“Tres pasiones, simples, pero abrumadoramente intensas, han gobernado mi vida: el ansia de amor, la búsqueda del conocimiento y una insoportable piedad por los sufrimientos de la humanidad. Estas tres pasiones, como grandes vendavales, me han llevado de acá para allá, por una ruta cambiante, sobre un profundo océano de angustia, hasta el borde mismo de la desesperación” — Bertrand Russell

19/11/12

1916 / Las constricciones del lenguaje

Ismael Gavilán

I

A mediados de la Primera Guerra Mundial, en febrero de 1916, el alto mando del ejército alemán a cargo de Erich von Falkenhayn emprendió una ofensiva en el noroeste de Francia, en la Champaña, con la esperanza de romper el frente de trincheras y forzar así una retirada de las tropas anglo-francesas hacia la región del Marne, tal como sucedió al inicio de la guerra en agosto de 1914. El principal objetivo era tomar la ciudad fortificada de Verdún, llave estratégica de toda esa zona. Aunque la ofensiva alemana, desarrollada en pleno invierno, fue una sorpresa para el mando aliado, las huestes de Falkenhayn no pudieron doblegar la resistencia enemiga. Ambos ejércitos no lograron hacer retroceder al otro y la larga y extenuante batalla de Verdún se convirtió en punto neutro sin ningún resultado efectivo. De aquel modo hasta la primavera de 1916 las bajas eran cuantiosas: unos 450 mil muertos y heridos franceses e ingleses y unos 300 mil alemanes.

Avanzado el año, en el verano de 1916, el alto mando del ejército inglés a cargo de sir Douglas Haig quiso articular una contraofensiva, emprendiendo un ataque en el noroeste de Francia, en el Somme, con la misma esperanza de romper el frente de trincheras y obligar así un retiro del ejército alemán, tanto de ese sector, como del suroccidente de Bélgica. Aunque Haig contaba con el efecto de la sorpresa y con un recurso técnico bélico hasta ese instante desconocido (los tanques), el ataque se mostró catastrófico desde el primer día: cerca de 20 mil muertos y heridos y un número indeterminado de desaparecidos. Durante una semana aproximadamente la intensidad del ataque no arreció, para, con posterioridad, estancarse cerca de dos meses, al final de los cuales, el terreno ganado por las tropas inglesas no superaba los diez kilómetros cuadrados. El balance: cerca de 300 mil muertos y heridos ante unas 250 mil bajas alemanas.

Así, a fines de 1916 habían caído en el frente occidental cerca de un millón y medio de hombres, entre ellos el pintor Franz Marc, uno de los fundadores del grupo Blaue Reiter junto a W. Kandinsky en 1911 y el joven filólogo alemán Norbert von Hellingrath, descubridor y primer editor de la, hasta ese instante, desconocida poesía de Friedrich Hördeline. En el transcurso de esa guerra caerían entre otros, los poetas ingleses Edward Thomas  en 1917 y Wilfred Owen  en 1918.

Estas verdaderas carnicerías son la representación de lo que se ha denominado batallas de material, cuyo objetivo era el desgaste del enemigo en oleadas sucesivas de hombres, cañones y gases asfixiantes. Pronto, en el transcurso final de aquella contienda, tanto en Cambray como en Ypres, se demostraría con esta nueva concepción de batalla la fidelidad al insaciable Moloch de la guerra.

De ese modo en Verdún y en el Somme quedó en evidencia durante el transcurso de 1916, la lógica suprema de la inteligencia humana para organizar industrialmente la muerte de millones de seres: los contraataques sucedían a los ataques en una espiral de ciega obstinación, espiral calculada con minuciosidad gracias a un despliegue de planificación que en su orden supremo bordeaba la locura racional.

Tal desideratum de muerte y destrucción iba acompañado por un desgaste más subterráneo y quizás primordial: el vaciamiento del lenguaje que había convocado a esas mismas fuerzas destructoras. Después de Verdún y del Somme pocos eran los que creían en palabras tales como patria, heroicidad y honor y, por ende, en el sustrato invisible que sostenía la ficción de una guerra justa, alegre y sana, términos que el periodismo belicista de agosto de 1914 había empleado para enardecer aún más el temple bélico incitado por las testas coronadas de la vieja Europa. Robert Graves, Thomas Mann, Stefan Zweig y sobretodo el insobornable Karl Kraus se percataron muy pronto de ello, sin embargo ya era demasiado tarde para detener la matanza y más aún para intentar establecer un nuevo pacto entre el lenguaje depreciado por la locura colectiva y la intimidad humana que aún sobrevivía. Quizás la única salida era replantearse todo nuevamente, quemando las naves de un lenguaje caduco.

II

Una cultura milenaria se desintegra. Ya no quedan pilares ni puntales, ni siquiera cimientos; se han derrumbado (…) El mundo ha perdido su sentido. Estas palabras de Hugo Ball, enunciadas en el contexto de una conferencia acerca de la pintura de Wassily Kandinsky en 1917, muestran el temple de toda una época, una época que vivía de modo permanente con una pistola a la sien. Ball, cuya vida surge de modo impresionante entre las pasiones y contradicciones de la sociedad europea de principios del siglo XX, era un escritor de teatro expresionista, periodista de izquierda, pianista de ocasión en cabarets y teatros de variedades, ferviente admirador de las novelas de Hermann Hesse y estudioso de Nietzsche y Bakunin, pero ante todo un artista de integridad moral a toda prueba.

Un año antes, en 1916, Ball se encontraba en Zúrich, verdadero oasis de recalada para desertores, objetores de conciencia, espías franceses y alemanes, como también para una juventud artística que contemplaba el impasible autoaniquilamiento de Europa. Su estadía lo haría testigo y partícipe de uno de los movimientos más relevantes de las vanguardias del siglo XX: el dadaísmo. Precisamente, en febrero de 1916, mientras la muerte se convertía en el comentario al bombardeo de Verdún, la leyenda dice que en una reunión entre varios personajes de desolado destino, Hugo Ball y Tristán Tzara bautizaron con el nombre de Dadá sus aspiraciones de disidencia. Al evocar esta palabra se nos vienen a la mente como por ensalmo una serie de asociaciones e imágenes que han quedado retenidas en el inconsciente cultural contemporáneo: actos de intensa provocación, manifiestos de deslumbrante belleza iconoclasta, anécdotas de enfrentamiento público entre los miembros del grupo y la gente asistente a sus manifestaciones, etc. Sin embargo, como acertadamente apunta Paul Auster, la seriedad con que Ball asume las premisas que él y sus amigos van estableciendo mientras Dadá se consolida en la burguesa Zúrich, permite apreciar con otros ojos lo que a primera vista parecería el altisonante desvarío de un grupo de jóvenes como una especie de premeditada extravagancia a la manera de los hermanos Marx.

En esa seria intensidad, sobre todo de Ball, puede rastrearse un acontecimiento capital que, más que un logro efectivo de praxis artística, derivaría hacia una toma de conciencia que un poeta como él haría suya hasta el final de sus breves días: que cualquier anhelo de transformación real de las cosas del mundo debe partir primero con la despiadada crítica del lenguaje que sustenta el anquilosamiento de la sociedad. Ya Nietzsche en La genealogía de la moral había efectuado la demolición del edificio lingüístico en el que se amparaba el mundo occidental devenido en decadencia y que para el solitario de Sils María significaba básicamente nihilismo. “Transvalorización de todos los valores”, había declarado en distintos lugares de su obra, cosa que implica necesariamente vérselas con el lenguaje y las posibilidades de transformación y por ende de depuración que aún podía poseer. Para Ball y los dadaístas ello significaba asimismo tabula rasa: frente al lenguaje corroído por la falacia nacionalista y la guerra promovida por los valores burgueses, era necesario un esfuerzo máximo de limpieza. Acá no se trataba de la siempre cierta lucha del poeta por la expresividad, ni tampoco del silencio asumido como metáfora en el esfuerzo por asir lo inefable. Se trataba de algo distinto, de un gesto nacido en la conciencia de una desesperación ante el vaciamiento del significado, pero sin el patetismo de los expresionistas ni con los avatares grandilocuentes propios de la poesía de un Werfel o un Toller. Tabula rasa: una destrucción para comenzar de nuevo. De aquel modo es posible entender la subversión del lenguaje con miras a demoler su intrínseca apariencia en pos de su fundamento primigenio: su materialidad sonora. Así, mientras en el verano de 1916 se daba inicio a la batalla del Somme, en Zurich, el 23 de junio, Hugo Ball, oculto su rostro con una máscara confeccionada por Hans Arp y ante la perplejidad, indignación y asombro del público, recitó en el cabaret Voltaire, un poema fonético hecho de sílabas y voces sin sentido, donde no era posible reconocer ninguna palabra en el concepto tradicional del término. Como señala Octavio Paz, la experiencia de Ball colindó con el trance religioso, pues era dable identificar tal acto como la de un conjuro mágico: con esos poemas hechos de sonidos renunciamos totalmente al lenguaje corrompido y vuelto inusable por el periodismo. Volvimos a la alquimia profunda de la palabra, más allá de los vocablos, preservando así a la poesía en su último dominio sagrado. De estas afirmaciones de Ball puede desprenderse una infinita nostalgia por un lenguaje anterior al lenguaje como utilidad, pero también una extrema conciencia de hacer presente la violenta destrucción que es propia de la inocencia: el gesto neoadánico de nombrar nuevamente todo.

III

Munich: ciudad aristocrática, sensual y nacionalista, escenario wagneriano no sólo de una embriaguez espiritual (mis antípodas viven en Munich, declaraba Nietzsche en Ecce Homo), sino de una embriaguez mucho más mundana donde todo se teñía con un evidente matiz de tradición y monumentalidad. Munich, ciudad eje para comprender la tragedia de Adrián Leverkhun, el singular personaje de Doctor Faustus de Thomas Mann. Munich, ciudad sibarita y despreocupada para la que la música de Richard Strauss era el telón de fondo perfecto. Ciudad donde el arte de vanguardia se habría anquilosado sin la recia personalidad de un extranjero: Wassily Kandinsky. Munich, bastión del nacionalismo alemán personificado en la lealtad hacia la dinastía reinante en Baviera; los Wittelsbach. Munich, ciudad a la que arribó Walter Benjamin desde Berlín en el invierno de 1916.

Eximido por un año de sus deberes militares, el joven e inquieto pensador, coleccionista de libros raros y amante de la poesía de Hölderlin, llegaba a la capital del sur de Alemania, entre otras cosas, para seguir estudios de filosofía y literatura, para ver la posibilidad de entrevistarse con Ludwig Klages (por cuyos escritos de grafología se sentía fuertemente atraído), así como para asistir a la disolución de su noviazgo con Grete Radt y el nacimiento de la relación con su futura esposa, Dora Pollak. Asimismo, Munich era el escenario que veía consolidarse paulatinamente su amistad con Gershom Scholem, suscitándose entre ambos jóvenes animadísimos debates y conversaciones en torno a Kant, el judaísmo, los movimientos juveniles y la adhesión o crítica a los profesores que frecuentaban: Ernst Cassirer, Gottlob Frege, Ernst Lewy.

Y sería justamente de una de estas conversaciones de donde surgiría uno de los textos fundamentales de Benjamin, fundamental no sólo para comprender la eventual evolución de su pensamiento, sino que también como genial afán de salir del atolladero lingüístico-imaginativo al que la guerra había reducido el lenguaje: Sobre el lenguaje en general y el lenguaje de los humanos. Aquí se encuentra in nuce la teoría lingüística de Benjamin, teoría que proviene de una concepción idealista del acto de nombrar, identificado de modo explícito con el gesto adánico de la creación del mundo, junto con una concepción del lenguaje como medium de una experiencia mimética de la realidad, cosa que permite a Benjamin definirla en tanto comunicación universal de los seres espirituales. En aquel sentido se puede comprender que el lenguaje, de modo intrínseco, es idéntico al ser espiritual y por ende se plantea un rechazo a entenderlo instrumentalmente. Según Benjamin hablamos en el lenguaje, no a través de él. Por ello, éste no es en absoluto un aparato de signos que se encuentre a las afueras del ser humano y de las cosas, sino todo lo contrario: es precisamente el lenguaje el espacio en que el hombre ha sido creado con las cosas, donde simultáneamente ha sido creado a su vez como creador en el lenguaje. Esto supone que la inmediatez del ser humano como poseedor de una vinculación espiritual con las palabras, implica una participación mágica con el ser íntimo de todas las cosas. Con esto desaparece el abismo entre el significado, el significante y el sujeto a favor de una concepción creadora del lenguaje, acontecer que Benjamin sintetiza de modo magistral: en el nombre, la entidad espiritual de los hombres comunica a Dios a sí misma.

El pathos que se desprende de este alucinante texto es evidente: es la apuesta por retrotraerse al instante primigenio de la Creación, al instante donde el lenguaje aún es el fundamento privilegiado del ser, tanto como posibilidad de conocimiento, como en tanto que base necesaria de la experiencia, pero no para huir del derrumbe de una sociedad herida de muerte, sino como contrapunto de serena desesperación ante la destrucción y del lenguaje usufructuado por la vaciedad nacionalista que tenía en Munich un símbolo wagneriano de autoafirmación.

En diciembre de 1916, cuando un millón y medio de hombres habían muerto en el frente Occidental, enviaba Benjamin a Gershom Scholem el manuscrito de este texto. A la distancia, es posible ver a ambos amigos, enfrascados en la intensidad de sus conversaciones de alto vuelo intelectual, como los dos jóvenes aristócratas chinos que describe el lied Von der Jugend de Gustav Mahler en La Canción de la tierra: intercambian impresiones en torno a su caligrafía bajo un pabellón engalanado de seda con seriedad y cortesía, viendo sus reflejos en el bello lago del jardín, mientras a su alrededor se presiente de modo inminente, el mortífero y amenazante eco de los bárbaros.

IV

Nadie es profeta en su tierra y mucho menos un poeta: después de varios meses de navegación y de hacer una breve escala en Buenos Aires, llegaba a París a fines de 1916, el poeta chileno Vicente Huidobro. De inmediato se vinculó con lo más granado de la escena de avanzada poética francesa (Reverdy, Apollinaire, Dermée, Max Jacob), trabando amistad asimismo con los pintores Pablo Picasso y Juan Gris, con el escultor Jacques Lipchitz y en los dos años siguientes con una serie variada de artistas y animadores de la vanguardia europea (Picabia, Miró, Cendrars, etc.). A su arribo a la ciudad luz (bastante restringida con el racionamiento y presa de una ansiedad propia de la guerra), llevaba, según la historia, la primera edición de su pequeño libro El espejo de agua publicado en Buenos Aires a mediados del mismo año y del que se haría célebre el poema Arte Poética; texto breve, bastante convencional en su lenguaje, pero del que es posible apreciar un par de versos significativos:

“Inventa mundos nuevos y cuida tu palabra.
El adjetivo, cuando no da vida, mata.”

Estos versos hablan de lo capital: de la invención de un mundo nuevo por la palabra. El gesto adánico se hace presente igual que en Ball y Benjamin y trae una serie de consecuencias: ¿es necesario plantear al poema como entidad autónoma de lo real? Sin embargo, cabe preguntar con mayor precisión, ¿cuál es el motivo que incita al poeta el inventar un mundo nuevo? Acaso éste, donde nos desenvolvemos no baste. ¿Y por qué? Pues ha sido degradado en su simbología primordial. Tal como Hugo Ball en el cabaret Voltaire y Walter Benjamin en la vieja Munich, vieron y comprendieron, el lenguaje ya no era lo que fue: se había convertido en un fantasma vacío que ejecutaba las órdenes de la muerte. Recordando a Nietzsche, podía apreciarse que lo primero que se corrompe en una sociedad, en donde comienza su degeneración valórica y existencial, es en el lenguaje, en las palabras: todo mundo o sociedad con un lenguaje corrupto está al borde de su extinción o al menos de su enajenación histórica y sensible. Si como recordaba Benjamin, el mundo ha sido creado por un acto de habla, el de Dios en el Génesis, entonces nosotros, herederos de ese gesto olvidado en la raíz del tiempo, no somos dignos de custodiarlo. Corrupción del lenguaje significa olvidarse de la primigenia refulgencia de las palabras como creación y existencia. De ahí que el poeta que inventa un mundo nuevo en la palabra no lo haga por mero esteticismo o narcisismo patológico; lo hace porque en él se articula una fe sobreviviente del lenguaje corroído, de la palabrería sin sentido que dispone a su merced del escenario de la modernidad al haberse olvidado todo pacto entre lenguaje y divinidad. Por ello, el poema de Huidobro añade “y cuida tu palabra”, pues se hace clara la injerencia de responsabilidad ética que le atañe al poeta como custodio de ese nuevo mundo que debe inventar para ponerlo como contraimagen al maltrecho del que proviene.

El poeta cuida la palabra. Y eso significa no sólo entrar en conflicto desde esa eventual autonomía del objeto de arte con lo real (o lo social dirían otros), sino también con el valor de la representación de este mundo, sus imágenes, y por ende con el sentido interpretativo que implica como producción al competir con la Naturaleza en el plano de la Creación. Si el poeta debe inventar un mundo nuevo ya que el real se ha mostrado corroído en su esencia lingüística, debe entonces, a ese mundo nuevo, cuidarlo en la palabra, custodiarlo, pero no como mera teorización allende las nubes, sino como toma de conciencia del valor o peso de las palabras mismas, dentro de las cuales, el adjetivo significa otorgar o negar sentido, altura, profundidad y también condenación. Una palabra mal empleada, un adjetivo arbitrariamente puesto en cualquier sitio no devela tan sólo una falla o error estilístico, devela un error de existencia, un destino malogrado o la destrucción de ese mundo que se anhela plantear frente al mundo ya corrupto en sus costumbres de habla vacía (la ficción en agosto de 1914 de una guerra justa, alegre y sana)

Al final del poema de Huidobro se dice que el poeta es un pequeño Dios. ¿Cuál habrá sido entonces el abismal derrotero de nuestro ser y de lo real si Dios en el Génesis hubiese errado su decir, si Dios en la Creación se hubiese equivocado por un exceso lingüístico? Peor aún, ¿y si Dios hubiese bromeado consigo mismo en el acto de decir la Creación? Pues el resultado sería una de las bromas más crueles y terribles. Un eventual Dios bromista nos hace comprender con mayor claridad a un Nietzsche embelesado y desesperado ante el espectáculo de esa “broma” en el escenario que llamamos Historia. Por supuesto que no es posible responder aquí a esas preguntas con responsabilidad. Sólo se puede atisbar que para Ball, Benjamin y Huidobro, 1916 asume la significancia suprema de volver a comenzar, pues la confianza en el lenguaje, habiéndose traducido en enajenación y muerte, no implica transparencia y autenticidad, sino, la mayoría de las veces, concentrada desesperación para enunciar lo que al parecer aún podía ser posible: un Adán de inocencia destructiva que fundara un nuevo pacto entre las cosas, los hombres, lo divino y el lenguaje.