“Tres pasiones, simples, pero abrumadoramente intensas, han gobernado mi vida: el ansia de amor, la búsqueda del conocimiento y una insoportable piedad por los sufrimientos de la humanidad. Estas tres pasiones, como grandes vendavales, me han llevado de acá para allá, por una ruta cambiante, sobre un profundo océano de angustia, hasta el borde mismo de la desesperación” — Bertrand Russell

17/12/12

Cecilio Acosta / ‘Cuando él alzó el vuelo, tenía limpias las alas!’

Cecilio Acosta
✆  Francisco Maduro
José Martí

Ya está hueca, y sin lumbre, aquella cabeza altiva, que fue cuna de tanta idea grandiosa; y mudos aquellos labios que hablaron lengua tan varonil y tan gallarda; y yerta junto a la pared del ataúd, aquella mano que fue siempre sostén de pluma honrada, sierva de amor y al mal rebelde. Ha muerto un justo: Cecilio Acosta ha muerto. Llorarlo fuera poco. Estudiar sus virtudes e imitarlas es el único homenaje grato a las grandes naturalezas y digno de ellas. Trabajó en hacer hombres: se le dará gozo con serlo. ¡Qué desconsuelo, ver morir, en lo más recio de la faena, a tan gran trabajador!

Sus manos, hechas a manejar los tiempos, eran capaces de crearlos. Para él el universo fue casa; su patria aposento; la historia, madre; y los hombres hermanos, y sus dolores, cosas de familia, que le piden llanto. Él lo dio a mares. Todo el que posee en demasía una cualidad extraordinaria, lastima con tenerla a los que no la poseen: y se le tenía a mal que amase tanto. En cosas de cariño, su culpa era el exceso. Una frase suya da idea de su modo de querer: «oprimir a agasajos.» Él, que pensaba como profeta, amaba como mujer. 

Quien se da a los hombres, es devorado por ellos, y él se dio entero; pero es ley maravillosa de la naturaleza que solo esté completo el que se da; y no se empieza a poseer la vida hasta que no vaciamos sin reparo y sin tasa en bien de los demás la nuestra. Negó muchas veces su defensa a los poderosos: no a los tristes. A sus ojos, el más débil era el más amable. Y el necesitado, era su dueño. Cuando tenía que dar, lo daba todo: y cuando nada ya tenía, daba amor y libros. ¡Cuánta memoria famosa de altos cuerpos del estado pasa como de otro, y es memoria suya! ¡Cuánta carta elegante, en latín fresco, al pontífice de Roma, y son sus cartas! ¡Cuánto menudo artículo, regalo de los ojos, pan de mente, que aparecen como de manos de estudiantes, en los periódicos que estos dan al viento, y son de aquel varón sufrido, que se los dictaba sonriendo, sin violencia ni cansancio, ocultándose para hacer el bien, y el mayor de los bienes, en la sombra! ¡Qué entendimiento de coloso! ¡qué pluma de oro y seda! y ¡qué alma de paloma!

Él no era como los que leen un libro, entrevén por los huecos de la letra el espíritu que lo fecunda, y lo dejan que vuele, para hacer lugar a otro, como si no hubiesen a la vez en su cerebro capacidad más que para una sola ave. Cecilio devolvía el libro al amigo, y se quedaba con él dentro de sí; y lo hojeaba luego diestramente, con seguridad y memoria prodigiosas. Ni pergaminos, ni elzevires, ni incunables, ni ediciones esmeradas, ni ediciones príncipes, veíanse en su torno: ni se veían, ni las tenía. Allá en un rincón de su alcoba húmeda, se enseñaban, como auxiliadores de memoria, voluminosos diccionarios: mas todo estaba en él. Era su mente como ordenada y vasta librería, donde estuvieran por clases los asuntos, y en anaquel fijo los libros, y a la mano la página precisa: por lo que podía decir su hermano, el fiel don Pablo, que no bien se le preguntaba de algo grave, se detenía un instante, como si pasease por los departamentos y galerías de su cerebro, y recogiese de ellos lo que hacía al sujeto, y luego, a modo de caudaloso río de ciencia, vertiese con asombro del concurso límpidas e inexhaustas enseñanzas.

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