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Especial para La Página |
Llevo militando en
medios subversivos más tiempo del razonable. Pedí mi inscripción en el
Partido Comunista el mismo día que lo ilegalizó Acción Democrática. Mi miopía y
la habilidad para dibujar afiches me salvaron de ser enviado a la guerrilla. Me
reclutaron para una célula de propaganda
de la cual sólo confesaré que si caía, se acababan las artes plásticas venezolanas. En la
primera reunión, ya se planteaba sacar con riesgo de la vida una hojita
clandestina para repetir un discurso de Rómulo Betancourt. Mozo ingenuo, argumenté: “Señores, la publicidad de la ColaCola no dice: ‘No beba Sevenseven’,
dice: ¡Beba ColaCola!” Varias horas defendí que la propaganda
revolucionaria debe versar sobre la Revolución, y no sobre la reacción. Al
cabo, el Comité Regional Clandestino dictaminó: “Bueno ¿cuándo sacamos la hojita para repetir el
discurso de Betancourt?”.
discurso de Betancourt?”.
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Con tal estrategia, no debe extrañar que los ñángaras
termináramos hechos añicos. En una de esas astillas me destinaron a otro
aparato de propaganda. Propuse que promoviéramos las ventajas del socialismo. “No, porque pueden decir que somos socialistas”, me
contestaron. Allí fue mi paciencia la que se fragmentó. Desde entonces prefiero
equivocarme por mi cuenta.
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Comprenderá el lector la complicidad que me concitaron los
artículos de Iván Padilla Bravo y de Carola Chávez en los cuales verifican
que muchos medios revolucionarios se
desgastan en repetir una y mil veces a los opositores. Que éstos tienen derecho
a expresar sus puntos de vista, no se discute. Que para ello cuentan con abrumadora mayoría de un centenar de
periódicos, otro centenar de televisoras,
millar y medio de emisoras, es evidente. Lo que nadie entiende es por
qué el bolivarianismo dedica sus escasos cuatro periódicos, seis televisoras y
su docena de emisoras a reciclar las ocurrencias reaccionarias.
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En efecto, no puede proferir un opositor insultos, sandeces, banalidades,
tergiversaciones, chismes o infundios,
sin que estemos obligados a enterarnos
por el sistema de medios públicos que los repite semanas enteras hasta
fijarlos indeleblemente en las
audiencias. Al triunfar el bolivarianismo, exulté pensando que ya no me
enteraría más de los dislates de infinidad de cadáveres políticos. Pues no:
hasta la cripta van a desenterrarlos nuestros reporteros, para amplificar sus
estertores y ofrecérnoslos como plato fuerte comunicacional. Así me he enterado
de que están vivas o por lo menos mal embalsamadas momias que creí que hacía
décadas gozaban del descanso eterno. Nuestros programas parecen secuelas de La
Invasión de los Muertos Vivientes: cadáveres insepultos balbucean cosas
ininteligibles tratando de devorar el cerebro de sus víctimas, sin que a nadie
se les ocurra extinguirles la luz perpetua.
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¿Por qué la obsesión de los medios de servicio público de
impartir ficticia actualidad a figurones cuya fecha de vencimiento caducó hace
décadas? ¿Si la misma derecha los descarta tras cada derrota electoral, por qué
los mantenemos vigentes en terapia intensiva comunicacional? ¿Esgrimen una sola
idea o propuesta relevante? ¿Interesan a alguien, salvo a la mínima audiencia
reaccionaria que convocan con falsos anuncios de catástrofes o de reparto del
país?
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A tal fondo, tal forma. Así como la derecha estelariza
nuestros medios, nos contagia sus modus operandi comunicacionales ¿Por qué
reinciden las emisoras socialistas en los peores delitos de la mediocracia
capitalista? ¿Es socialista la delictiva interrupción del programa cada pocos
minutos, la hamponil interferencia de logos e imágenes de propaganda por
inserción, la malandra injerencia de cintillos, letreros, lucecitas y rótulos
que obligan a fugarnos hacia otro canal?
Dejad que los opositores entierren a sus opositores: tenemos ideas, argumentos
y personalidades de sobra para fijar nuestra propia agenda comunicacional.