Fernando Bogado
Imaginen la escena: Eric Hobsbawm, reconocido historiador
inglés de corte marxista, y George Soros, una de las mentes financieras más
importantes del mundo, se encuentran en una cena. Soros, quizá para iniciar la
conversación, quizá con el objetivo de continuar alguna otra, le pregunta a
Hobsbawm qué opina de Marx. Hobsbawm elige dar una respuesta ambigua para
evitar el conflicto, y respondiendo en parte a ese culto a la reflexión antes
que a la confrontación directa que caracteriza sus trabajos. Soros, en cambio,
es concluyente: “Hace 150 años este hombre descubrió algo sobre el capitalismo
que debemos tener en cuenta”.
La anécdota parece casi seguir la estructura del chiste
(“Soros y Hobsbawm se encuentran en un bar...”), pero es el mejor ejemplo que
el historiador inglés encuentra para mostrar, al comienzo de su nuevo libro,
esa idea que está flotando en el aire desde hace tiempo: el legado filosófico
de Karl Marx (1818-1883) está lejos de haberse clausurado y, muy por el
contrario, las publicaciones especializadas de la actualidad, el discurso
político cotidiano, la organización social de cualquier país no hacen otra cosa
más que invocar a su fantasma para tratar de lidiar con ese angustiante
problema que ha tomado el nombre histórico de “capitalismo”.
En el libro, recientemente publicado en castellano, que
lleva el sugerente título de Cómo cambiar el mundo, Hobsbawm vuelve a ofrecer
su indiscutible talento para plantear las proposiciones de aquel filósofo alemán
que siguen teniendo una vigencia definitoria para construir el presente.
Repasemos antes la presunción de muerte que se colgó al
cuello de Marx durante el último cuarto del siglo XX: la crisis del petróleo de
1973 desencadenó un proceso político y económico que organizó eso calificado
por Hobsbawm como reductio ad absurdum de los lineamientos de la economía de
mercado. La situación generó la aparición de gobiernos conservadores en EE.UU.
y Gran Bretaña (con Ronald Reagan y Margaret Thatcher a la cabeza de sus
naciones), al mismo tiempo que implicó en diversos territorios la implantación
de economías de claro corte financiero, situación que en Latinoamérica trajo
aparejada la aparición de gobiernos de facto que impusieron este tipo de
organización por la fuerza, suplantando las estrategias de desarrollo
industrial y sustitución de las importaciones por facilidades para los
capitales golondrina, la especulación y la desestructuración de las
organizaciones sindicales (sumado, claro está, a las estrategias de represión
dispuestas desde ya mucho antes de los golpes, como lo muestra la historia
nacional). Aquella serie de cambios culminó con la caída del Muro de Berlín y
el bloque soviético en 1989–1991, llevando a su lógica conclusión lo que era
obvio para todo el mundo luego de 1960: la URSS no podía resistir mucho más
tiempo con su particular versión del marxismo y su economía planificada.
Francis Fukuyama, pensador norteamericano de corte neoliberal, se apropió de
algunos lineamientos de la filosofía hegeliana para dar la sentencia final
acerca de esta sucesión de acontecimientos: estábamos frente al “fin de la
Historia”, la desaparición del mundo organizado en bloques opuestos que había
marcado el destino de todo lo conocido desde finales de la Segunda Guerra
Mundial en adelante.
Es en este panorama conciliador de economía globalizada y
aparente pacificación social que, a lo largo de la década de los ‘90, todo el
mundo dio por enterrado el pensamiento marxista, incluso, con ciertas
justificaciones de índole éticas: el nombre de Karl Marx venía siempre de la
mano del de Joseph Stalin, entre muchos otros. Marx no era sólo una mala
palabra para un gurú económico, sino también para un ciudadano de las zonas más
pobres de Rusia, que veía con placer cómo caían las estatuas de Lenin, Stalin y
el propio Marx.
¿Quién hubiera dicho entonces que veríamos una foto de
Sarkozy leyendo El capital y al papa Benedicto XVI elogiando la capacidad
analítica de su autor?
Entre 2007 y 2009 (2001, para nosotros), una serie de crisis
del sistema capitalista financiero (o “capitalismo tardío” tal como lo han
identificado pensadores como Frederic Jameson o Jürgen Habermas), demostraron
que lo que se pensó como el comienzo de una era de tranquilidad en términos
políticos, sociales y sobre todo económicos allá por 1989 no era tal cosa. El
mercado librado pura y exclusivamente a la “mano invisible” de Adam Smith,
amparado por la domesticación del Estado, empezó a resquebrajarse sin necesidad
de conflicto con otro sistema económico-político.
La revolución no es
un sueño eterno
Lo dijo muy bien el Times tras el derrumbe financiero del
2008: “Ha vuelto”. ¿Quién? Marx. Tres años después, el panorama no ha mejorado
y en este clima poco prometedor, muchos revisan su figura para recuperar qué es
lo que dijo y qué se puede extraer de su análisis con el objetivo de superar
las crisis que aquejan por estos días a las principales economías del mundo
globalizado (basta revisar cómo empezamos cada semana con un nuevo “lunes
negro”, por no sumar más días al calendario).
A los 94 años, Hobsbawm observa acertadamente que Marx había
dictaminado cuál sería el destino del capitalismo de seguir la línea que a
mediados del siglo XIX insinuaba con perfecta claridad: la concentración del
capital en unas pocas manos generarían un mundo en donde sólo un número muy
pequeño de personas tendrían el mayor número de riquezas, mientras que el
sistema no podría seguir el ritmo de su propio crecimiento desproporcionado. La
cantidad de riquezas generadas y el continuo aumento de la población no
permitirían el desarrollo igualitario de todos los individuos, a lo que se
sumaba que el ritmo de crisis cíclicas terminaría aumentando con el tiempo
hasta llegar al punto de la inevitable caída del sistema.
En 2002, el economista hindú Meghnad Desai ya anunciaba en
un trabajo, “La venganza de Marx”, en donde afirmaba que muchos han creído que
el pensamiento del alemán se extinguió con la caída de los estados socialistas,
pero las tesis y observaciones realizadas en los trabajos iniciales van mucho
más allá de esos 70 años de gobiernos comunistas que constituyen sólo un
“episodio” del viraje al socialismo: los marxismos no opacan a las
observaciones de Marx, y es ese núcleo básico lo que hay que volver a leer.
Hobsbawm coincide con Desai: una cosa son los trabajos
originales y otra la manera en que esos libros (con sus avatares particulares,
sus malas traducciones o sus publicaciones tardías) formaron escuelas a lo
largo de todo el mundo. Esa historia de la escuela marxista es la que se
terminó con la caída del Muro, no la fuerza política y filosófica de los
primeros planteos. Este renacer de Marx es lo que entusiasma ahora a un
Hobsbawm que se presentaba como un tanto decepcionado con la idea de que,
durante la década del ‘80 hasta finales de 2000, el “mundo marxista quedó
reducido a poco más que un conjunto de ideas de un cuerpo de supervivientes
ancianos y de mediana edad que lentamente se iba erosionando”.
¿Cuáles son esas ideas? ¿Qué cosas de Marx hay que conservar?
En primer lugar, la naturaleza política de su pensamiento. Para él, cambiar el
mundo es lo mismo que interpretarlo (parafraseando una de las míticas “Tesis
sobre Feuerbach”); Hobsbawm considera que hay un temor político en varios
marxistas a verse comprometidos en una causa, sabiendo de antemano que para
entrar a la lectura de Marx tuvo que haber primero un anhelo de tipo político:
la intención de cambiar el mundo.
En segundo lugar, el gran descubrimiento científico de Marx,
la plusvalía, también tiene lugar en este ensayo histórico de prueba y error.
Reconocer que hay parte del salario del obrero que el capitalista lo conserva
para sí con el objetivo de aumentar las ganancias con el paso del tiempo es
encontrar la prueba de una opresión histórica, el primer paso para llegar a una
verdadera sociedad sin clases, sin oprimidos. Los obreros son conscientes de
esa injusticia y sólo mediante una organización política coherente podrán “dar
vuelta la tortilla”. A diferencia de lo que creían los gurúes de la
globalización, ni los obreros ni el Estado son conceptos en desuso: Hobsbawm
aclara que “los movimientos obreros continúan existiendo porque el
Estado-nación no está en vías de extinción”.
Por último, la existencia de una economía globalizada
demuestra aquello que Marx reconoció como la capacidad destructora del
capitalismo, más un problema a resolver que un sistema histórico definitivo.
Hobsbawm llama la atención, desde el filósofo alemán, a esa “irresistible
dinámica global del desarrollo económico capitalista y su capacidad de destruir
todo lo anterior, incluyendo también aquellos aspectos de la herencia del
pasado humano de los que se beneficio el capitalismo, como por ejemplo las
estructuras familiares”. El capitalismo es salvaje por naturaleza y su final
–al menos, el final de la idea clásica de capitalismo– es evidente para
cualquier persona en el mundo.
Es muy difícil decir que del análisis de Marx se pueda sacar
un plan de acción “a prueba de balas”. La teoría marxista clásica habló muy
poco de modelos de Estado o de lo que sucedería una vez instalada la revolución
y sí mucho de análisis económico: pensando lo que sucede es que se puede saber
cómo actuar. Lo que Marx dio fueron herramientas, no recetas dogmáticas. Como
bien dice Hobsbawm, los libros de Marx “no forman un corpus acabado, sino que
son, como todo pensamiento que merece este nombre, un interminable trabajo en
curso. Nadie va ya a convertirlo en dogma, y menos en una ortodoxia
institucionalmente apuntalada”.
Pero claro, la vida te da sorpresas: si bien hay planteos de
Marx que se conservan, hay muchos otros que el curso de la Historia (y los
hombres que la viven) ha cambiado. Por ejemplo, una de las paradojas del siglo
es que si bien Marx creía que la revolución se terminaría dando en todo el
mundo (“¡Trabajadores del mundo, uníos!”), los alzamientos que terminaron con
el marxismo en el poder durante el siglo XX se dieron en países bien diferentes
de Alemania, Inglaterra y Francia, el triángulo en que, para Marx, empezaría
todo.
A su vez, el marxismo se mezclaría con movimientos de cambio
o grupos que reconocían diferentes injusticias sociales en territorios
insospechados. En Rusia, por ejemplo, la filosofía marxista se mezcló con el
nacionalismo agrario narodnik, al menos, en un primer momento. En China, la
revolución se dio en una cultura agrícola no occidental, imperial y milenaria.
A su vez, todos esos modelos de país concordaban muy poco con la idea original:
tal como afirma Hobsbawm, “en el período posterior a 1956, una gran mayoría de
marxistas se vieron obligados a concluir que los regímenes socialistas
existentes, desde la URSS hasta Cuba y Vietnam, estaban lejos de lo que ellos
mismos habrían deseado que fuese una sociedad socialista, o una sociedad
encaminada al socialismo”.
Quizás el artículo más determinante es aquel dedicado a la
redacción del Manifiesto del partido comunista, el texto breve de 1848 en donde
Marx y Engels declaraban la inevitable presencia de un partido que no era, en
esos tiempos, el mismo tipo de organización que el siglo XX conocerá luego de
las propuestas operativas de Lenin. El objetivo fundamental de la creación de
un PC era distinguir su propuesta de la de toda otra forma de avatar
socialista, sobre todo en sus variables utópicas: de Saint-Simon a los falansterios
de Fourier, donde la libertad sexual (y las correspondientes “orgías
coreografiadas”) se equiparaba a una libertad laboral. Un siglo y pico después,
tal vez ese PC haya sido mal entendido.
Pensar la transición de sociedades agrarias a sociedades
socialistas, o revisar el cambio histórico del feudalismo al capitalismo, ha
sido uno de los puntos que más preocuparon al último Marx: allí se encuentra la
posibilidad de entender desde el presente los movimientos revolucionarios en
naciones con estructuras agrarias como las presentes en Latinoamérica, Africa o
algunas zonas de Oriente. Más allá de las condiciones para que se dé el cambio
(descontento social, conciencia del conflicto, etc.), el marxismo clásico del
siglo XIX sostenía la necesidad de ciertas condiciones objetivas para la
revolución: desarrollo industrial y comercio a gran escala (lejos de las
artesanías y el comercio “cara a cara”). América latina conoció la refutación
de estas condiciones en el Che Guevara: donde había una necesidad, no había
sólo un derecho, sino también una posible revolución. Hobsbawm, atento a este
tipo de experiencias, demuestra el interés particular que existe por revisar el
cambio al socialismo fuera de los límites de Europa.
La cintura cósmica de
Marx
En una entrevista realizada para el diario The Guardian por
Tristram Hunt –quien acaba de publicar, oh casualidad, la biografía de Engels
también reseñada en estas páginas– y aparecida en enero de este año, Eric
Hobsbawm habló con entusiasmo de la recuperación de cierto lenguaje económico y
político que se creía clausurado luego del auge liberal de las últimas décadas
del siglo XX: “Hoy en día, ideológicamente, me siento más en casa en
Latinoamérica porque sigue siendo la única parte del mundo donde la gente
todavía habla y conduce su política en el viejo lenguaje, en el lenguaje del
siglo XIX y del XX del socialismo, el comunismo y el marxismo”. Si bien la
pregunta apuntaba a la salida de Lula del gobierno y la ubicación de Brasil
dentro del grupo de naciones con perspectivas de liderazgo mundial (el BRIC,
junto a Rusia, India y China), la respuesta renueva la repercusión de la
coyuntura política latinoamericana dentro del panorama mundial y la presencia
de diversos gobiernos de izquierda y centroizquierda en el continente.
Uno de los últimos artículos del libro, “Marx y el trabajo:
el largo siglo”, señala precisamente que las organizaciones proletarias con
fines políticos no necesariamente van de la mano de la teoría marxista. El
mejor caso para explicar su punto lo encuentra en nuestro intrigantes pagos:
“Los socialistas y comunistas, frustrados desde hace tiempo en Argentina, no
podían comprender cómo un movimiento obrero radical y políticamente
independiente podía desarrollarse, en la década de 1940, en aquel país, cuya
ideología (el peronismo) consistía básicamente en la lealtad a un general
demagogo”.
La victoria de partidos obreros en el continente,
alimentados por la perspectiva marxista de justicia y progreso igualitario pero
no ligados a organizaciones de neto corte comunista, presenta la posibilidad de
una transición a un Estado socialista no mediada por una revolución, tal como
se planteo en los términos de la URSS y la histórica Revolución del ‘17, o como
el imaginario actual lee el devenir de la revolución cubana de 1959. En
definitiva, hay cosas que la misma Historia, no Marx o sus muchas
interpretaciones, han demostrado que son inviables: el socialismo ruso fracasó
por mantener una economía de guerra a corto plazo que se proponía objetivos
difíciles que implicaban esfuerzos y sacrificios excesivos (desde concentrar
todo el excedente y el esfuerzo productivo con tal de conquistar el espacio
exterior a cambiar las prácticas de producción agraria). Separar a Lenin y a
Stalin del pensamiento de Marx es un acontecimiento dado en los últimos años
que puede mostrar las facetas más interesantes para una teoría del presente. Es
decir, algo necesario que permite pensar las circunstancias actuales para
apuntalar el cambio dentro de la compleja geografía latinoamericana.
El marxismo ha tenido varias crisis a lo largo de su
historia. Desde que se propuso poner a Hegel “patas para arriba” y transformar
todo el discurso de lo espiritual en atención a lo material, ya en 1890
aparecieron los primeros críticos a los planteos básicos de esta filosofía. Sin
embargo, hay algo en las ideas de Marx que sigue interpelando al hombre
contemporáneo, que sigue hablando de un cambio no considerado como mero anhelo
existencial o aspiración utópica, sino como situación posible de llevar a cabo
en la actualidad, ante todo, por la vía democrática y partidaria. Como bien
pregunta Soros, y como escribe Hobsbawm: “No podemos prever las soluciones de
los problemas a los que se enfrenta el mundo en el siglo XXI, pero para que
haya alguna posibilidad de éxito deben plantearse las preguntas de Marx”.