“Tres pasiones, simples, pero abrumadoramente intensas, han gobernado mi vida: el ansia de amor, la búsqueda del conocimiento y una insoportable piedad por los sufrimientos de la humanidad. Estas tres pasiones, como grandes vendavales, me han llevado de acá para allá, por una ruta cambiante, sobre un profundo océano de angustia, hasta el borde mismo de la desesperación” — Bertrand Russell

9/1/17

Michelangelo Antonioni, Federico Fellini y Pier Paolo Pasolini: Tres cineastas italianos de culto

Pedro García Cueto
La incomunicación en el cine de Antonioni
La obra de Michelangelo Antonioni sigue siendo, para muchos cinéfilos, una de las más valoradas del cine italiano. Nos hallamos ante un cineasta que ahondada en la incomunicación del ser humano, a través de imágenes de singular belleza. Obra de culto, sin duda, la de Antonioni, porque su cine es moroso, con escenas lentas, que exigen del espectador una especial paciencia y que nos llevan a considerar sus películas como esenciales en nuestro universo cinematográfico.

El director italiano nació en 1912, en Ferrara, un 29 de septiembre. Creció en un ambiente intelectual donde imperaba el fascismo italiano. Pero pronto el director se aleja de esto, interesado por el cine. Le acompañan en esa singladura que comenzó en los años treinta, la sólida amistad de Giorgio Bassani y la del filólogo Gianfranco Caretti, ambos del círculo literario de Ferrara, hombres que ya van abriendo la senda de la cultura en la ciudad italiana en un período tan difícil como el anterior a la Segunda Guerra Mundial. Antonioni va a ser también un crítico cinematográfico de prestigio en revistas como Corriere Padano, Cinema, Italia Libera y Bianco e Nero.

En estas críticas el futuro director ya establece sus preferencias por un cine donde la estética y el estilo son protagonistas esenciales. Inicia su carrera de director con esa idea. Cree que el cine debe ser un lenguaje que recorra los sentidos, no un mero entretenimiento para la masa. Su cine es ya un esfuerzo cultural, que alumbrar la senda de un lenguaje que debemos descifrar (sus películas cuentan con muy pocos diálogos), que debemos traducir desde los gestos, muy hieráticos a veces, de sus personajes. Antonioni se nutre del mundo creado por otro director italiano, Luchino Visconti. No en vano dirige el documental Gente del Po en el mismo lugar donde Visconti había grabado La terra trema (La tierra tiembla), y en el que el mundo de los pescadores está también presente. Para Antonioni hay un deseo, afín al neorrealismo, de filmar la realidad, tal como es, de dar vida a personajes anónimos, en su tristeza y en sus alegrías. Y así hace suya también la narrativa de la cotidianeidad de los personajes de Visconti. Hombres de la ribera Emiliana, en el pueblo siciliano de Aci Trezza.

La etnografía presente en ambos directores para crear un discurso antropológico del hombre, visto como un ser en sus costumbres, va perfilando ya dos carreras muy distintas, pero que encuentran cierta convergencia en la mirada al ser humano. Una mirada atenta, escrutadora, minuciosa, de entomólogo.

De hecho, Antonioni ya había escrito un artículo sobre la película La terra trema en la revista Bianco e Nero, donde colaboraba. El cine de la incomunicación de Antonioni llega con una serie de películas donde el realizador plantea ya la dificultad del ser humano de encontrar una simbiosis en otros seres. Como si cada individuo escondiese un universo intransferible, cuyo hermetismo imposibilita el descubrimiento del otro, naufragando ambos, el uno y el otro, en un mutismo esencial en su cine.

La aventura (1959), La notte (1961) y El eclipse (1962) son la cima de ese cine donde podemos ver la falta de comunicación, en un continuo ejercicio de miradas, que desvelan las inmensas soledades en que transitan sus vidas.

En estas tres películas, vemos a personajes inmersos en su vida gris y cotidiana. Claudia y Sandro, casados al final de La aventura, son el matrimonio Pontano que se separa en la primera secuencia de El eclipse. En definitiva, vivimos con seres que siempre son los mismos, vidas calcadas, donde la unión matrimonial va surcando la mediocridad, va generando un espacio de rutina y de aburrimiento, debido a a la falta de comunicación.

Foto: Michelangelo Antonioni, Federico Fellini & Pier Paolo Pasolini
La vida es desencanto, parece decirnos Antonioni, porque sus personajes hilvanan sus vidas grises poco a poco, en un avance inevitable a la muerte. En La aventura (que tuvo un rodaje muy complicado), Sandro y Claudia (Gabriele Ferzetti y Monica Vitti) viven inmersos en la rutina sentimental de sus vidas. Vemos el mar, la isla, el lugar donde pasan una temporada. Los vemos paseando juntos, pero sin diálogo posible. Sandro escenifica el hombre que desea a la mujer, como cuerpo, pero ya no la ama, mientras que Claudia es la mujer que ya ha perdido el amor, como si el sexo solo fuese un eco antiguo que apenas fuese perceptible. La diferencia es clara, el hombre sigue sintiendo el deseo sexual, aunque ya no exista el amor, pero la mujer, perdido el vínculo afectivo, ya no siente nada. Pasea con un desconocido, por un bello paraje, donde no hay palabras, solo los ruidos de las olas al chocar con el mar.

En La noche volvemos a ver a un matrimonio, los Pontano, Giovanni (Marcelo Mastroianni) y Lidia (Jeanne Moreau), ambos envueltos en la falsa relación. De nuevo vemos como la incomunicación va pesando a lo largo de la cinta recordando a Sandro y Claudia. Si Giovanni es el escritor que va a visitar a un amigo moribundo, Lidia es la mujer que deambula por la ciudad, aburrida, porque su marido no tiene nada que decir, viven ambos en mundos herméticos, tan diferentes que solo la rutina los mantiene juntos.

La segunda parte de la historia es el momento de la fiesta. Monica Vitti, la actriz fetiche de Antonioni y pareja del mismo durante ocho años, aparece como una fantasía para un hombre abrumado por su mundo literario, hombre deshecho en la rutina de su mediocridad, ser que solo ve personajes ficticios, que no entiende la vida y el precipicio que supone. Valentina, el personaje al que da vida Vitti, se divierte en un salón vacío. Es un personaje literario, una heroína sacada de las novelas de Scott Fitzgerald, que anima la rutina de Giovanni, un hombre ciertamente atormentado, que no consigue escribir, muerto en vida por falta de inspiración, incapaz de trasladar al papel sus ensoñaciones literarias. Ve en la mujer que baila en el salón una figura viva, más real que su mujer.

Antonioni filma con La notte (La noche) un tratado sobre el vacío de la vida que culmina en El eclipse (Premio Especial del Jurado en Cannes). Vemos de nuevo una obra hilada con la maestría de un observador. Es una película, de nuevo lenta, que despierta del letargo al espectador a través de las pequeñas secuencias. El director pretende aquí acercarnos a un juego. Monica Vitti, como Vittoria, abandona a Riccardo (Paco Rabal), para iniciar un periplo por un mundo nuevo que altera la felicidad y la alegría. Vitti es una mujer que va despertando pasión y abulia, una mujer desequilibrada, donde la infancia y el mundo adulto conviven peligrosamente. Conoce a Piero (Alain Delon) y entablan el juego de miradas tan habitual en el cine de Antonioni y que sustituye al diálogo. Pero condenada a lo efímero, la relación tampoco triunfa. El mundo de los negocios de Piero se impone sobre la mujer, que acaba marchándose, mientras él sigue en su despacho, condenado a sus hábitos y a su infelicidad. Los personajes se eclipsan, como el título de la película, porque no han sabido mantener la magia del amor, el encantamiento necesario para permanecer.

Con los rostros impagables de Mastroianni, Monica Vitti, Jeanne Moreau, Alain Delon, Gabrielle Ferzetti y luego Richard Harris en Desierto rojo, el director italiano nos regala un cine que, pese a la lentitud de sus imágenes, planea sobre el alma de los personajes en un afán de desnudarlos. En sus silencios y en sus breves conversaciones, son seres que viven para mirar, con el vacío de sus gestos sobre nosotros. Nos plantean, sin duda, un interrogante, nos parecemos a ellos o no, la respuesta está solo en nosotros mismos. Hay que celebrar un cine que sabe ver el interior del ser humano, su grandeza y su miseria.
La dolce vita’, la obra maestra de Federico Fellini
En la historia del cine, hemos tenido la oportunidad de presenciar muchas fiestas, porque en grandes películas han aparecido fiestas glamurosas, donde los protagonistas han dado rienda suelta a sus excesos, como en la película de James Ivory Fiesta salvaje (1975), que retrata una de aquellas bacanales del Hollywood de los años veinte, con Raquel Welch y James Coco, entre otros actores. Pero no hay que olvidar otro tipo de fiesta, la que dio título a una película de 1957 y dirigida por Henry King, basada en la novela de Ernest Hemingway, Fiesta, rodada en Pamplona por un elenco de actores de primera fila, Ava Gardner, Errol Flynn, Mel Ferrer, Tyrone Power. También hay que mencionar la fiesta en la playa de la inolvidable Picnic (1955) de Joshua Logan, con una pareja única: William Holden y la guapísima Kim Novak.

Pero si hay una película donde la fiesta es un espacio de goce para los personajes, donde la vida transcurre en continua ociosidad es, sin duda alguna, La dolce vita, la famosa película de Federico Fellini rodada, en la maravillosa Roma de los años 60. Una ciudad que cobra relevancia porque combina a la perfección su espíritu clásico y el mundo moderno.

La película consta de varios episodios, no muy relacionados entre sí, pero donde cobran relevancia los paparazzi que persiguen a las estrellas de cine. Fellini ya pone sobre la mesa un tema que cobrará luego un cariz opresivo: el de la persecución del famoso, la búsqueda y captura de la foto clandestina, aquella que pueda venderse a cualquier precio.

El actor fetiche de Fellini, Marcello Mastrioanni, se convierte aquí en el alter ego del director. El personaje que interviene como médium para relacionar las historias, un hombre despegado de todo, que pasea su apostura y su galantería por la pantalla como si fuese una estatua romana que cobrará vida. Un ser que vive su realidad como una máscara en el festival de imágenes que la película nos proporciona. Marcello (el mismo nombre tiene el personaje en la película) está en la cama con Emma cuando recibe la llamada de alguien que le hace ponerse en marcha, va a un lugar donde se encuentra con el cuerpo sin vida de un hombre, Steiner, (interpretado por Alain Cuny). También yacen los cuerpos de los niños. Al llegar la esposa del fallecido, los fotógrafos la acosan, en un espectáculo que ya nos adentra en la violación de la intimidad y que tanto sentido grotesco ha cobrado en nuestros días.

La importancia de las fiestas se hace fundamental en la película porque reflejan el mundo del ocio de esos seres decadentes que ya no representan más que el vacío existencial de una clase alta, sin esperanzas y sin futuro. La película nos remonta a la fiesta en casa de Steiner, donde vemos a Marcello y Emma, su novia, como seres que envidian la opulencia de esa vida, pero que intuyen que solo esconde el vacío existencial. La prueba está en la conversación de Steiner con Marcello donde aquél le confiesa a este último su decepción ante la vida, su hartazgo de la vida opulenta en la que vive, donde todo está previsto.

La fiesta es un claro retrato de un mundo mecanizado. Seres que han hecho de la rutina del ocio un modus vivendi. Es el momento de las escenas rápidas que enfocan a los rostros de los invitados, de la música estruendosa.

La segunda fiesta que da sentido a la película es la que celebra Sylvia (Anita Ekberg). En ella vemos el triunfo de la diosa, de la mujer que todo lo puede. Se celebra en un entorno cavernoso, poco iluminado. Marcello aparece también, como médium, el Caronte que lleva en su mirada la barca en este descenso a los infiernos de la ciudad de Roma y de sus habitantes privilegiados, distantes de la miseria de muchos barrios de la ciudad. Marcello quiere a Sylvia, se lo dice, le ofrece su entrega de amante. La considera todo, madre, amante, amiga, mientras ella ríe con el vacío en la mirada, porque solo es una estatua de sal, una figura exenta de vida, un cuerpo, hermoso, entregado al ocio para siempre. Al final de la escena, otro de los invitados, Frankie, baila con Sylvia, porque el baile exorciza los demonios del vacío y del aburrimiento en el que viven.

La tercera fiesta nos introduce en un ambiente aristocrático donde Marcello es invitado, de nuevo, por Nicole, una mujer snob e insufrible, que volverá a aparecer en su celebrada Otto e mezzo. Marcello vive esta fiesta como un descenso al mundo gótico, a los cuentos de Allan Poe. En la casa vemos retratos de mujeres de otro tiempo, todas iguales, bellas pero vacías. Maddalena (Anouk Aimee) introduce al galán en esas salas, para contemplar un mundo en decadencia, que nos recuerda (como un guiño de Fellini) las películas de Visconti.

La cuarta fiesta de la cinta nos presenta el ambiente opresivo de un mundo de ocio y desenfreno. Varios hombres conducen un coche y entran en la villa abriendo las puertas a la vez que el coche sigue marcando su velocidad en una clara analogía a la violación. Como si la presencia de aquellos tipos fuese la conciencia del vacío y de la nada en un ambiente que no debe ser profanado. Es, sin duda alguna, la fiesta más felliniana, porque expresa el esperpento de una sociedad en descomposición: hay travestis, prostitutas, actores. Es la fiesta de una divorciada que se desnuda, mientras los personajes, ya borrachos, van increpando para que siga el espectáculo.

Marcello se ríe de una joven provinciana, a la que obliga a ponerse a cuatro patas, la cabalga y la hace cacarear, en una demostración del exceso de estos personajes vacíos en su interior. La escena final de esta cuarta fiesta nos obliga a contemplar los hombres y mujeres que salen como muertos vivientes, como si nunca hubiesen existido, mientras Marcello (el barquero de esta historia esperpéntica) va arrojando plumas de un almohadón, a modo de confeti, como si lo hermoso de un enlace nupcial quedara en ese aroma a alcohol y a desprecio por la vida, a esa sensación de hallarse en un sendero fantasmagórico, muy bien rodado por Fellini, donde la presencia del nuevo día es la constatación de un mundo que se repite para siempre, que nunca va a cambiar.

Las mujeres en la película tienen una función catártica, porque, todas ellas, descubren sus máscaras. Maddalena (una mujer aristocrática y vacía) es la mujer que introduce al hombre sin rostro (Marcello) en otro tiempo. Sylvia es la mujer frívola, que se pasea como una diosa al salir de la Fontana de Trevi, en la famosa escena que todos recordamos. Emma, su novia, es la vida, la única luz que se puede ver de algo humano, porque respira y siente al lado de la efigie de su galán.

Tampoco los espacios tienen vida. La casa de Marcello y Emma es un piso vacío, moderno, con muebles, pero sin un toque de personalidad. Tampoco los lugares donde han transcurrido las fiestas denotan un latido de humanidad, son simplemente espacios, lugares donde burlar a la existencia inútil de sus personajes.

Al final, después de una discusión en el coche, Marcello vuelve con Emma, porque necesita su cuerpo y su voz para ser persona. Solo ella irradia luz en el vacío inmenso de esta película felliniana.

La dolce vita es la vida que se nos escapa, la fiesta continua, en un mundo donde nada hace presagiar un futuro o un pasado, un escenario donde, como ocurre en los ambientes de otras de sus películas (Roma, El satyricon, Casanova), los seres humanos ya no existen. Son solo figuras grotescas que simulan un hálito de humanidad que Fellini, con su maestría, logra desentrañar. La dolce vita queda en nuestra retina por radiografiar un mundo que hoy, lamentablemente, está tan de moda, en el triste espectáculo de nuestra cada vez más degradada televisión. Todo un precursor el gran Fellini.
Pier Paolo Pasolini: la importancia del lenguaje cinematográfico
Pocos directores han dejado una senda de luz en la historia del cine como Pier Paolo Pasolini, un hombre vinculado ideológicamente con el comunismo que fue dejando en sus películas una forma de mirar el cine, haciendo de las imágenes una hermenéutica, un lenguaje cuyo mayor mérito es la traducción a otros sentidos artísticos. La pintura, la escultura, la fotografía, todos son recipientes donde el director italiano va posando su luz, su capacidad para el asombro ante la vida, una filosofía vital que anida en su forma de ver el cine.

El cine, para Pasolini, es una verificación, en palabras de Silvestra Mariniello en su estupendo estudio del director editado en Cátedra, Signo e imagen, de vivir su propio amor por la realidad. El cine, como dice Mariniello “le permite estar dentro de la realidad sin salir nunca de ella, sin tomar distancia para hablar sobre ella. Le permite expresar la realidad por medio de la realidad y pone de manifiesto los aspectos ocultos de ésta, su dimensión no natural, “sagrada”. (p. 44, Cátedra, 1999).

Pero Pasolini es mucho más que un director. Es un filósofo del cine, un hombre que, al igual que Truffaut o Rohmer, va hilvanando sus pensamientos sobre el cine, creando una teoría cada vez más sólida para fundamentar el séptimo arte. La teoría se centra en dos planos sobre los que trabaja en sus películas, el cinematográfico y el lingüístico literario. Para el director, el cine es lengua escrita de la realidad, las imágenes son lenguaje, que nos impacta, como si leyéramos un libro donde no podemos dejar de pasar las páginas, imbuidos del misterio que esconden. El cine se convierte en una hermenéutica, es decir, una traducción fidedigna de los misterios de la vida. Por ello, el cine del director tiene que ver mucho con la poesía, porque en ella nos hallamos ante la importancia de la palabra, su significación más profunda, el eco que nos deja para siempre. Las imágenes de Pasolini navegan en las mismas aguas, hondas y llenas de referentes vitales.

El director comienza su labor como director cinematográfico en 1961 y la continúa hasta 1975, año en que muere asesinado, cuando frecuentaba jóvenes prostitutos en una zona poco recomendable de Roma. Su muerte a manos de uno de ellos ha pasado a la historia del cine.

Decide el director italiano dejar a un lado el cine que se hacía en los cincuenta en Italia de la mano de Vittorio de Sica o de Rossellini, donde se habla de neorrealismo. Es decir, una visión de la vida desde el costumbrismo, las historias cotidianas, la realidad sin metáforas ni misterio alguno. Con la llegada de los años sesenta, el director quiere romper con esa tendencia, dejar en sus películas su poesía, buscar en las imágenes una traducción del mundo, pensar el cine como si el espectador estuviese obligado a buscar las verdades detrás de las apariencias.

La importancia del lenguaje y del mito en la obra de Pasolini nos conduce a la reflexión filosófica de los románticos alemanes sobre el mito, en particular a las ideas de Heidegger y Nietzsche.

Accattone (1961) es una tragedia proletaria. Una película que nos muestra a un joven obrero romano mantenido por Madalena, una prostituta que ha denunciado a su antiguo protector. Madalena es detenida y Accatone pasa hambre, vuelve con su mujer y encuentra a Stella, que trabaja lavando botellas.

Con este argumento, donde Accatone va paseando su rudeza y su mundo de pobreza, Pasolini ya centra la idea de la película y de su cine posterior: la radiografía de un personaje que no existe en la historia, un ser olvidado, que va cimentando su paso por el mundo en la mirada del que lo crea, sólo para él puede existir Accatone.

La única forma de existir es inmortalizando al personaje y su batalla existencial en imágenes. Al igual que la fotografía, el cine pervive, se inmortaliza cada vez que alguien lo ve, por ello, como otra forma de arte, la vida de Accatone ya tiene sentido.

En su siguiente película, Mamma Roma (1962), el tema es ahora el materialismo. La importancia de las cosas y de su propiedad y a las que debemos aferrarnos para existir. En este caso, evidencian una sociedad ideologizada desde la izquierda, desde la reivindicación política, siempre presente en su cine. El materialismo de la película se ve en las caras, el fango, el sol, el paisaje. Mamma Roma es la mujer que representa a todo un universo, el de las mujeres pasolinianas, la Italia que sufre, que se lamenta de su existencia, la Italia perdedora de la Segunda Guerra Mundial, la Italia de Curzio Malaparte y su famosa novela La piel, donde podemos ver la presencia de la posguerra en Italia a través de la crítica antiamericana, donde éstos son seres miserables que acaban la guerra, pero siembran el país de violaciones y abusos de poder como vencedores prepotentes que son.

El personaje de Anna Magnani lo inunda todo. Ella es Italia, el proceso de tiempo que ha vinculado el presente y el pasado, en una atroz modernización que acabará con el hombre tarde o temprano. Pasolini denuncia un mundo sin escrúpulos, Mamma Roma está sola, como Accatone, son seres que no son vistos, pese a que sufren indescriptiblemente.

La diferencia radica en que Mamma Roma vive la falta de comunidad, el mundo que se está transformando, el querer tener más o parecer ser más, hay una tangible sensación de superación que nunca existe en Accatone, un hombre rudo e infeliz, que no conoce nunca el mundo burgués.

Mamma Roma ya no es una prostituta, ha rehecho su vida, se lleva a Ettore, su hijo, va a vivir a una casa en un barrio decente. La presencia del antiguo chulo de ella, Carmine, llevará a la ruina a la familia y Ettore descubrirá el pasado de su madre, abocado ya al mundo de la delincuencia. La muerte del chico significa la tragedia, presente en las vidas de los seres que no son visibles, anodinos, envueltos en un sino trágico que Pasolini entiende dentro de su visión mítica de la historia.

El Evangelio según San Mateo (1964) es la mejor mirada al Nuevo Testamento desde un planteamiento novedoso. No se trata de hacer una película más sobre la vida de Cristo, sino hacer una reflexión muy honda sobre el camino que sigue la religión en los años sesenta, cuando todo se ha derrumbado, cuando la Guerra Fría está en su apogeo tras la crisis de los mísiles, cuando el pueblo francés se manifiesta en el famoso mayo del 68, cuando el mundo va perdiendo valores importantes.

Por ello, hay mucho silencio en la película. Solo así podemos entender la crisis del mundo moderno. Esa traslación a la época de Cristo, porque Pasolini no hace una película religiosa o histórica, sino una meditación sobre el mundo modernos desde la iconografía de la Antigüedad.

¿Necesitamos a Cristo? Nos pregunta Pasolini, y su mirada se centra en un mundo de silencios, de parajes pobres y de hombres que parecen mirar al vacío, hechos del barro y de la nada, no están muy lejos, cree Pasolini, de nuestros hombres actuales, cosificados por el mundo de la economía globalizadora, que ya, en los sesenta, empezaba a asolar el mundo.

Como dice muy bien Silvestra Mariniello en su estudio de Pasolini: “Cristo no es el héroe, no es el protagonista, no es el origen que las instituciones han querido construir, sino más bien el médium de un discurso que inscribe el presente en el pasado” (p. 226, Cátedra, 1999).

Pasolini denuncia el mundo moderno a través de un hecho bíblico. La famosa disertación de Jesús contra los letrados y fariseos, denuncia de los hombres que ya han vendido su moral, tan cerca de nuestro tiempo, cree el director italiano. En la secuencia en que Jesús hace la disertación, la cámara nunca se acerca a él, porque él solo es un médium. Sin embargo, la mirada de Pasolini se centra en otros rostros, en el campo, en la ciudad que se ve de lejos. Hay una gran longitud de campo en esta secuencia, porque en ella Pasolini critica todo lo que le rodea, como si fuese el alter ego de Jesús, hombre crucificado en un mundo que no le entiende.

Además Pasolini, en su afán universal, contrata a actores de color, para completar esa visión insólita del Nuevo Testamento, donde se une la cultura negra con la blanca, oriente con occidente. Y para ello introduce, en este collage inmenso que pretende ser la película, la música de Bach con los cantos espirituales negros, con la música cantada congoleña, etcétera.

En definitiva, el director no entiende la película como un tiempo histórico cerrado, sino como un espacio que se abre a muchos otros y que es parte también de nuestro tiempo, el cual es objeto de crítica por la deshumanización que el mundo nos va dejando.

En Edipo, el hijo de la fortuna (1967), Pasolini se centra en la idea del amor hacia la madre, ya presente en Mamma Roma y el odio al padre. Basada en la tragedia de Sófocles, la película impacta con sus imágenes oníricas, con su visión desgarrada de un mundo (el nuestro que converge con el de la antigüedad griega) que se descompone, que ya ha pervertido todos sus horizontes.

De nuevo, Edipo (Franco Citti, un actor habitual de Pasolini), es el médium que establece la conexión entre el marxismo pasoliniano y el psicoanálisis de Freud. La política y la ciencia entran en contacto en esta película desgarradora.

También Medea (1969) nos ofrece una visión de la sociedad, en este caso, desde el plano de la homosexualidad de Medea (donde Pasolini exorciza su propio complejo homosexual que le llevó a las citas clandestinas y a frecuentar la prostitución de chicos jóvenes, lo que le condujo a su dramático final). Aunque Medea es el conflicto entre el hijo y la madre, Pasolini plasma el deseo en todos los cuerpos que aparecen semidesnudos en la película. Por poner un ejemplo, el juego de miradas entre Jasón (hijo de Medea) y Apasirto es más intenso que el que se procesan la madre con el hijo en todos los momentos de la película.

Hay, sin duda alguna, una aproximación mayor por los cuerpos masculinos que por los femeninos, lo que va en consonancia a la homosexualidad del director, muy lejos de otras películas italianas, de Fellini o Ferreri, por ejemplo, donde la mujer es siempre el objeto de deseo y las escenas eróticas siempre se centran en ellas.

La película Saló o los ciento veinte días de Sodoma generó una gran polémica, porque utilizaba el sexo explícito, en escenas muy duras de abuso de poder, de sadomasoquismo incluso. La historia se centra en la novela de Sade, donde un grupo de personas son secuestradas en una villa y los carceleros pueden abusar de sus víctimas en todo momento, lo que suscita a nuestra mente una clara analogía con los sistemas de represión actuales. Esta película la dirigió en 1975.

La historia sigue el curso de una trayectoria por el infierno, siguiendo a Dante, hay un Ante infierno y tres círculos: el de las manías, el de la mierda y el de la sangre. En cada uno de ellos se rebela un mundo de aberraciones como la escena en la que los prisioneros tienen que caminar como perros desnudos mientras los señores de la villa les lanzan sobras de comida, en el primer círculo. En el segundo, las víctimas son obligadas a comer sus propios excrementos. En el tercero, tras obligar a las víctimas a delatase entre ellas, a través de varias torturas, someten a los supervivientes a continuas  vejaciones sexuales y a orgías de diferente tipo.

Esta película provocó una honda polémica y aparta a Pasolini del cine poético anterior, para centrarse en lo escatológico. El 9 de noviembre de 1975, la censura prohibió la película por obscena, aunque al final se proyectó en Milán durante tres días el 10 de enero de 1976. Se inició luego un largo proceso contra el productor Grimaldi por financiar la película.

Pasolini  defendió la película porque refleja la barbarie del mundo, conformado con el abuso de poder y la impunidad de los poderosos sobre los débiles, de los países ricos sobre los pobres. Como denuncia, la cinta es un documento válido, aunque no apto para todos los gustos, como podemos suponer.

Concluye la mirada al cine de Pasolini con películas emblemáticas como Teorema (1968), y la llamada la Trilogía: Decameron (1971), siguiendo a Bocaccio; Los cuentos de Canterbury (1972), y Las mil y una noches (1973), famosa colección de cuentos orientales, donde Pasolini deja caer las riendas de su fantasía, para hacer dos películas de gran interés por las metáforas que llevan dentro de sí.

Lo importante de las tres películas es la fisicidad como deseo de denuncia de una sociedad marcada por la televisión y la irrealidad, lo relevante es el deseo de transmitirnos aquello que está unido al hombre, los cuerpos, los gestos, el erotismo, las miradas, todo aquello que no tiene que ver con la industria y el consumo. Pasolini quiere restituir el lenguaje de los cuerpos en una sociedad aséptica que ha perdido la capacidad de ver la intimidad, de tener el contacto con los demás, en una sociedad que se deshumaniza cada día más.

Pasolini filma como si acariciase los cuerpos, como si las miradas de los seres que contemplan fuesen edénicas, como si, por primera vez, el lenguaje fuese revelado. Por ello, su Jesucristo es un médium que nos habla de la denuncia a nuestro tiempo. Por ello, Accatone es un hombre primitivo, porque no conoce el poder (bueno y malo) de la cultura. Por ello, Edipo y Medea son seres que se centran en lo físico, porque no viven la ambición y el poder de los personajes shakespearianos. Y, naturalmente, la denuncia aguerrida y abrupta a un mundo terrible que lo convierte en un precursor, como en la duraSaló o los ciento veinte días de Sodoma, donde el abuso del poder y la tortura ya nos hablan de una sociedad enferma, tan parecida a la actual.

Pasolini no nos deja indiferentes, porque fue también poeta y novelista, todo vivido intensamente, en la línea de Fassbinder. Hombres complejos que amaron la vida sin límite y que sufrieron, por ello, la alegría y el dolor más grande, hombres trágicos, al fin y al cabo.
http://www.fronterad.com/