Rosalba Ozandabarat | Esta película se centra en la vida de Hannah
Arendt durante los primeros años sesenta, cuando asistió como enviada por The New Yorker al juicio
realizado en Jerusalén al criminal de guerra Adolf Eichmann -secuestrado por
los servicios secretos israelíes en Argentina-, publicando al respecto una
serie de reportajes en la revista y luego un libro, asentando su idea -hoy
archicitada- sobre la "banalidad del mal". Como retrata el film, las
conclusiones de Arendt despertaron una violenta polvareda de reacciones
adversas especialmente entre miembros de la comunidad judía, estadounidenses e
israelíes, incluso entre algunos de sus amigos y colegas más próximos, mucho
más por las menciones al papel jugado por los Consejos Judíos en los
campos de
exterminio que por la identificación de Eichmann como un mediocre individuo, en
vez del monstruo que cabe esperar. Coincidentemente o no, Claude Lanzmann, el
autor de Shoah,
acérrimo opositor a las conclusiones de Arendt, culminó este mismo año su
documental El último de los
injustos -que se proyectó en el reciente Doc Buenos Aires-, donde
entrevista largamente al último presidente del Consejo Judío del campo de
Theresienstaadt y único sobreviviente de aquellas organizaciones montadas por
los nazis para administrar los campos, y para engañar a la Cruz Roja. A juzgar
por las reseñas, esta suerte de "último juicio" que es esa película
concluye en un veredicto de inocencia.
Como un eco,
ciertamente más pálido, de las reacciones despertadas por las publicaciones de
Arendt, también la película de Von Trotta desató polémicas en casi todos los
lugares donde fue proyectada. Algunas por el tema en sí, que recogen y
prolongan las despertadas en el momento en que sucedieron los hechos, otras
abarcando desde puntillosas aclaraciones históricas, como que el editor de The New Yorker, William Shawn
(Nicholas Woodeson en la película), sí metió la mano en lo que publicó bajo la
firma de Arendt, y no acató sumisamente, como muestra el filme, todo lo exigido
por la escritora, o si su gran amigo Hans Jonas (Ulrich Noethen), reaccionó
exactamente como se ve acá, hasta consideraciones sobre la imposibilidad de
"mostrar" el pensamiento, y desarrollar en una película un asunto que
sobre todo tiene que ver con el lenguaje. (Fue precisamente la "grotesca
estupidez" del lenguaje de Eichmann, "su incapacidad para hablar
[que] iba estrechamente unida a su incapacidad para pensar" lo que desata
las conclusiones de la filósofa sobre su condición.)
Lo que hace Von
Trotta es, en primer lugar, diseñar un formidable retrato de una mujer
formidable, por sus bríos, su soltura, sus matices, su pasión, tanto en lo que
refiere al pensamiento y su entereza al sostenerlo, pese a todas las oposiciones,
como en su amor por su esposo Heinrich Blücher (Axel Milberg en la película) y
por sus amigos ("Yo no amo
a ningún pueblo”, dice una desolada Hannah a su viejo amigo israelí
que le reprocha no amar a "su" pueblo; "yo amo a mis amigos").
Barbara Sukowa, actriz impresionante y vieja cómplice de la realizadora -y de
buena parte del mejor cine alemán- desde Las
hermanas alemanas, compone a su Hannah con una pasión equivalente:
con su silueta maciza pero elegante, sus matices expresivos, fumando sin parar
-el único vicio ligado al pensamiento, dijo alguien-, su presencia electriza la
pantalla, mantiene la tensión en escenas de puro diálogo, de esas que tanto
aterran a los defensores de la "pura imagen" y que acá son la
sustancia central de la película. El filme de Von Trotta trae una Nueva York
-bien distinta a la que nos muestra Woody Allen- académica y a veces
enclaustrada, donde filósofos y escritores tanto nativos como exiliados,
incluso la célebre Mary McCarthy (Janet McTeer), debaten ideas y principios que
exceden ampliamente al ambiente donde se formulan. El "aire" para
matizar esas atmósferas cargadas de palabras lo dan los viajes de Hannah a
Jerusalén, algunos flashbacks al pasado para que entrara el mentado amor y la
influencia magisterial de Heidegger en la vida de una joven Hannah, y que
algunos consideran un recurso formidable pero a juicio de esta escriba es lo
menos interesante de la película, casi un cumplir con una historia muy conocida
que agrega contradicciones a la personalidad proteica y libre de la
protagonista. Y sobre todo, el juicio a Eichmann, para el que, en una
afortunada decisión, se recurrió a tomas de archivo donde vemos al mismo
puntilloso y atildado funcionario de la muerte tal como lo vio Arendt hace más
de cincuenta años, y lo vuelve a ver, hoy, en la mirada de Barbara Sukowa.
Margarethe von
Trotta ha dicho de esta película que viene a ser el cierre de una trilogía
comenzada con Rosa Luxemburgo
(1986) y continuada con La
calle de las rosas (2003), que desarrolla una historia durante el
período nazi, en 1943. Nacida en febrero de 1942, la realizadora pertenece a la
generación de los hijos de quienes protagonizaron el período más oscuro de la
historia alemana, y no sorprende que lo sustancial de su filmografía se afirme
en la búsqueda de tratar de entender esa historia, en sus raíces y en su
contemporaneidad. Tratar de entender, eso mismo que postuló Arendt, y que no
quiere decir, en ningún caso, tratar de justificar. Más allá de cualquier
reparo, esta película tiene la virtud de, precisamente, despertar esa
inquietud.
© Brecha
“Tres pasiones, simples, pero abrumadoramente intensas, han gobernado mi vida: el ansia de amor, la búsqueda del conocimiento y una insoportable piedad por los sufrimientos de la humanidad. Estas tres pasiones, como grandes vendavales, me han llevado de acá para allá, por una ruta cambiante, sobre un profundo océano de angustia, hasta el borde mismo de la desesperación” — Bertrand Russell
3/11/13
Retrato de mujer | La influencia de Heidegger en la vida de Hannah Arendt
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