Jean-Paul Sartre ✆ Luca del Baldo |
Seguramente ningún otro filósofo ha representado mejor que
Jean-Paul Sartre los anhelos y esperanzas del intelectual europeo del siglo XX
comprometido con la causa de la libertad. Él no fue un político profesional ni
un politólogo. Tampoco fue, hablando con propiedad, un analista de la política
en el sentido en que eso se entiende hoy, aunque en los diez tomos de
Situations hay mucho material interesantísimo para el análisis de las ideas
políticas en el siglo XX. Más allá de sus equivocaciones en tal o cual
situación, de su fracaso político o de sus excesos en tal o cual polémica
particular con otros grandes de la época, su pasión por la libertad no fue una
pasión inútil. Sartre fue un escritor y
filósofo que pasó la mayor parte de su vida dividido entre la ética de las
convicciones fuertes (a las que no quería llamar verdades) y la ética de la
responsabilidad en la cosa pública, responsabilidad que no consideraba
exclusiva de los políticos. Cargó con esa cruz, reflexionó sobre ella, rechazó
cireneos (aunque estos, a veces, eran amigos),
hizo a los demás mirarse en el espejo en que él se miraba y obligó a
algunos de los políticos contemporáneos a cargar con otra cruz: la de los
límites morales de la política que se atiene exclusivamente a lo que cree
posible aquí y ahora con olvido de los fines.
Apenas ha habido en el mundo acontecimiento político-social
importante, entre 1945 y 1980, en el que J.P. Sartre no hiciera oír su voz. Hay
filósofos y literatos que sólo intervienen en la cosa pública en las pocas ocasiones
en que el gusano de la conciencia les dice que no es posible callar. No fue el
caso de Sartre. Él quiso ser el gusano de la conciencia. Compitió con otros en
eso. Y rompió con casi todos con los que compitió y con los que había
compartido anhelos. La historia misma de Les temps modernes desde 1946 a 1980
es una historia de rupturas: con Aron, con Camus, con Merleau-Ponty, con
Lefort; al final, si hemos de creer a Annie
Cohen-Solal, incluso con Simone de Beauvoir. No es extraño, pues, que en
1980 Sartre tuviera un entierro multitudinario y que inmediatamente después
empezaran a llover las más gruesas piedras sobre su cadáver. Algunas de ellas
para negar incluso la evidencia: su pasión por la libertad y su generosidad con
la causa de los condenados de la tierra, con los revolucionarios, con los
rebeldes, con los disidentes, con los desobedientes y con los perseguidos.
Antes de la segunda guerra mundial el filósofo y escritor no
había manifestado un interés particular por la política. Es verdad que intervino
frente al antisemitismo rampante, antes y después del Holocausto, pero lo hizo
más bien desde el desprecio de la política. La segunda guerra mundial le cambió
en esto. Y fue en los años que siguieron, durante la primera guerra fría,
cuando, tras el fracaso en la construcción de una ética, Sartre daría
concreción a su moral de la ambigüedad. Lo hizo a través de un largo diálogo
con el marxismo y con el movimiento comunista. Al hilo de ese diálogo fue
perfilando su posición política. Mientras tanto, había perdido en el camino la
motivación para escribir una ética. Con los años, lo justificaría así: ”La
actitud moral aparece cuando las condiciones técnicas y sociales hacen
imposibles las conductas positivas. La moral
es un conjunto de triquiñuelas
idealistas para ayudarnos a soportar lo que la penuria de recursos y la
carencia de técnicas nos imponen”.
En 1945-1946 Sartre había fundado con Merleau-Ponty la
revista Les Temps Modernes. No era una revista sólo política, pero en ella
iniciaría el filósofo y escritor sus batallas políticas. Al principio el
“político” de la revista, por decirlo así, era Merleau-Ponty. Él era quien
firmaba los editoriales y algunas notas de la redacción a las que Sartre añadió
su firma. La primera, y seguramente la
más persistente, batalla política que dio Sartre fue en favor de los
colonizados y contra los colonizadores, con motivo de la intervención francesa
en Indochina. Sartre fue entonces uno de los primeros europeos en exigir la
independencia inmediata, y sin contrapartidas, de los pueblos colonizados. Esto
se tiene que valorar teniendo en cuenta los titubeos de la izquierda francesa y
europea del momento acerca de la cuestión colonial, sobre todo cuando entraban
en juego los propios intereses nacionales. Les Temps Modernes fue una revista
precursora en este punto.
La segunda batalla de Sartre, ya desde 1946 pero sobre todo
con el cambio de década, tuvo repercusiones incluso en la redacción de la
revista. Al comenzar la guerra fría afirmaba, también de acuerdo en eso con
Merleau Ponty, que, en caso de conflicto, habría que alinearse con la Unión
Soviética frente a los Estados Unidos de América. Esto dejó fuera de la
redacción a otro de los fundadores de Les Temps Modernes: Raymond Aron. Para
Sartre se trataba de una apuesta hecha con la muerte en el alma, pues él estaba
por la paz y contra la guerra, pero pensaba, sobre todo a partir de la guerra
de Corea, que el principal peligro bélico procedía entonces de los Estados
Unidos. Había viajado allí y, ya de vuelta en Francia, se había ido convenciendo de las limitaciones
de aquella democracia demediada por el macartismo. Para Sartre lo que existía
realmente en EE.UU. era un régimen pre-fascista veteado de racismo.
En 1948 hizo un intento de intervención directa en la vida política
francesa: dio vida, con David Rousset, Jean Rous, Gérard Rosenthal y algunos
más, a un partido nuevo, el Rassemblement Démocratique Révolutionnaire, que
compartía con los marxistas la inspiración revolucionaria pero se alejaba de la
orientación clasista del partido comunista y pretendía, además, recuperar las
tradiciones del socialismo democrático. En ese contexto, y en polémica también
con algunos de los dirigentes del RDR, Sartre se manifestó contra el Pacto
Atlántico y a favor de la neutralidad de Europa. El RDR, criticado a la vez por
gaullistas, socialistas y comunistas e internamente dividido, naufragó. Fue el
primer fracaso político de Jean-Paul Sartre. Presentó la dimisión del RDR
durante el otoño de 1949. Por entonces tirios y troyanos denunciaban
alternativamente su amoralismo y su individualismo decadente pequeño-burgués.
Sartre asumió el fracaso, sacó conclusiones pesimistas sobre la esperanza,
calló durante algunos meses pero no se amilanó. Aquella experiencia y esta
reflexión pesimista impregnarían su diálogo con el partido comunista en la
década de los cincuenta.
Sartre habría querido transplantar el humanismo
existencialista al cuerpo proletario del
partido comunista, que consideraba inválido. Entre 1950 y 1968 lo intentó
varias veces, sin éxito, en un diálogo que oscilaría entre la lealtad a su
concepto de proletariado, el tormento que le producía el que su idea de la
autoconciencia no coincidiera con la realidad y la náusea que le provocaba el
burocratismo disfrazado de teoría.
Empezó declarando que los valores que él defendía eran los
mismos que los del comunismo, pero no dejó de poner su firma al lado de la de
Merleau-Ponty al denunciar, en 1950, los campos de deportación soviéticos. Al
hacer esto, denunciaba al mismo tiempo las dictaduras franquista, salazarista y
griega, el macartismo y el imperialismo norteamericano; se negaba a poner en el mismo plano el terror
fascista y el comunista. Desde 1952 colaboró abiertamente con el partido comunista
francés y se unió a los delegados comunistas en el Congreso Mundial de la Paz
que se celebró en Viena. Parecía haber llegado a la conclusión de que podía
aceptar la disciplina colectiva sin
renunciar a la libertad. Al menos eso es lo que dice Simone de Beauvoir. Es la
época de su enfrentamiento con Albert Camus. Y también de sus artículos, en Les
Temps modernes, sobre Los comunistas y la paz. Sartre argumentaba aquella
opción suya aduciendo escándalos contemporáneos como el asunto Henri Martin, el
asesinato legal de los Rosenberg, el papel de los Estados Unidos en la guerra
de Corea y el trato que la derecha estaba dando a los comunistas en Francia.
Hasta 1956 Sartre defendió desde Les temps modernes la
política del PCF contra los ataques de otros intelectuales (Camus, Aron,
Lefort, el mismo Merleau-Ponty, etc.). En 1954 dio un paso más: aceptó la
vicepresidencia de la Asociación Francia-URSS. De todas formas, mientras vivió
Stalin, Sartre declaró su aprecio por el comunismo disidente de Tito. Muerto
Stalin, viajó a la URSS, dijo haber encontrado allí al hombre nuevo y aplaudió
el deshielo, o sea, la desestalinización relativa. Declaró entonces que la
libertad de crítica era allí total y hasta se permitió una profecía. Dijo a la
prensa que, en seis o diez años, el nivel medio de vida en la URSS sería un 30
o un 40% superior al de Francia. Veinte años después se arrepentiría de eso.
Escribió (en Situations X): ”Después de mi primera visita a la URSS en 1954 he
mentido. He dicho cosas amables sobre la URSS que no pensaba”.
En su diálogo con las direcciones de los partidos comunistas
de la época, Sartre, siendo como era uno
de los máximos exponentes del pensamiento francés del momento, estuvo siempre
mucho más cerca del PCI que del PCF. Cuestión de talante o de carácter. Pues
esta aproximación al PCI no se debe a lo que se llamaba en la época, pensando
en él, “el decadentismo burgués atormentado”, sino al aprecio del filósofo por
la apertura de miras de Togliatti,
que en su análisis de lo que había sido el estalinismo fue mucho más allá del
lugar al que habían ido los demás dirigentes de los partidos comunistas.
Sartre, que trató a menudo a Togliatti durante sus frecuentes estancias en
Italia desde 1946, apreciaba además la actitud del PCI respecto de los
intelectuales, su política cultural. A Togliatti dedicaría, en 1964, uno de sus
célebres elogios fúnebres.
El diálogo atormentado de Sartre con el comunismo prosiguió
en los años siguientes. Viajó a Pekín y se vio con Mao en
1955. Pero inmediatamente después, en 1956-1957, se manifestó contra la
represión soviética en Budapest. Esto fue el final del trato cordial con el
PCF. Hay que subrayar que, más allá de sus polémicas en el mundo
político-intelectual francés, al empezar la década de los sesenta Sartre era
apreciado en el mundo sobre todo por su tercermundismo, por sus tomas de
posición a favor de la descolonización y de los movimientos de liberación. Y se
comprende que esto haya sido así. Pues no todos sabían, en esos años, de las
controversias domésticas del filósofo; fuera de Francia, en cambio, casi todos
veían en él una especie de contra-embajador universal que combinaba las
declaraciones a favor del marxismo y del socialismo con el apoyo a la causa de
la liberación. Así en Cuba, adonde viajó en 1960 para apoyar la revolución. De
esa visita ha quedado una fotografía célebre, de Korda, en la que se le ve con Guevara.
En Brasil, donde estuvo durante tres meses, aquel mismo año, de la mano de
Jorge Amado; o en Yugoslavia, donde fue recibido por Tito y alabó la
autogestión.
Para muchos de los jóvenes (y no tan jóvenes) rebeldes y
revolucionarios de aquellos años Jean-Paul Sartre fue el iniciador de un
marxismo renovado, de un marxismo existencial que prestaba atención a la
antropología y al papel de la subjetividad en la historia; y fue visto al mismo
tiempo como uno de los exponentes principales de lo que pudo haber sido (y
entonces parecía que podía llegar a ser) otra política internacional, atenta a
la liberación y autodeterminación de los pueblos que se estaban librando del
yugo colonial; una política internacional neutralista y de paz, independiente
de los intereses de las dos grandes superpotencias del momento. Esta percepción
de la actividad de Sartre que los más tenían parecía confirmada por el primer
volumen de Critique de la raison dialectique (1960) y por el apoyo que él
estaba prestando al Frente Nacional de
Liberación en Argelia.
Efectivamente: en la Critique de la raison dialectique, y
sobre todo en la parte dedicada a la cuestión de método que la precedía, Sartre
había escrito varios ditirambos del marxismo que podían sorprender a los
lectores de El ser y la nada e incluso a los lectores de El existencialismo es
un humanismo. Decía allí, varias veces, que el marxismo era el horizonte
insuperable del saber (o de la filosofía la época) y que el existencialismo,
como ideología, tendría que acabar diluyéndose en un marxismo renovado. Pero
también, y para que esa fusión se produjera, rechazaba de la forma más
explícita varias de las tesis del marxismo que la mayoría de los marxistas de
entonces (y sobre todo de los marxistas franceses) consideraban intocables: el determinismo
económico, la dialéctica de la naturaleza, la falta de atención a las
totalidades y a las situaciones concretas.
Casi al mismo tiempo en que leían esto, y en que tendían a
verlo como el esbozo de otro marxismo, el rebelde o el revolucionario de
entonces escuchaban la noticia de la batalla de Sartre a favor del FLN
argelino, del Manifiesto de los 121, de su llamada a favor de la insumisión en
nombre de la descolonización, del derecho a la resistencia y del derecho a la
autodeterminación de los pueblos: “ Déclaration sur le droit à
l’insoumission dans la guerre d’Algérie”. O conocían, en septiembre de
1961, su apoyo inequívoco y generoso a Frantz Fanon. Al prologar Los condenados
de la tierra, de Fanon, Sartre denunciaba
la recurrente práctica a la tortura, la humillación de los colonizados, la
“bestialidad” de los colonizadores que rebajaban a “subhombres” a los
colonizados. El filósofo hablaba ahí alto y en un lenguaje claro e inequívoco para soltar ese tipo de verdades
que el pueblo compara con los puños, verdades de las que duelen a los poderosos
y remueven la conciencia de los tibios. Por eso el rebelde o el revolucionario
de comienzos de la década de los sesenta pudo escuchar también, en las calles
de París, frases que sólo excepcionalmente la reacción dedica a los filósofos
comprometidos: “Fusilad a Sartre”, “Encarcelad a Sartre”.
Vale la pena subrayar ahora este aspecto de la actividad de
Jean-Paul Sartre, lo que influyó su lucha contra el colonialismo en los jóvenes
europeos, latinoamericanos y africanos de entonces y los odios que provocaba en
quienes pretendían cambiar formas para que todo siguiera igual, porque con el
tiempo, en el largo proceso de la llamada “desmitificación” de Sartre, que se
inició ya poco después de su muerte, y que tiene mucho que ver con el
neoliberalismo y con el neocolonialismo, esto que digo aquí es algo que suele
quedar en muy en segundo plano para poner los acentos sobre todo en sus
silencios, en lo que no dijo sobre el socialismo que se llamaba a sí mismo
“real”, o en las clamorosas polémicas filosófico-políticas con otros
intelectuales de la época.
Cierto: Sartre vinculaba entonces la autodeterminación de
los pueblos que habían estado sometidos al yugo colonial con el movimiento
hacia el socialismo. “Socialismo” era entonces una palabra en boca de muchos.
Así que también en esto hay que precisar. El socialismo era, para él, ante
todo, el movimiento de los hombres hacia su liberación, afirmación individual y
colectiva de la libertad del hombre frente a un mundo de explotación y
alineación. A pesar de sus elogios anteriores a la Unión Soviética y a
Yugoslavia, en la década de los sesenta Sartre no creía que, hablando con
propiedad, el socialismo existiera en parte alguna. Más bien creía que, en ese
camino, había países más adelantados que otros, en la medida en que habían
socializado sus medios de producción. Según Sartre, el socialismo sólo puede
existir en condiciones de abundancia. Pensaba que igualdad y libertad son, en
el fondo, la misma cosa. Pero no creía, en cambio, que el socialismo fuera a
ser el fin de la historia de la humanidad, ni un Edén, ni que hubiera de
conllevar la felicidad para el hombre. Veía el socialismo como un proceso
indefinido, como la condición de posibilidad para que el ser humano pudiera
llegar a plantearse, sin disfraces ideológicos, no sólo los verdaderos
problemas económicos y sociales sino también los auténticos problemas
filosóficos y metafísicos.
Todo eso, pero también la pasión polémica con que lo
exponía, y el individualismo irreductible de su estar ahí, entre los abajo
firmantes de manifiestos a favor de tantas y tantas causas
distintas, hicieron imposible, a pesar de los cuatro años de colaboración,
su entrada en el PCF. Sartre quedó a la puerta, llamando, invitando a un
diálogo para el que nunca halló el tono apropiado ni los interlocutores
propicios, al menos en Francia. Mientras en Francia se peleaba con Kanapa, con
Garaudy o (más educadamente) con Althusser, los comunistas italianos del Instituto
Gramsci de Roma le invitaban a hablar en un congreso sobre moral y sociedad.
Tal vez porque algunas de las cosas que Sartre había escrito en el primer
volumen de la Critique de la raison dialectique estaban más cerca de Gramsci
(por su visión de la historia y por su reivindicación del papel de la
subjetividad en ella) que de las orientaciones entonces dominantes en el PCF.
Pero tampoco se dejó querer por la otra parte, ni siquiera
después de que la declaración solemne de De Gaulle –“No se encarcela Voltaire!”– le elevara a las alturas del Parnaso. En 1965
rechazó el premio Nobel de literatura para afirmar así la absoluta
independencia de su compromiso. Por entonces, en una conversación que mantuvo
con Jorge Semprún, en Cuadernos del Ruedo Ibérico, se explayó acerca de las
razones que él llamaba subjetivas y objetivas de este rechazo. Manifestó, por
una parte, que el premio Nobel de literatura era una especie de ministerio de
la cultura occidental, ignorante o despreciador de las otras culturas; y, por
otra, que con aquella concesión, en las circunstancias de entonces y aún
salvando la buena intención de quienes le propusieron, se pretendía
instrumentalizar políticamente su compromiso. En la conversación con Semprún
todavía añadía que si el premio le hubiera sido concedido en los días de la
lucha por la independencia de Argelia, cuando la derecha política exigía su
cabeza o pretendía mandarle a la cárcel,
lo habría aceptado.
Sartre fue luego uno de los principales promotores del
Tribunal Russell contra los crímenes de guerra en Vietnam. Coincidió ahí con
otro de los grandes librepensadores europeos. Quiso, además, hacer de mediador
en el conflicto palestino-israelí y viajó a El Cairo, Gaza y Tel-Aviv en 1967.
Él, que había escrito sobre la cuestión judía y que había criticado con acritud
la persistencia del antisemitismo, tuvo
que hacer frente a preguntas delicadas durante el viaje. Probablemente, al
contestar a esas preguntas delicadas sobre el conflicto palestino-israelí, es
la única vez en que Jean-Paul Sartre se
ha mostrado diplomático. En cambio, en la denuncia de los crímenes de guerra
norteamericanos en Vietnam fue muy taxativo. Con el Tribunal Russell contribuyó
decisivamente a que la opinión pública mundial conociera lo que de verdad
estaba pasando en Vietnam. Para muchos eso ha sido el principal antecedente de
lo que querrían que fuera un tribunal penal internacional contra los crímenes
de guerra.
Aunque en 1968 Sartre estaba casi enteramente dedicado al
estudio de Flaubert y aunque los acontecimientos de mayo le cogieron por
sorpresa, como a tantos otros intelectuales,
colaboró con los estudiantes rebeldes y salió a la calle con ellos
durante las manifestaciones de aquellas semanas. A pesar de eso y de los dardos
envenenados que seguía lanzándole la derecha política francesa, el cambio
generacional y de talante era ya evidente y Sartre, con sesenta y tres años, y
considerado por muchos como una institución más, fue criticado por la mayoría de las tendencias
que componían entonces el movimiento estudiantil, desde los situacionistas hasta los maoístas pasando por los enragées.
Luego diría: “No entendí lo que estaba pasando en mayo. Sólo empecé a entender
después, cuando establecí relaciones estrechas con algunos de los estudiantes”.
Con la misma pasión denunció la invasión de Checoslovaquia por las tropas del
Pacto de Varsovia aquel mismo verano.
Se puede decir que 1968 significó para Sartre la ruptura
definitiva con el partido comunista francés. Después de la derrota, se alineó
con la extrema izquierda maoísta, en un momento en que ésta estaba siendo
criminalizada. Para apoyar a los perseguidos, entre ellos Geismar, uno de los
dirigentes estudiantiles del 68, asumió
la dirección de La Cause du peuple, periódico maoísta vinculado a la Gauche proletarienne.
En 1970, aparcó su trabajo sobre Flaubert para apoyar La cause. En aquellos
meses se pudo ver al viejo filósofo voceando el periódico maoísta por las
calles de París. En cierto modo ahí hace su aparición otro Sartre, un Sartre
que se empeña en comprender a los más jóvenes y que empieza a alejarse de los
viejos amigos. Comentando esa situación escribió: ”La dirección de La Cause du
peuple me ha radicalizado. Ahora me considero disponible para todas las tareas
políticamente justas que se me pidan. No
he aceptado la dirección de La Cause du peuple como un liberal que quiere
curarse en salud defendiendo la libertad de prensa, sino como un acto que me
compromete con personas a las que quiero mucho aunque no comparta todas sus
ideas”.
Ciertamente en esos años Sartre no se consideraba maoísta ni
aprobaba todas las actuaciones de la Gauche proletarienne, a pesar de lo cual
se ofreció como escudo: declaró solemnemente que se solidarizaba con todos los
artículos publicados en La Cause du peuple. No es una anécdota en la vida del
hombre. A esta causa, y mientras publicaba los primeros volúmenes de L´idiot de
la famille (1971-1972), dedicó dos años y pico. Quienes le conocían de cerca,
extrañados, tendían a pensar que el filósofo y escritor había reencontrado la
panda de la adolescencia. Sartre no tuvo hijos: solo una hija de adopción. En esos años luchó contra el juicio a
Geismar, alentó a los obreros de Renault-Billancourt, se manifestó contra la
situación existente en las cárceles, apoyó huelgas salvajes y contribuyó a
crear la agencia de prensa Liberation, que pronto daría origen al periódico del
mismo nombre.
En una de las últimas imágenes que han quedado de sus
intervenciones públicas se ve a Sartre envejecido, plantado, protestando, dando
testimonio, a unos metros de los muros de la prisión de Stammheim, cerca de
Stuttgart, donde entonces estaba encarcelado Andreas Baader, miembro de la
Fracción del Ejercito Rojo, acusado de terrorismo. Era el 4 de diciembre de
1974. El filósofo, ciego ya, fue allí para protestar contra la forma que estaba
tomando la represión estatal en Alemania y contra el silencio de los más. En la
cárcel de Stammheim, Sartre tuvo una
entrevista de casi media hora con Baader, al parecer durísima. En el transcurso
de la misma, Baader le reprochó el que hubiera criticado públicamente los
métodos violentos de la Fracción del Ejercito Rojo. Pero Sartre aún hizo
gestiones con Böll para un llamamiento contra el trato a los detenidos en las
cárceles. Para algunos aquella foto de Stammheim es la imagen patética de
un mundo que se acaba. Para otros, como Manuel
Sacristán aquí, el ejemplo definitivo de la nobleza moral de Jean-Paul
Sartre, ya en su vejez y en su soledad.
Muy disminuido ya, ciego y envejecido, Jean-Paul Sartre
todavía siguió trabajando y dando testimonio en los últimos cuatro años de su
vida, casi siempre acompañado por el que fue su último secretario, Pierre
Victor, pseudónimo de Benny Lévi, al que había conocido, a través de Geismar,
en La Cause du peuple. En 1974 viajó a Atenas para apoyar con su voz y su
persona a la democracia que estaba saliendo de la dictadura militar; y en abril
de 1975 fue a Portugal, para saludar la revolución de los claveles. Aún tuvo
tiempo para protestar, en 1979, por el caso Sajarov en la Unión Soviética y
para estar, ese mismo año, en una tentativa de diálogo, en París, entre intelectuales palestinos e israelíes.
Ya no era la leyenda que fue: en sus memorias, Edward Said
ha dejado un testimonio sombrío y decepcionado sobre la participación de Sartre
en aquella reunión de marzo de 1979, en casa de
Michel Foucault.
Sartre se despidió del mundo dejando un testamento
intelectual cuya autoría hizo correr ríos de tinta: por el momento en que
apareció (mientras el filósofo se moría), por el disgusto que el texto le
produjo a Simone de Beauvoir y por las varias tentativas de la redacción de Les
temps modernes para que no se publicase. Annie Cohen-Solal ha mostrado, en su
excelente biografía de Sartre, que éste intervino personalmente para que la
conversación con Lévy viera la luz,
sabiendo el disgusto de Simone de Beauvoir y conociendo la oposición de la
redacción de su revista. Se trata, en suma, de una larga conversación con Benny
Lévi que apareció en tres números seguidos de Le Nouvel Observateur, en marzo
de 1980 (Sartre murió en abril) con el título de L´espoir maintenant.
En esta conversación Sartre pasa revista a lo que fue su
vida como filósofo y como hombre. Para entonces, en 1980, el mundo había
cambiado tanto, de la mano de Thatcher y de Reagan, que entre los intelectuales
el compromiso a favor de la liberación de los de abajo había empezado a ser
sustituido por la defensa integral de la libertad de mercado. En esas
circunstancias vuelve Sartre a los lugares del fracaso para dejar un mensaje
final de esperanza: esperanza de los desesperanzados. Parece escuchase ahí el eco
de Hölderlin, de Bloch y de Benjamin, tal vez propiciado por el judaísmo de
Benny Levi. Desde aquel final, Sartre
reconstruye y reinterpreta lo que fue su vida. El filósofo de la angustia, de
la náusea y del absurdo acaba diciendo, paradójicamente, que desde 1945 él
siempre había tenido esperanza: “Jamás he estado desesperado; nunca he visto la
desesperación como una cualidad que tuviera que ver conmigo”. Sartre vuelve ahí
a la paradoja: “La desesperación no es lo contrario de la esperanza”. Peter Weis,
que había llevado al teatro a Hölderlin, donde agudamente le hizo dialogar con
el joven Marx, aplaudió el oxímoron.
Y seguramente tenía razón: lo que Sartre dice en 1980 no se
deduce de su filosofía, pero se sigue de su práctica, de lo que fue su manera de
estar en el mundo. Hay un personaje al que Shakespeare hace decir en escena:
“Empiezo ahora una larga lucha contra mí mismo”. En cierto modo Jean-Paul
Sartre es la representación viviente de ese personaje (y de otros que él mismo
creó literariamente). Lo confirma lo que había escrito ya en Les Mots: ”He
llegado a pensar sistemáticamente contra mí mismo hasta el punto de medir la
evidencia de una idea por el displacer que me causaba”. De gentes así, tan de
otra época pero tan de la nuestra, se puede decir, incluso ahora: por sus
contradicciones los reconoceréis.
Nota Bibliográfica
BURNIER, M-A., Les existentialistes et la politique,
Gallimard, París, 1966.
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RODRÍGUEZ, J.L., Jean-Paul Sartre: la pasión por la
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Monde Diplomatique, septiembre 2000
SEMPRÚN, J., “Conversación con J.P. Sartre”, en Cuadernos
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ZURRO, R., Sartre: ¿pensar contra sí mismo? Universidad
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