“Tres pasiones, simples, pero abrumadoramente intensas, han gobernado mi vida: el ansia de amor, la búsqueda del conocimiento y una insoportable piedad por los sufrimientos de la humanidad. Estas tres pasiones, como grandes vendavales, me han llevado de acá para allá, por una ruta cambiante, sobre un profundo océano de angustia, hasta el borde mismo de la desesperación” — Bertrand Russell

15/2/13

Presupuestos metafísicos y teorías astronómicas

José Antonio Gómez Di Vincenzo

Especial para La Página
La relación entre experiencia y teoría es todo un tema dentro del corpus de la filosofía de la ciencia, en particular en la denominada tradición anglosajona. El empirismo lógico pretendió echar la metafísica por la puerta exigiendo que toda teoría se organizara siguiendo la misma estructura que un sistema axiomático pero con referencia empírica. Las teorías debían elaborarse a partir de un estricto trabajo empírico y un férreo ordenamiento lógico, siempre articulando proposiciones con sentido. Así el significado de una proposición es el método de su verificación en la experiencia. Desafortunadamente, la metafísica se coló por la ventana del edificio neopositivista. En efecto, los asiduos participantes de las reuniones del Círculo de Viena y del Grupo de Berlín, con sus satélites y seguidores, debían admitir la regularidad de la naturaleza antes de emprender cualquier experimento inductivo.
Ni qué hablar cuando había que justificar el salto de los enunciados particulares a los universales con lenguaje observacional y luego, de estos a las leyes y teorías plagadas de términos teóricos no verificables empíricamente.

El proyecto neopositivista se dio de bruces con la realidad a pesar de haberse constituido como inaugurador de la filosofía de la ciencia profesional y de haber actuado como barricada frente a la avanzada de sendas filosofías ramplonas o neorrománticas con pretensiones de ponerse en el mismo plano de igualdad que la ciencia a la hora de dar buenas explicaciones de los fenómenos.[1]

Como quiera que sea, la teoría, los presupuestos metafísicos, la cosmovisión, el imaginario y la ideología siempre aparecen como trasfondo del trabajo científico.

Decir que los científicos construyen sus teorías en estrecha relación con el contexto social, político y económico en que se sitúan, hoy por hoy, es una verdad de Perogrullo. Ahora bien, comienza a hacerse bastante intrincada la tarea del filósofo cuando intenta empezar a pensar cómo se dan las mediaciones y relaciones entre el contexto y la racionalidad interna de la ciencia. Muchos aceptamos el desafío y para pensar, nos inspiramos en muchos precursores de las epistemologías naturalizadas o descriptivas. Edwin Burtt (1892 – 1989) es uno de ellos. El filósofo norteamericano influenció generaciones de historiadores y epistemólogos desde sus inicios en la década del 20 del siglo pasado, cuando frente a la hegemonía del empirismo lógico sostenía que debía prestarse atención a los fundamentos metafísicos de la ciencia.

Efectivamente, Burtt, en su excelente Los fundamentos metafísicos de la Ciencia Moderna[2], libro que resulta de su tesis doctoral, plantea con claridad la pregunta acerca del problema de la relación entre experiencia y teoría, mientras analiza el caso de la astronomía en los albores de la modernidad. Dice: ¿Por qué Copérnico (1473 – 1543) y Kepler (1571 – 1630), antes de cualquier confirmación empírica de la nueva hipótesis de que la Tierra es un planeta que gira sobre su eje y da vueltas alrededor del Sol, mientras las estrellas fijas permaneces quietas, creyeron que era una verdadera imagen del universo astronómico?

Si se quiere, la cuestión puede plantearse de otro modo, puede abordarse increpando a cualquier contemporáneo colega de estos dos monstruos de la astronomía, ligero a la hora de pedir pruebas empíricas negando cualquier carácter apriorista de la cosa, qué fundamento hubiera esbozado.

En rigor, sólidos argumentos científicos (por demás, bastante densos independientemente de cualquier prurito teológico abundante en esta época) se levantaron contra la tesis heliocéntrica. El geocentrismo se había consolidado tras años de buenas predicciones, constituyéndose en un suelo que para entonces, todavía era fértil y podía abonarse. Salvo claro que asomara un plan novedoso, menos costoso, desde el punto de vista matemático.

Sin embargo, no había, todavía, elementos que permitieran construir sólidos embates contra el modelo hegemónico. No había llegado el desarrollo del telescopio y su capacidad de acercar los astros para que los astrónomos pudieran comprobar en ellos, con sus propios ojos, las irregularidades e imperfecciones que refutaran las tesis aristotélicas.

Por otra parte, toda una cosmovisión bastante coherente sostenía el modelo y una serie de planteos muy particulares relacionados con la mecánica ponían en aprietos a los revolucionarios innovadores. En efecto, cómo explicar que un cuerpo lanzado al aire cayera en el mismo lugar desde donde partió si la Tierra está en movimiento girando sobre su eje. Había que esperar a que Galileo desarrollara la dinámica moderna para contraponer un argumento al presentado por los conservadores astrónomos aristotélicos.

En síntesis, el geocentrismo encajaba en la experiencia; el heliocentrismo no. Con el saco empirista era más fácil defender las tesis antiguas y medievales que las modernas. Burtt tiene razón cuando dice que los empiristas del siglo XX hubieran sido los primeros en desechar las tesis modernas y aferrarse al aristotelismo.

Volvamos entonces a la pregunta inicial. ¿Por qué Copérnico (y después Kepler) propusieron y defendieron una nueva forma de describir el cosmos?

La tesis de Burtt es que fuertes razones ancladas en presupuestos y fundamentos metafísicos actuaron cimentando la estructura básica de la ciencia moderna. El sistema de Copérnico era más armonioso, sencillo, económico y práctico que el antiguo. Además, permitía salvar los fenómenos. Ese argumento sólo resultaba satisfactorio a los innovadores científicos para  convencer a sus oponentes. Y más allá de las cuestiones teológicas (que no eran menores) bien podía esgrimirse en las disputas para oponerse a las serias objeciones planteadas.

Sin embargo, había algunas cuestiones más. El principio de la sencillez resultaba de una toma de posición metafísica acerca del funcionamiento de la naturaleza. Se sostenía, circulaba en los ambientes intelectuales, la idea de que la naturaleza obra siempre por el camino más corto, la naturaleza no hace nada en vano, la naturaleza no tiene abundancia de cosas superfluas ni carece de lo necesario. El modelo copernicano era más sencillo, simple y económico que el ptolemaico, un verdadero rompedero de cabezas geométrico plagado de epiciclos, ecuantes e irregularidades de velocidad.

Por demás, la astronomía copernicana fijaba el punto de referencia en el Sol y las estrellas fijas, no en la Tierra. Hubiese sido difícil encumbrarse tras el nuevo modelo heliocéntrico sin ser un experimentado astrónomo matemático capaz de reconocer en él su sencillez y economía. No obstante, una red de contención se había tejido años antes que el polaco postulara sus tesis. A partir de la influencia del Renacimiento el nuevo punto de referencia era más fácil de ser aceptado por un conjunto de intelectuales inmersos en un profundo cambio del centro de interés humano. Una revolución comercial promovía largos viajes y estimulaba descubrimientos de nuevos continentes poblados por civilizaciones desconocidas. El hombre se empequeñeció frente a la inmensidad. El Cosmos y la Tierra se ampliaban. La Reforma producía por su parte, un verdadero temblor religioso contribuyendo, a su vez, a liberar el pensamiento promoviendo la libre interpretación de los textos sagrados. Nuevos centros religiosos desplazaban a la vieja Roma. Y todo corría velozmente surcando la vieja Europa gracias a los ríos de tinta estampada en libros gracias a la novedosa imprenta.

En definitiva, fue este suelo el que abonó la fértil imaginación de Copérnico y fue su capacidad creativa la que lo animó a dar el paso, a poner el Sol en el lugar de la Tierra como centro de referencia para la elaboración del modelo astronómico. Y mucho más que la simple experiencia actuó como impulso para que la revolución científica tuviera lugar. Luego múltiples observaciones y descubrimientos acentuaron lo que los precursores instalaron. Y el ensamble entre ciencia y tecnología junto a los requerimientos de una nueva forma de plantear el proceso productivo con los albores del capitalismo terminaron de definir la dirección que la ciencia debía seguir.

Notas

[1] Para ampliar puede consultarse Palma (2007), Filosofía de las ciencias. Temas y problemas. UNSAM EDITA, Buenos Aires.
[2] Sumamente recomendable la edición de Editorial Sudamericana.