“Tres pasiones, simples, pero abrumadoramente intensas, han gobernado mi vida: el ansia de amor, la búsqueda del conocimiento y una insoportable piedad por los sufrimientos de la humanidad. Estas tres pasiones, como grandes vendavales, me han llevado de acá para allá, por una ruta cambiante, sobre un profundo océano de angustia, hasta el borde mismo de la desesperación” — Bertrand Russell

1/12/13

España | Pasado, presente y futuro de un proyecto de Estado

Esteban Mira Caballos  |  De nuevo estamos viviendo, con más vigor que nunca, las fuerzas centrípetas que cuestionan la unidad de España y la viabilidad de este viejo proyecto de Estado. Las Comunidades Autónomas de Cataluña y el País Vasco están reivindicando desde hace tiempo su derecho a decidir, con la intención premeditada de abandonar este Estado plurinacional llamado España. La oposición del resto de los españoles nace del convencimiento fundado de que hay serias posibilidades de que en ambos territorios triunfen los secesionistas. Precisamente, se acaban de conocer las últimas encuestas de la Generalitat de Cataluña y más del 54 % apoyaría la secesión frente a menos de un 30% que votaría en contra. Ello demuestra la magnitud del problema que no es cosa, ni por asomo, de una minoría radical. Los independentistas casi duplican en número a los partidarios de la permanencia. Por ello, minimizar a los independentistas o negar la existencia de un problema de fondo es un acto de
irresponsabilidad. 

Es obvio que existe un problema de calado, cuyos orígenes se remontan, incluso, a épocas anteriores a nuestra era. Se trata del viejo problema de las Españas, utilizando terminología de Bosch Gimpera. Ya en la Hispania Romana hubo pueblos al norte, sobre todo en la zona de Euskal Herría y en buena parte de la franja pirenaica, que permanecieron al margen de la romanización. Pero, incluso, en los territorios peninsulares que permanecieron bajo el control imperial, tampoco existía una unidad, pues cada provincia, vivía de manera independiente y se subordinaba directamente con Roma. Tampoco los visigodos y los islámicos consiguieron la ansiada integración peninsular. En la Reconquista fueron apareciendo distintos reinos, el de León, fusionado ya en el siglo XIII con el de Castilla, el de Aragón, el de Navarra y el Granada que convivieron, unas veces pacíficamente y, otras, enfrentados. El reino de Granada fue incorporado de forma violenta en 1492 y exactamente igual se hizo con el de Navarra en 1512.

Pero los Reyes Católicos solo lograron un conglomerado de reinos unidos por una corona común. Se trataba de propiedades patrimoniales en las que cada reino mantuvo sus leyes, usos y costumbres, sin más denominador común que su subordinación a la dinastía de los Habsburgo. Bajo el reinado de Felipe IV, el Conde Duque de Olivares intentó infructuosamente una centralización, que finalmente lograría Felipe V con los famosos Decretos de Nueva Planta de 1707, 1715 y 1716. Los territorios del antiguo reino de Aragón, sufrieron de manera forzada y a regañadientes la uniformización, de la que se salvaron el País Vasco y Navarra por su leal colaboración con el bando borbónico. Pero la sensación de derrota, en algunos territorios del antiguo reino de Aragón, ha perdurado hasta nuestros días.      

En el siglo XIX hubo nuevos intentos de solucionar el problema, mediante la creación de un Estado Federal. En la propia Euskal Herría surgió el independentismo pero también un amplio movimiento intelectual a favor de la federación de los pueblos de España. En ese movimiento brillaron un nutrido grupo de intelectuales, de muy diversas ramas humanísticas, como Juan Carlos Guerra, Serapio Múgica, Telesforo de Aranzadi, Domingo de Aguirre, Julio Urquijo, Carmelo Echegaray o Julio Campión, entre otros. También en Cataluña descolló toda una legión de intelectuales, desde Prat de la Riba a Pi y Margall, y ya en el siglo XX los Companys, Maciá y Rovira y Vigili, entre otros, que defendieron la salida federal. Sin embargo,  tras el fallido intento federativo de la I República, en el Sexenio Revolucionario, que acabó en un cantonalismo ridículo, las fuerzas armadas volvieron al status quo previo, es decir, a la imposición del centralismo.

En el siglo XX, continuó ese problema que Nicolau d´Olwer llamó de deseo de unión e imposibilidad de amalgama entre los distintos pueblos de España. En los años veinte hubo una emergencia de reivindicaciones nacionalistas de las que se lamentaba Ortega y Gasset en su España Invertebrada. Todo el que se manifestaba contra el centralismo de Madrid era tildado de antipatriota. En ese efímero oasis que fue la II República se produjo el último gran intento de afrontar el problema, aprobando una nueva Constitución progresista y federal en la que muchos depositaron todas sus ilusiones. Pero el proyecto volvió a fracasar, por la incapacidad de las élites conservadoras a aceptar el programa de reformas en materia agrícola, educativa, territorial y religiosa. Las dos Españas terminaron enfrentadas de nuevo en una guerra fraternal que acabó con la dramática aniquilación del bando republicano e izquierdista. El proyecto federal quedó proscrito durante el franquismo, e incluso después de la muerte del dictador.

Durante la transición, se intentó no disgustar en exceso a los tradicionalistas, centralistas y conservadores que habían controlado el poder en España durante treinta y seis años. Por eso se optó por un federalismo descafeinado, llamado Estado de las Autonomías, que evitaba afrontar directamente el problema de las Españas. De alguna forma se estimó, quizás con acierto, que en aquellos difíciles momentos de la Transición, la mejor opción era un pacto de mínimos para todos. Pero el problema no estaba resuelto y, en el fondo, todos sabían que antes o después habría que afrontar de manera más o menos definitiva el problema. Y en éstas andamos.

Yo creo que, llegados a este punto, las cosas están meridianamente claras: en este pequeño apéndice suroccidental de Europa llevamos siglos conviviendo –y en otras ocasiones malviviendo- unos pueblos con otros. Existe un problema cuya solución se ha aplazado durante demasiado tiempo; y el tiempo se acaba, pues el enfrentamiento y la desazón entre unos españoles y otros pueden llegar a un punto de difícil retorno. Reformemos la Constitución para dar cabida en ella a todos los pueblos de España, cerrando viejas heridas. Aprobemos una reforma constitucional que goce de nuevo del apoyo de la inmensa mayoría de los españoles y que aporte su espacio vital a catalanes, vascos, gallegos, canarios, andaluces, murcianos… Hagamos que todos nos sintamos a gusto en nuestro nuevo Estado. Urge una segunda transición que pasa necesariamente por la reforma de la constitución de 1978 y por la conversión de España en un Estado Federal. Sembremos las bases para una buena convivencia durante el siglo XXI y solucionemos, de una vez por todas, el problema de la invertebración de España. En definitiva, dejemos atrás por fin la España del siglo XX y creemos la del siglo XXI. Una Federación de Naciones Ibéricas en las que todos quepamos. En esta nueva España Federal, fundada sobre el respeto y la simpatía mutua, puede estar la clave de la buena convivencia entre todos los habitantes de esta vieja y maltratada piel de toro.

Esteban Mira Caballos es doctor en Historia de América y miembro correspondiente extranjero de la Academia Dominicana de la Historia.
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