cotidiana, interpretaciones de las nuevas formas de cultura como el cine y la fotografía. Escribió sobre las teorías del lenguaje y presentó charlas radiales para niños.
A Benjamin le atraía una amplia variedad de temas: la
literatura de los períodos Barroco, Romántico y Moderno, la filosofía de la
historia, las dinámicas sociales de la tecnología, el París del siglo XIX, el
fascismo y el militarismo, la ciudad, el tiempo capitalista, la infancia, la
memoria, el arte y la fotografía. Dada su propia existencia precaria como
escritor independiente, una de las preocupaciones clave de Benjamin era la
comprensión del cambio de la condición del intelectual, del escritor y del
artista a lo largo del período de la industrialización capitalista. Rastreó,
por ejemplo, el cambiante destino de la avant-garde en la Francia del
siglo XIX. Quería entender las formas en que el artista se hallaba atrapado por
las contradicciones del capital. En sus estudios sobre Charles Baudelaire, por
ejemplo, señaló la manera en la que el fracaso de la revolución social de fines
del siglo XIX y la ineludible ley del mercado, forjaron una curtida camada de
trabajadores del conocimiento condenada a llevar sus productos al mercado. Esta intelligentsia pensaba
que iba allí solamente a observarlo, pero en realidad, –dice Benjamin–, iban a
encontrar un comprador. Esto desencadenó todo tipo de respuestas: la
competencia, el manifestoísmo, la rebelión nihilista, los bufones de la corte,
el periodismo barato, el ideologismo. Benjamin diagnosticó la condición de los
trabajadores de la cultura que le precedieron, siempre tendiendo a evaluar sus
posiciones de clase y políticas. Reflexionó sobre su propio rol de crítico en
un doble sentido, como crítico literario y como crítico social –y las
correlaciones entre ambos, en particular mientras trabajaba en la propuesta de
una revista cultural y política junto a Brecht y otros, que fuera llamada Crisis
y Crítica.
Su ensayo más famoso, “Das
Kunstwerk im Zeitalter seiner Reproduzierbarkeit” [“La obra de arte en la
época de su reproductibilidad técnica”], de mediados de la década de 1930, y su
conferencia para un círculo comunista “Der Autor als Produzent” [“El autor como
productor”], de 1934, representaron investigaciones sobre las posibilidades que
se les habían abierto a los trabajadores de la cultura de la izquierda crítica
contemporánea luego de la Revolución rusa y del surgimiento de nuevas
tecnologías de la cultura mediática, notablemente, la fotografía y el cine.
Analizó lo que las nuevas formas de cultura de masas existentes –la radio, el
film, la fotografía, el fotomontaje, los corresponsales de los periódicos–
significaban en el esquema más amplio del mundo social, y de qué manera los
fenómenos como la reproducción en masa cambiaban las relaciones de los hombres
con la cultura del pasado y del presente. Examinó estrategias que pudieran
evitar las presiones que tienen los artistas a ser individualistas,
competitivos o promotores del arte como una nueva religión o una evasión de lo
“político”. Evaluó los esfuerzos del artista para elaborar formas culturales que
no pudieran ser apropiadas por el fascismo.
Una de las peculiaridades de Benjamin es que sobre él
posaron sus miradas muchas y diversas disciplinas y sectores interesados. Fue
reconocido, hasta cierto punto, por críticos literarios, artistas, teóricos sociales,
historiadores, analistas de cine, sociólogos y filósofos. Ha sido interpretado
en una amplia variedad de formas –formas contradictorias: algunos lo han
asimilado con la corriente del Marxismo Occidental debido a la fuerte
influencia que la obra de Georg Lukács de 1924, Historia y conciencia de
clase, ejerció sobre su obra. Estaba íntimamente familiarizado también con
otros representantes de dicha corriente como Theodor Adorno, Max Horkheimer y
Ernst Bloch. Otros lo han ubicado más en el campo del marxismo activista
clásico, aunque esto dentro de un marco brechtiano, con una afinidad al
leninismo y al activismo. Algunos, incluso, han concebido su contribución a
través de la lente de Derrida y el posestructuralismo, haciendo con frecuencia
un fetichismo de la ruina y el fragmentario –y en última instancia absurdo–
sentido de toda forma. Otros han alineado aspectos de su pensamiento con la
filosofía de Heidegger –a pesar del hecho de que Heidegger representaba para
Benjamin una verdadera molestia debido a su ahistoricismo o, lo que es más, por
ser un representante de la mirada idealista que Benjamin quería ver aniquilada.
Es difícil encasillar a Benjamin porque él rechaza toda
clasificación tradicional del conocimiento. Se sentía tan a gusto en el extraño
lirismo de la poesía de Charles Baudelaire como en la última película de
Hollywood. Estaba fascinado tanto con el drama barroco como con los dibujos
animados. Reflexionó sobre la teoría del lenguaje arcano y la teología, tanto
como sobre la moda y las construcciones en hierro, vidrio o acero. Era un
defensor del surrealismo y un admirador de Charlie Chaplin –y no veía a uno muy
diferente del otro. Aunque observó que ambos podían ser interpretados de manera
diferente por quienes querían que a la cultura se le asociaran ciertos tipos de
valor (la autoproclamada gente culta) y por quienes se consideraban a sí mismos
vedados del acceso a ciertas formas de cultura (las masas aparentemente sin
cultura).
¿Qué es entonces lo que une todo esto? Un compromiso por comprender
los arabescos de la experiencia, la respuesta subjetiva a los distintos
ambientes, la manera de habitar los ambientes y cómo dicha forma de habitarlos
–dígase un pasaje, una casa, una biblioteca, un barco, un escenario teatral o
un auditorio– produce en nuestra experiencia, que invaden, e invocan nuestros
sueños.
Benjamin describió la experiencia en las capitales europeas
–París en particular– en el siglo XIX. Consideró este período como la
emergencia de la conciencia individual. Fue testigo del surgimiento del
individualismo, de la existencia privatizada, a la vez que veía de manera
simultánea también la emergencia de una conciencia colectiva –la de la sociedad
de masas, por medio de la cual las masas son arrastradas hacia los espectáculos
de la sociedad urbana, hacia las diversiones de los placeres de la urbe y los
aturdimientos de la ideología. Benjamin llama a esto el “estado de sueño más
profundo”. Hay un espacio arquitectural que enmarca esta experiencia. Son los
pasajes. Escribe:
El siglo XIX, un período (un tiempo onírico) en el que la conciencia individual, en la reflexión, continúa manteniéndose, mientras que la conciencia colectiva, por el contrario, se adormece en un sueño cada vez más profundo. El durmiente –sin distinguirse en esto del loco– inicia el viaje macrocósmico mediante su cuerpo. Pero los ruidos y las sensaciones de su interior, que en la persona sana y despierta se diluyen en el mar de la salud –presión arterial, movimientos intestinales, pulso y tono muscular–, engendran en sus sentidos interiores de inaudita agudeza, el delirio o la imagen onírica, que los traducen y explican. Así le ocurre también al colectivo onírico, el cual, al adentrarse en los pasajes, se adentra en su propio interior. Este colectivo es el que tenemos que investigar para interpretar el siglo XIX –en la moda y en la publicidad, en las construcciones y en la política– como consecuencia de su historia onírica1.
La moda, la publicidad, las construcciones, son el producto
del capital, del capitalismo urbano de masas, pero ellas también alimentan y
dan vida a los sueños, las fantasías, la vida interna de lo colectivo y, de
este modo, las mayores investigaciones sobre el largo de los vestidos, los
colores de la publicidad y los contornos de los edificios pueden ayudar a
discernir por qué un siglo de guerras estaba en el horizonte en el final del
siglo XIX, o por qué la revolución logra estremecerse cobrando vida. Benjamin,
por lo tanto, es una figura que toma muy en serio las texturas de la vida
cotidiana, pero no como banalidades sino como componentes importantes de la
vida política, como pistas históricas. Y este aspecto histórico está en el
centro de ella. La obra de Benjamin es rigurosamente histórica.
Los parámetros de la experiencia cambian a través del tiempo
y son cambiables en el tiempo. En la década de 1930 escribe sobre su propia
experiencia del 1914 –una experiencia que lo marcó profundamente e hizo de él,
y de muchos intelectuales de su generación, un revolucionario:
Una generación que había ido a la escuela en tranvía tirado por caballos, se encontró indefensa en un paisaje en el que todo menos las nubes había cambiado, y en cuyo centro, en un campo de fuerzas de explosiones y corrientes destructoras estaba el mínimo, quebradizo cuerpo humano2.
El marco de Benjamin es el del imperialismo y el
capitalismo. La manera en la que nuestras subjetividades están formadas por los
mismos y la manera en la que nuestras actividades los obstaculizan o promueven.
Su interés en el surrealismo permite alguna reflexión sobre su “estética
política”, algo que no fue de su exclusividad. El surrealismo es un movimiento
artístico que incorpora la energía de las revueltas y en cierta manera se
rebela contra la misma existencia del arte, aunque esto no impide que los surrealistas
produzcan objetos de arte. La energía y motivación del surrealismo derivan de
sus esfuerzos por unir lo cotidiano con el arte. En muchos sentidos, descubre
momentos estéticos no en la galería sino en configuraciones azarosas en la
calle, en la publicidad y en los desechos de la cultura comercial capitalista,
que presenta absurdas, poderosas –y en ocasiones siniestras– fantasías. El
surrealismo encuentra valor estético en los sueños de todos– desafiando así la
idea de que el artista es una persona especial. El surrealismo estaba más
interesado en la escritura automática, en el garabateo automático, con la
esperanza de acceder así al inconsciente, a los impulsos no racionales. Si se
accede al inconsciente, las cadenas sociales podrían sacudirse o desafiarse.
Los surrealistas representaron, a final de cuentas, un extenso abanico político
que abarcó desde la tolerancia de Dalí al fascismo, pasando por el rechazo
esteticista de la política, hasta el marxismo de Breton. En 1938, el escritor
surrealista André Breton, el revolucionario León Trotsky y, en menor medida, el
muralista Diego Rivera colaboraron en el “Manifiesto por un arte revolucionario
independiente”. El folleto fue un golpe al abuso del arte y los artistas del
estalinismo y del nazismo, regímenes que instrumentalizaban el arte al servicio
del Estado. Y ambos regímenes que controlaban estrictamente la forma que el
arte adquiría –en breve, éste debía ser realista, ilusionista y glorificador
del líder, brindando fantasías en tecnicolor sobre lo maravillosa que es la
vida bajo el mando del benevolente dictador. En el folleto, Breton y Trotsky
defienden que el arte debe ser libre: “El arte verdadero, no puede no ser
revolucionario, es decir, no aspirar a una reconstrucción completa y radical de
la sociedad”3. Hay algo en el arte como actividad que es inherentemente
revolucionario –es la capacidad imaginativa del arte, su capacidad de percibir
el mundo desde diversos puntos de vista, de rehacerlo con pintura o arcilla.
Pero el arte tiene que ser libre para explorar el mundo en sus propios
términos. Sus formas y temas no pueden ser dictados. La búsqueda de nuevas
formas era una parte tan importante del impulso revolucionario como lo era la
afinidad natural del artista a rebelarse. Este era el pensamiento que Benjamin
adoptó y propuso también.
Al momento de su muerte en la frontera española, a Benjamin
ya le habían quitado la nacionalidad alemana, precisamente debido a un ensayo
que escribió para una revista comunista, Das Wort, sobre la decadencia del
arte fascista y el régimen nazi. Con la victoria del nazismo en Alemania y la
caída de Francia, su patria adoptiva, los espacios de una Europa segura se
contraían. El Este proveía muy pocas esperanzas también. A final de 1926 Benjamin
pasó dos meses en Moscú, con la idea de ver si esta estadía le ayudaba a
decidir si se afiliaba al Partido Comunista. Encontró una sociedad apasionada y
enérgica –con tendencias peligrosas al culto de los líderes y a la corrupción.
Para la década de 1930 la situación había empeorado. Ir a Medio Oriente no era
una opción. Un amigo sionista de su juventud, Gershom Scholem, había tratado
durante varios años de tentarlo para que fuera a Palestina, pero Benjamin no
encontraba el Estado Desértico, ni el Sionismo, atractivos. En su lugar, empezó
a seguir el camino de otros amigos e intelectuales europeos desplazados, como
Adorno, Horkheimer, Kracauer, Brecht, a Estados Unidos, con la esperanza de
obtener algún cargo académico, un puesto patrocinado por el gobierno, o,
simplemente la oportunidad de ofrecer su talento a los estudios de Hollywood.
Benjamin no logró salir de Europa.
Una perdurable imagen de Benjamin es la de un académico
solitario en la Biblioteca Nacional de París, donde recababa materiales para el Libro
de los Pasajes, debajo de lo que él describía como el crujiente susurro de las
hojas pintadas en el techo de edificio. Pero este era un hombre que vivía a
través de su contacto con los demás, y murió por exponerse en un mundo que se
había vuelto aun más despiadado que lo usual. ¿Y qué es del período
transcurrido desde ese momento hasta el presente? En esa biblioteca, donde fue
feliz, Benjamin excavó montañas de datos recolectados por archivistas y
rubricados con el distinguido sello de valor de la biblioteca. Los libros de
hoy en día se siguen publicando de la misma manera de siempre, pero, cada vez
más, internet se convierte en el archivo del presente. Puede que un sitio con
una ubicación tan precisa y tan empapado en historia, como lo es la Biblioteca
Nacional de París, deje de ser el lugar más adecuado para la investigación y el
análisis. Las proliferantes URL dispersan este archivo mundial y lo desplazan
en el tiempo. Estas son las condiciones del trabajo académico del presente.
¿Significa esto que el academicismo también, en algún momento, tuvo un aura,
simbolizada por las hojas crujientes, que ahora está perdida?
“Aura”, uno de los términos más asociados con Benjamin,
denota una originalidad e intangibilidad de la obra de arte original, ya sea acaparada
por un coleccionista privado u oculta en las galerías de difícil acceso de un
museo. Benjamin observó que el aura estaba perdiendo su fuerza en 1930, cuando
escribió sobre la reproductibilidad técnica y mecánica, mientras que el cine y
la fotografía no plantean ninguna existencia original y la imprenta permite que
la experiencia de toda obra de arte esté disponible para todos en algún formato
u otro. Pero el aura no ha desaparecido completamente de la escena.
Acertadamente, fue la propia reproductibilidad de las tesis de Benjamin sobre
esta reproducción lo que las hiciera tan preponderantes. Esta compresión del
ensayo, apenas unas pocas páginas fáciles de fotocopiar, su accesibilidad, su
disponibilidad en diversos textos o compendios, la claridad de sus argumentos
–una narrativa de transposiciones que acepta una lectura rápida,
retransmisiones reducidas a lo esencial–, todos estos factores han reforzado la
omnipresencia e imposibilidad de olvidar el ensayo “La obra de arte”, que sigue
siendo el trabajo de Benjamin más conocido y discutido. Es como si el ensayo
sobre la reproductibilidad hubiera sido diseñado para ser reproducido. No hay
duda de que lo fue –en varias versiones e idiomas; cada una de ellas
prolongando y proliferando la continuidad del ensayo. La última retransmisión
del ensayo es su traducción de un código a otro. Estas novedosas formas de
reproducción –el CD y la internet– inventaron nuevas formas de reactualizar la
predicción de Paul Valéry que está citada en “La obra de arte”. Valéry comparó
el suministro de agua, gas y electricidad en los hogares logrado mediante un
movimiento casi imperceptible de la mano, con un suministro doméstico de
imágenes visuales o auditivas, que aparecerán con un simple gesto de la mano,
apenas más que un signo. Si Benjamin estuviera presente hoy probablemente
señalaría cómo en el destellante mundo cibernético, que libera su ensayo en un
entorno digitalizado, siguen existiendo las relaciones de producción –conocidas
como derecho de reproducción, de propiedad, de autoría– irritantes como un
siempre-recurrente síntoma de una enfermedad social.
Notas
1. Según la edición en español de Walter Benjamin, Libro
de los pasajes, Madrid, Akal, 2007, p. 394.
2. Según la edición en español de Walter Benjamin, Experiencia
y pobreza, Madrid, Taurus, 1982.
3. Según la edición en castellano de León Trotsky, Literatura
y revolución, Buenos Aires, Crux, 1989.
Esther Leslie |
Esther Leslie es catedrática
honoraria en Estética Política en el Birkbeck College de la Universidad de
Londres. Interesada en la tradición marxista, es miembro de los comités
editoriales de las revistas Historical Materialism, Radical
Philosophy y Revolutionary History. Ha publicado dos libros dedicados
a la figura y obra de Benjamin: Walter Benjamin: Overpowering Conformism (2000)
y Walter Benjamin (2007). Ha traducido también Walter Benjamin:
The Archives (2007). Entre otros trabajos ha publicado ademásHollywood
Flatlands, Animation, Critical Theory and the Avant Garde y Synthetic
Worlds: Nature, Art and the Chemical Industry, además de la traducción de Georg
Lukács, A Defence of History and Class Consciousness.
Traducción del inglés por Alejandra
Ríos
http://ideasdeizquierda.org/ |