entre cine de autor y afinidad electiva de los espectadores.
La peculiaridad de Tabú es que se trata de una
película de vanguardia que logra ser amada por el amante del cine clásico.
Todos los recursos estilísticos que pone en juego, desde hacer que gran parte
del metraje fuera mudo, antes de que se estrenara y se conociera The
Artist, hasta combinar el blanco y negro en 2 formatos de película diferentes,
16mm y 35mm, están al servicio de una mirada singular que justifica plenamente
el adagio de ‘cine de autor’ a los reticentes y a los nostálgicos de las
décadas doradas de la producción industrial en Hollywood. Tabú es una
obra que se sumerge en África para contar una historia de amor en las colonias
portuguesas del continente, pero que también nos muestra el porvenir de un
romance frustrado. Y, cómo no, en un movimiento magistral, la terrible mentira
que el hombre blanco hizo vivir al hombre negro, y a sí mismo, en ese territorio.
Hablar de contrastes en relación a Tabú es dar
sólo una vaga idea de lo que nos encontramos en el film. Primero está
lejanamente inspirada en una obra de 1931 de F. W. Murnau del mismo título, que
no pudo ver estrenada al morir a los 42 años. El Tabú de Murnau quiso
rodarse en África, aunque finalmente fue llevado al Pacífico Sur, y también fue
una película muda de amor, pero ahí se acaban las similitudes. Gomes lo
traslada al Mozambique colonial de los años 50, un pasado con el que los
portugueses están reconciliados gracias al triunfo de la Revolución de los
Claveles, y hace que una historia llena de humor, de anacronismos, de música
ye-ye y de inteligencia, comparta metraje en la parte sonora del filme con la
narración del Portugal contemporáneo donde una anciana, la amada de 60 años
atrás, es una adicta al juego que va perdiendo la memoria de todo excepto de
aquel primer anhelo parecido a un destino.
De Tabú extraemos tantas conclusiones que es la
realidad la que finalmente parece superficial comparada con el velo onírico de
este Tabú y su narcosis. La épica, a la que tan aficionado es el cine
de masas, se ha vuelto un territorio en el que se oculta que el relato
victorioso se escribe a medias entre los que quieren ser absueltos de su juicio
y los que temen mirar atrás. Los derrotados vuelven a casa diciendo que no
participaron en batalla alguna. Los enamorados recuerdan durante toda la vida
la geografía de una ciudad que sólo existió en el interior de su amor. Los
espectadores rememoran esa parte del pasado como si se tratara del coma del
progreso, y tienen razón cuando nos lo enseñan como una pesadilla de erradas
absoluciones, y condenas, que han sido causa de este presente insatisfactorio
en el que vivimos. Tabú los desmiente un poco a todos, excepto al
público. El ayer, cuando se da forma a una obra de arte, es una pugna entre
subjetividad e Historia.
Del delirio del colonialismo europeo en África queda la
fantasía del paternalismo y la civilización a cambio de un precario bienestar
que esclaviza a tantos. Los que vivieron su juventud en un ambiente opresivo e
inmoral no recuerdan lo opresivo y lo inmoral, sino su propia juventud, edad
del ensueño por excelencia, que, si no es hurtada por la ausencia de un mínimo
confort, es siempre territorio de maravillosos recuerdos. Pero algo falla en
ese relato, que se le da desde arriba hecho a las sociedades, porque muchos de
sus pobladores terminan desorientados, incapaces de anticipar el porvenir,
pretendiendo prolongar ad infinitum el siglo XIX o los que le precedieron,
cargando con las consecuencias de una razón conservadora, privada y debida a
intereses que les son desconocidos, que ha provocado que a menudo sea
inevitable la infelicidad.
Pese a todo, tal línea de pensamiento, puede ser destilada a
través del arte. Entonces muchos entienden lo que les ha sido negado entender.
No todo era belleza cuando diste tu primer beso, quizás muy poco, incluso en
África, excepto tú ofreciéndolo todo a cambio de nada. No fue la vida quién te
impidió ser quien pudieras haber sido, sino un orden de cosas que ignorabas y
que has pretendido seguir ignorando. Es cierto cuando dices que no se parece
aquel curso natural de nuestra existencia con lo que hemos terminado por
aceptar que fuera real, incuestionable. Esto que repetimos incansablemente,
esta actividad mecánica y fingida, hace invisibles nuestras huellas y confunde
los recuerdos. No puedo creer que aunque nuestros rostros hayan cambiado no
seamos las mismas personas. En ocasiones probar las certezas es un tabú cuando
se mira al pasado porque van a ser inevitablemente refutadas.
El cine de Gomes nos devuelve mucho de lo que admiramos de
esa parte de la humanidad que son los portugueses. Esa ironía llena de ética,
que apenas se permite caer en el cinismo. Esa lengua que arrulla y que surge
como quien recita un poema cotidiano. Esa presencia, y ese abandono, de los que
no han perdido una guerra ni la han ganado, pero han luchado siempre, en una
batalla interminable. En Miguel Gomes prevalece un significado al hacer cine
que nos lleva a contemplarlo como si asistiéramos a un presente alternativo en
el que lo posible y lo imposible se debiera a categorías que el resto del
tiempo nos parecen inalcanzables. El relato es entonces una razón común, porque
va a alumbrarnos más allá de los mitos, porque nos empuja a creer que la verdad
es lo único que tiene sentido en este mundo.
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