Lo apuntamos en anteriores artículos, y ahora toca afirmarlo
sin rodeos: ha pasado a peor vida la sociedad del riesgo que en los años
noventa bautizó Ulrich Beck, sucedida en apenas un lustro por una sociedad del
miedo que cunde por doquier. Buena parte de la ciudadanía de a pie tiene miedo,
en efecto: miedo del presente, ya que se siente cercada por multitud de
asechanzas y mermas.
Y miedo del futuro, porque el final de esta crisis global y epocal no se atisba y la gente soporta un torturante goteo de malas nuevas, paralizante porque se anuncia sine die. El resultado es desalentador, dado que al trance que sufrimos se añade un clima de desorientación y fatalismo del que también son responsables, en no poca medida, unas izquierdas que han ido vaciándose de su mejor tradición a sí mismas.
Y miedo del futuro, porque el final de esta crisis global y epocal no se atisba y la gente soporta un torturante goteo de malas nuevas, paralizante porque se anuncia sine die. El resultado es desalentador, dado que al trance que sufrimos se añade un clima de desorientación y fatalismo del que también son responsables, en no poca medida, unas izquierdas que han ido vaciándose de su mejor tradición a sí mismas.
Históricamente, las plurales izquierdas han constituido un
frente de disidencia y cambio, capital para la democracia. Y su actual
vaciamiento obedece a tres razones primordiales. La primera es que el derrumbe
del sovietismo precipitó el arrumbamiento de la utopía socialista y de
cualquier horizonte alternativo, alevosamente instado por los poderes
celestiales y mundanos.
La segunda, que las izquierdas no han atinado a encarar,
hasta la fecha, la planetaria metamorfosis que la globalización impone. Y la
tercera, que el solar dejado por la caída de su relato emancipador ha sido
ocupado por la doctrina única neocon que hoy impera. Tanto es así que las
huestes progresistas han perdido buena parte de su aptitud para inspirar vías
de crítica y reforma, del todo incapaces de plantear una alternativa de alcance
global al orden vigente y apenas capaces de promover remedios que atenúen su
feroz deriva.
Prueba elocuente de ello es que su mismo lenguaje ha asumido
el léxico y la fraseología que el monodiscurso dominante ha tornado común,
natural y obvio: en un grado sin duda excesivo, quienes deberían promover la
transformación humanista y humanizadora de la sociedad existente –inspirándose,
en parte, en sus raíces cristianas– hablan y piensan mediante el idioma del neoconservadurismo
reaccionario.
Puede decirse, así las cosas, que esa constelación de
partidos, sindicatos, colectivos y movimientos sociales que la metáfora
“izquierda” engloba ha perdido los papeles, y entre ellos las cartografías que
durante los dos últimos siglos le permitieron cuestionar el statu quo
capitalista y fomentar su palpable reforma y mejora, encarnada en el
Estado-providencia resultante del compromiso histórico entre las clases
dominantes y las subalternas.
Atemperado por el juego entre la socialdemocracia y las
derechas civilizadas –apenas una porción de ellas, no se olvide–, a ese
capitalismo de rostro y modos relativamente amables le ha sucedido al galope,
no obstante, otro de corte desfachatado, salvaje y cínico, que en estos años
está arruinando el acervo de conquistas sociales, arrodillando a la sociedad
civil y, en suma, consumando sin relevante oposición sus pulsiones
deshumanizadoras, nunca abandonadas de hecho.
Para sorpresa de propios y aun de extraños, no son las
derechas quienes están siendo castigadas por la quiebra que arrostramos, a
pesar de la responsabilidad enorme que cumple achacarles. Son las izquierdas –y
ante todo la socialdemocracia– quienes están pagando los platos rotos,
anonadadas y desnortadas hasta el punto de mostrarse incapaces de proponer
políticas alternativas de auténtico alcance y fuste, e incluso de vindicar los
aspectos más valiosos de su legado. Más archipiélago de islotes –verdes,
colorados, rosas o violetas– que continente ideológico como antaño, la izquierda
residual lleva demasiado tiempo comportándose con ovina inanidad, mucho más
dedicada a veleidades éticas y estéticas que a idear y ejercer políticas de
fondo.
Además de grave en términos económicos y sociales, la muda
en curso es espiritualmente ominosa, porque la falta de un horizonte
alternativo angosta las praxis y las conciencias. Urge armar un pensamiento de
izquierdas capaz de desvelar las falacias que la ideología única alienta, y de
denunciar con clara y alta voz que este neocapitalismo sin riendas esquilma a
las clases medias y subalternas en aras de las pudientes.
Que desregula beneficios y finanzas al tiempo que
hiperregula las vidas, cada vez más precarias. Que convierte al ciudadano en
súbdito que se ignora, simple mónada consumidora, insolidaria y competitiva.
Que está sustituyendo los viejos totalitarismos policiales
por un totalismo biopolítico de nueva planta, mucho más sutil, suasorio e
invasivo.
Que los gobiernos –también los nuestros– podrían y deberían
desenmascarar las fuentes del presente estado del malestar, en vez de actuar
como comités de gestión que ajustan las tuercas a los más en provecho de los
menos.
Sacudido y mutado por la globalización, Occidente precisa
que las plurales izquierdas renueven sus pertrechos ideológicos, políticos y
morales al hilo de los nuevos tiempos, de acuerdo con su herencia humanista.
No para desempolvar sus viejos catecismos sin enmienda, ni
para acatar la panideología que hoy cunde, sino a fin de impulsar esa tensión
entre lo existente y lo posible sin la que no hay progreso ni democracia que
valgan. Ya que, como sostenía Ernst Bloch, toda auténtica realidad es precedida
por un sueño.
Lluís Duch es antropólogo y monje de Montserrat. Albert
Chillón es director del Máster en Comunicación, Periodismo y Humanidades
de la UAB. Son coautores de Un ser de mediaciones. Antropología de la
Comunicación, vol. I, Ed. Herder.
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