“Tres pasiones, simples, pero abrumadoramente intensas, han gobernado mi vida: el ansia de amor, la búsqueda del conocimiento y una insoportable piedad por los sufrimientos de la humanidad. Estas tres pasiones, como grandes vendavales, me han llevado de acá para allá, por una ruta cambiante, sobre un profundo océano de angustia, hasta el borde mismo de la desesperación” — Bertrand Russell

5/4/13

Eric Hobsbawm y las disyuntivas de las izquierdas latinoamericanas

Nils Castro

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Algunos acontecimientos, como el deshielo de fines de los años 50 y las revoluciones del 68, ayudaron a mover la losa estalinista que había entumecido al caudal mayoritario del marxismo. Sin embargo, eso liberó sobre todo el ángulo relativo a la dialéctica. Las más de las veces lo que toca al materialismo siguió trancado en la reducción positivista que la época soviética le imprimió.

Sin ancla en la objetividad de los juicios ni la verificación material, en el siguiente período no escasearon ―a nombre de la dialéctica―, los discursos especulativos y crípticos, alejados del quehacer ciudadano y la lucha de clases. En ese devaneo descollaron los teóricos franceses. En contraste, a muchos nos deleitó leer a sus colegas ingleses, tan apegados a la fundamentación histórica de sus posiciones y la claridad de su lenguaje, más abocado a comunicar ideas que a epatar al lector.


Hoy intentaré comentar a Eric Hobsbawm como pensador político y desde un punto de vista latinoamericano. Pero, en homenaje al materialismo, antes deseo reconocer que su consistente búsqueda de la universalidad de sus conclusiones descansa en el examen de los hechos aportados por la historia, es decir, en el suceder de la realidad, no en la especulación ideológica. Aun así, Hobsbawm no deja de ser un intelectual muy europeo ―más europeo que otros académicos ingleses―. Así que en ocasiones la luz con que aborda a esta parte del mundo se empaña al caracterizar algunos procesos y personajes de nuestra América. Es decir, que a este lado del Atlántico su lectura debe acompañarse de la necesaria sal y pimienta.[1]

En las páginas que siguen he preferido parafrasear a Hobsbawm en vez de citarlo, incluso entremezclando frases que tomo de diferentes textos suyos, junto con acotaciones y matizaciones mías, para reconsiderar algunos de sus dichos no solo en clave latinoamericana sino reciente, cuando él ya no está aquí para decirlo o contradecirme (si de esa combinación salen errores, solo a mí se me podrán atribuir). Al efecto, las ideas que así pretendo glosar son algunas relativas a los conceptos de situación revolucionaria, reforma y revolución ―temas que hoy ocasionan no pocas discusiones en las izquierdas latinoamericanas― y provienen de unas pocas páginas de la Historia del siglo XX[2], varias de Revolucionarios[3] y algunas otras de Cómo cambiar el mundo[4].

Para situarnos en época recordaré ―muy resumidamente― que, bajo el impacto de un conjunto de acontecimientos entre los cuales descolló la Revolución cubana, en los años 60 y 70 del siglo pasado las motivaciones e ideas revolucionarias tuvieron un importante auge en América Latina. En ese período ellas desarrollaron no una sino varias formas de lucha, como grandes movilizaciones sociales, guerrillas rurales y urbanas, el intento de revolución por medios pacíficos encabezado por Salvador Allende, y los regímenes militares nacional-revolucionarios de Perú, Panamá y Bolivia. Además, en ese período el trabajo intelectual de nuestras izquierdas alcanzó notable relevancia.

No obstante, desde los tempranos 80 ese fenómeno declinó, erosionado por divisiones de las izquierdas a escala internacional, fatiga socioeconómica y repliegue político de la Unión Soviética, cambio de la política exterior china, reveses de los proyectos guerrilleros, la contrarrevolución en Chile y la desaparición de los regímenes militares progresistas. Al inicio de los 90 a eso se agregarían la implosión del “socialismo real” y el subsiguiente “período especial” cubano.

A la par, tuvimos la ofensiva neoconservadora iniciada por los gobiernos de Reagan y la señora Tatcher y la entronización del neoliberalismo, no solo en su condición de política económica dominante sino de embestida ideológicocultural instrumentada en múltiples planos, en los medios de comunicación, universidades, organizaciones laborales y ciudadanas, etc., que incluyó la degradación y desideologización de los grandes partidos populares latinoamericanos, así como la capitulación del socialismo europeo y la socialdemocracia internacional, que se plegaron al dictado neoliberal.

En América Latina eso acumuló una doble serie de consecuencias. Por un lado, la desorientación y repliegue de las izquierdas criollas y, por el otro, la emersión de un creciente malestar e inconformidad sociales que, desde los años 90, precipitaron el descrédito de las instituciones políticas tradicionales y desataron protestas sociales que derribaban gobiernos sin disponer de propuestas alternas. El inicio de un nuevo capítulo histórico quedó marcado, emblemáticamente, por tres sucesos venezolanos: el “caracazo”, el alzamiento liderado por el teniente coronel Hugo Chávez y, poco más tarde, por la elección de Chávez y la Constituyente, que a su vez despejarían el camino a la aparición de procesos revolucionarios y de gobiernos progresistas en otros países, que reconfiguraron el mapa político de nuestra región.

Este cambio se dio a través de diferentes tipos de proceso político según las respectivas condiciones nacionales. Sobre ese trasfondo general de repudio a las secuelas neoliberales y a sus portavoces locales, en algunos lugares eso alentó procesos revolucionarios que pudieron cambiar la constitucionalidad preexistente, y en otros la elección de gobiernos progresistas dentro la institucionalidad preestablecida. En uno u otro casos, los gobiernos que ahora allí tenemos no son el producto de revoluciones en el sentido clásico del término ―como la soviética, la china o la cubana― ni pueden hacer todo lo que esas revoluciones pudieron. Pero esto no significa que se trate de casos o procesos cerrados.

Esas experiencias nos han traído a un peculiar período de transición donde las razones de protesta social y los motivos para cambios políticos pasaron a ser muy fuertes, pero las ideas revolucionarias habían perdido cohesión y brío. En general, la cultura política dominante se anquilosó sin que todavía se desarrollaran las propuestas políticoideológicas adecuadas a la nueva época. A la inversa de los años 60, al final del siglo XX las condiciones objetivas para una revolución se habían incrementado, mientras que las subjetivas se habían retraído. Eso dio pie a una situación donde el rechazo a los efectos del neoliberalismo llevó a grandes masas a repudiar la política y los políticos que había, a debilitar la gobernabilidad y votar por ciertas opciones de izquierda, sin que aún las izquierdas como tales hubieran construido y arraigado un nuevo proyecto de mayor alcance.

Ese estado de cosas emplaza determinadas cuestiones. Entre otras, la de si en América Latina están en curso procesos de reformas o revolucionarios, de cómo las fuerzas e ideas establecidas actúan al respecto, y de cómo las izquierdas pueden situarse dentro de la diversidad de situaciones nacionales y etapas históricas en que todo eso está ocurriendo. Lo que igualmente demanda rediscutir los conceptos con que tradicionalmente analizamos estas situaciones, aprendidos cuando la realidad mundial y las disyuntivas latinoamericanas todavía no eran las que hoy vemos.

Comentar a Hobsbawm desde el punto de vista de la actual coyuntura latinoamericana implica reconocer que ella no es igual en los distintos parajes de un Continente tan multicolor como este. Así, uno de los primeros temas que saltan a la vista es el de los tránsitos entre situaciones reformistas y revolucionarias, y las formas de entender el concepto de situación revolucionaria, cuya definición usual más de una vez dificultó percibir que esa situación puede surgir en un momento efímero, que puede darse sin que la hayamos previsto y desvanecerse antes de que sepamos reaccionar.

Hobsbawm sintetiza cómo esos tránsitos y momentos se han presentado en diferentes circunstancias históricas y lo primero que advierte es que las revoluciones nacen de situaciones políticas, conclusión que encierra varias implicaciones.

“Para Marx ―señala― la cuestión no era si los partidos obreros eran reformistas o revolucionarios, ni siquiera lo que estos términos implicaban. No reconocía conflicto alguno en principio entre la lucha diaria de los obreros para la mejora de sus condiciones bajo el capitalismo y la formación de una conciencia política que presagiaba la sustitución de una sociedad capitalista por una socialista, o las condiciones políticas que conducían a ese fin. Para él la cuestión era vencer los diversos tipos de inmadurez que retrasaban el desarrollo de los partidos proletarios de clase […] desviándolos de la necesaria unidad de la lucha económica y política”.

Pero la política es obra humana. “Marx y Engels ―continúa Hobsbawm― no confiaban en la intervención espontánea de las fuerzas históricas, sino en la acción política dentro de los límites de lo que la historia permitiera”. La política debía concebirse en el marco del desarrollo histórico dado, pues “las perspectivas del esfuerzo político socialista dependían de la fase alcanzada por el desarrollo capitalista, tanto globalmente como en países concretos”.

Según Marx ―prosigue―, la política es crucial, pues para triunfar la clase obrera ha de estar organizada políticamente y apuntar a la transferencia del poder político, a través de una transición a realizarse bajo la autoridad del proletariado. “Así pues, la acción política era la esencia del papel del proletariado en la historia. Operaba a través de la política, es decir, dentro de los límites establecidos por la historia: elección, decisión y acción consciente”.

En consecuencia, ―continúa Hobsbawm― “Marx y Engels rechazaban los modelos programáticos a priori y la tendencia a concebir modelos operativos fijos, por ejemplo, a determinar la forma exacta del cambio revolucionario, declarando ilegítimos a todos los demás”. No se puede en Ecuador o Paraguay hacer la revolución como en Rusia o en China, ni en Uruguay como en Cuba. Por eso ellos colocaron la acción del movimiento en el contexto del desarrollo histórico. “La forma del futuro y las tareas de la acción solo podían discernirse descubriendo el proceso de desarrollo social que conduciría a ellas […] en una cierta fase del desarrollo”.

Por otra parte, una revolución importante ―o un proceso revolucionario significativo― no puede suscitarse sin grandes motivos de malestar social y cultural, prontos a emerger al menor estímulo. Las personas se vuelven revolucionarias cuando empiezan a estimar que sus expectativas de la vida cotidiana son irrealizables sin que ocurra una revolución. Y lo que las lleva a hacerse revolucionarios conscientes no es lo ambicioso de sus objetivos, sino la percepción de que todas las vías alternas fracasan, de que todas las puertas se cierran. Sin embargo, uno se lanza contra una puerta cuando tiene la expectativa de que ella cederá. Es decir, convertirse en revolucionario implica no solo cierto grado de desesperación, sino también de esperanzas fundadas en un nuevo modo de concebir la situación.

Desde que detonó la crisis global iniciada en el 2008 ha reaparecido, como en los tiempos de la Gran Depresión, una percepción de que el sistema se puede derrumbar. El neocapitalismo y el neocolonialismo no han resuelto el problema sino que lo continúan agravando. No obstante, lo que hace atrayente la revolución no es tanto la previsión de una inminente caída de la economía y el orden social, sino la crueldad del creciente abismo entre las personas y los países ricos y los pobres, junto al ostensible fracaso crónico de todas las alternativas de reforma al sistema.

Pero las personas tienen que basarse en sus pasadas experiencias para comprender la nueva situación. Su lucha comienza según viejas costumbres y orientaciones políticas y demandas reformadoras. Esa reacción genera tanto la experiencia de opciones como visiones anticipadas de un futuro factible más que resultados prácticos inmediatos, y eso ayuda a formar una nueva cultura política, una contracultura, en el sentido que Gramsci le dio al concepto.

Al cabo, lo que de hecho convierte a hombres y mujeres al marxismo ―comenta Hobsbawm― es precisamente la acuciante necesidad de una crítica fundamental de la sociedad burguesa y de las formas más evidentes de desigualdad e injusticia existentes en ella, sobre todo en los países del Tercer Mundo. Poniéndolo en términos latinoamericanos, nos enfrentamos a una situación que por motivos morales nos indigna y nos hace tomar la decisión de ayudar a cambiarla. Y lo que le da legitimidad a esa decisión es que tiene una fuerte raíz moral y solidaria.

Según Hobsbawm, para que suceda una revolución deben combinarse: la sensación de que todas las vías están cerradas, el anhelo de mejorar la vida cotidiana, y un sentimiento de urgencia que supera los llamados a la resignación o a la paciencia. Pero en todo esto hay muchos componentes subjetivos ―estados de ánimo, convicciones o meras creencias circunstanciales― que por lo tanto pueden resultar volubles o descarriarse.

Por consiguiente, la función que una ideología revolucionaria tiene en los movimientos de masas consiste en ayudar a sus miembros a reconocer sus mejores objetivos y superar su dependencia de tales fluctuaciones. Les da consistencia y perseverancia.

El sistema cultural vigente, y en particular los mecanismos políticos establecidos y los grandes medios de comunicación, juegan con esas fluctuaciones, con extraviar o disipar la indignación. Así pues, en un proceso revolucionario se entremezclan la lucha social, la lucha política y también una revolución cultural contra las formas de manipulación, integración y control de las conductas personales.

La calidad de una ideología revolucionaria y la calidad de su arraigo en el movimiento son tanto más necesarias cuando el enemigo ya no es una persona o categoría visible, sino el sistema, que carece de rostro y no es siquiera una cosa o institución sino un conjunto de relaciones despersonalizadas, la explotación, la alienación.

Todos estos temas han sido objeto de abundante tratamiento teórico. Pero, aunque el desarrollo de la ideología alcance una gran amplitud de temas de interés socioeconómico, político y cultural, al acercarse la coyuntura revolucionaria es necesario focalizarse en determinados objetivos concretos, para evitar que la fuerza de las energías revolucionarias se disperse.

Esa coyuntura cristaliza en determinada circunstancia, tanto si la izquierda es parte del gobierno como si está en la oposición. Cuando se da esa suma de malestar y desesperación sociales, un acontecimiento específico puede desatar un conjunto de fuerzas. Es necesario tener la perspicacia de detectarlo en el momento preciso, pues hace falta prever el mecanismo de arranque que ponga en marcha el motor de la revolución ―el motor chico que encienda al motor grande―.[5]

Sin embargo, el malestar social por sí solo, y el desgaste del sistema político vigente, pueden ocasionar un movimiento popular que no alcance a ser político sino apenas subpolítico o antipolítico, y que por consiguiente puede desenvolverse en direcciones equívocas o dispersarse. Por otro lado, ese género de movimiento puede, asimismo, ser capitalizado por la derecha, como sucedió cuando el nazismo se adelantó a canalizar a su favor el descontento social en Alemania, como contrarrevolución preventiva, en los años de la Gran Depresión.

Una vez puestas en marcha, las revoluciones tienden a multiplicar sus propios activistas. Pueden empezar sin que haya todavía muchos revolucionarios, en tanto que haya descontento, fermentación popular y militancia en el contexto de una crisis económica y política del régimen. Pero hay que haber sembrado la necesaria consistencia ideológica y organización popular. De lo contrario, no sucederán más que expresiones de descontento y desórdenes periódicos.

Todo ello ocurre en el ámbito de un país donde existe cierta autoridad –material y psicológica– del Estado. La revolución se da en el contexto de una crisis no solo socioeconómica sino política, cuando el régimen vigente pierde domino de la situación. El progresivo desmoronamiento de la autoridad del gobierno ―o la de su contrincante― deja un vacío en cual el trasfondo oculto de la dominación política se hace visible. Como apuntó José Martí, en la política lo real es lo que no se ve; en esas circunstancias, la crisis acaba con la política postiza de los cálculos electorales y deja a la vista la política real de los poderes efectivos.

Así las cosas, el banco de prueba de un movimiento revolucionario no es su capacidad de desatar protestas y trastornos callejeros, sino su aptitud para percibir acertadamente cuándo dejan de actuar las condiciones normales de la rutina política, y asumir la conducta que corresponde a la nueva situación. Consiste en percibir el momento en que sus oponentes pierden la autoridad y la ocasión de recuperar la iniciativa. Cuando ello ocurre la espera es fatal; quien pierde la iniciativa pierde la partida.

Con todo, el estallido social no prueba que una revolución puede triunfar, sino que ella puede producirse. De allí en adelante su éxito y sostenibilidad dependerán de otros factores. Antes de lanzarse, hay que calcularlos.

En muchos de nuestros países, hoy está ocurriendo una gran mutación, de una vieja sociedad oligárquica a otra más modernamente burguesa y tecnocrática. Eso engendra conflictos y disidencias no solo en su seno, sino también en su periferia. En ese contexto también ha tomado cuerpo un tipo de movimiento social que busca adaptarse a una nueva economía, y que tiene ocasionales puntos de contacto con el movimiento popular.

Ya antes del presente renacimiento del espíritu revolucionario de los años 60, había venido dándose una rápida transformación tecnológica y social, que se ha agregado a la evidencia de que la respuesta que el capitalismo le da al problema de la escasez y la desigualdad revela un persistente incremento de las contradicciones y problemas del sistema. Cada vez hay más conocimientos y recursos técnicos para resolver los problemas sociales, pero menos aptitud del capitalismo para solucionaros.

Por lo tanto, se necesita cambiar tal situación. No estamos apenas ante la necesidad de una readaptación dentro del marco del sistema existente, sino ante importantes dificultades del sistema mismo para reproducirse y para cumplir sus responsabilidades.

El capitalismo ha entrado en una fase tanto de acelerado desarrollo científicotécnico, como de grandes y prolongadas dificultades económicas. Más aún, en una crisis que es global no solo por su dimensión planetaria sino porque también es crisis energética, alimentaria, ambiental, política y cultural. Como se ha visto a lo largo de la historia, los movimientos revolucionarios suelen detonar en circunstancias de crisis económica. Y esta suma de crisis económica y desintegración social puede resultar más explosiva que la de la Gran Depresión.

Pero no debe perderse de vista que en aquella oportunidad en Europa la extrema derecha logró obtener más ventajas que la izquierda revolucionaria. Ahora, en nuestro caso, ante el hecho de que las izquierdas asumen más gobiernos en América Latina ya estamos frente a una amplia contraofensiva de las derechas transnacionales y locales. La revolución social clásica no es la única salida que la historia puede darle a estas situaciones. Además, cuando la crisis del 30 al otro lado de Europa había una perspectiva socialista como modelo alterno; ahora no. Lo que hoy remplaza a aquel ideal es una combinación de aleccionadores resentimientos contra la sociedad existente y nuestra incipiente propuesta de nuevas alternativas socialistas.

Por otra parte, el portador potencial de esta propuesta ya no es solo la clase obrera sino el “pobretariado”, los desposeídos, marginados y explotados de varios ámbitos sociales, así como la clase media asalariada, que estructuralmente tiene motivos para compartir preocupaciones sociales y morales con “los pobres de la tierra”. Un arco social más amplio pero menos integrado.

Se sugiere ―dice Hobsbawm― que esa clase media “es una fuerza reformista efectiva, que es revolucionaria en la medida en que se contemple una transformación gradual y pacífica, aunque fundamental, de la sociedad”. Pero ante eso hay una cuestión crucial: la de si es posible tal transformación y, en caso de serlo, si puede ser considerada como una revolución. Con un tono sombrío, Hobsbawm comenta que algunos proponen quedarse donde están y hacer algo más dentro del sistema existente (en el supuesto ―ironiza― de que allí se puede hacer más de lo que los revolucionarios suponen). En cambio, hay otros que demandan remplazar enseguida el sistema.

¿Pero cuál es este remplazo? Y, de saberlo, ¿es ahora posible emprenderlo en países aislados? Y ante el poderío que aún detenta el imperialismo, una vez emprendido ese remplazo ¿podrá sostenerse? ¿Con el respaldo efectivo de qué fuerzas sociales y aliados externos?

Ya en su tiempo Rosa Luxemburgo puntualizó que “la reforma social y la revolución no son […] diversos métodos del progreso histórico que a placer podamos elegir en la despensa de la Historia, sino momentos distintos del desenvolvimiento de la sociedad de clases” [6]. En otras palabras, no siempre es posible emprender una revolución en el sentido clásico del término, pero esto no significa que todas las opciones quedan cerradas. A eso se refirió Hugo Chávez al dejar sentado que:

“No creo en los postulados dogmáticos de la revolución marxista. No acepto que [ahora] vivamos en un período de revoluciones proletarias. Todo eso debe revisarse; la realidad nos lo dice día con día. ¿Aspiramos hoy en Venezuela a la abolición de la propiedad privada o a una sociedad sin clases? No lo creo. Pero si me dicen que por esa realidad no podemos hacer nada por los pobres, por la gente que ha hecho rico a este país con su trabajo […] entonces digo: «aquí nos apartamos». Nunca aceptaré que no pueda haber redistribución de la riqueza en la sociedad […] Creo que es mejor morir en la batalla que levantar un estandarte muy revolucionario y muy puro y no hacer nada… Esa posición me ha parecido muy convenenciera, una buena excusa… Intentamos hacer una revolución […] avanzar un poco, aunque sea un milímetro, en la dirección correcta, en vez de soñar utopías” [7].

Lo que, a su vez, no le impidió a Chávez promover objetivos socialistas a alcanzar por otra ruta, a otro compás. Esto es, a concebir su búsqueda como un proceso, que se puede materializar en la medida en que el apoyo popular haga suyas unas metas más ambiciosas.

Ciertamente, comenta Hobsbawm, al final de los años 80 los socialistas ―marxistas o no― nos quedamos temporalmente sin una alternativa al capitalismo, al menos hasta que volviésemos a reflexionar sobre lo que proponemos y lo que vamos a construir con nuestra oferta de “socialismo” y, además, hasta superar la presunción de que la clase obrera ―la de los trabajadores manuales― necesariamente tiene que ser el agente fundamental de esa transformación social.

No obstante, al otro lado de la barrera, desde el año 2008 también los fundamentalistas del mercado perdieron sus últimos argumentos. En contraste, pese a nuestras deficiencias, hoy las izquierdas podemos mostrar lo que estamos logrando a América Latina; las derechas, por su parte, solo exhiben los escombros de su fiasco. Las teorías en que se basaba la escolástica neoliberal, por vistosas que fuesen, tenían poco que ver con la realidad.

Al respecto, Hobsbawm observa: “puede que no esté en el horizonte un sistema alternativo sistemático, pero la posibilidad de una desintegración, incluso de un desmoronamiento, del sistema existente ya no se puede descartar”.

Y enseguida observa que (visto desde Europa) el siglo XX finalizó con un desorden global de naturaleza poco clara, y sin ningún mecanismo aceptado para poner fin al desorden o mantenerlo controlado. A lo que agrega que la causa de esa impotencia no reside solo en la profundidad de la crisis y su complejidad, sino también en el patente fracaso de todos los programas, nuevos o viejos, para manejar o mejorar los asuntos de la especie humana.

Es decir, la fantasía opuesta a la soviética también estaba en quiebra. Era la fe teológica en una economía que pretendía asignar totalmente los recursos a través de un mercado sin restricciones, y en una situación de competencia ilimitada. El fracaso del modelo neoliberal le ha confirmado a los socialistas la creencia, bastante más razonable, de que los asuntos humanos, entre ellos la economía, son demasiado importantes para dejarlos al juego del mercado.

Esa reflexión conduce a Hobsbawm a aseverar que una vez más “resulta obvio que […] «el mercado» no tiene respuesta al principal problema al que se enfrenta el siglo XXI: que el ilimitado crecimiento económico cada vez más altamente tecnológico en busca de beneficios insostenibles produce riqueza global, pero a costa de un factor de producción cada vez más prescindible, el trabajo humano [y a costa también, hay que añadir] de los recursos naturales del globo”.

Las experiencias latinoamericanas, aunque todavía estén incompletas, dejan claro que el Estado-nación resultó debilitado por el tsunami neoliberal pero, como el propio Hobsbawm observa, eso no lo hizo innecesario ni ineficaz. El Estado, o cualquier otra forma de autoridad política que represente el interés público, es ahora tanto más indispensable para remediar las injusticias sociales y las depredaciones ambientales causadas por la economía de mercado y ―agregamos nosotros― para articular nuevas perspectivas de mayor alcance.

Para detener la inminente crisis ecológica es imprescindible que no sea el mercado quien se ocupe de asignar los recursos. De lo cual se deduce que, de una u otra forma, en esta fase del nuevo milenio el destino de la humanidad dependerá de la restauración de las autoridades públicas, de su legitimidad y de su autoridad moral.

Si estas décadas demostraron algo ―concluye Hobsbawm―, ha sido que el principal problema del mundo (incluyendo al mundo desarrollado) no es cómo multiplicar la riqueza de las naciones, sino cómo distribuirla en beneficio de todos sus habitantes. Por lo tanto, la distribución social y no el crecimiento es lo que dominará las políticas del nuevo milenio. Lo que también exige, añadimos, mejores instrumentos de participación y fiscalización social.

Estamos en una de esas coyunturas en las que uno vuelve a la pregunta clásica: ¿Qué hacer? y donde una vez más la respuesta no puede ser igual para cualquier lugar y momento, aunque todos tengan mucho en común. Durante los preparativos para asaltar el cuartel Moncada, Fidel Castro le recomendó a su segundo, Abel Santamaría, leer el famoso libro de ese título. Naturalmente, la lectura de Fidel y la de Abel ya no podían ser la misma que hicieron los compañeros de Vladimir Lenin en vísperas de la más difícil de las revoluciones. Varios lustros más tarde, el cadete Hugo Chávez ocultaría el mismo libro entre sus pertenencias y, seguramente, lo estudió con los ojos propios de otra circunstancia. Una que ya no sería igual, tampoco, algunos años después, cuando Chávez salió de la cárcel y decidió emprender un camino distinto para abrirle paso a la misma esperanza. Uno más adecuado a las posibilidades de su realidad y momento.

Pero la pregunta sigue ahí, a medio transcurso de la siguiente etapa del trayecto, y allí volverá a replantearse cada vez que el acontecer nos demande darle otra vuelta a la historia ―y una nueva lectura a esas páginas―, puesto que en la marcha de los tiempos y lugares ellas nunca se dejarán leer dos veces de igual manera.

Notas

[1]. Como es el caso, por ejemplo, de su equivocada identificación ideológica de personajes como Getulio Vargas, Juan Domingo Perón y Jorge Eliécer Gaitán, de quienes dice que fueron ejemplos de la influencia del fascismo en América Latina, lo que implica un serio error de interpretación de los movimientos sociopolíticos que ellos representaron, y del papel histórico que estos movimientos desempeñaron, cuyas secuelas llegan hasta nuestros días.
Asimismo, la errónea interpretación de las izquierdas nacionales, o del “patriotismo de izquierda” en América Latina, cuyo surgimiento él atribuye a la influencia de los Frentes Populares que la III Internacional promovió contra el fascismo, como si la aparición de estas izquierdas hubiese derivado de una decisión tomada en Moscú, cuando de hecho se trataba de corrientes y personalidades de izquierda críticas de las actuaciones soviéticas.

No obstante, esos y otros deslices de Hobsbawm se presentan al hacer alusiones marginales, en textos que no son sobre América Latina ni para lectores latinoamericanos, dentro del cuerpo de razonamientos generales que, sin embargo, son acertados.
[2]. Crítica, Barcelona, 1995.
[3]. Biblioteca de Bolsillo, Barcelona, 2010.
[4]. Crítica, Buenos Aires, 2011.
[5]. Por ejemplo, recuerda Hobsbawm, durante un largo período la Rusia zarista reclamó una revolución social, pero solo de vez en cuando tuvo situaciones revolucionarias.
[6]. En Reforma social o revolución y otros escritos contra los revisionistas, Distribuciones Fontamara S.A., México, D.F., 1989, pp. 118119.
[7]. Tariq Alí, Hugo Chávez y yo, en La Jornada, México, 10 de Marzo de 2013.

Nils Castro es escritor y catedrático panameño.