Cecilio Acosta ✆ Francisco Maduro |
Ya está hueca, y sin lumbre, aquella cabeza altiva, que fue
cuna de tanta idea grandiosa; y mudos aquellos labios que hablaron lengua tan
varonil y tan gallarda; y yerta junto a la pared del ataúd, aquella mano que
fue siempre sostén de pluma honrada, sierva de amor y al mal rebelde. Ha muerto
un justo: Cecilio Acosta ha muerto. Llorarlo fuera poco. Estudiar sus virtudes
e imitarlas es el único homenaje grato a las grandes naturalezas y digno de
ellas. Trabajó en hacer hombres: se le dará gozo con serlo. ¡Qué desconsuelo,
ver morir, en lo más recio de la faena, a tan gran trabajador!
Sus manos, hechas a manejar los tiempos, eran capaces de
crearlos. Para él el universo fue casa; su patria aposento; la historia, madre;
y los hombres hermanos, y sus dolores, cosas de familia, que le piden llanto.
Él lo dio a mares. Todo el que posee en demasía una cualidad extraordinaria,
lastima con tenerla a los que no la poseen: y se le tenía a mal que amase
tanto. En cosas de cariño, su culpa era el exceso. Una frase suya da idea de su
modo de querer: «oprimir a agasajos.» Él, que pensaba como profeta, amaba como
mujer.
Quien se da a los hombres, es devorado por ellos, y él se dio entero;
pero es ley maravillosa de la naturaleza que solo esté completo el que se da; y
no se empieza a poseer la vida hasta que no vaciamos sin reparo y sin tasa en
bien de los demás la nuestra. Negó muchas veces su defensa a los poderosos: no
a los tristes. A sus ojos, el más débil era el más amable. Y el necesitado, era
su dueño. Cuando tenía que dar, lo daba todo: y cuando nada ya tenía, daba amor
y libros. ¡Cuánta memoria famosa de altos cuerpos del estado pasa como de otro,
y es memoria suya! ¡Cuánta carta elegante, en latín fresco, al pontífice de
Roma, y son sus cartas! ¡Cuánto menudo artículo, regalo de los ojos, pan de
mente, que aparecen como de manos de estudiantes, en los periódicos que estos
dan al viento, y son de aquel varón sufrido, que se los dictaba sonriendo, sin
violencia ni cansancio, ocultándose para hacer el bien, y el mayor de los
bienes, en la sombra! ¡Qué entendimiento de coloso! ¡qué pluma de oro y seda! y
¡qué alma de paloma!
Él no era como los que leen un libro, entrevén por los
huecos de la letra el espíritu que lo fecunda, y lo dejan que vuele, para hacer
lugar a otro, como si no hubiesen a la vez en su cerebro capacidad más que para
una sola ave. Cecilio devolvía el libro al amigo, y se quedaba con él dentro de
sí; y lo hojeaba luego diestramente, con seguridad y memoria prodigiosas. Ni
pergaminos, ni elzevires, ni incunables, ni ediciones esmeradas, ni ediciones
príncipes, veíanse en su torno: ni se veían, ni las tenía. Allá en un rincón de
su alcoba húmeda, se enseñaban, como auxiliadores de memoria, voluminosos
diccionarios: mas todo estaba en él. Era su mente como ordenada y vasta
librería, donde estuvieran por clases los asuntos, y en anaquel fijo los
libros, y a la mano la página precisa: por lo que podía decir su hermano, el
fiel don Pablo, que no bien se le preguntaba de algo grave, se detenía un
instante, como si pasease por los departamentos y galerías de su cerebro, y
recogiese de ellos lo que hacía al sujeto, y luego, a modo de caudaloso río de
ciencia, vertiese con asombro del concurso límpidas e inexhaustas enseñanzas.