Vladimir Maiakovsky ✆ Hidra Cabero |
El derecho de los poetas “a aferrarse como a una piedra a la palabra ‘nosotros’ en medio de un mar de silbidos y de indignación” proclamaba el manifiesto futurista ruso [1] allá por 1912, uno de cuyos autores era Maiakovsky. Un “nosotros” que durante la vida del poeta –que también incursionó en el teatro, el cine y la propaganda– irá cobrando distintas inflexiones, abarcando desde un “yo” capaz de ordenar el mundo a su alrededor –“si yo fuera / pequeño / como el Océano Pacífico- / me pondría en puntas de pie sobre las olas / y a la luna, como la pleamar, le haría caricias” [2]–, o el anonimato que daba voz a los que nunca la tuvieron –“150.000.000 hablan por mi boca” [3]–.
Se cumple este año el centenario de su poema “Una nube en
pantalones”, donde dio muestras de una lírica de ritmo vertiginoso que podía
recurrir al lenguaje callejero, las imágenes más inesperadas, la provocación a
los lectores, o las bombas de los populistas revolucionarios, para dar cuenta
de una historia de amor. Esta veta lírica fue parte de una producción que
exploró también una épica hambrienta de ser la voz de los millones de oprimidos
que habían decidido tomar las riendas de su destino, y las proclamas y
manifiestos donde sin piedad ajustaba cuentas con colegas de otras tendencias,
y con la suya propia[4].
Varios libros publicados en 2015 permiten acercarnos a su
obra. Poesía lírica, Mi descubrimiento de América y Para la
voz –una selección de poemas publicada según su edición original rusa, “proyectada” por El
Lissitsky, la versión en castellano y estudios críticos–. Ya en 2013 se
habían publicado sus Escritos sobre
cine y la novela biográfica de Juan Bonilla, Prohibido entrar sin pantalones.
De este lado del Atlántico
En 1925 Maiakovsky viaja a EE. UU., experiencia que
deja plasmada en una crónica que publica un año después –aunque allí mismo dice
que no pensaba publicarla–. Su breve trasbordo en Cuba y México le anticipan la
cercanía del “monstruo” que pronto conocería desde “sus entrañas”, al decir de
otro famoso cronista [5]. En la isla observaría cómo la dominación
norteamericana dividía al país en dos Cubas, una rica para los turistas y
empresarios llegados del norte, y una pobre dedicada a servirlos. En México,
donde fue recibido por Diego Rivera, asomaba la misma amenaza: barrios donde
los obreros viven hacinados, las huellas de sus luchas en edificios y murales,
coyotes que trafican con la vida de los desesperados migrantes, y un panorama
de alzamientos y recambios de gobierno que respondían a la injerencia del
peligroso vecino. En los tres meses que duró su viaje pudo observar la política
imperialista ofensiva de EE. UU. disputando con Gran Bretaña y Francia, y
que con terror se ejercía en Latinoamérica y África.
El mismo año en que Dos Passos retrataba la consumista e
impiadosa escena neoyorkina en Manhattan
Transfer, y Fitzgerald la organización mafiosa que dominaba al país en El gran Gatsby, Maiakovsky encuentra una
nación inmersa en los ritos del “Dios dólar”, donde una clase dominante astuta
utiliza diferencias salariales y sindicatos amarillos para dividir a la clase
trabajadora. Una burguesía bien armada y organizada, ya sea en el Ku Klux Klan
o en las instituciones de un Estado definitivamente imbricado en los negocios
de la mafia a la que alimenta, mientras con sus leyes y su policía castiga a la
clase trabajadora:
Durante mi primer día en Chicago vi una escena impensable en medio del frío y de una lluvia torrencial. Obreros mojados, flacos, muertos de frío, iban dando vueltas alrededor del enorme edificio de una fábrica; unos policías robustos, gordos, abrigados con impermeables, los vigilan desde las calles [6].
El arte y la cultura no estaban exentos de la desembozada
religión consumista. En el “debate público”, quienes defienden el uso del pelo
largo es porque venden hebillas, especula Maiakovsky, mientras quienes se
inclinan por el pelo corto seguramente son parte de un consorcio de peluquerías.
Los periódicos, vendidos a sus anunciantes, callan “como si tuviesen la boca
llena de dólares”, mientras una burguesía bien asentada ha logrado rodearse de
la suficiente “grasa” de escritores que la celebren.
Si la tecnología de la que EE.UU. hacía gala configuraba un
paisaje de ciencia ficción, Maiakovsky observa cómo la impactante cadena de
montaje fordista permite obtener mayores ganancias a los patrones, pero
precariza las condiciones laborales de quienes las producen. En manos
capitalistas, la tecnología que los futuristas habían tomado como objeto
artístico, y que Maiakovsky ambicionaba asimilar para la URSS, producía lo
contrario a lo que había prefigurado en su incursión en la ciencia ficción,
imaginando un futuro donde la electricidad y las máquinas hacían el trabajo
pesado permitiendo a la población disfrutar del tiempo libre y la cultura[7].
Maiakovsky descubre que la ostentación de su pujante desarrollo burgués convive
con escenas medievales de escarnio público en pueblos y campos. Impactado por
la segregación de los negros, los considera “pólvora” decisiva en los futuros
movimientos revolucionarios. La clase obrera, dividida como está, no parece
estar cerca del horizonte de la revolución, pero sus posibilidades, concluye
Maiakovsky, no deben subestimarse.
Del otro lado del Atlántico
Ese mismo 1925 fue un año decisivo para el proceso de
burocratización del Estado obrero. Luego de la derrota de la revolución
alemana, y en medio de las tensiones de la “Nueva
Política Económica”, Trotsky es apartado de la dirección del partido,
mientras Stalin introduciría el llamado a la construcción del “socialismo en un
solo país”. Por su parte, es también ese año que el debate sobre la política
que el Estado y el partido debían trazar hacia el arte y la cultura llega a su
clímax.
Desde el triunfo de la revolución, distintas tendencias
artísticas habían participado de una prolífica efervescencia cultural, aún en
medio de la guerra civil y las penurias económicas. Los agrupamientos
artísticos habían disputado entre sí por la manera en la que el arte y la
cultura debían relacionarse con las masas revolucionarias, las formas y temas
en las que podía expresar un nuevo arte, y las instituciones que a tal fin eran
necesarias. El libro de Bonilla tiene un eje en estas tensiones. Pueblan sus
páginas las actividades que despliega el poeta tanto como los debates y los
agrupamientos de los que participa por esos años. Aunque se presenta como una
novela, el libro tiene la pretensión de ser fiel a los hechos históricos,
apuntando incluso bibliografía consultada –cita además en extenso, aunque sin
marcas, documentos de la época, como Literatura
y revolución de Trotsky–. No siempre lo logra, pero sin duda no falla
en dar cuenta de un problema que fue eje de las aspiraciones y decepciones del
poeta: la delimitación de la tradición previa y contemporánea, o los recursos
para que su poesía sea popular sin por ello renunciar a las formas
experimentales que para él mejor respondían a la época aunque no siempre
lograban una buena acogida en los lectores.
Esos enfrentamientos no impedían el trabajo común, pero
tampoco evitaban las rupturas, las maniobras y los agrios reproches, ni estaban
exentos de las disputas por los lugares de decisión sobre los recursos y las
políticas del nuevo Estado; es por ello que el debate había llegado a la máxima
dirección del partido. Una nueva resolución del partido de ese año intentará
delimitar posiciones. Por un lado, iba dirigida contra la “arrogancia
comunista” con la que muchos miembros del partido y de organizaciones que
proponían el desarrollo de una “cultura proletaria”, en nombre de una hegemonía
obrera que del terreno político suponían trasladada al terreno cultural,
pretendían con tono imperativo desestimar la tradición cultural previa y establecer
un único estilo y temática. Sus fundamentos teóricos, sin embargo, se alejaban
de las premisas marxistas en las que pretendía apoyarse.
La resolución proponía una conceptualización del arte
delimitada del liberalismo con que la burguesía se permite –en tiempos en que
su dominio está asegurado– atribuir al arte una neutralidad política y una
autonomía de sus condiciones sociales y políticas, sin dejar por ello de
traficar, bajo esa coartada, posiciones ideológicas, sentidos comunes y si es
necesario, propaganda en su favor. Señalaba también que el proletariado, como
clase hasta entonces desposeída, así como en el terreno de las ciencias o la
tecnología, no tenía por qué tener respuestas para todos los problemas de la
forma artística, por lo cual no podía pretender desestimar con sorna la
tradición previa ni establecer un único estilo “proletario”. Sin embargo, las
tesis señalan estos elementos en términos de “tolerancia” y no de
reconocimiento de la riqueza o el aporte que otras tradiciones, en sus temas y
en sus formas, podrían representar, incluso marcadas por esas determinaciones
sociales, o mejor dicho, precisamente gracias a la relación contradictoria que
el arte como práctica subjetiva y creativa establece con su entorno social. Las
tesis no niegan la necesidad de una hegemonía proletaria en el terreno del
arte, sino que caracterizan que aún debe ganarse.
La contracara propuesta entonces es la de un populismo que
no problematiza las posibilidades o límites de viejas y nuevas formas o temas,
que no se pregunta por la relación entre la vida y el arte como práctica
autónoma –problema que las vanguardias habían dejado asentado en esos años,
entre ellos, Maiakovsky–, ni por las posibilidades de que las clases oprimidas
no solo accedan sino que aprovechen críticamente los frutos de la cultura; sólo
propone ampliar los temas de la fábrica a los de la lucha de la clase obrera y
campesina. Por ello, si bien la resolución en sus consecuencias prácticas –que
tampoco finalmente se cumplieron– fue vista como una derrota para los
promotores de la “cultura proletaria”, estaban lejos del cuestionamiento que
Trotsky por ejemplo había discutido en el seno del partido en los años previos,
para quien el arte nuevo debía evitar arar por una determinada cantidad de surcos
numerados.
Si es cierto que para Trotsky la existencia de escritores
provenientes de la clase obrera, dando cuenta de sus luchas y aspiraciones,
desde un punto de vista podría considerarse un “acontecimiento cultural” tan
importante como la existencia de un Shakespeare o un Goethe, porque señala la
perspectiva de dar por tierra con la división entre trabajo manual e
intelectual que caracteriza a todas las sociedades basadas en la explotación de
una clase por otra, ello no significaba sin embargo que, demagógicamente, eso
pueda considerarse una nueva cultura, si entendemos por ella un sistema
“desarrollado y coherente de conocimiento y de habilidades en todos los ámbitos
de la creación material e intelectual”[8]. Sin duda el arte y la cultura
soviética debían inscribirse en un período de transición, pero los objetivos de
la revolución socialista no son el reforzamiento de la dominación de una
determinada clase, aún la oprimida y mayoritaria; la construcción del
socialismo implica justamente la disolución de las clases. En todo caso, al
éxito de la revolución le correspondería un arte no proletario sino socialista,
donde se desplegara la creatividad científica, filosófica, artística[9].
Maiakovsky se encontraba viajando hacia América cuando se
publica la resolución, aunque había sido y seguiría siendo protagonista de los
debates que ésta pretendía zanjar. Estas tesis, mientras garantizaban aún el
desarrollo y expresión de las distintas tendencias que habían caracterizado el
régimen revolucionario, suponían una concepción del arte revolucionario que no
podía incluir una poesía como la de Maiakovsky y que pronto reduciría los
espacios de producción artística a la reglamentación estatal utilizando
argumentos similares, ya sin ninguna tolerancia. El “realismo socialista”
dominante en la década de 1930 dominaría la escena artística soviética, donde
la proliferación de estilos, teorías y debates que caracterizaron la época que
abrió Octubre cada vez se angostaría más a las alabanzas a Stalin, la
tergiversación de la historia, la propaganda del régimen y el silencio frente a
la persecución, encarcelamiento y muerte de los opositores políticos. Ni
siquiera los miembros del Proletkult o los escritores realistas no stalinistas
saldrían indemnes de ello. No habría ya duras discusiones entre ellos, porque
el cuestionamiento con la doctrina oficial sería ya sospechoso. No serían ya
las posiciones estéticas lo que estaría en juego, sino las conveniencias de una
burocracia asentada que buscaba también rodearse de la suficiente “grasa
cultural” que justificara su posición dominante.
Lo personal es político
En 1929, para un nuevo aniversario de la muerte de Lenin,
Maiakovsky escribía, ensombrecido:
Kúlaks y burócratas, adulones
sectarios y borrachos
van, orgullosos, el pecho abombado
con estilográficas e insignias a montones” [10].
Un año después se suicida, disparándose en el corazón. Sus
últimos versos dicen:
“La barca del amor
se estrelló contra la vida cotidiana”.
Estoy a mal con la vida
y es inútil recordar
dolores,
desgracias
y ofensas mutuas.
Sed felices [11].
Tomándolos como “prueba”, el comunicado que emite la
dirección del PCUS ante el hecho insiste en que la decisión del poeta no tenía
nada que ver con sus actividades políticas o sociales, sino con motivos
personales. Lo que significa decir, según responderá indignado Trotsky, que su
muerte “no estaba vinculada con su vida, o que su vida no tenía nada que ver
con su creación poética-revolucionaria”[12]. Similar a su caracterización de las
causas del suicidio de Esenin en 1925 (a poco del regreso de Maiakovsky de
EE. UU.), Trotsky apunta el desgarro interior de una generación de poetas
formados en una época previa, que ni fueron hostiles ni indiferentes a la
revolución, pero que no pudieron comprenderla, ni armonizar su conformación
subjetiva, núcleo de su poesía, con una época que cobijó tanto la esperanza y
las posibilidades de una nueva cultura como combates implacables y catástrofes.
En el caso de Maiakovsky, a ello se sumaría el “espanto” ante la “rutina
pseudo-revolucionaria” de la pretendida “cultura proletaria”, que si durante
los primeros años de la revolución había tenido un carácter de “idealismo
utópico”, con el asentamiento del stalinismo había devenido en sofoco y
degeneración burocrática, frente a la cual el poeta no pudo encontrar una vía
para sobreponerse.
Una de las ideas más inquietantes de la novela de Bonilla,
después de repasar suicidios, encarcelamientos o silencios de una cantidad
llamativa de poetas en esa época, es imaginar que detrás de esas muertes,
aparentemente explicables por sí solas, en realidad puede rastrearse la mano
invisible de un asesino serial que a los cadáveres que ha cosechado sumará más.
No sería difícil encontrar en la URSS un nombre para aquella voluntad que en la
década siguiente, que con la instauración del realismo socialista, convirtió a
la vida del arte soviético en un “martirologio”[13], al decir de Trotsky a poco
de terminar exiliado en México.
Hoy, después de caído el muro y anunciado el “fin de las
ideologías”, el realismo socialista sirve más bien de esperpento con el cual
rechazar no el stalinismo, sino la idea misma de revolución socialista. La
experiencia de la Rusia revolucionaria, sus agrupamientos y producción
artística, a lo sumo son una nueva moda a la que pueden dedicarse muestras y
estudios, siempre a condición de disociarla del proceso revolucionario o mejor
aún, de atribuirle a éste su tragedia. Por su parte, la mercantilización que
Maiakovsky de la cultura había visto en EE. UU. ha alcanzado los niveles
que las más oscuras distopías de la época de Maiakovsky no llegaron a imaginar,
ni ha dejado de acompañar la segregación de comunidades enteras y las míseras
condiciones de vida de la clase obrera que Maiakovsky observó allí y que casi
podrían considerarse referidas a los diarios de hoy. El derecho a una vida
libre de opresión y a la posibilidad del disfrute y desarrollo de la
creatividad humana, una vez más deberán aferrarse a un “nosotros” capaz de
arrancarlos a los explotadores.
Notas
[1] “Bofetada al gusto
del público”, Diario de Poesía 24, 1992.
[2] “A sí mismo, amado
poeta, dedica el autor estas estrofas”, Poesía lírica, Bs. As., Blatt
& Ríos, 2015.
[3] “150.000.000”, Poemas, México DF, Ediciones
Coyoacán, 2000.
[4] “Esto a
vosotros-/místicos cubiertos de hojas, / las frentes por las arrugas diseñadas,
/ pequeños futuristas- / pequeños acmeístas, / enredados en las rimas en telas
de araña. / Esto a vosotros- / que a los lisos estrafalarios / peinados
convirtiendo, / en babuchas – los lacados, / a los del proletkult / que
amontonasteis remiendos / sobre el frac de Pushkin decolorado (“Orden N.°2
al Ejército de las artes”, Para la voz, Cuenca, U.de Castilla-La
Mancha, 2015).
[5] Así describiría Martí su estadía en EE. UU. en una
carta a Manuel Mercado, un día antes de morir.
[6] Mi
descubrimiento de América, Bs. As., Entropía, 2015, p. 123.
[7] “The
flying proletarian”, de 1925, en Selected Poems, Evanston,
Northwestern University Press, 2013.
[8] Literatura y
revolución, ob. cit., p. 323.
[9] Ver “La
literatura como termómetro de una época”, IdZ 22.
[10] Citado en Vasile Ernu, Nacido en la URSS, Madrid,
Akal, 2010, p. 49.
[11] “A todos” en Elsa Triolet, Recuerdos sobre Maiakovsky y una selección de poemas, Barcelona,
Kairós, 1976.
[12] Literatura y
revolución, ob. cit., p. 796.
[13] La
revolución traicionada, Bs. As., IPS-CEIP, 2014, pp. 161/2.