“Tres pasiones, simples, pero abrumadoramente intensas, han gobernado mi vida: el ansia de amor, la búsqueda del conocimiento y una insoportable piedad por los sufrimientos de la humanidad. Estas tres pasiones, como grandes vendavales, me han llevado de acá para allá, por una ruta cambiante, sobre un profundo océano de angustia, hasta el borde mismo de la desesperación” — Bertrand Russell

7/11/13

Crítica de la semiótica impura

Edvard Zeind  |  Los nombres, para Platón, siempre han existido en el mundo celeste, en la zona de los arquetipos; para Aristóteles, en cambio, los nombres tenían que ser encontrados en las cosas, esto es, creados; siglos después, Francis Bacon, que creía que conocer es recordar, razonó que son los ídolos lingüísticos, instintivos, históricos y sociales los que pergeñan los nombres (la escarcha era "tela de araña" para los agoreros griegos y "espuma" para los mágicos siriacos); Martin Buber, en su bello libro ‘Die Erzählungen der Chassidim’, insinúa que la idolatría, o sea, el culto al politeísmo, deviene cuando "un rostro se dirige reverentemente a un rostro que no es un rostro", y tal afirmación recuérdanos otra de Blanchot, que dice: "El pensamiento tomado irónicamente como objeto por algo que no es el pensamiento". El pensamiento, hecho síntesis, concepto, se
hace objeto (axiomas, postulados, según Kant), ente, cosa, ‘res’, y quien lo fragua y emite debe responsabilizarse de él, hacerse cargo, procurarlo, ser su procurador, su dictaminador. 

El rico Camacho, hipócrita o mascarada del ‘Quijote’, cásase con Quiteria, que era de Basilio; en sus bodas Camacho urde un espectáculo escénico, un retablo en el que el ‘Interés’ y el ‘Amor’ son los protagonistas; úrdese concepto para cada uno de ellos, y el ‘Amor’ termina siendo tetralogía hecha de ‘Discreción’, ‘Valentía’, ‘Poesía’ y ‘Linaje’, y el ‘Interés’ ente hecho de ‘Paz’, ‘Liberalidad’, ‘Dádiva’ y ‘Tesoro’. ¿No serían todos estos segundos nombres, apellidos y adjetivaciones ("amor" discreto, "amor" valiente; "interés" liberal, "interés" dadivoso), para Spinoza, meras modalidades de dos substancias? ¿No está en el concepto la elasticidad de todo objeto? Los conceptos, productos del entendimiento, contienen atributos de las cosas, pero no abarcan todas las cosas ni todas las relaciones que las cosas pueden experimentar (ver la ‘Ética’, de Spinoza). 

Un loco, en la novedosa de Cervantes, inflaba y golpeaba perros; el loco, un día, merced a su maldad y a que escarneció a un podenco perro de vengativo dueño, fue golpeado; lastimado, aprendió el loco que los podencos no se tocan, pero como loco era llegó a creer que todos los perros eran podencos, o por mejor decir, cegado aplicó el concepto de "podenco" a todos los perros. "Este es podenco", aseveraba el descabalado personaje, que vio trocada su percepción luego de sendos y bien recibidos porrazos. Notamos, luego de leer el bello pasaje quijotil, que los signos, símbolos o síntesis que esgrimimos para rotular objetos pueden engañarnos, pero también darnos conocimiento. Santo Tomás ha dicho: "El signo es aquello por lo que alguien llega al conocimiento de otra cosa". Vayamos, como Rocinante, contemplando despacio las manchas semióticas. 

¿Cómo nacen tales caminos, signos, nombres, señales, o en jerga de Wittgenstein, "letreros"? Dos hipótesis hay. Una asegúranos que nacen de las onomatopeyas, y otra que de las interjecciones; la de allá, aristotélica, asegura que se encuentran en el chirriar del tren o en el ladrar del perro, y la de acá, platónica, que están en nosotros y que brotan hechos gritos y murmullos; la primera, aparencial, capaz es de engañarnos; la segunda, psicológica, también. Santo Tomás ha hablado de "conocimiento". ¿Todo nuestro saber ha de ser empírico? En su ‘Crítica de la Razón Pura’ el nunca inactual Kant sentencia que "el uso de los conceptos puros del entendimiento variaría enteramente si se los tratara sólo como productos empíricos". El loco, recordemos, adunó el concepto "podenco" con el concepto "golpe"; el loco, conjeturemos, dióle más importancia a la evitación del dolor que al gusto de golpear perros; el loco, finalmente, prefirió una paz real que un gusto ideal, hizo del respeto a los podencos sinónimo de paz y salud; el loco, si fundase secta, haría blasón con perro para representar la prudencia. 

Los símbolos, los signos, las señales, como en la religión, son útiles para "reificar" lo inexistente, para darle materia a la idea, forma a lo informe, sangre y carne al pecado (Mauriac), o alma, a palabras de Vico, a lo vacuo; son, diría un Borges citador de San Pablo, "las cosas que se esperan, demostración de cosas no vistas". Ya en la Escritura Sagrada, en el Salmo 115, hay testimonios de tan añeja necesidad humana; leemos: "Plata y oro son sus ídolos,/ obra de la mano del hombre./ Tienen boca y no hablan,/ tienen ojos y no ven,/ tienen orejas y no oyen,/ tienen nariz y no huelen". Baudrillard, estructuralista, es decir, amador de las urdimbres y desgracias invisibles que teje el lenguaje para que tengamos que´hacer, habla de los símbolos modernos (‘El sistema de los objetos’), que son lisos, sin junturas, perfectos, impenetrables, esto es, incapaces de comunicarse con otros símbolos, de hablar u oír a otros. Un símbolo de tal jaez es como una lengua sin cuerpo, como un ojo sin rostro, un gestuario sin alma.  

El loco, imposibilitado para discernir podencos y no podencos, sólo atisbaba los gestos principales que hacen de un perro un "perro" (ladrido, fidelidad). Mauricio Beuchot, en su ilustrativa obra ‘La semiótica’, alecciónanos: "También la lengua y el habla son dos aspectos del lenguaje. Podría decirse que la lengua es el lenguaje sin el habla, esto es, un sistema colectivo de signos, que se ejecutan por el habla del individuo". Ordenemos. El habla (cuerda de guzla, lírica, diría Rafael Cansinos Assens), nuestro modo de expresión cotidiano, pertenece al mundo de la pragmática; la lengua (cuerdas de lira, lírica en acción, drama, diría Schelling), habla adaptada a cierto entorno, es parte de la semántica; y el lenguaje (polifonía, épica, ristra de voces, diría Bajtín), lengua cosmopolita, suscrita está a la sintaxis, cuasi orden físico. 

Tal exégesis rompe un mito: el símbolo o mensaje o concepto es, ahora, ente versátil en lo material o fonético y en lo formal o morfológico, y nos permite comprender la anexa paráfrasis que Berman hizo de una frase del autor de ‘El Emilio’ (consultar ‘Todo lo sólido se desvanece en el aire’, de M. Berman): "Rousseau, en una de sus frases más perspicaces, escribió que las casas hacen un espacio urbano, pero los ciudadanos hacen una ciudad". Podemos entender, en oyendo al humanista, que la eficacia de un mensaje, ora un intrincado verso de Góngora (concepto entonado), ora un tango (el tango no es alacridad, no alegría, "ni materia ni espíritu", comentaría Dámaso), ya una nota periodística, ya una arenga política, depende menos de una estructura material (‘Sturm’) que de una estructura espiritual (‘Drang’), para usar el léxico de los Goethe. Los conceptos, como el álgebra de Riemann, como las letras para Scholem, como los números pitagóricos para los neoplatónicos, están entre lo fenoménico y lo eidético, y en la nada son edificios e intuiciones, y entre edificios son sosiegos o conceptos. 
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