“Tres pasiones, simples, pero abrumadoramente intensas, han gobernado mi vida: el ansia de amor, la búsqueda del conocimiento y una insoportable piedad por los sufrimientos de la humanidad. Estas tres pasiones, como grandes vendavales, me han llevado de acá para allá, por una ruta cambiante, sobre un profundo océano de angustia, hasta el borde mismo de la desesperación” — Bertrand Russell

11/7/12

Charles Baudelaire / Un poeta en los márgenes

Charles Baudelaire  Cristian Leaño 
Matías Serra Bradford

En el siglo dieciocho, en algunos sitios de Europa a veces se contrataba a un ermitaño y se lo instalaba por una tarde en un bosque privado, para deleitar o aterrorizar a los invitados que lo encontraran “de casualidad” durante un paseo. Un siglo más tarde, apareció un poeta francés que cumpliría una función similar para los curiosos y críticos que se le fueron acercando. Con Charles Baudelaire, cuenta su lector Walter Benjamin, un poeta “anuncia por primera vez que pretende tener un valor de exposición. Baudelaire fue su propio impresario. De ahí su mitomanía... Ante el magro éxito que tenía su obra, terminó por ponerse a sí mismo a la venta”. Así, este portador de reticencia y procacidad se erigió en pionero de una táctica que el mundo literario iría refinando hasta embanderarla como recurso prioritario.

Una actualización de lecturas

Una vieja verdad dice que cada lector actualiza la página que lee. Benjamin lo hizo cincuenta años después de la muerte de Baudelaire, y el lector de hoy puede actualizar a estos dos expertos en abdicaciones, tomarles las impresiones digitales a años luz de sus vidas a la deriva. Cada lector viene a contradecir lo que Benjamin cita de Goethe: “Todo lo que ha tenido una gran influencia ya no puede ser realmente juzgado”. O a responder a otra pregunta: ¿qué se hace con el fantasma de una casa demolida? No hay que desplegar demasiado esfuerzo para traerlo a Baudelaire a nuestros días. En los diarios íntimos que redactó en Bruselas, leemos: “Dios es el único ser que no necesita existir para gobernar”. Con Baudelaire nos encontramos en terreno minado, sembrado de líneas que parecen escritas por encargo para el presente: “Los cambios payasescos y los desórdenes de una república sudamericana (...) Las naciones producen grandes hombres a pesar de sí mismas”.

Actor y demandado, se decía de Charles Baudelaire que cada día tenía un aspecto distinto; era un especialista en el candor virulento: “No debe suponerse que el diablo sólo tienta a los hombres de genio. Desprecia a los imbéciles, sin duda, pero no desdeña su cooperación. Al contrario, es sobre ellos que descansan sus mayores esperanzas”. La traición y la delación se invitaban solas a la mesa del autor de Las flores del mal: “Comprendo que uno abandone una causa con el fin de experimentar la sensación de servir otra”. Y la torpe esgrima del mundillo literario no le era ajena: “Si un hombre tiene méritos, ¿de qué sirve condecorarlo? Si no tiene ninguno, puede ser condecorado, ya que le dará distinción”. Mientras tanto, el lector reconoce en Baudelaire sus propias debilidades. (Las reconoce, paradójicamente, en la potencia del imaginario de Baudelaire.)

Entre traductores

Un relevo, una posta de lectores; qué otra cosa es la literatura: Baudelaire fue traductor de Edgar Allan Poe, Walter Benjamin tradujo a Baudelaire. La traducción propone otra definición de lector: aquel que te conoce como nadie. (Podría decirse que Baudelaire también inaugura otra serie, la gran tradición de poetas que fueron críticos de arte: Pound, Apollinaire, Leiris, Butor, Lihn, Gabriel Ferrater, Bonnefoy, Schuyler, Ashbery.) Cronometrado, llega el último de la fila –el lector contemporáneo– a descifrar El París de Baudelaire de Walter Benjamin, cuya traducción al castellano a cargo de Mariana Dimópulos, dicho sea de paso, es impecable.

Así como la escultura era para Baudelaire un arte complementario –de la arquitectura de las catedrales– lo mismo debería sostenerse de la crítica con respecto a la poesía o a la ficción, pero en manos de Baudelaire o de Benjamin la crítica es un arte que convierte el grafito en diamante. Como críticos, los dos buscan descubrir modos poéticos de leer, de descubrir los movimientos de pequeño reptil que se vislumbran en un texto. (Desplazamientos y aceleraciones que se captan mejor con la visión periférica; en no pocas fotografías Baudelaire sigue mirando de reojo.) Hacen microbiología crítica, detectan los rasgos de un texto a nivel molecular. De hecho, cuando Baudelaire comenta lo siguiente sobre Poe parece estar prediciendo a Benjamin: “un arte prodigioso para deducir de una proposición evidente y absolutamente aceptable visiones secretas y nuevas, para abrir sorprendentes perspectivas”.

A veces, sin embargo, Benjamin es todo lo contrario de otro comentario que hacía Baudelaire de Poe: “Ciertos escritores que simulan el abandono, aspirando a la obra maestra con los ojos cerrados, llenos de confianza en el desorden y esperando que las letras arrojadas al techo vuelvan a caer en forma de poema sobre el suelo”. Aún en sus mayores disparates –que los hay, y permiten que corra aire entrelíneas– Benjamin destila una percepción que no le pide nada a nadie. Con una técnica que podríamos llamar de oscilación, Benjamin se arriesga a la imagen, a la metáfora, y encuentra allí la fuerza lumínica de su prosa. Se toma su tiempo para “poder deambular por el texto, buscando en cada rincón lo mío”. Siendo el estudioso que fue, invita a un estado de investigación, de ensimismamiento, a una puesta en abismo acicalada por esa “asociación íntima entre el concepto de desocupación y el de estudio”. Benjamin elige a Baudelaire por gusto y acaso por afinidades no del todo explicitadas, por la resonancia de recurrencias compartidas (apremios de dinero, experimentos con droga, los tentáculos de París), recordando a lo mejor aquello que Baudelaire le criticaba al siglo diecinueve, en el que “se priva a todo el mundo del derecho natural de elegir sus hermanos”. Y el trabajo de fondo que Benjamin emprende con Baudelaire, tan exhaustivo que se volvió interminable, se hizo eco de lo que propuso Baudelaire cuando rescató a Poe de sus críticos: “La caridad para con nuestros colegas, que es un deber moral, es también una de las exigencias del buen gusto”.

Esas formas fragmentarias

Los textos incluidos en este libro –“París, capital del siglo XIX”, “El París del Segundo Imperio en Baudelaire”, “Sobre algunos temas en Baudelaire” y “Zentralpark”– son inseparables de la larguísima sección dedicada a Baudelaire en el Libro de los Pasajes de Benjamin. No pocas anotaciones se superponen, pero más que estorbar el efecto que producen es el del truco de magia de un escritorio animado, cuyos cajones se abren y cierran solos y cambian un mismo papel de lugar. Como el Libro de los Pasajes, “Zentralpark” sugiere la idea de que un lector sólo puede percibir en forma fragmentaria; de que un lector sólo puede escribir fragmentos. Y en un trabajo atomizado e inconcluso, el que traza las elipsis entre un punto y otro es precisamente el lector, que trabaja turno completo.

Los textos abundan en esas observaciones únicas de Benjamin, que son su marca registrada: “El arte del clown florecía al mismo tiempo que el desempleo.” Una clase de observación que señaló y acaso aprendió de un poeta de metronomía privilegiada: “Baudelaire sabía apreciar estos detalles: ‘¿Y por qué los pobres no se ponen guantes para mendigar? Harían fortunas.’” En el fondo, Benjamin se está preguntando una y otra vez cómo hizo Baudelaire la obra que hizo, contra todo pronóstico, si “los muros son el pupitre contra el que apoya su cuaderno de notas”. (Esa sería también una práctica suya, de Benjamin; nadie se detiene en esas cosas si no le sucedieron.) En parte, el misterio que rodea a muchos escritores del pasado remoto se debe, sencillamente, a que no hicieron declaraciones a la prensa. Es gracias a esto que el misterio se agrava, se perfecciona.