Zygmunt Bauman ✆ Hugo Braz |
ignorantes. Por el contrario, hoy resulta más apropiado calificarlos de "omnívoros", recurriendo al término acuñado por Richard A. Peterson, de la Vanderbilt University: en su repertorio de consumo cultural hay espacio para la ópera y también para el heavy metal y el punk, para el "arte elevado" y también para la televisión comercial, para Samuel Beckett y también para Terry Pratchett. Un mordisquito de esto, un bocado de aquello, hoy una cosa, mañana otra. Una mezcolanza. de acuerdo con Stephen Fry, autoridad en tendencias de la moda y faro de la más exclusiva sociedad londinense (así como estrella de exitosos programas televisivos). Fry admite públicamente:
Una persona puede ser fanática de lo digital y a la vez leer
libros; puede ir a la ópera, mirar un partido de críquet y reservar entradas
para un recital de Led Zeppelin sin partirse en pedazos. ¿Te gusta la comida
tailandesa? ¿Pero qué tiene de malo la italiana? Epa, calma. Me gustan las dos.
Sí, se puede. Me puede gustar el rugby, el fútbol y los musicales de Stephen
Sondheim. El gótico victoriano y las instalaciones de Damien Hirst. Herb Alpert
& The Tijuana Brass y las obras para piano de Hindemith. Los himnos ingleses
y Richard Dawkins. Las ediciones originales de Norman Douglas, y además los
iPods, el billar inglés, los dardos y el ballet.
O bien, tal como lo enunció Peterson en 2005 sintetizando
veinte años de investigación: "Observamos un deslizamiento en la política de
los grupos de elite, desde aquella intelectualidad esnob que desdeña toda la
cultura baja, vulgar o popular de masas [.] hacia la intelectualidad omnívora
que consume un amplio espectro de formas artísticas populares así como
cultas". En otras palabras, ninguna obra de la cultura me es ajena: no me
identifico con ninguna en un ciento por ciento, de manera total y absoluta, y
menos aún al precio de negarme otros placeres. En todas partes me siento como
en casa, a pesar de que (o quizá porque) no hay ningún lugar que pueda
considerar mi casa. No se trata tanto de la confrontación entre un gusto
(refinado) y otro (vulgar), como de lo omnívoro contra lo unívoro, la
disposición a consumirlo todo contra la selectividad melindrosa. La elite
cultural está vivita y coleando: hoy está más activa y ávida que nunca. pero
está tan ocupada siguiendo hits y otros eventos culturales célebres que no
tiene tiempo para formular cánones de fe o convertir a otros.
Aparte del principio de "no ser puntilloso, no ser
quisquilloso" y "consumir más", no tiene nada que decir a la
multitud unívora que está en la base de la jerarquía cultural.
Y sin embargo, como se lee en una obra de Pierre Bourdieu de
hace apenas unas décadas, hubo un tiempo en que cada oferta artística estaba
dirigida a una clase social específica, y sólo a esa clase, en tanto que era
aceptada únicamente -o primordialmente- por esa clase. El triple efecto de
aquellas ofertas artísticas -definición de clase, segregación de clase y
manifestación de pertenencia a una clase- era, de acuerdo con Bourdieu, su
esencial razón de ser, la más importante de sus funciones sociales, quizás
incluso su objetivo oculto, si no declarado.
Según Bourdieu, las obras de arte destinadas al consumo
estético indicaban, señalaban y protegían las divisiones entre clases,
demarcando y fortificando legiblemente las fronteras que separaban unas de
otras. A fin de trazar fronteras inequívocas y protegerlas con eficacia, todos
los objets d'art, o al menos una significativa mayoría, debían estar destinados
a conjuntos mutuamente excluyentes, cuyos contenidos no correspondía mezclar ni
aprobar o poseer de forma simultánea. Lo que contaba no eran tanto sus
contenidos o cualidades innatas como sus diferencias, su intolerancia mutua y
la prohibición de conciliarlas, características erróneamente presentadas como
manifestación de su resistencia innata e inmanente a las relaciones
morganáticas. Había gustos de las elites -"alta cultura" por
naturaleza-, gustos mediocres o "filisteos" típicos de la clase media
y gustos "vulgares", venerados por las clases bajas: y mezclar esos
gustos era más difícil que mezclar agua con fuego. Quizá la naturaleza
abominara del vacío, pero lo indudable era que la cultura no toleraba una
mélange. En La distinción, Bourdieu dijo que la cultura se manifestaba ante
todo como un instrumento útil concebido a conciencia para marcar diferencias de
clase y salvaguardarlas: como una tecnología inventada para la creación y la
protección de divisiones de clase y jerarquías sociales.
En resumen, la cultura se manifestaba tal como la había
descripto Oscar Wilde un siglo antes: "Quienes encuentran significados
bellos en las cosas bellas son espíritus cultivados [.]. Son los elegidos, y
para ellos las cosas bellas sólo significan belleza". "Los elegidos",
es decir, los que cantan loas a aquellos valores que ellos mismos sostienen, al
tiempo que se aseguran el triunfo en el concurso de canciones. Es inevitable
que encuentren significados bellos en la belleza, ya que son ellos quienes
deciden qué es la belleza; incluso antes de que comenzara la búsqueda de la
belleza, quiénes si no los elegidos decidieron dónde buscarla (en la ópera y no
en el music hall o en un puesto de feria; en las galerías y no en las paredes
de la ciudad o en las reproducciones baratas que decoran las casas obreras y
campesinas; en volúmenes con tapas de cuero y no en la gráfica del periódico o
en otras publicaciones que se adquieren por centavos). Los elegidos no son
elegidos en virtud de su percepción de lo bello, sino más bien en virtud de que
la aserción "esto es bello" es vinculante precisamente porque la han
pronunciado ellos y la han confirmado con sus acciones.
Sigmund Freud creía que el saber estético busca en vano la
esencia, la naturaleza y las fuentes de la belleza, sus cualidades inmanentes,
por así decir, y suele ocultar su ignorancia en un torrente de pronunciamientos
pomposos, presuntuosos y en última instancia vacíos. "La belleza no tiene
una utilidad evidente -decreta Freud-, ni es manifiesta su necesidad cultural,
y sin embargo la cultura no podría vivir sin ella."
Pero por otra parte, tal como sugiere Bourdieu, la belleza
tiene sus beneficios y hay una necesidad de que exista. Aunque los beneficios
no son "desinteresados", como aseveraba Kant, son beneficios de todos
modos, y si bien la necesidad no es necesariamente cultural, es social; y es
muy probable que tanto los beneficios como la necesidad de distinguir entre
belleza y fealdad, o entre delicadeza y vulgaridad, perduren mientras existan
la necesidad y el deseo de distinguir la alta sociedad de la baja sociedad, así
como al connoisseur de gustos refinados de quienes tienen mal gusto, de las
vulgares masas, de la plebe y de la chusma...
Luego de considerar atentamente estas descripciones e
interpretaciones, queda claro que la "cultura" (un conjunto de
preferencias sugeridas, recomendadas e impuestas en virtud de su corrección,
excelencia o belleza) era para los autores citados, en primer lugar y en
definitiva, una fuerza "socialmente conservadora". A fin de demostrar
su eficacia en esta función, la cultura tenía que poner en práctica, con igual
tesón, dos actos de subterfugio aparentemente contradictorios. Tenía que ser
tan enfática, severa e inflexible en sus avales como en sus censuras, en
otorgar como en negar entradas, en autorizar documentos de identidad como en
negar derechos de ciudadanía. Además de identificar qué era deseable y
recomendable por ser "como debe ser" -familiar y acogedor-, la
cultura necesitaba significantes para indicar qué cosas merecían desconfianza y
debían ser evitadas a causa de su bajeza y su amenaza encubierta; letreros que
advirtieran, como más allá de los confines de Roma en los mapas antiguos, que
hic sunt leones: aquí hay leones. La cultura debía asemejarse al náufrago de
aquella parábola inglesa aparentemente irónica pero de intención moralizante,
que a fin de sentirse como en casa, es decir, de adquirir una identidad y
defenderla con eficacia, tuvo que construir tres moradas en la isla desierta
donde había zozobrado su barco: la primera era su vivienda, la segunda era el
club que frecuentaba todos los sábados y la tercera cumplía la sola función de
ser el lugar cuyo umbral el náufrago no debía cruzar, y en consecuencia evitó
cruzar asiduamente en todos los largos años que pasó en la isla.
Cuando fue publicado hace más de treinta años, La distinción
de Bourdieu puso patas arriba el concepto original de "cultura"
nacido con la Ilustración y luego transmitido de generación en generación. El
significado de cultura que descubría, definía y documentaba Bourdieu estaba a
una distancia remota del concepto de "cultura" tal como se lo había
moldeado e introducido en el lenguaje corriente durante el tercer cuarto del
siglo XVIII, casi al mismo tiempo que el concepto inglés de refinement y el
alemán de Bildung.
De acuerdo con su concepto original, la "cultura"
no debía ser una preservación del statu quo sino un agente de cambio; más
precisamente, un instrumento de navegación para guiar la evolución social hacia
una condición humana universal. El propósito original del concepto de
"cultura" no era servir como un registro de descripciones,
inventarios y codificaciones de la situación imperante, sino más bien fijar una
meta y una dirección para las iniciativas futuras. El nombre "cultura"
fue asignado a una misión proselitista que se había planeado y emprendido como
una serie de tentativas cuyo objeto era educar a las masas y refinar sus
costumbres, para mejorar así la sociedad y conducir al "pueblo" -es
decir, a quienes provenían de las "profundidades de la sociedad- hacia sus
más altas cumbres. La "cultura" se asociaba a un "rayo de
luz" que pasaba "bajo los aleros" para ingresar a las moradas
del campo y la ciudad, llegando a los oscuros escondrijos del prejuicio y la
superstición que, como tantos otros vampiros (se creía), no sobrevivirían a la
luz del día. De acuerdo con el apasionado pronunciamiento de Matthew Arnold en
su influyente libro con el sugestivo título Cultura y anarquía (1869), la
"cultura" "procura suprimir las clases sociales, difundir en
todas partes lo mejor que se haya pensado o conocido en el mundo, lograr que
todos los hombres vivan en una atmósfera de belleza e inteligencia";
además, de acuerdo con otra opinión expresada por Arnold en su introducción a
Literature and Dogma (1873), la cultura es la combinación de los sueños y los
deseos humanos con el esfuerzo de quienes quieren y pueden satisfacerlos:
"La cultura es la pasión por la belleza y la inteligencia, y (más aún) la
pasión por hacerlas prevalecer".
La palabra "cultura" ingresó en el vocabulario
moderno como una declaración de intenciones, como el nombre de una misión que
aún era preciso emprender. El concepto era tanto un eslogan como un llamado a
la acción. Al igual que el concepto que proporcionó la metáfora para describir
esta intención (el concepto de "agricultura", que asociaba a los
agricultores con los campos que cultivaban), exhortaba al labrador y al
sembrador a que araran y sembraran el suelo árido para enriquecer la cosecha
mediante el cultivo (incluso Cicerón usó esta metáfora al describir la
educación de los jóvenes con el término cultura animi). El concepto suponía una
división entre los educadores llamados a cultivar las almas, relativamente
escasos, y los numerosos sujetos que habían de ser cultivados; los guardianes y
los guardados, los supervisores y los supervisados, los educadores y los
educandos, los productores y sus productos, sujetos y objetos, así como el
encuentro que debía tener lugar entre ellos.
De la palabra "cultura" se infería un acuerdo planeado
y esperado entre quienes poseían el conocimiento (o al menos estaban seguros de
poseerlo) y los incultos (llamados así por sus entusiastas aspirantes a
educadores); un contrato, vale aclarar, provisto de una sola firma, endosado de
forma unilateral y puesto en marcha bajo la exclusiva dirección de la flamante
"clase instruida", que reivindicaba su derecho a moldear el orden
"nuevo y mejor" sobre las cenizas del Ancien Régime. La intención
expresa de esta nueva clase era la educación, la ilustración, la elevación y el
ennoblecimiento de le peuple, de quienes recientemente habían sido investidos
del rol de citoyens en los nuevos état-nations, el apareamiento de una nación
recién formada que se elevaba a la existencia de Estado soberano con el nuevo
Estado que aspiraba a desempeñar el papel de fideicomisario, defensor y
guardián de la nación.
El "proyecto de ilustración" otorgaba a la cultura
(entendida como actividad semejante al cultivo de la tierra) el estatus de
herramienta básica para la construcción de una nación, un Estado y un Estado
nación, a la vez que confiaba esa herramienta a las manos de la clase
instruida. Entre ambiciones políticas y deliberaciones filosóficas, pronto
cristalizaron dos metas gemelas de la empresa de ilustración (ya se las anunciara
abiertamente o se las supusiera de forma tácita) en el doble postulado de la
obediencia de los súbditos y la solidaridad entre compatriotas.
El crecimiento del "populacho" incrementaba la
confianza del Estado nación en formación, pues se creía que el incremento en el
número de potenciales trabajadores-soldados aumentaría su poder y garantizaría
su seguridad. Sin embargo, puesto que el esfuerzo conjunto de la construcción
nacional y el crecimiento económico también resultaba en un excedente cada vez mayor
de individuos (en esencia, era preciso desechar categorías enteras de población
para dar a luz y fortalecer el orden deseado, así como acelerar la creación de
riquezas), el flamante Estado nación pronto enfrentó la apremiante necesidad de
buscar nuevos territorios allende sus fronteras: territorios con capacidad para
absorber el exceso de población que ya no encontraba lugar entre los límites
del suyo.
La perspectiva de colonizar dominios lejanos demostró ser un
potente estímulo para la idea iluminista de la cultura y dotó la misión
proselitista de una dimensión completamente nueva que abarcaba en potencia al
mundo entero. En exacto reflejo de la idea de "ilustración del
pueblo" se forjó el concepto de la "misión del hombre blanco",
que consistía en "salvar al salvaje de su barbarie". Pronto estos
conceptos serían dotados de un comentario teórico en la forma de una teoría
evolucionista de la cultura, que elevaba el mundo "desarrollado" al
estatus de incuestionable perfección, que tarde o temprano habría de ser
imitada o deseada por el resto del planeta. En aras de esta meta era preciso
ayudar activamente al resto del mundo, coaccionándolo en caso de que opusiera
resistencia. La teoría evolucionista de la cultura adjudicaba a la sociedad
"desarrollada" la función de convertir a todos los habitantes del
planeta. Todas sus futuras empresas e iniciativas se reducían al papel que
estaba destinada a desempeñar la elite instruida de la metrópoli colonial
frente a su propio "populacho" metropolitano.
Bourdieu concibió su investigación, recabó los datos y los
interpretó en el preciso momento en que estas iniciativas comenzaban a perder
su ímpetu y su sentido de dirección, y en términos generales ya estaban
exánimes, al menos en las metrópolis donde se tramaban las visiones del futuro
esperado y postulado, aunque no tanto en las periferias del imperio, desde
donde las fuerzas expedicionarias eran llamadas a volver mucho antes de que
hubieran logrado elevar la vida de los nativos a los estándares adoptados en
las metrópolis. En cuanto a estas últimas, la ya bicentenaria declaración de
intenciones había logrado establecer en ellas una amplia red de instituciones
ejecutivas, financiadas y administradas principalmente por el Estado, con
suficiente vigor como para apoyarse en su propio ímpetu, su rutina arraigada y
su inercia burocrática. Ya se había moldeado el producto deseado (un
"populacho" transformado en un cuerpo cívico) y se había asegurado la
posición de las clases educadoras en el nuevo orden, o al menos se había logrado
que fueran aceptadas como tales. Lejos de aquella audaz y arriesgada tentativa,
cruzada o misión de antaño, la cultura se asemejaba ahora a un mecanismo
homeostático: una suerte de giroscopio que protegía al Estado nación de los
vientos de cambio y de las contracorrientes, a la vez que lo ayudaba, a pesar
de las tempestades y los caprichos del tiempo inestable, a "mantener el
barco en su rumbo correcto" (o bien, como diría Talcott Parsons mediante
su expresión por entonces en boga, permitir que el "sistema"
"recobre su propio equilibrio").
En resumen, la "cultura" dejaba de ser un
estimulante para transformarse en tranquilizante, dejaba de ser el arsenal de
una revolución moderna para transformarse en un depósito de productos
conservantes. La "cultura" pasó a ser el nombre de las funciones
adjudicadas a estabilizadores, homeostatos o giróscopos. Cuando Bourdieu la
captó, inmovilizó, registró y analizó a la manera de una instantánea en La
distinción, la cultura se hallaba en pleno cumplimiento de estas funciones (que
pronto se revelarían como efímeras). Bourdieu no logró sustraerse al destino
del proverbial búho de Minerva, esa diosa de toda sabiduría: observaba un
paisaje iluminado por el sol poniente, cuyos contornos habían adquirido una
nitidez momentánea que pronto se fundiría en el inminente crepúsculo. Lo que
captó en su análisis fue la cultura en su etapa homeostática: la cultura al
servicio del statu quo, de la reproducción monótona de la sociedad y el
mantenimiento del equilibrio del sistema, justo antes de la inevitable pérdida
de su posición, que se aproximaba a paso redoblado.
Esa pérdida de posición fue el resultado de una serie de
procesos que estaban transformando la modernidad, llevándola de su fase
"sólida" a su fase "líquida". Uso aquí el término
"modernidad líquida" para la forma actual de la condición moderna,
que otros autores denominan "posmodernidad", "modernidad
tardía", "segunda" o "híper" modernidad. Esta
modernidad se vuelve "líquida" en el transcurso de una
"modernización" obsesiva y compulsiva que se propulsa e intensifica a
sí misma, como resultado de la cual, a la manera del líquido -de ahí la
elección del término-, ninguna de las etapas consecutivas de la vida social
puede mantener su forma durante un tiempo prolongado. La "disolución de
todo lo sólido" ha sido la característica innata y definitoria de la forma
moderna de vida desde el comienzo, pero hoy, a diferencia de ayer, las formas
disueltas no han de ser remplazadas -ni son remplazadas- por otras sólidas a
las que se juzgue "mejoradas", en el sentido de ser más sólidas y
"permanentes" que las anteriores, y en consecuencia aún más
resistentes a la disolución. En lugar de las formas en proceso de disolución, y
por lo tanto no permanentes, vienen otras que no son menos -si es que no son
más- susceptibles a la disolución y por ende igualmente desprovistas de
permanencia.
Al menos en esa parte del planeta donde se formulan, se
difunden, se leen con fruición y se debaten apasionadamente las apelaciones en
favor de la cultura (a la que, recordemos, se había relevado antes de su rol de
asistente de las naciones, los Estados y las jerarquías sociales en proceso de
autodeterminación y autoconfirmación), ésta pierde rápidamente su función de
sierva de una jerarquía social que se reproduce a sí misma. Las tareas hasta
entonces encomendadas a la cultura fueron cayendo una por una, quedaron
abandonadas o pasaron a ser cumplidas por otros medios y con diferentes
herramientas. Liberada de las obligaciones que le habían impuesto sus creadores
y operadores -obligaciones consecuentes con el rol primero misional y luego
homeostático que cumplía en la sociedad-, la cultura puede ahora concentrarse
en la satisfacción y la solución de necesidades y problemas individuales, en
pugna con los desafíos y las tribulaciones de las vidas personales.
Puede decirse que la cultura de la modernidad líquida (y más
en particular, aunque no de forma exclusiva, su esfera artística) se
corresponde bien con la libertad individual de elección, y que su función
consiste en asegurar que la elección sea y continúe siendo una necesidad y un
deber ineludible de la vida, en tanto que la responsabilidad por la elección y
sus consecuencias queda donde la ha situado la condición humana de la
modernidad líquida: sobre los hombros del individuo, ahora designado gerente
general y único ejecutor de su "política de vida".
No hablamos aquí de un cambio de paradigma ni de su
modificación: resulta más apropiado hablar del comienzo de una era
"posparadigmática" en la historia de la cultura (y no sólo de la
cultura). Aunque el término "paradigma" aún no ha desaparecido del
vocabulario cotidiano, se ha sumado a la familia de las "categorías
zombis" (como diría Ulrich Beck), que crece a paso acelerado: categorías
que deben ser usadas sous rature [en borrador] si, en ausencia de sustitutos
adecuados, todavía no estamos en condiciones de renunciar a ellas (como
preferiría decirlo Jacques Derrida). La modernidad líquida es una arena donde
se libra una constante batalla a muerte contra todo tipo de paradigmas, y en
efecto contra todos los dispositivos homeostáticos que sirven a la rutina y al
conformismo, es decir que imponen la monotonía y mantienen la predictibilidad.
Ello se aplica tanto al concepto paradigmático heredado de cultura como a la cultura
en sentido amplio (es decir, la suma total de los productos artificiales o el
"excedente de la naturaleza" hecho por el ser humano), que aquel
concepto intentó captar, asimilar intelectualmente y volver inteligible.
Hoy la cultura no consiste en prohibiciones sino en ofertas,
no consiste en normas sino en propuestas. Tal como señaló antes Bourdieu, la
cultura hoy se ocupa de ofrecer tentaciones y establecer atracciones, con
seducción y señuelos en lugar de reglamentos, con relaciones públicas en lugar
de supervisión policial: produciendo, sembrando y plantando nuevos deseos y
necesidades en lugar de imponer el deber. Si hay algo en relación con lo cual
la cultura de hoy cumple la función de un homeostato, no es la conservación del
estado presente sino la abrumadora demanda de cambio constante (aun cuando, a
diferencia de la fase iluminista, se trata de un cambio sin dirección, o bien
en una dirección que no se establece de antemano). Podría decirse que sirve no
tanto a las estratificaciones y divisiones de la sociedad como al mercado de
consumo orientado por la renovación de existencias.
La nuestra es una sociedad de consumo: en ella la cultura,
al igual que el resto del mundo experimentado por los consumidores, se
manifiesta como un depósito de bienes concebidos para el consumo, todos ellos
en competencia por la atención insoportablemente fugaz y distraída de los
potenciales clientes, empeñándose en captar esa atención más allá del pestañeo.
Tal como señalamos al comienzo, la eliminación de las normas rígidas y
excesivamente puntillosas, la aceptación de todos los gustos con imparcialidad
y sin preferencia inequívoca, la "flexibilidad" de preferencias (el
actual nombre políticamente correcto para el carácter irresoluto), así como las
elecciones transitorias e inconsecuentes, constituyen la estrategia que se
recomienda ahora como la más sensata y correcta. Hoy la insignia de pertenencia
a una elite cultural es la máxima tolerancia y la mínima quisquillosidad. El
esnobismo cultural consiste en negar ostentosamente el esnobismo. El principio
del elitismo cultural es la cualidad omnívora: sentirse como en casa en todo
entorno cultural, sin considerar ninguno como el propio, y mucho menos el único
propio. Un crítico y reseñador de TV de la prensa intelectual británica elogió
un programa del Año Nuevo 2007-2008 por su promesa de "brindar un conjunto
de entretenimientos musicales para satisfacer el apetito de todos".
"Lo bueno -explicó- es que su atractivo universal permite a uno entrar y
salir del show según la preferencia." Es una cualidad digna de elogio y en
sí admirable de la oferta cultural en una sociedad donde las redes reemplazan a
las estructuras, en tanto que un juego ininterrumpido de conexión y desconexión
de esas redes, así como la interminable secuencia de conexiones y
desconexiones, reemplazan a la determinación, la fidelidad y la pertenencia.
Hay otro aspecto a destacar en las tendencias aquí
descriptas: una de las consecuencias de que el arte se quite de encima la carga
de cumplir una función de peso es también la distancia, a menudo irónica o
cínica, que adoptan con respecto a él tanto sus creadores como sus receptores.
Hoy el discurso sobre el arte rara vez adquiere el tono ceremonioso o
reverencial tan común en el pasado. Ya no se llega a las manos. No se levantan
barricadas. No hay destellos de puñales. Si se dice algo en relación con la
superioridad de una forma de arte sobre otra, se lo expresa sin pasión y sin
brío; por otra parte, las visiones condenatorias y la difamación son menos
frecuentes que nunca. Tras este estado de las cosas se esconde una sensación de
vergüenza, una falta de confianza en sí mismo, una suerte de desorientación: si
los artistas ya no tienen a su cargo tareas grandiosas y trascendentes, si sus
creaciones no sirven a otro propósito que brindar fama y fortuna a unos pocos
elegidos, además de entretener y complacer personalmente a sus receptores,
¿cómo han de ser juzgados si no es por el bombo publicitario que acaso reciben
en un momento dado? Tal como sintetizó diestramente Marshall McLuhan esta
situación, "el arte es cualquier cosa que permita a uno salirse con la
suya". O tal como Damien Hirst -actual niño mimado de las más elegantes
galerías londinenses y de quienes pueden darse el lujo de ser sus clientes- admitió
cándidamente al recibir el Premio Turner, prestigioso galardón británico de
arte: "Es asombroso lo mucho que se puede hacer con un promedio escolar
regular en artes, una imaginación retorcida y una sierra".
Las fuerzas que impulsan la transformación gradual del
concepto de "cultura" en su encarnación moderna líquida son las
mismas que contribuyen a liberar los mercados de sus limitaciones no
económicas: principalmente sociales, políticas y étnicas. La economía de la
modernidad líquida, orientada al consumo, se basa en el excedente y el rápido
envejecimiento de sus ofertas, cuyos poderes de seducción se marchitan de forma
prematura. Puesto que resulta imposible saber de antemano cuáles de los bienes
ofrecidos lograrán tentar a los consumidores, y así despertar su deseo, sólo se
puede separar la realidad de las ilusiones multiplicando los intentos y
cometiendo errores costosos. El suministro perpetuo de ofertas siempre nuevas
es imperativo para incrementar la renovación de las mercancías, acortando los
intervalos entre la adquisición y el desecho a fin de reemplazarlas por bienes
"nuevos y mejores". Y también es imperativo para evitar que los
reiterados desencantos de bienes específicos lleven a desencantar por completo
esa vida pintada con los colores del frenesí consumista sobre el lienzo de las
redes comerciales.
La cultura se asemeja hoy a una sección más de la gigantesca
tienda de departamentos en que se ha transformado el mundo, con productos que
se ofrecen a personas que han sido convertidas en clientes. Tal como ocurre en
las otras secciones de esta megatienda, los estantes rebosan de atracciones que
cambian a diario, y los mostradores están festoneados con las últimas
promociones, que se esfumarán de forma tan instantánea como las novedades
envejecidas que publicitan. Los bienes exhibidos en los estantes, así como los
anuncios de los mostradores, están calculados para despertar antojos
irreprimibles, aunque momentáneos por naturaleza (tal como lo enunció George
Steiner, "hechos para el máximo impacto y la obsolescencia
instantánea"). Tanto los mercaderes de los bienes como los autores de los
anuncios combinan el arte de la seducción con el irreprimible deseo que sienten
los potenciales clientes de despertar la admiración de sus pares y disfrutar de
una sensación de superioridad.
Para sintetizar, la cultura de la modernidad líquida ya no
tiene un "populacho" que ilustrar y ennoblecer, sino clientes que
seducir. En contraste con la ilustración y el ennoblecimiento, la seducción no
es una tarea única, que se lleva a cabo de una vez y para siempre, sino una
actividad que se prolonga de forma indefinida. La función de la cultura no
consiste en satisfacer necesidades existentes sino en crear necesidades nuevas,
mientras se mantienen aquellas que ya están afianzadas o permanentemente
insatisfechas. El objetivo principal de la cultura es evitar el sentimiento de
satisfacción en sus ex súbditos y pupilos, hoy transformados en clientes, y en
particular contrarrestar su perfecta, completa y definitiva gratificación, que
no dejaría espacio para nuevos antojos y necesidades que satisfacer.
La cultura en el
mundo de la modernidad líquida | Traducción: Lilia Mosconi | Zygmunt Bauman | Fondo
de Cultura Económica.