la parca. Lo único que quería era terminar su libro, pero en París no podía trabajar tranquilo y a Burdeos no le daba el cuerpo para llegar, por eso aceptó una invitación a un palacete en el idílico Gournay, que quedaba a sólo medio día de París. Y así entró Marie de Jars, o Marie de Gournay, en la historia de la literatura.
El papá de Marie había hecho dinero, compró tierras, se hizo un palacio y mandó para allá “los doscientos libros que debía tener la biblioteca de un caballero”, para leerlos cuando se retirara a la campiña. Pero se murió antes, de golpe, y la familia tuvo que achicarse: dejaron París, terminaron en Gournay, desde allá la madre se desvivía por casar bien a las hijas, pero Marie le salió díscola, además de feúcha. Se encerraba en la biblioteca del padre para que no la peinaran ni la vistieran, ni le enseñaran modales. ¿Qué es lo que tanto te interesa de esa habitación llena de palabras?, le preguntaba la madre. Marie no contestaba; en cambio se leyó todos los libros que había en los estantes (para hacerlo tuvo que aprender sola latín, porque la mitad estaban en ese idioma) y después consiguió que un tío de París le dejara de regalo los libros que traía en sus visitas. Uno de ellos fue el de Montaigne. Cuando Marie se internó en él, no quiso salir más. Era tal la empatía que sentía con el libro que por momentos se preguntaba: ¿esto lo he escrito yo? Cuando supo que Montaigne estaba varado en París, le escribió una carta fervorosa (“Los antiguos están llorando por no haberlo tenido entre ellos”), le ofreció los aposentos de su padre en Gournay hasta que pudiera volver a Burdeos, le pidió que la considerara su hija.
Se sabe que la primera decepción de Montaigne al llegar a
Gournay fue la fealdad de Marie y la segunda, el arrebato con que ella le
aseguró que había nacido para leerlo, que nadie lo entendía como ella. Pero
también descubrió que esa criatura que se había educado por las suyas en
aquella biblioteca no sólo lo admiraba, sino que además era capaz de
descifrarle la letra (los latines que usaba Montaigne cuando se hablaba a sí
mismo) allí donde ni él mismo se entendía. Sabemos que Montaigne pasó cuatro
meses en Gournay y que no volvió a ver nunca más a Marie. Ella le escribía
todos los días, incluso le envió una novelita filosófica que escribió en su honor
(“El paseo con Monsieur Montaigne”); él nunca le contestó. Sin embargo, en su
lecho de muerte, sabiendo que ni su mujer ni su hija tenían interés en su obra,
y que su amigo Pierre de Brach ya tenía cierta edad y quería escribir sus
cosas, pidió que se encomendara a Madeimoselle de Gournay la edición de su
libro incorporando todos los agregados y correcciones. La viuda cumplió el
encargo a desgano y envió a Marie el mamotreto. La vida no había sido gentil
con ella entretanto: sus hermanas se habían casado, su madre había muerto, el
castillo se había vendido. El encargo llegaba en un momento providencial. Tan
extasiada estaba que entendió que le ofrecían pasar el resto de sus días en la
legendaria torre de Montaigne y partió con sus últimos ahorros a Burdeos, pero
la viuda logró sacársela de encima una vez que Marie completó el trabajo (“Ahora, hija, vaya a París y publique el
libro, y quédese allá velando por él”).
Marie no sólo dio a imprenta el libro de Montaigne en París.
Para mantener la llama viva, publicó también su novelita, a la que agregó como
prólogo la carta fervorosa con que invitó a su maestro a Gournay y, como
epílogo, la carta de Madame Montaigne. A continuación se sentó a esperar que
los fieles acudieran a su salón, y que esas veladas llegaran a oídos de
Marguerite de Valois, la famosa Reina Margot, para que ésta le diese una
pensión que le permitiera dedicarse de por vida a velar por Montaigne. Pero su
novelita causó más sensación que el libro de su maestro: los literatos la leían
entre risas y luego acudían a su salón para tener más anécdotas con que mofarse
de ella. La llamaban La Virgen de Mil Años. Margot se interesó en el personaje
y eso le complicó aún más las cosas a Marie, cuando la reina cayó en desgracia:
pasó a defenderla con tanto ardor como a Montaigne. Como ella, iniciaba cada
una de sus opiniones con las palabras: “Es
una mujer la que habla”. Escribió panfletos exigiendo la igualdad entre
hombres y mujeres con argumentos como éste: “Nada
se parece tanto a un gato en el alféizar como una gata”. Cuando le llegó
una carta en que el rey Jaime de Inglaterra le pedía una semblanza de sí misma
para una colección sobre las personalidades más relevantes de la época, creyó
por fin llegado el reconocimiento. Era una burla más: el manuscrito que envió
circuló de mano en mano y fue el hazmerreír de París. Pero Marie sobrevivió a
todo: a los enemigos de Margot, a las estrecheces económicas, a los que se
burlaron de ella, incluso a la viuda y a la hija de Montaigne. Muertas las
herederas, la obra del maestro quedó a su cargo, pero no tenía dinero para
hacer una nueva edición y mantener la llama viva, hasta que un día compareció
el cardenal Richelieu en la buhardilla donde vivía Marie con una criada y una
gata. Venía a darle una pensión vitalicia, por “sus desvelos en conservar el
viejo idioma”. La pensión era de cincuenta ducados anuales. Marie contestó que
tenía una criada que alimentar. El cardenal agregó cinco. Marie dijo que tenía
una gata; el cardenal agregó un ducado más. Marie dijo que la gata había tenido
gatitos. El cardenal pidió una pistola y preguntó dónde estaban los gatitos.
Lo cierto es que con esa pensión Marie hizo una nueva
edición del libro de su maestro, que es la que leemos hasta hoy. Cuando se
descubrió, siglos después, el manuscrito de Montaigne, juntando polvo en el
ático de su torre, se comprobó que las traducciones del latín hechas por Marie
eran perfectas. Sus libros, en cambio, son ilegibles, pero eso no importa. La
verdadera voz de Marie se oye adentro de la voz de Montaigne, y ya se sabe lo
que pasa cuando leemos a Montaigne: sentimos, como Marie, como el resto del
mundo, hombres y mujeres, no importa la época, que habla de nosotros, que
estamos ahí.
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