División social del trabajo, relaciones capitalistas de
apropiación, modo de producción cultural, ideologías: la primera parte del
libro explicita una determinada visión de la tradición marxista y el personal
uso que de la misma se presenta.
Clarificadas así cuestiones terminológicas y establecido el
punto de vista inicial, el resto de la obra dialoga con los influyentes
paradigmas jurídicos de Giorgio Agamben y con la aguda denuncia que el filósofo
italiano formula del "estado de exepción" que signa el actual momento
de la vida humana.
Diálogo fructífero, por cuanto permite un crítico examen del
"estado de contractualidad" propio de la modernidad capitalista y el
Estado, incluyendo su actual deriva que entroniza la pura heteronomía, la
condena a la nuda vita... En contraposición a lo cual surge la probabilidad de
lo que Logiudice llama la nuova vita: la posibilidad de que quienes
viven en los barrios pobres del planeta asumamos la lucha por la supervivencia de la especie como proyecto vivo, una lucha política que comprenda la lucha por la generación de normas colectivas autónomas.
viven en los barrios pobres del planeta asumamos la lucha por la supervivencia de la especie como proyecto vivo, una lucha política que comprenda la lucha por la generación de normas colectivas autónomas.
Presentación de
Giuseppe Prestipino / Prefacio (a modo de provocación)
Edgardo es lo suficientemente amigo como para que yo pueda
decir libremente todo lo malo que pienso de él. Por ejemplo, pienso que es,
como decimos nosotros los italianos, un "testardo", en el sentido de
que es dificilísimo disuadirlo de su pensamiento dominante.
Giacomo Leopardi, muy amado por mí, titulaba Il pensiero
dominante una poesía suya en la cual el amor de mujer era obsesión y pasión
suprema. Creo que en Edgardo, en cambio, la pasión por la desmitificación de
toda ideología es la dominante; y que, para ser totalmente coherente, construye
su marxismo en esa clave (como cada uno de nosotros, movido por sus propios
presupuestos, tiene la facultad y también está en la obligación de hacerlo).
Si Hegel suele ser acusado de pan-logismo, Edgardo Logiudice
debería responder a la "acusación" de pan-ideologismo. Al parece ve
en la modernidad, casi para todo, solo un "modo de producción
ideológico" que reagrupa, incauta o envuelve los otros modos y las formas
específicamente modernas. Entiéndase - porque tal como él, tampoco yo me
ilusiono con que existan verdades absolutas o supra-históricas - que le
reconozco el pleno derecho de proponer su versión "pan-ideológica" de
la dialéctica histórica. Solo me esfuerzo por atraer hacia mi planteamiento
teórico sus argumentaciones o de apropiármelos a mi manera, tal como él mismo
suele hacer, por lo demás, ante las cosas que pienso y escribo (lo que
agradezco).
Primera apropiación indebida. Si en mis trabajos considero
la cultura de la racionalidad como el elemento que, en la edad moderna, ejerce
sobre los demás la acción o la influencia o la presión dialéctica mayor, nada
prohíbe llamar "modo de producción ideológico" al complejo cultural
modernamente caracterizado por la racionalidad. La racionalidad moderna es, en
efecto, una (weberiana) "racionalidad con arreglo a fines", no
"con arreglo a valores" y ni siquiera con arreglo a (una platónica)
"verdad"; es una racionalidad calculadora en sentido lato, como
sostenía la Escuela de Frankfurt, una racionalidad en la cual el componente
instrumental tiene un peso creciente y se extiende a aquellos aparatos que
Louis Althusser denominaba "aparatos ideológicos del Estado". ¿El
diagnóstico vale también para la tardo-modernidad en la que vivimos hoy? ¿No
resalta hoy en primer plano la racionalidad de la ciencia, con ese apéndice
suyo cada vez más gigantesco que es la técnica? El diagnóstico vale aun, sobre
todo porque la ciencia tardo-moderna no solamente exacerba hasta lo inverosímil
la división del trabajo científico mismo, con la continua proliferación de
siempre nuevas disciplinas especializadas (que cuanto más se especializan,
tanto menos tienen en mira la "verdad" cara a los antiguos), sino que
exacerba o al menos se acentúa, una especie de orden jerárquico establecido de
hecho entre las ciencias o entre las grandes particiones disciplinarias. En
efecto, son privilegiadas las ciencias de la naturaleza, tanto más cuanto menos
es respetada, ni que decir amada, la naturaleza. Además las ciencias formales
de la naturaleza, es decir las matemáticas o la computación, por lo tanto, las
calculistas, dominan las mismas ciencias naturales-experimentales. Pronto
veremos algún reflejo de este fenómeno también en el campo político.
Puesta esta premisa sobre el primado moderno y luego
post-moderno de la racionalidad simple o discursiva, y después de la
racionalidad compleja, o propiamente científica, querría re-traducir a mis más
recientes reflexiones, el esquema general de mis trabajos que Edgardo Logiudice
tuvo la bondad de traducir en los suyos. Un esquema que, en cuanto nexo
dialéctico de opuestos-distintos, es ahora libremente reelaborado por mí, según
las indicaciones del Gramsci reformador, no solamente de la dialéctica
hegeliana, sino también de la dicotomía marxiana entre estructura y
superestructura.
Antonio Gramsci muestra en la dialéctica un juego de
relaciones más complejo que el recurrente en las obras de Hegel. Por otra
parte, distanciándose del modelo marxiano o engelsiano e introduciéndole (como
en su confrontación con la dialéctica hegeliana) una más articulada
complejidad, se aleja de una visión jerárquica inmutable de la relación entre
estructura y superestructura.
El esquema que he propuesto en algunos de mis escritos, y
que quizá Edgardo traduce en su estilo de pensamiento, hipotetiza relaciones
mutables de dominancia y subordinación entre modo de producción, modo de
producción cultural, forma (o formación) social y forma ético-institucional:
relaciones mutables en razón de los tiempos históricos en mutación, o volcados,
uno frente a otro.
¿Cuál es la "re-traducción" de nuestro esquema que
propongo ahora? Consiste en postular que la oposición-distinción entre el modo
de producción y el de la producción cultural encuentra, o busca, su doble
síntesis confluyendo, alternativamente, en una de dos formas, también ellas
opuestas-distintas entre sí: o en la forma social o en la ético-institucional.
En la edad moderna, la "síntesis social" (me acuerdo del título de un
libro de A. Sohn-Rethel) intenta con relativo éxito hacer aparecer socialmente
iguales dos partes que en el modo de producción son en cambio desiguales. En
otros términos, si en el modo de producción la división del trabajo exige que
el trabajo intelectual (o la racionalidad del cálculo) dirija y comande el
trabajo dependiente, en la forma social en cambio las dos partes aparecen como
igualadas, por el hecho de que lo que una vende lo compra la otra al mismo
tiempo: la clase subalterna vende fuerza de trabajo y compra salario (o medios
de subsistencia a través del salario); la clase dominante, o la que Edgardo
llama la clase de los intelectuales, compra fuerza de trabajo y vende, también
a la misma clase trabajadora, los productos-mercancías que caracterizan,
precisamente, la sociedad de mercado. Es como decir: en el trabajo hay
asimetría, mientras en el mercado hay simetría y reciprocidad o, si queremos
repetir la palabra clásica, igualdad, Yo llamo a esta síntesis "viciosa",
porque en ella la igualdad no es igualdad, o lo es por una ficción
"ideológica", como diría Edgardo refiriéndose en especial a las
figuras sociales de la propiedad y del contrato, por lo demás, en relaciones
sociales jurídicamente sancionadas.
Dos palabras sobre el concepto de propiedad. Entiendo que
Marx atribuyó una relevancia excesiva a la moderna propiedad jurídicamente
garantida (por ejemplo, a la de los medios de producción) y también a la
propiedad de hecho (por ejemplo, de la fuerza del trabajo). La propiedad sobre
las cosas, en efecto, nace conjuntamente a la pre-moderna propiedad sobre las
personas. Pero ya en el Medioevo se podía observar alguna atenuación del
concepto de propiedad, tanto en lo concerniente a las cosas como a las
personas. En el Medioevo, la propiedad antigua como derecho de uso y abuso,
tiende a hacerse derecho de uso solamente, incluso si el uso concedido (por el
soberano feudal, especialmente) puede ser un uso perpetuo ejercido sobre la
tierra o sobre el siervo de la gleba. Este último es persona usada por el
feudatario, pero como si fuese propiedad de la tierra en la que mora o,
precisamente, de la gleba. En la primera modernidad parece haber recobrado auge
el derecho de propiedad. No casualmente la fuente del inicial concepto moderno de
propiedad está en el derecho romano. La propiedad de los medios de producción,
más que de la tierras, caracteriza al capitalista clásico o de los orígenes.
Además renace también el contrato clásico, en cuanto regula el pasaje de
propiedades o la cesión de uso de las cosas o de la fuerza del trabajo, no ya
de las personas. El contrato moderno es la racionalidad llevada a lo social en
forma consensual, después de haber sido instalada como fuerza en la producción.
Pero, en el capitalismo actual (y, para nuestra mirada retrospectiva, también
en el menos reciente - si es verdad que la anatomía del hombre nos ayuda a
entender la anatomía del mono, como escribía Marx) la propiedad es cada vez más
algo "residual". Existe un uso indebido en la expresión
"propiedad intelectual". Ella es impropia, porque también en este
caso lo vigente es un poder de disposición. En efecto, a la actual producción,
tanto material como cultural, en primer lugar hoy les incumbe un poder de mando
o disposición. La vieja o clásica propiedad ha cedido el puesto a otras
relaciones sociales, que son, diría, transacciones de naturaleza híbrida. Con
ellas ninguno es propietario en el sentido clásico, por ello podría decirse que
si ninguno es propietario, de algún modo todos lo son. Basta observar lo que
Edgardo ha subrayado a menudo: la compraventa de bienes futuros, la frecuencia
del obrero pseudo-accionista, del consumidor endeudado, del más o menos pequeño
empresario que recurre al leasing y, por lo tanto, no es propietario de los
medios de producción usados; en fin, basta observar el abuso que todos
perpetramos sobre bienes fundamentales que no son nuestros ni de otros, pero
son sin embargo necesarios para la vida de las generaciones futuras.
Pero, a nivel teórico, podemos constatar también la
tentativa mal resuelta de una síntesis "virtuosa". Esta debería
realizarse en la forma ético-institucional o en su configuración
específicamente moderna que es la política, sobre todo la representación
política. Ya el joven Marx había desmitificado la política que intentaba
presentar como mero "ciudadano" tanto al burgués como al proletario.
La más reciente democracia quiso luego consolidar la igualdad política mediante
el instituto del sufragio universal. En efecto, si ayer los ciudadanos se dividían
siempre entre gobernantes (incluso por derecho divino, o casi) y gobernados,
hoy parecería más fácil para todos los ciudadanos, en cuanto electores,
transformarse en ciudadanos electos y viceversa. Pero Edgardo tiene razón al
considerar esta segunda síntesis, la síntesis político-representativa, en gran
medida fallida, sino deliberadamente engañosa. Es una síntesis incompleta, no
porque a los ciudadanos les sea reconocida formalmente y, en cambio, sustraída
subrepticiamente la igualdad frente a la ley: son iguales. El problema está en
que la otra síntesis, la síntesis social "viciosa" en la que los
contratantes son "falsamente" iguales, malversa y hace sentir sus
efectos deformantes sobre la síntesis político-representativa, introduciéndole
disparidades de hecho entre ciudadanos que son empresarios o intelectuales
influyentes y ciudadanos que no lo son. Por lo tanto, aunque no
"viciosa", esa política es una síntesis fallida.
Tanto más si miramos como, en el nuevo milenio, hasta las
democracias representativas más avanzadas están afectadas en todos lados por
una crisis originada por el vaciamiento del Estado-nación, bajo el doble azote
de una tecnocracia supranacional que preside los centros del nuevo capital
cognitivo y de un retorno al uso de la fuerza o de la guerra (y hasta de la
guerra santa) que chamusca aquel poco de consenso recogido hasta ayer y
perpetúa el "estado de excepción" analizado por Giorgio Agamben,
re-actualizando el homo sacer. Paralelamente la ideología indica un regreso
hacia sus orígenes, que no son buscados tanto en la propia y verdadera
religión, o en la teología, sino en la más antigua mitología. Ideología como
nueva mitología era ya la teorizada por George Sorel celebrando las virtudes
salvíficas de la huelga general y, más dañina aún, la teorizada o predicada y
practicada en la Unión soviética; pero sobre todo la mucho más destructiva,
propagandizada y llevada a la práctica con el culto nazi de la raza, de los
antepasados arios, y en los aparejados "ritos" de sangre, de exterminio
y de horror.
La violencia, o sea el poder de coerción, es inseparable de
la política, que precede lógica e históricamente al verdadero y propio Estado.
El derecho es un momento del conjunto estatal y, por lo tanto, no se identifica
en rigor con el Estado. Pero dado que el Estado, cuando nace subsume la
política y la hace un momento interno suyo, junto con la política atrae a sí
todo poder de coerción, que por lo tanto deviene, según Max Weber,
"monopolio de la violencia legítima". Por ello también el derecho es
inseparable de la coerción. En abstracto, podrían ejercerse prescripciones
jurídicas sin sanciones para los incumplidores. Gramsci hace de ello una
previsión-augurio cuando escribe sobre un futuro Estado "educador" y
sobre un autónomo consenso mutuo en la normatividad, capaz de hacer retroceder
y finalmente anular la necesidad de la fuerza. Pero es verdad, también como
dice también Edgardo, que hoy hasta la misma la función ideológica dirigida a
captar el consenso, queda hurtada a la política y atraída por la cultura de la
racionalidad compleja, para ser ejercida bajo la forma de penetración mediática
entre las grandes masas. Este es un aspecto del nuevo "americanismo",
entrevisto por Gramsci en el período taylor-fordista, aunque sin embargo no analizado
adecuadamente hasta sus últimos desarrollos.
No está fuera de lugar una última precisión, aún sobre la
democracia representativa. Obviamente, como dice Edgardo, una mayoría de votos
no puede pretender decidir si una aserción científica es una "verdad"
y ni siquiera si es una verdad a medias. Pero, inversamente, la racionalidad
del cálculo es la que "hace leyes" por doquier, aún sobre la
democracia representativa. Por lo tanto, no debe sorprendernos tampoco el peso
conferido a los números en el juego político-representativo. Se llega hoy a tal
punto que el viejo criterio "un hombre, un voto" (atendiendo, mal o
bien, a las diversidades proporcionalmente representadas) cede el lugar, en
muchos países, a sistemas electorales montados sobre flacas mayorías o
únicamente sobre la adhesión de multitudes adormecidas por el nuevo
"opio" de los medios o sobre el aplastamiento de las minorías más
concientes, en homenaje a un presunto derecho de gobernar que, en realidad, los
gobiernos han perdido. Y no porque no haya demasiada democracia, sino porque
los fuertes nuevos poderes tecno-económicos, con su política desprovista de
toda legitimidad y a menudo dictada en cambio desde fuera de la política o
contra la política institucionalizada, nos conceden demasiada poca democracia.
Hay cada vez menos necesidad de Estado como garante de un
"contrato central" (Jacques Bidet), pero en compensación, hay siempre
más necesidad de política como policía, porque están excluidos (o recluidos)
los sin contrato. Hemos dicho que vuelve al primer plano la guerra (military
order) en sentido lato. Pero, si vamos a la raíz de las cosas, observamos que
está parcialmente superada la fase en la que el capital usufructuaba solamente
el trabajo - lo usufructuaba en tanto recibía del trabajo más de lo que le daba
-. El capital, que para poder usufructuar trabajo se apoyaba también en su
propio saber en tanto saber individual o individualizado en el mismo
empresario, hoy puede realizar ganancias principalmente apropiándose del nuevo
saber general (del general intellect) que no es suyo sino de todos, o
expropiando a todos los humanos de sus bienes y, mediante esa expropiación ,
saqueando (siempre sin indemnización o resarcimiento, ni siquiera parcial como
ocurre en cambio con el uso de la fuerza del trabajo) a la naturaleza que
también es pertinente, más que perteneciente, a todos. El valor de uso de la
fuerza del trabajo era cedido o vendido por contrato, pero el valor de uso del
saber general y de los recursos naturales, energéticos, etcétera, no es
comprado observando las reglas contractuales. Aquí está, quizá, la primera raíz
del actual "estado de excepción" permanente, también en la conducta
política y militar de los poderes públicos: en especial, del poder supremo de
quienes manejan el Pentágono y la Casa Blanca.
El mayor problema, para Edgardo, es la "distinción
entre normas autónomas y heterónomas". Le pregunto ¿Qué sería la autonomía
en un Estado concebido como comprensivo de Estado-gobierno y sociedad civil
(Gramsci)? Y ¿si el Estado-gobierno redujese sus poderes coercitivos,
transfiriendo otros poderes a una sociedad civil "sana" y renovada,
en lugar de estar caracterizada por las actuales governances de extracción
tecno-capitalista? ¿Sería, como lo entiendo yo, la posibilidad para los ciudadanos
de auto-reconocerse en las normas discutidas según procedimientos considerados,
ellos también, como actos de auto-regulación por parte de la comunidad? En
cambio sería una autonomía imposible, y por tanto ilusoria, la de un
individuo-trabajador singular (o de una pequeña comunidad autogestionada) que
pretendiese desde la sociedad civil poder decidir directamente sobre cualquier
cosa, dictando en primera persona (o sin interpósitas personas) toda norma,
incluso una norma cargada de consecuencias para la comunidad o los individuos
lejanos, y para los descendientes. La democracia directa, en especial en sus
formas asamblearias, debe ser experimentada ciertamente en todos los campos y
en todos los lugares en los cuales es posible. Debe funcionar también como
correctivo o como control permanente de los organismos, que seguiré llamando
representativos, y que deberán ser reformados de arriba abajo, pero no podrán
ser abolidos, especialmente para aquellos ámbitos territoriales (sobre todo en
la futura ciudad-mundo) y para aquellos campos o tareas (por ejemplo, la
regulación ambiental y el mantenimiento de la paz perpetua) que no son
compatibles con decisiones asamblearias de todo un pueblo o de todos los
pueblos. Agrego que algunas objeciones - a los partidarios de las cooperaciones
locales, en la acepción en que quizá la entienda Edgardo - provienen de los que
sostienen que el capital global, en ciertos aspectos es francamente favorable a
la conformación de "nichos autogestionados", ya sea porque puede ser
ventajoso para el capital que los excluidos se auto-excluyan y el mismo capital
sea exonerado de toda forma de asistencia o protección social (puesto que los
condenados de la tierra se auto-asisten o se auto-protegen), ya sea porque los
muchos pequeños-débiles no le dan miedo al Uno-Fuerte, ya sea finalmente porque
-dejándolos vivir- el Uno-fuerte podría procurarse una excusa y recuperar así
una parte de la hegemonía perdida. Un carácter de universalidad en sentido
kantiano es por lo tanto inseparable, aunque sea implícitamente, de toda
auténtica auto-nomia. Al menos, para algunas cuestiones debería hacerse valer
una rousoniana "voluntad general" de toda la especie humana, pero
convocar una "asamblea" tan numerosa sería en verdad difícil. Por lo
tanto, para algunas cuestiones la democracia representativa, debidamente
reformada y extendida, repito, no puede ser abolida. Se deberá, en cambio,
abolir toda "soberanía", también la soberanía popular e incluso la de
cada uno sobre sí mismo. Que cada uno deba ser libre es otra cosa. Pues
soberano es quién posee, y quién posee, cualquiera sea el objeto de su
posesión, no es libre.
Presentación de
Claudio Martinyuk / El autor, de mi conocimiento, doy fe
Los escribanos son practicantes atentos de la lectura y la
escritura, aunque resulta bastante excepcional que reflexionen sobre su
práctica. Leen con minuciosidad, con una forma de rigor literal
desacostumbrada, conscientes de las implicancias institucionales de la palabra
grabada. Escriben sin adornos, desarrollando un lenguaje descriptivo, al modo
fisicalista y, en un sentido práctico, exacto. Por algo sus registros se llaman
protocolos. Los escribanos son lectores y escritores institucionales. Analizan
títulos, levantan actas y emiten testimonios, las propiedades y los derechos
personales dependen del contendido de los papeles que emiten, las firmas de las
personas se autentican por sus firmas, las representaciones se validan por los
poderes que ante ellos se otorgan. Hacen instrumentos públicos con la
escritura.
La escribanía es la forma de vida de Logiudice, y con esto
me refiero a su modo especial de leer y de escribir. Sabe de que está hecho un
título, por eso milita contra los esencialismos. Experimenta la potencia de las
formas, el embrujo de las liturgias de las escrituras. Recita testimonios,
acrecenta el peso del archivo y recorre la precariedad de los derechos. Pero él
estudia y produce más, más allá de los ritos legales, cavando en la sociedad.
Prefiere hacerlo. Lo hace con rigor y pasión, como se muestra en este libro.
Interviene en la filosofía política con disidencias y complementos, con matices
y perfiles sutiles. Muestra una convicción: la sencillez como forma de vida. En
el fresco sosiego de su casa -que imagino abierta al aire fresco, al perfume de
eucaliptos-, vive fuera de hipotecas y títulos de propiedad, fuera de arrebatos
poéticos, excepto los propios de la música ciudadana. Cultivó un ritmo
paciente, con él aprendió a cuidar las lecturas y los escritos. Confeccionar
escritos legales es un trabajo proverbialmente árido, que obliga a
concentrarse, adoptando una atención permanente. Rastrea en la historia los
antecedentes, las figuras, las instituciones. Practica la crítica, y su
distancia es aplomada, sin vanidad. Su punto de vista lo hace público únicamente
cuando advierte que hay una necesidad, una razón. Así se comporta un hombre
honrado. No abandona las ideas forjadas por los años, no se deshace de las
convicciones. Persevera, tal vez con una soteriología resistente a las
desventuras.
Lee y escribe con precisión y claridad, en libertad. No es
este un escrito institucional. Su punto de apoyo para discernir son sus dos
manos. Escribe sobre sus documentos, acerca de sus tablas de escribir.
Escritura de la escritura del escribano, no es, entonces, una mano extraña
quien la practica. Sabe de la vejez de la letra, del valor instituido a la
literalidad. Testimoniar, copiar, reproducir, escritura frecuentemente
invisible de escribano, escritura documental, basal, inocente, punzante,
silenciosa. El escribano es una firma, pero Logiudice se desplaza de ese lugar.
Sabe del conocimiento por testimonio, de la fe pública y la prueba indubitada,
sabe que asegura la circulación de bienes y garantiza la fidelidad a la
voluntad. Adentro y afuera de ese mundo, lo problematiza y cuestiona, traza
genealogías. Desplaza la dirección del análisis, volviendo a las
materialidades, contraponiendo una particularidad a otra, esquivando
cristalizaciones.
Procurador, representante, poderdante y poderes son figuras
cotidianas de la escribanía. Pero no es frecuente que transiten por la
reflexión teórica. Comparte con Giorgio Agamben el interés por las raíces de
las figuras, por un horizonte de nubes que arrastran los hábitos, la tradición,
la fuerza y las ideologías. En su libertad, el escribano se mezcla con nociones
embarazosas, estigmatizantes, maniqueas. No teme las impurezas. Las prefiere a
las figuras ideales idealizadas. No teme, por eso desmalignifica a las
reflexiones acerca de la ideología. Mira a lo lejos, corriendo mitologías. De allí
nos lega este libro.
Edgardo Logiudice |