“Tres pasiones, simples, pero abrumadoramente intensas, han gobernado mi vida: el ansia de amor, la búsqueda del conocimiento y una insoportable piedad por los sufrimientos de la humanidad. Estas tres pasiones, como grandes vendavales, me han llevado de acá para allá, por una ruta cambiante, sobre un profundo océano de angustia, hasta el borde mismo de la desesperación” — Bertrand Russell

22/9/12

Aprender a seguir adelante, aprender con Antonio Machado

Antonio Machado  Leandro Oroz
Lápiz y tiza sobre papel, 1925
Sofía Cárdenas Cortés

Imaginemos por un momento la clase de Juan de Mairena, decisiva, interesante, los niños sentados en diferentes posturas esperando la palabra del maestro, cada uno con su musaraña. Cierto que hemos idealizado en el imaginario de ficción la etapa del colegio y, como pasa con todo el arte, lo que queda detrás de la obra es la realidad, como una sombra. Sin embargo, el profesor que define Antonio Machado y su curso de alumnos, sus diálogos, sus enfrentamientos, sus bromas y sus aclaraciones, no tiene el matiz de un ideal inalcanzable sino que revela el trasfondo de la misma realidad, el maestro ante sus posibilidades reales, como persona imperfecta pero con vocación. Y al alumno, sumiso y rebelde, atento y perspicaz, con un mundo exterior a la clase todavía por aprovechar del que aún no es lo suficientemente consciente.

El desarrollo de las historias que Machado cuenta de este entrañable apócrifo deja constancia, a propósito, del ámbito único que forma una clase, trata la posibilidad de la educación como un acontecimiento en el que se encuentran un hombre ya dolido por ver terminarse cada segundo y no poder apresarlo contra su pecho y criaturas que conservan la ingenuidad de tratar el tema de la muerte como algo cotidiano.

Antonio con esto sigue escribiendo poesía, sigue realizando esa metáfora sin referencia absoluta que habla de lo irrepetible con ese tono de ejemplaridad no moralizante que no hace sino despertar en el lector imágenes nítidas y llenas de riqueza de problemas humanos profundos como la posibilidad de la ternura, del aprendizaje, de la equivocación y de la comprensión empática entre personas que en apariencia gozan de una diferencia considerable entre si. No en vano el mismo Machado fue maestro de escuela.

Imaginemos entonces la clase de Machado, o imaginemos a partir de sus palabras a Juan, entrando fácilmente con el lenguaje en cada conciencia que tiene delante sin poder asegurarse a sí mismo que merece tal responsabilidad. Una clase supone un entorno privilegiado, el primer encuentro de los niños con el mundo real, los primeros miedos, las primeras desilusiones. Necesitarán un hombro en el que apoyarse y necesitarán asentar en buena tierra sus raíces, sin que nada les lleve a la miseria de sí mismos. La aventura de vivir, si vivir es una aventura, comienza punto por punto en lo que se quiere aprender, de cualquier cosa, de cualquier manera, y ante esta libertad es preciso tomar el mando para que los caballos lleven el carruaje por el camino que queremos, por aquel en el que existan probabilidades de que, al menos por un rato, no vamos a estrellarnos.

Quiero hablar de la educación en su dimensión más interna, en lo que significa la interiorización de esa experiencia para cada individuo, por esencia de lo que significa educación, porque se entiende aquí que desde esta perspectiva se alcanza un sentido de todas las posibilidades de la pedagogía que busca desarrollar al máximo su potencialidad.

Abrir los ojos

Anoche cuando dormía
soñé, ¡bendita ilusión!,
que era Dios lo que tenía
dentro de mi corazón.
(Antonio Machado)

Un ámbito, se ha dicho aquí que la clase en sí, como concepto es un entorno, un lugar para el encuentro, un encuentro destinado por su complejidad a llamar la atención, tanto desde el exterior como desde su propia excelencia: es un espacio definido por unas características singulares en las que un diálogo jerárquico se cosifica y se define como materia, y esta, supone entonces un lugar para la acción de cada partícipe de ese acontecimiento, supone la apertura de algo que busca ser común en el seno de múltiples individualidades. Pero por mucho que esa lección quiera con sus parámetros separarse en abstracto de todo lo que está allí presente, sus paredes transparentes no pueden tapar todo lo que hay a su alrededor, siendo entonces la materia un punto de encuentro para cada conciencia por el que se transita casi como lugar de descanso, o de vuelta del viaje de la vida en su presencia más amplia y en su bella profundidad del directo, de lo que lejos de ser transparente forma un basto tejido que crea la aversión del concepto por no dejarse disimular.

Así pues, se puede establecer una distinción entre dos elementos de este espacio del que estamos intentando buscar su esencia: la materia como desafío que busca formar una comunidad y el resto de formas que luchan en ese momento por llamar por sí mismas la atención y distraer (o quizá amenizar, o quizá llenar de verdadero significado) la conciencia de aquello que en principio ha sido llamado a ser presencia.

 Cuando todos saben que van a morir

Hay un segundo elemento, fuente de  todo problema, fuente a la vez de la vida y de toda su magia de la resolución, fuente de la curiosidad, de la llama, de la pasión que renueva la fuerza, de la imaginación: la pluralidad absoluta.

El hombre empieza en sus primeros minutos de respiración a considerar todo como parte de su cuerpo, a mirar y no distinguir, a reconocer todos sus lados extendidos desde sus extremidades hasta la voz de sus mayores, todo girando a su alrededor. Ese hombre va creciendo, separándose poco a poco de lo que queda fuera de su alcance, y llorando.

El amanecer de la esperanza cuando comienza a desarrollar su madurez duele, está lleno de sangre y de lucha. Todo lo que se desea tiene un punto donde llega a terminarse, todo tipo de verdad tiene una forma de decirse que va acompañado de una partitura gris. George Steiner, en su libro Diez (posibles) razones para la tristeza del pensamiento, habla de una esencial melancolía para todo desarrollo de la conciencia que llena de dificultad el diálogo del hombre con el mundo. De hecho, Steiner encuentra en esa dificultad la razón de ese inevitable pasar con profundo dolor por el pensamiento: por mucho que se intente una y otra vez, las palabras nunca dan de sí todo lo que se puede experimentar.

Ese crecimiento tiene una primera etapa clave que es lo primero sobre lo que un maestro tiene que acentuar su cuidado. Esa primera etapa es la aparición del abismo, su revelación consciente. El niño mira de repente al adulto, quizá suceda en un instante de concentrada lucidez, quizá de forma paulatina y callada, y aprende que puede mentirle, que el fondo de sus pensamientos puede ocultarlo, que nadie puede atravesarle. Primer punto de la libertad, primer punto de riesgo, primer punto de soledad. Un maestro recoge ese sentimiento y lo deja vivir cuidando de que eso no lleve a la destrucción.

Mi niña quedó tranquila,
dolido mi corazón.
¡Ay lo que la muerte ha roto
era un hilo entre los dos!
(A. Machado)

Lo primero que le parece al niño al llegar a su clase es que puede vivirlo todo y que el profesor está allí para demostrárselo, que nada se termina de destruir sin haber dado de sí hasta lo insospechable. Tiene la esperanza. Esa esperanza, los ojos abiertos a los que aludíamos en el título anterior y a los que alude también Juan de Mairena, los ojos que hacen falta para soñar. Porque los niños están más despiertos que todos sus adultos, que los maestros y los familiares, despiertos en su imaginación, llenan de lo fantástico la vida sin hacer de ella una ficción sino evaporando los límites que ciertas experiencias forman sobre la mente del que ya ha ido creciendo. Juan de Mairena les dice que para soñar hace falta tener los ojos abiertos. Eso es porque, como ya se ha dicho, es un hombre sincero y reconoce aquello que en el fondo todo maestro, o todo adulto encargado de cuidar a un niño, tiene miedo de admitir: Los niños están en el mundo de otra forma.

Como bien aparece en Spinoza, no conocer cómo limita la situación de cada uno es una forma de esclavitud, por eso, ante la muerte que aparece a las espaldas, el adulto mira su proximidad y protege al niño, esperando el momento adecuado para decirle que hay errores irrevocables, que hay ignorancia que no va a curarse, que a veces hay que salir corriendo. El niño vive en la esclavitud de la ignorancia, pero en la libertad del valor, del impulso que sale de no tener miedo. Por eso el niño y el adulto se necesitan.

Con respecto a esa clase, al ámbito privilegiado, los niños juntos observan la llegada casi de un extraterrestre, lejano de su lugar, que viene a contar una historia. Los niños prestarán atención a todo, a cada palabra, a cada movimiento. Para el maestro entonces ese momento representa un reto, dejar de pensar en que su persona es observada y cumplir la misión que se haya impuesto a sí mismo. En esa amalgama de sensaciones, de silencios elocuentes y de pequeños movimientos, los niños prestarán atención tanto a lo que dice el maestro cuanto a su actitud, tanto al paso de la aguja que marca el tiempo como al sol que aparece por la ventana.

Hay momentos de interna comunicación alumno-maestro, de simbiosis, momentos empáticos, pero hay momentos de pérdida e incluso de contrariedad. La tarea de la pedagogía estará aquí en encontrar la objetividad de un método que llame al encuentro, a la ayuda mutua en ese ámbito necesario en el que un adulto quiere unir a los niños en el mundo que han construido ya para sobrevivir. Pero ¿cómo encontrar esa objetividad si tiene que poner su propia personalidad, llena de miedos, fallos, incorrecciones y desavenencias, en juego, si los niños van a ir más allá de lo que él quiera enseñarles. Si verán en él incluso sus propias mentiras, su engaño, si van a ver en sus ojos el reflejo de la muerte mirándole y su desesperación, ¿cómo no dejar que se acerquen tanto que descubran que él no es un apoyo sin riesgo y entonces no le escuchen? ¿Cómo no dejar al mismo tiempo que le idealicen mostrando la realidad de su falibilidad?

Y mientras el maestro se pregunta cómo y cuándo transmitirles la noticia de que la libertad entraña peligro y cuidado constante, el niño va creciendo, desarrollando la convivencia de una nueva compañera que ya no va a abandonarle: la soledad.

Una tarde pura y fría
de invierno. Los colegiales
estudian. Monotonía
de la lluvia en los cristales.
(A. Machado)

La soledad a veces es parecida al tedio. Al niño que ya va creciendo también se le aparecen las horas muertas sin saber exactamente a dónde va. Ese niño mirará cada vez de forma diferente a su maestro comunicando con sus ojos su realidad. La misión del pedagogo es la misión que los dioses tienen para con Sísifo (ese castigo del que habla Albert Camus en El mito de Sísifo), es la misión de que el niño, una vez que ha mirado hacia abajo y ha visto la piedra caer, siga levantándola, y que no importe si esa piedra es un fallo en un ejercicio, una injusticia social de la que ha sido testigo o la muerte de un familiar. La misión del maestro es conseguir que no se asuste para siempre, que no se quede en la retaguardia, que la sensación de perderse no le lleve a desistir. Con la certeza de que, como dice Camus, lo absurdo en la vida es inevitable. Contra el suicido, el abandono, la tristeza sin fondo, la sumisión, el adulto quiere ver en el niño un nuevo empuje, transmitirle que aunque no exista racionalmente una forma de corroborar la utilidad de cada intento algo se debe de hacer. No se ha encontrado la solución, pero al volver a intentarlo desarrolla todo lo sublime de la existencia. Eso lo hará con la pasión de lo aprendido y sin eliminar la imaginación del niño, para que crezca siempre en creatividad, alumbrando nuevas posibilidades. Y entonces, en el final de ese aprendizaje, cuando los dos pueden salir corriendo en igualdad de oportunidades a la llegada de la muerte, alumno y maestro, en los últimos momentos de encuentro antes de despedirse, se dirán los dos en silencio: “voy a vivir igualmente, sea como sea”.

La batalla de la ciencia

Entre todas las palabras que resuenan en el eco del temor que no encuentra nombre para pronunciarse está la palabra universo, todo y nada, símbolo utilizado tanto para formar comunidades como para disolverlas en una señal de infinita separación. La inocencia infantil occidental conserva siempre para la palabra universo un trazo de pasión por la posibilidad de un próximo descubrimiento. La llamada etapa adulta en cambio sufre todas esas letras como palabra de tristeza o de desesperación.

Cuando en la época de los últimos coletazos del positivismo se pone en cuestión la validez del enunciado general para abarcar todo aquello de lo que pretende hablar, un niño que habitaba dentro del científico pierde la estabilidad, la que le otorgaba su metodología de investigación, para comenzar su quizás anteriormente olvidada adolescencia: quiere ser importante, quiere ser único, el dolor de no saber como acertar se transforma en una carga de apariencia inagotable de energía encaminada a rebelarse contra todo lo que no satisface sus ilusiones, las ilusiones de la ciencia. Popper quiere establecer un íntimo contacto con la observación de forma que sus ojos y su mente le revelen la verdad como una flor que se abre en medio del desierto, un tesoro que se encuentra solamente tras un viaje de muchas horas de deshidratación. Se coloca a favor de la audacia contra la postura inductivista, obliga al cazador de la verdad a caminar con el riesgo, a buscarle si no está presente, a mirar dentro de todo saber aquello que lleva la marca del terror por enfocar a lo desconocido, a la interminable falla, una lección por otro lado de valentía. Una lección en que el maestro superado es uno mismo, el colectivo que defiende una teoría y aprende de sus propios errores, el hombre que quiere ser adulto y se acostumbra a mirar siempre fuera de casa, dejando la infancia pero añorando siempre volver. La filosofía de la ciencia ya no retrocederá sobre sus pasos pero tampoco a partir de entonces va a darse por vencida en el intento de volver al hogar, aquella ley científica que ofrece un paisaje como mundo exterior en el que poder ver el amanecer.

¡Eran tu voz y tu mano,
en sueños, tan verdaderas!...
Vive, esperanza, ¡quién sabe
lo que se traga la tierra!
(A.  Machado)

Romper con la tradición crea inestabilidad pero a la vez es la base de cualquier tipo de producción, siempre hay que romper, siempre hay que matar. El adolescente se cuestiona constantemente por la muerte y hace de su miedo su vitalidad: le hace ir siempre más allá, adrenalina que odia y ama, base de su constante transformación. Cuanto antes pierda esa inocencia, antes comienza su creatividad. Es en este momento en el que entra en acción el primer elemento del que he hablado anteriormente: la materia de estudio.

La materia en principio se entiende como lo concreto, lo que tiene una formulación. Cuando se conserva el gusto por el saber tradicional, se conserva por mucho tiempo el nombre y la formulación de una materia, se defiende cualquier tipo de pedagogía basada en un aprendizaje memorístico, lo que está directamente relacionado con el gusto por una metodología de la ciencia declarada inductivista: Si hay enunciados generales que son aceptados como incuestionables (aunque fuera solo temporalmente), su futuro aprendizaje de tanto de estudiantes como de jóvenes investigadores tenderá a no comprobar, a aprender de memoria lo que los sabios ya comprobaron, imitando a sus predecesores, todavía entonces en la fase de la infancia.

Avanzando un poco más, incluso cuando se acepta a modo socrático que el instar al descubrimiento individual es la única forma de formar a un científico, se enseñan los métodos de aprendizaje que han llevado anteriormente a lo ya descubierto como lo inamovible, como el único camino. De esta forma se potencia como modelo de mente y de comportamiento científico una figura muy concreta, con muchas pautas, se potencia para siempre imitar al padre.

Se establece entonces un sistema jerárquico en el que se puede llegar a alguna parte: así como en los cerrados lugares de la investigación científica más avanzada se crea la leyenda de un potencial investigador perfecto, en las escuelas y en los institutos, a base del aprendizaje basado únicamente en la memoria o en el repetir lo que ya ha sido hecho aparece el mito del perfecto hombre adulto, cada niño entonces va creciendo mutilando toda parte que le pertenezca que no encaje en ese contorno abstracto a rellenar, incluso aquellas partes que buscan crecer y prometen formas fantásticas y novedosas, incluso aquellas partes que no tienen nada que ver con la materia a estudiar pero que no terminan de encajar en ese modelo de vida que intentan inculcarle. Se figuran entonces en esas escuelas, en cada individualidad en vías de desarrollo, una misma forma de pensar, vestir, hablar, amar.

Inevitablemente en este sistema en cada escuela y en cada grupo de investigación surge la envidia, la envidia hacia aquellos que por suerte o por sus capacidades pueden acercarse a ese modelo, la envidia y el sufrimiento, la herida profunda por ser diferente. Junto con la leyenda y el mito nace la trama, solo se resalta un tipo de individualidad pero se esconde que hay otras tipologías capaces de sobrevivir y de conocer, de aprender, de aportar, de ayudar. Y el diferente quiere desaparecer, sufriendo al olvidar que ha sido mutilado o que se ha dejado inducir a la automutilación en un comportamiento que se ha instaurado como la normalidad.

No duerme nadie por el mundo, nadie (Federico García Lorca)

En medio de la nebulosa en la que el maestro está enseñando queda lo que ha aprendido y lo que intenta comunicar, queda dentro de ese tiempo que está trascurriendo en la clase. Un maestro como Juan de Mairena tiene una punzada en el corazón que lo revitaliza como a un adolescente, como la misma sensación de recibir un impulso. Por eso Machado le describe con ataques de furia, errores pasionales, sentido del humor y momentos de extrema tristeza. El pánico y la exaltación de la esperanza hacen de él un maestro a medio camino entre un transparente intermediario entre conocimiento que ha llegado a aprender y el alumno que quiere aprenderlo y un hombre apasionado que muestra su impotencia y quiere poner en cuestión hasta la última letra escrita en los libros para poder aprender de los niños.

Los momentos en los que en una sociedad se abre un nuevo ámbito de investigación también se abre un nuevo camino pedagógico: instaurar la libertad del pensamiento, la crítica, la puesta en cuestión, porque si el alumno aprende a buscar todo aquello en lo que falla el sistema en el que está siendo instaurado tendrá la oportunidad de aportar lo interesante de su investigación, de abrir la tradición a novedad. La memoria tiene aquí ya un plano secundario, se debe enseñar al niño a la interiorización, a que descubra, a la creer en sus propias nuevas formas.

Popper dice que todo tipo de generalidad lleva a incoherencias lógicas, incluso la generalidad típica que se aprende en la lógica de enunciados: “todos los hombres son mortales”. Para Popper bastaría para anular esa frase encontrar un hombre inmortal. Eso no quiere decir que se vaya a vivir en el autoengaño, sino que se pone en suspenso toda solución definitiva, aunque sea eso lo que tiene que llegar, pero el detalle de cada instante, si se vive en la actitud que también quiere imponer Nietzsche con su idea del “eterno retorno” de que un instante todo lo llena y dentro de él hay multitud de posibilidades que hay que descubrir, lo desconocido plantea siempre un enigma, lo que va a venir después se encuentra para la mente humana lo más abierto posible. Cada cosa a aprender para cada alumno entonces es afrontada como un reto para la mente y para su experimentación, su persona aporta la novedad de lo conocido, su interiorización abre a lo infinito de cada verdad. El maestro que ha guiado puede ver en el alumno la concentración del querer saber de verdad, esa que surge en los grandes momentos para un profesor en el que suena el timbre y nadie se quiere levantar del asiento.

La historia poética, el arte

Una última reflexión acerca de la puesta en práctica de esa pedagogía: cada escuela una idea, cada clase un desarrollo diferente, cada maestro y cada niño una nueva propuesta a la vida. No todo vale, hay un camino, pero tan bifurcado que las posibilidades tienden al infinito.

El entorno de los adultos que no recuerdan nada de la infancia palidece, el elemento de la pluralidad absoluta mencionado al principio del artículo ejerce su función de eterno separador, de recordatorio de toda futura destrucción. El adulto solo puede imaginarse el conjunto de todas las cosas destruyendo la imagen de ese conjunto en su mente. El adulto más adulto se acostumbra de repente a equivocarse y a la muerte y pierde el impulso, se resigna. Lo igual que llama a lo igual le reconforta porque ya no quiere atravesar todo lo que conlleva el verdadero aprendizaje, el cambio. El adulto cada vez más envejecido entonces aparenta continuar una estabilidad que no existe y que en el fondo nadie reconoce, pues su inercia tiene el sonido de fondo de una paulatina decadencia, de un lento y disimulado dejarse morir, eso si a uno de esos adultos no le da por acabar de forma más repentina con esa enmascarada agonía.

Por esta razón así como Juan de Mairena quiere enseñar a sus alumnos también a jugar, a salir al campo, a reírse de sí mismos, a levantarse siempre, así para un entorno que quiera seguir viviendo harán mucha falta los verdaderos maestros, serán absolutamente imprescindibles.

Al adulto que de la mano de su mentor ha podido crecer en verdadera libertad, abandonará la adolescencia tal y como dice Juan: con escepticismo acerca del escepticismo. Preparado para la reformular una y otra vez la intensidad de la vida donde el tiempo, esa eternidad no metafísica cuya custodia entrega Machado a los poetas, la eternidad que según sus palabras “no acaba nunca”,  llena todo instante con una nueva rosa, una nueva creación que es nueva precisamente por ser inesperada. Cada rosa espera que el hombre se interne dentro de ella para ver como sus pétalos se van a ir marchitando y el hombre con cada nueva novedad será siempre un hombre distinto, capaz de ser todo lo que se le deje ser y en ello estará su inagotable felicidad: en la capacidad misma. Por eso el teatro aparece en esta propuesta como arte vivificador por excelencia.

No en vano tres autores ya mencionados mencionan el arte de la escena: Lorca habla de la calavera de los teatros, que surge ya cuando el mundo entero ha sido apresado por el pánico. Machado habla del actor que vive la vida en el teatro y el teatro en la vida, igual que Camus, como la solución de la sinceridad, como la máscara honesta, como la historia de verdad vivida. Aprender para ellos es transformar la máscara de cada contenido en su misma piel, la interiorización que transforma y que, como dice Camus, llena de contenido la existencia y prepara para la muerte, para mostrarse en todo su esplendor hacia ella, brillando de haber atravesado el conocimiento de la forma más interesante posible. Ser desde dentro, aprender desde dentro, vivir desde dentro, todo ello implica originalidad a la vez que repetición pero de una manera ilimitada, en un bucle que se retroalimenta de su misma actividad impregnando todos los poros de la existencia.

El método del que hablo, que encuentra de forma implícita no solo en Juan, o Abel Martín, sino en todos los escritos de Machado. Consistiría en encontrar en la metáfora la forma más completa de expresión o explicación de cada unidad de aprendizaje. La poesía intenta apresar lo que se escapó, el tiempo lleno de contenido que tiene un significado diferente cada vez. De esta forma, contando la historia en la metáfora, el aprendizaje se abre a lo real a la vez que a todo lo posible. Ya el discurso del maestro no tiene una figura lineal, sino que se abre a la implosión, creando en lo individual, de cada concepto y cada persona, pequeñas bombas de luz contra la oscuridad. Se tratará, metáfora a metáfora, de dar cuenta de lo diferente pero a la vez de lo inconmensurable de cada lenguaje propio de cada metáfora, que es lo único que cada unidad de aprendizaje tiene como específico: su forma distintiva de aludir sin terminar nunca de especificar una referencia. Se trata de que vaya encontrando la metáfora, por profundizar en sí misma, métodos de aproximación a otras ideas y otras experiencias. Por analogía siempre, por abrir en cada aproximación una nueva que entonces también por otro lado abre el camino de la distancia hacia el infinito, pero a partir de esas oportunidades de proximidad, cada individuo y cada materia se impregna de humanidad, porque se aprende en la profundidad misma del aprender a ver en el otro, en el extraño, incluso en su infinito abismo, puntos de coincidencia, contacto, alivio y formas de respiración, encuentro, miedo, falta de autosuficiencia y posible destrucción. Pero contacto, que es donde se gana a lo horroroso de la muerte que quiere separarlo todo: en el amor.

La gloria del ocaso era un purpúreo espejo,
era un cristal en llamas, que al infinito viejo,
iba arrojando el grave soñar a la llanura...
Y yo sentí la espuela sonora de mi paso
repercutir lejana en el sangriento ocaso,
y más allá, la alegre canción de un alba pura.
(A.  Machado)

Bibliografía

Sofía Cárdenas Cortés
—Antonio Machado, Juan de Mairena. Bibliotex. S.L. 2001
—Antonio Machado, Poesías Completas. Espasa Calpe. S.A, 1979
—Albert Camus, El mito de Sísifo. Alianza Editorial. S.A. 2006
—Federico García Loca, Poeta en Nueva York. Editorial Óptima 2000

Sofía Cárdenas Cortés es licenciada en filosofía por la Universidad Autónoma de Madrid, estudió arte dramático en la escuela de Ángel Gutiérrez y este año formará parte del grupo de estudiantes del Master de Lógica y Filosofía de la Ciencia centrando sus investigaciones en la argumentación y la sociedad digital