hace objeto (axiomas, postulados, según Kant), ente, cosa, ‘res’, y quien lo fragua y emite debe responsabilizarse de él, hacerse cargo, procurarlo, ser su procurador, su dictaminador.
El rico Camacho, hipócrita o mascarada del ‘Quijote’, cásase
con Quiteria, que era de Basilio; en sus bodas Camacho urde un espectáculo
escénico, un retablo en el que el ‘Interés’ y el ‘Amor’ son los protagonistas;
úrdese concepto para cada uno de ellos, y el ‘Amor’ termina siendo tetralogía
hecha de ‘Discreción’, ‘Valentía’, ‘Poesía’ y ‘Linaje’, y el ‘Interés’ ente
hecho de ‘Paz’, ‘Liberalidad’, ‘Dádiva’ y ‘Tesoro’. ¿No serían todos estos
segundos nombres, apellidos y adjetivaciones ("amor" discreto,
"amor" valiente; "interés" liberal, "interés"
dadivoso), para Spinoza, meras modalidades de dos substancias? ¿No está en el
concepto la elasticidad de todo objeto? Los conceptos, productos del
entendimiento, contienen atributos de las cosas, pero no abarcan todas las
cosas ni todas las relaciones que las cosas pueden experimentar (ver la ‘Ética’,
de Spinoza).
Un loco, en la novedosa de Cervantes, inflaba y golpeaba
perros; el loco, un día, merced a su maldad y a que escarneció a un podenco
perro de vengativo dueño, fue golpeado; lastimado, aprendió el loco que los
podencos no se tocan, pero como loco era llegó a creer que todos los perros
eran podencos, o por mejor decir, cegado aplicó el concepto de
"podenco" a todos los perros. "Este es podenco", aseveraba
el descabalado personaje, que vio trocada su percepción luego de sendos y bien
recibidos porrazos. Notamos, luego de leer el bello pasaje quijotil, que los
signos, símbolos o síntesis que esgrimimos para rotular objetos pueden
engañarnos, pero también darnos conocimiento. Santo Tomás ha dicho: "El
signo es aquello por lo que alguien llega al conocimiento de otra cosa".
Vayamos, como Rocinante, contemplando despacio las manchas semióticas.
¿Cómo nacen tales caminos, signos, nombres, señales, o en
jerga de Wittgenstein, "letreros"? Dos hipótesis hay. Una asegúranos
que nacen de las onomatopeyas, y otra que de las interjecciones; la de allá,
aristotélica, asegura que se encuentran en el chirriar del tren o en el ladrar
del perro, y la de acá, platónica, que están en nosotros y que brotan hechos
gritos y murmullos; la primera, aparencial, capaz es de engañarnos; la segunda,
psicológica, también. Santo Tomás ha hablado de "conocimiento". ¿Todo
nuestro saber ha de ser empírico? En su ‘Crítica de la Razón Pura’ el nunca
inactual Kant sentencia que "el uso de los conceptos puros del
entendimiento variaría enteramente si se los tratara sólo como productos
empíricos". El loco, recordemos, adunó el concepto "podenco" con
el concepto "golpe"; el loco, conjeturemos, dióle más importancia a
la evitación del dolor que al gusto de golpear perros; el loco, finalmente, prefirió
una paz real que un gusto ideal, hizo del respeto a los podencos sinónimo de
paz y salud; el loco, si fundase secta, haría blasón con perro para representar
la prudencia.
Los símbolos, los signos, las señales, como en la religión,
son útiles para "reificar" lo inexistente, para darle materia a la
idea, forma a lo informe, sangre y carne al pecado (Mauriac), o alma, a
palabras de Vico, a lo vacuo; son, diría un Borges citador de San Pablo,
"las cosas que se esperan, demostración de cosas no vistas". Ya en la
Escritura Sagrada, en el Salmo 115, hay testimonios de tan añeja necesidad
humana; leemos: "Plata y oro son sus ídolos,/ obra de la mano del hombre./
Tienen boca y no hablan,/ tienen ojos y no ven,/ tienen orejas y no oyen,/
tienen nariz y no huelen". Baudrillard, estructuralista, es decir, amador
de las urdimbres y desgracias invisibles que teje el lenguaje para que tengamos
que´hacer, habla de los símbolos modernos (‘El sistema de los objetos’), que
son lisos, sin junturas, perfectos, impenetrables, esto es, incapaces de
comunicarse con otros símbolos, de hablar u oír a otros. Un símbolo de tal jaez
es como una lengua sin cuerpo, como un ojo sin rostro, un gestuario sin alma.
El loco, imposibilitado para discernir podencos y no
podencos, sólo atisbaba los gestos principales que hacen de un perro un
"perro" (ladrido, fidelidad). Mauricio Beuchot, en su ilustrativa
obra ‘La semiótica’, alecciónanos: "También
la lengua y el habla son dos aspectos del lenguaje. Podría decirse que la
lengua es el lenguaje sin el habla, esto es, un sistema colectivo de signos,
que se ejecutan por el habla del individuo". Ordenemos. El habla
(cuerda de guzla, lírica, diría Rafael Cansinos Assens), nuestro modo de
expresión cotidiano, pertenece al mundo de la pragmática; la lengua (cuerdas de
lira, lírica en acción, drama, diría Schelling), habla adaptada a cierto
entorno, es parte de la semántica; y el lenguaje (polifonía, épica, ristra de
voces, diría Bajtín), lengua cosmopolita, suscrita está a la sintaxis, cuasi orden
físico.
Tal exégesis rompe un mito: el símbolo o mensaje o concepto
es, ahora, ente versátil en lo material o fonético y en lo formal o
morfológico, y nos permite comprender la anexa paráfrasis que Berman hizo de
una frase del autor de ‘El Emilio’ (consultar ‘Todo lo sólido se desvanece en
el aire’, de M. Berman): "Rousseau,
en una de sus frases más perspicaces, escribió que las casas hacen un espacio
urbano, pero los ciudadanos hacen una ciudad". Podemos entender, en
oyendo al humanista, que la eficacia de un mensaje, ora un intrincado verso de
Góngora (concepto entonado), ora un tango (el tango no es alacridad, no
alegría, "ni materia ni espíritu", comentaría Dámaso), ya una nota
periodística, ya una arenga política, depende menos de una estructura material
(‘Sturm’) que de una estructura espiritual (‘Drang’), para usar el léxico de
los Goethe. Los conceptos, como el álgebra de Riemann, como las letras para
Scholem, como los números pitagóricos para los neoplatónicos, están entre lo
fenoménico y lo eidético, y en la nada son edificios e intuiciones, y entre
edificios son sosiegos o conceptos.
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