacífica y asamblearia, que incrementaron su
infamia además con un comportamiento pleno de fingimiento y traición, profesaban
la misma ideología de los que luego caminan por toda la historia del siglo XX
acumulando un inmenso poder y con la cabeza alta de los que nunca han roto un
plato.
Eran nada más y nada menos que intachables socialdemócratas. El libro La revolución alemana de 1918-19 del historiador berlinés Sebastian Haffner (versión española de 2005 en Inédita editores, traducción de Dina de la Lama Saul) es uno de los mejores instrumentos que podemos encontrar para conocer en detalle la vertiginosa secuencia de acontecimientos que se dio aquellos años en una Alemania que despertaba estremecida de la pesadilla de la Gran Guerra.
Eran nada más y nada menos que intachables socialdemócratas. El libro La revolución alemana de 1918-19 del historiador berlinés Sebastian Haffner (versión española de 2005 en Inédita editores, traducción de Dina de la Lama Saul) es uno de los mejores instrumentos que podemos encontrar para conocer en detalle la vertiginosa secuencia de acontecimientos que se dio aquellos años en una Alemania que despertaba estremecida de la pesadilla de la Gran Guerra.
El libro comienza acercándonos a la historia de la
socialdemocracia en el imperio alemán y principalmente a la del Partido
Socialdemócrata Alemán (SPD), fundado en 1875. Es esta una corriente política
que lideraba un poderoso movimiento obrero con unas tendencias francamente
reformistas, aunque no renunciase a la retórica revolucionaria. Esta dinámica
de “colaboración” tuvo su episodio más infame cuando en 1914 el partido votó
mayoritariamente en el Reichstag (96 votos contra 14) los créditos de guerra
que llevaron a Alemania al abismo. La cúpula del partido actuó así como “gesto
de responsabilidad” para ganar poder, pero por otro lado el asunto le costó la
escisión del Partido Socialdemócrata Independiente (USPD), donde se agruparon
sus mejores valores: Kautsky, Liebknecht, Luxemburg… Durante la guerra, el SPD
mantuvo la máquina militar junto al Alto Mando del ejército, pero a partir de
1917 comenzó a demandar una paz negociada sin que le hicieran mayor caso.
El 29 de setiembre de 1918 es una de las fechas cruciales de
la historia alemana. Ese día el jefe adjunto del Estado Mayor General, Erich
Ludendorff, que ejercía prácticamente de dictador sobre sus superiores en
escalafón, Hindenburg y el káiser, pone en marcha un plan de una complejidad
diabólica. Ante la inminencia de la derrota militar, el general decide realizar
una reforma de la constitución que instaure un gobierno parlamentario. Este
será el encargado de negociar la inevitable rendición, y con el estigma de ella
cargará para siempre. Es un buen ejemplo de la famosa “revolución desde arriba”
que encontrará otro hito importante en la autodisolución de las cortes
franquistas en la España de 1976.
La revolución alemana comienza de la forma más insospechada
en noviembre de 1918 como la revuelta de unos marineros contra sus oficiales
sediciosos y en defensa del gobierno democrático. Fracasan y son condenados a
muerte, pero sus compañeros se amotinan a su vez y ponen en marcha una fuerza
poderosa que triunfa en toda Alemania. Es una revolución pacífica y democrática
que se apoya en obreros, marineros y soldados y se alimenta del dolor acumulado
en los años de guerra y la extraordinaria pujanza del movimiento obrero alemán.
La tragedia de este proceso es que se pone bajo la tutela de los “líderes
obreros” del SPD, con Friedrich Ebert a la cabeza, que asumen la dirección de
la revolución con el oculto propósito de traicionarla y doblegarla. La
abdicación del káiser forma parte del juego de contención practicado por Ebert
en esos momentos.
La historia oficial se empeña en presentar lo que ocurrió a
partir de entonces en Alemania como la lucha de un gobierno democrático contra
una revolución a la que se tilda de bolchevique. Haffner demuestra
contundentemente en el libro que esto es una enorme mentira. Lo que se da en
realidad es la lucha entre un proceso revolucionario marcadamente democrático y
apoyado en consejos de obreros y soldados, y una contrarevolución que pone en
marcha algunos de los elementos militares que acabarán encontrando su máxima
expresión en la Alemania de Hitler. Lo trágico del caso es que los dirigentes
socialdemócratas que teóricamente trabajan con la revolución son los más
activos en la preparación de la contrarevolución.
Karl Liebknecht & Rosa Luxemburg |
El impulso revolucionario se repite en enero de 1919 cuando
las masas retoman la iniciativa y son reprimidas ferozmente. Los asesinatos de
Karl Liebknecht y Rosa Luxemburg son sólo dos más de los miles que se producen
en esos días. Haffner nos presenta una biografía de estos líderes que incluye
un estremecedor relato de sus últimos días. La burguesía ahoga en sangre el
proceso de transformación social que los obreros habían comenzado. La guerra
civil que sigue en los meses siguientes continúa esta trayectoria sangrienta.
El aplastamiento del poder popular por parte del “democrático” gobierno del SPD
tiene la responsabilidad de haber puesto en marcha, como apuntábamos, la
maquinaria del nazismo. Nada menos. La historia de Kurt Eisner y la república
de los consejos de Baviera es tratada en detalle en otro capítulo como un
episodio sobresaliente de estas luchas.
Lo que sigue son fragmentos del capítulo final del libro,
titulado “Tres leyendas”, que aporta una síntesis magistral de todos los
acontecimientos descritos:
Sobre ningún otro acontecimiento histórico se ha mentido tanto como
sobre la Revolución alemana de 1918. En particular, hay tres leyendas que han
aguantado el paso de los años y que han resultado imposibles de erradicar.
La primera de ellas se divulgó sobre todo -e incluso continúa hoy en
día- entre la burguesía alemana y sencillamente consiste en la negación de la
revolución. Aún se sigue oyendo a menudo que en Alemania, en 1918, no hubo una
auténtica revolución. Lo más que ocurrió fue un derrumbamiento. La fragilidad momentánea
de las fuerzas del orden en el instante de la derrota permitió que un
amotinamiento de marineros pareciese una revolución.
La ceguera y la falsedad de todo esto pueden verse a simple vista al
comparar el año 1918 con 1945. Naturalmente, en este último año sí que se
produjo únicamente un derrumbamiento.
Cierto es que en 1918 un motín de marineros le proporcionó a la
revolución el empujón que necesitaba; pero le proporcionó sólo eso, el
empujón. Lo extraordinario fue precisamente que un mero motín de marineros
durante la primera semana de noviembre de 1918 desencadenase un terremoto que
sacudió toda Alemania; que hizo que se levantara todo el ejército, toda la clase
obrera urbana y en Baviera además una parte de la población rural. Pero este
levantamiento ya no era un simple motín, era una auténtica revolución. Ya no se
trataba únicamente de un acto de insubordinación, como sucedió durante los días
29 y 30 de octubre en la Flota de Alta Mar en Schillig-Reede. Ahora se trataba
del derrocamiento de la clase dirigente y de la reforma del Estado. ¿Y qué es
una revolución sino exactamente esto?
Como toda revolución, ésta también derrocó el viejo orden y dio los
primero pasos para instaurar uno nuevo. No sólo fue destructiva, sino también
creadora: su creación fueron los consejos de trabajadores y soldados. Que no
todo sucediera sin obstáculos y ordenadamente, que el nuevo orden no funcionara
enseguida tan perfectamente como el derrocado, que se cometieran actos
desagradables y ridículos, ¿en qué revolución hubiese sido de otra forma? Y que
naturalmente la revolución pusiese de manifiesto de pronto la debilidad y los
errores del viejo orden y que su victoria se debiera en parte a esta debilidad,
no es más que una obviedad. En ninguna otra revolución de la Historia ha
ocurrido de otro modo.
Por el contrario, debemos reconocer incluso como una hazaña de la
Revolución alemana de noviembre de 1918 la autodisciplina, la bondad y la
humanidad con la que se llevó a cabo, más remarcable aún si se tiene en cuenta
que fue casi en todas partes la obra espontánea de las masas sin liderazgo. El
verdadero héroe de esta revolución fueron las masas, el espíritu de la época
ha dejado constancia de ello: no es casual que los puntos culminantes en las
obras de teatro y cine alemanes de esos años muestren magníficas escenas de
masas. Los ríos de sangre que se vertieron durante la primera mitad de 1919
para aplastar la revolución dan fe de que ésta no fue ni una quimera ni una
ilusión, sino una realidad viva y sólida.
No hay duda alguna sobre quién sofocó la revolución: la dirección del
SPD, Ebert y sus hombres. Tampoco existe ninguna duda de que los líderes del
SPD, para poder derrotarla, se pusieron primero a su cabeza y luego la
traicionaron. En palabras del incorruptible y lúcido testigo Ernst Troeltsch,
«esta revolución que los dirigentes socialdemócratas no habían hecho y que para
ellos era una especie de aborto, fue adoptada para no perder su influencia
sobre las masas, como si se tratase de la adopción de un niño largamente
deseado».
En este punto hay que ser preciso, cada palabra resulta crucial. Es
cierto que los dirigentes del SPD no habían hecho ni habían deseado
la revolución. Pero Troeltsch es inexacto cuando afirma que solamente la
«adoptaron». La revolución no fue únicamente «adoptada», sino que realmente
fue su propio hijo, su hijo largamente esperado. La habían estado predicando y
prometiendo durante cincuenta años. Aunque ahora «este hijo largamente
esperado» ya no era deseado, no dejaba de ser suyo. El SPD era y siguió siendo
su madre natural; y cuando lo asesinó, cometió un infanticidio.
Como cualquier infanticida, el SPD intentó excusarse ante su
actuación. Y éste es el origen de la segunda gran leyenda acerca de la
Revolución alemana: que no se trataba de la revolución proclamada durante los
últimos cincuenta años por los socialdemócratas, sino de una revolución
bolchevique, un producto de importación rusa, y que el SPD había
protegido y salvado a Alemania del «caos bolchevique».
Esta leyenda, inventada por los socialdemócratas, siempre ha sido
apoyada, voluntaria o involuntariamente, por los comunistas, ya que otorgan
todo el mérito de la revolución al KPD o a su predecesor, la Liga
Espartaquista, y se vanaglorian de él. Esto lo utilizan los socialdemócratas
para justificarse a sí mismos y para acusar a la revolución: la Revolución de
noviembre de 1918 fue una revolución comunista (o «bolchevique»).
Y a pesar de que socialdemócratas y comunistas coincidan
excepcionalmente en este punto, sigue siendo una falsedad. La Revolución de
1918 no fue un producto de importación rusa, fue un producto genuinamente
alemán; y tampoco fue una revolución comunista, sino socialdemócrata: la misma
revolución que el SPD había proclamado y exigido durante cincuenta años, para
la que había preparado a sus millones de seguidores y a la que había consagrado
su existencia.
Este punto resulta fácil de demostrar. La revolución no la hizo la Liga
Espartaquista, un grupo con escasa capacidad organizativa y con pocos
seguidores, sino millones de trabajadores y soldados socialdemócratas. El
gobierno exigido por estos millones de personas -tanto en enero de 1919 como
antes en noviembre de 1918- no era ni espartaquista ni comunista, sino un
gobierno del partido socialdemócrata reunificado. La constitución que
anhelaban no era la de una dictadura del proletariado, sino la de una
democracia proletaria: el proletariado, y no la burguesía, quería ser a partir
de ahora la clase dirigente, pero quería gobernar democráticamente, no de forma
dictatorial. Las clases derrocadas y sus partidos podían expresar su opinión mediante
el parlamentarismo, más o menos como habían podido expresar su opinión los
socialdemócratas durante el Reich guillermino.
También los métodos de la revolución eran completamente distintos a los
métodos bolcheviques o leninistas, tal vez en perjuicio propio. Si observamos
con atención, no eran ni siquiera marxistas, sino lassallianos: la palanca de
poder decisiva que asieron trabajadores, marineros y soldados revolucionarios
no fue, como hubiera correspondido a las teorías marxistas, la propiedad de los
medios de producción, sino el poder estatal.
Y estos dirigentes, después de que la revolución les entregara el
poder estatal, utilizaron dicho poder para aplastarla sangrientamente: a su
propia revolución, a la revolución anhelada durante tanto tiempo y que por fin
se había hecho realidad. Apuntaron los cañones y las ametralladoras hacia sus
propios seguidores. Ebert también intentó desde el principio lo que el káiser
había intentado inútilmente: lanzar contra los trabajadores revolucionarios al
ejército que volvía del frente. Y como tampoco lo consiguió, no dudó en dar un
paso más, que consistió en armar y movilizar contra sus inocentes seguidores a
los adeptos más extremistas de la violenta contrarrevolución, a los enemigos de
la democracia burguesa, esto es, a sus propios enemigos, a los precursores del
fascismo en Alemania.
Así fueron los hechos: lo que el SPD aplastó y, si se quiere, aquello
de lo que «protegió» o «salvó» a Alemania no fue una revolución comunista, sino
socialdemócrata. La revolución socialdemócrata que tuvo lugar en Alemania en
1918, tal y como deseaba receloso el príncipe Max de Baden la semana anterior
al 9 de noviembre, se «ahogó»; y se ahogó en su propia sangre. Pero no la
ahogaron ni el príncipe ni los soberanos derrocados por ella, sino sus propios
líderes, aquellos a quienes la revolución plenamente confiada había subido al
poder. Fue aplastada con la violencia más extrema, más despiadada, y no
mediante una lucha leal, cara a cara, sino por la espalda, a traición.
Da igual de qué parte estemos, o si lamentamos o celebramos el
resultado final: se trata de un acontecimiento que asegura una inmortalidad
ignominiosa a los nombres de Ebert y Noske. Dos sentencias pronunciadas en
aquel entonces, marcadas por la muerte de los que las pronunciaron, siguen
resonando a pesar del paso de las décadas: el veterano miembro del SPD e
histórico del partido Franz Mehring dijo en enero de 1919, poco antes de morir
con el corazón roto: “Ningún gobierno ha caído tan bajo”; y Gustav Landauer,
antes de morir a manos – o más bien bajo las botas – de los Freikorps de Noske,
escribió: “No conozco en todo el reino de la naturaleza a una criatura más
repugnante que el partido socialdemócrata”.