irresponsabilidad.
Es obvio que existe un problema de calado, cuyos
orígenes se remontan, incluso, a épocas anteriores a nuestra era. Se trata del
viejo problema de las Españas,
utilizando terminología de Bosch Gimpera. Ya en la Hispania Romana hubo pueblos
al norte, sobre todo en la zona de Euskal Herría y en buena parte de la franja pirenaica,
que permanecieron al margen de la romanización. Pero, incluso, en los
territorios peninsulares que permanecieron bajo el control imperial, tampoco
existía una unidad, pues cada provincia, vivía de manera independiente y se
subordinaba directamente con Roma. Tampoco los visigodos y los islámicos
consiguieron la ansiada integración peninsular. En la Reconquista fueron
apareciendo distintos reinos, el de León, fusionado ya en el siglo XIII con el
de Castilla, el de Aragón, el de Navarra y el Granada que convivieron, unas veces
pacíficamente y, otras, enfrentados. El reino de Granada fue incorporado de
forma violenta en 1492 y exactamente igual se hizo con el de Navarra en 1512.
Pero los Reyes Católicos solo lograron un
conglomerado de reinos unidos por una corona común. Se trataba de propiedades
patrimoniales en las que cada reino mantuvo sus leyes, usos y costumbres, sin
más denominador común que su subordinación a la dinastía de los Habsburgo. Bajo
el reinado de Felipe IV, el Conde Duque de Olivares intentó infructuosamente
una centralización, que finalmente lograría Felipe V con los famosos Decretos
de Nueva Planta de 1707, 1715 y 1716. Los territorios del antiguo reino de
Aragón, sufrieron de manera forzada y a regañadientes la uniformización, de la
que se salvaron el País Vasco y Navarra por su leal colaboración con el bando
borbónico. Pero la sensación de derrota, en algunos territorios del antiguo
reino de Aragón, ha perdurado hasta nuestros días.
En el siglo XIX hubo nuevos intentos de
solucionar el problema, mediante la creación de un Estado Federal. En la propia
Euskal Herría surgió el independentismo pero también un amplio movimiento
intelectual a favor de la federación de los pueblos de España. En ese
movimiento brillaron un nutrido grupo de intelectuales, de muy diversas ramas
humanísticas, como Juan Carlos Guerra, Serapio Múgica, Telesforo de Aranzadi, Domingo
de Aguirre, Julio Urquijo, Carmelo Echegaray o Julio Campión, entre otros. También
en Cataluña descolló toda una legión de intelectuales, desde Prat de la Riba a
Pi y Margall, y ya en el siglo XX los Companys, Maciá y Rovira y Vigili, entre
otros, que defendieron la salida federal. Sin embargo, tras el fallido intento federativo de la I
República, en el Sexenio Revolucionario, que acabó en un cantonalismo ridículo,
las fuerzas armadas volvieron al status quo previo, es decir, a la imposición
del centralismo.
En el siglo XX, continuó ese problema que
Nicolau d´Olwer llamó de deseo de unión e
imposibilidad de amalgama entre los distintos pueblos de España. En los
años veinte hubo una emergencia de reivindicaciones nacionalistas de las que se
lamentaba Ortega y Gasset en su España
Invertebrada. Todo el que se manifestaba contra el centralismo de Madrid
era tildado de antipatriota. En ese efímero oasis que fue la II República se
produjo el último gran intento de afrontar el problema, aprobando una nueva
Constitución progresista y federal en la que muchos depositaron todas sus ilusiones.
Pero el proyecto volvió a fracasar, por la incapacidad de las élites
conservadoras a aceptar el programa de reformas en materia agrícola, educativa,
territorial y religiosa. Las dos Españas terminaron enfrentadas de nuevo en una
guerra fraternal que acabó con la dramática aniquilación del bando republicano
e izquierdista. El proyecto federal quedó proscrito durante el franquismo, e
incluso después de la muerte del dictador.
Durante la transición, se intentó no disgustar
en exceso a los tradicionalistas, centralistas y conservadores que habían
controlado el poder en España durante treinta y seis años. Por eso se optó por
un federalismo descafeinado, llamado Estado de las Autonomías, que evitaba
afrontar directamente el problema de las Españas. De alguna forma se estimó,
quizás con acierto, que en aquellos difíciles momentos de la Transición, la
mejor opción era un pacto de mínimos para todos. Pero el problema no estaba resuelto
y, en el fondo, todos sabían que antes o después habría que afrontar de manera
más o menos definitiva el problema. Y en éstas andamos.
Yo creo que, llegados a este punto, las cosas
están meridianamente claras: en este pequeño apéndice suroccidental de Europa
llevamos siglos conviviendo –y en otras ocasiones malviviendo- unos pueblos con
otros. Existe un problema cuya solución se ha aplazado durante demasiado tiempo;
y el tiempo se acaba, pues el enfrentamiento y la desazón entre unos españoles
y otros pueden llegar a un punto de difícil retorno. Reformemos la Constitución
para dar cabida en ella a todos los pueblos de España, cerrando viejas heridas.
Aprobemos una reforma constitucional que goce de nuevo del apoyo de la inmensa
mayoría de los españoles y que aporte su espacio vital a catalanes, vascos,
gallegos, canarios, andaluces, murcianos… Hagamos que todos nos sintamos a
gusto en nuestro nuevo Estado. Urge una segunda transición que pasa
necesariamente por la reforma de la constitución de 1978 y por la conversión de
España en un Estado Federal. Sembremos las bases para una buena convivencia
durante el siglo XXI y solucionemos, de una vez por todas, el problema de la invertebración de España. En definitiva,
dejemos atrás por fin la España del siglo XX y creemos la del siglo XXI. Una Federación
de Naciones Ibéricas en las que todos quepamos. En esta nueva España Federal, fundada
sobre el respeto y la simpatía mutua, puede estar la clave de la buena
convivencia entre todos los habitantes de esta vieja y maltratada piel de toro.
Esteban Mira Caballos es doctor
en Historia de América y miembro correspondiente extranjero de la Academia
Dominicana de la Historia.
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