Antes de la crisis financiera, Europa era la región del
mundo donde los movimientos ambientalistas y ecologistas tenían más visibilidad
política y donde la narrativa de la necesidad de complementar el pacto social
con el pacto natural parecía gozar de una gran aceptación pública.
Sorprendentemente o no, con el estallido de la crisis estos movimientos y esta
narrativa desaparecieron de la escena política y las fuerzas políticas más
directamente opuestas a la austeridad financiera reclaman crecimiento económico
como única solución, y excepcionalmente hacen alguna declaración algo ceremonial
sobre la responsabilidad ambiental y la sostenibilidad. De hecho, las
inversiones públicas en energías renovables fueron las primeras sacrificadas
por las políticas de ajuste estructural. Antes de la crisis el modelo de
crecimiento en vigor era el
principal blanco de crítica de los movimientos ambientalistas y ecologistas precisamente por insostenible y producir cambios climáticos que, según los datos la ONU, serían irreversibles a muy corto plazo, según algunos, a partir de 2015. Esta rápida desaparición de la narrativa ecológica muestra que el capitalismo no sólo tiene prioridad sobre la democracia, sino también sobre la ecología y el ambientalismo.
principal blanco de crítica de los movimientos ambientalistas y ecologistas precisamente por insostenible y producir cambios climáticos que, según los datos la ONU, serían irreversibles a muy corto plazo, según algunos, a partir de 2015. Esta rápida desaparición de la narrativa ecológica muestra que el capitalismo no sólo tiene prioridad sobre la democracia, sino también sobre la ecología y el ambientalismo.
Hoy, sin embargo, resulta evidente que, en el umbral del
siglo XXI, el desarrollo capitalista toca los límites de carga del planeta
Tierra. En los últimos meses se han batido varios récords de peligro climático
en Estados Unidos, la India, el Ártico, y los fenómenos climáticos extremos se
repiten cada vez con mayor frecuencia y gravedad. Prueba de ello son las
sequías, las inundaciones, la crisis alimentaria, la especulación con productos
agrícolas, la escasez creciente de agua potable, el uso de terrenos agrícolas
para agrocombustibles, la deforestación de bosques. Poco a poco se va constando
que los factores de la crisis están cada vez más articulados y son, en última
instancia, manifestaciones de la misma crisis, que por sus dimensiones se
presenta como crisis civilizatoria. Todo está relacionado: la crisis
alimentaria, la ambiental, la energética, la especulación financiera sobre las
commodities y los recursos naturales, la apropiación y concentración de tierra,
la expansión desordenada de la frontera agrícola, la voracidad de la
explotación de los recursos naturales, la escasez de agua potable y su privatización,
la violencia en el campo, la expulsión de poblaciones de sus tierras
ancestrales para dar paso a grandes infraestructuras y megaproyectos, las
enfermedades inducidas por la dramática degradación ambiental, con mayor
incidencia de cáncer en determinadas zonas rurales, los organismos modificados
genéticamente, el consumo de agrotóxicos, etc. La Conferencia de Naciones
Unidas sobre Desarrollo Sostenible, Rio+20, celebrada en junio de 2012, fue un
fracaso rotundo debido a la complicidad mal disfrazada entre las élites del
Norte global y las de los países emergentes para dar prioridad a los beneficios
de sus empresas a costa del futuro de la humanidad.
La valoración internacional de los recursos financieros
permitió en varios países de América Latina una negociación de nuevo tipo entre
democracia y capitalismo. El fin (aparente) de la fatalidad del intercambio
desigual (las materias primas siempre menos valoradas que los productos
manufacturados) que encadenaba a los países de la periferia del sistema mundial
al desarrollo dependiente permitió que las fuerzas progresistas, antes vistas
como “enemigas del desarrollo”, se liberasen de este fardo histórico,
transformando el boom en una ocasión única para llevar a cabo políticas
sociales y de redistribución de la renta. Las oligarquías y, en algunos países,
sectores avanzados de la burguesía industrial y financiera altamente
internacionalizados, perdieron buena parte del poder político gubernamental,
pero a cambio vieron aumentado su poder económico. Los países cambiaron
sociológica y políticamente hasta el punto de que algunos analistas vieron el
surgimiento de un nuevo régimen de acumulación, más nacionalista y estatista:
el neodesarrollismo basado en el neoextractivismo.
Sea como sea, este neoextractivismo tiene como base la
explotación intensiva de los recursos naturales y plantea, en consecuencia, el
problema de los límites ecológicos (por no hablar de los límites sociales y
políticos) de esta nueva (vieja) fase del capitalismo. Esto resulta más preocupante
en cuanto que este modelo de “desarrollo” es flexible en la distribución social
pero rígido en su estructura de acumulación. Las locomotoras de la minería, del
petróleo, del gas natural, de la frontera agrícola son cada vez más potentes y
todo lo que interfiera en su camino y complique el trayecto tiende a ser
aniquilado como obstáculo al desarrollo. Su poder político crece más que su
poder económico, la redistribución social de la renta les confiere una
legitimidad política que el anterior modelo de desarrollo nunca tuvo, o sólo
tuvo en condiciones de dictadura.
Dado su atractivo, estas locomotoras son magníficas para convertir las señales cada vez más perturbadoras de la inmensa deuda ecológica y social que crean en un coste inevitable del “progreso”. Por otro lado, privilegian una temporalidad afín a la de los gobiernos: el boom de los recursos no va a durar siempre, y eso hay que aprovecharlo al máximo en el menor espacio de tiempo. El brillo del corto plazo ofusca las sombras del largo plazo. Mientras que el boom configure un juego de suma positiva, cualquiera que se interponga en su camino es visto como ecologista infantil, campesino improductivo o indígena atrasado de los que a menudo se sospecha que se trata de “poblaciones fácilmente manipulables por Organizaciones No Gubernamentales no se sabe al servicio de quién”.
En estas condiciones, resulta difícil activar principios de precaución o lógicas a largo plazo. ¿Qué sucederá cuando termine el boom de los recursos? ¿Cuando sea evidente que la inversión en “recursos naturales” no fue debidamente compensada por la inversión en “recursos humanos”? ¿Cuando no haya dinero para generosas políticas compensatorias y el empobrecimiento súbito cree un resentimiento difícil de manejar en democracia? ¿Cuando los niveles de enfermedades ambientales sean inaceptables y sobrecarguen los sistemas públicos de salud hasta volverlos insostenibles? ¿Cuando la contaminación de las aguas, el empobrecimiento de las tierras y la destrucción de los bosques sean irreversibles? ¿Cuando las poblaciones indígenas, quilombolas y ribereñas expulsadas de sus tierras cometan suicidios colectivos o deambulen por las periferias urbanas reclamando un derecho a la ciudad que siempre les será negado? La ideología económica y política dominante considera estas preguntas escenarios distópicos exagerados o irrelevantes, fruto del pensamiento crítico entrenado para pronosticar malos augurios. En suma, un pensamiento muy poco convincente y en absoluto atractivo para los grandes medios.
En este contexto, sólo es posible perturbar el automatismo político y económico de este modelo mediante la acción de movimientos sociales y organizaciones lo suficientemente valientes para dar a conocer el lado destructivo sistemáticamente ocultado de este modelo, dramatizar su negatividad y forzar la entrada de esta denuncia en la agenda política. La articulación entre los diferentes factores de la crisis deberá llevar urgentemente a la articulación entre los movimientos sociales que luchan contra ellos. Es un proceso lento en que la historia particular de cada movimiento todavía pesa más de lo que debería, aunque ya son visibles articulaciones entre luchas por los derechos humanos, la soberanía alimentaria, contra los agrotóxicos, los transgénicos, la impunidad de la violencia en el campo, la especulación financiera con los alimentos, luchas por la reforma agraria, los derechos de la naturaleza, los derechos ambientales, los derechos indígenas y quilombolas, el derecho a la ciudad, el derecho a la salud, luchas por la economía solidaria, la agroecología, la gravación de las transacciones financieras internacionales, la educación popular, la salud colectiva, la regulación de los mercados financieros, etc.
Al igual que ocurre con la democracia, sólo una conciencia y una acción ecológica robusta y anticapitalista pueden enfrentar con éxito la vorágine del capitalismo extractivista. Al “ecologismo de los ricos” hay que contraponer el “ecologismo de los pobres”, basado en una economía política no dominada por el fetichismo del crecimiento infinito y del consumismo individualista, sino en las ideas de reciprocidad, solidaridad y complementariedad, vigentes tanto en las relaciones entre los seres humanos como en las relaciones entre los humanos y la naturaleza.
Dado su atractivo, estas locomotoras son magníficas para convertir las señales cada vez más perturbadoras de la inmensa deuda ecológica y social que crean en un coste inevitable del “progreso”. Por otro lado, privilegian una temporalidad afín a la de los gobiernos: el boom de los recursos no va a durar siempre, y eso hay que aprovecharlo al máximo en el menor espacio de tiempo. El brillo del corto plazo ofusca las sombras del largo plazo. Mientras que el boom configure un juego de suma positiva, cualquiera que se interponga en su camino es visto como ecologista infantil, campesino improductivo o indígena atrasado de los que a menudo se sospecha que se trata de “poblaciones fácilmente manipulables por Organizaciones No Gubernamentales no se sabe al servicio de quién”.
En estas condiciones, resulta difícil activar principios de precaución o lógicas a largo plazo. ¿Qué sucederá cuando termine el boom de los recursos? ¿Cuando sea evidente que la inversión en “recursos naturales” no fue debidamente compensada por la inversión en “recursos humanos”? ¿Cuando no haya dinero para generosas políticas compensatorias y el empobrecimiento súbito cree un resentimiento difícil de manejar en democracia? ¿Cuando los niveles de enfermedades ambientales sean inaceptables y sobrecarguen los sistemas públicos de salud hasta volverlos insostenibles? ¿Cuando la contaminación de las aguas, el empobrecimiento de las tierras y la destrucción de los bosques sean irreversibles? ¿Cuando las poblaciones indígenas, quilombolas y ribereñas expulsadas de sus tierras cometan suicidios colectivos o deambulen por las periferias urbanas reclamando un derecho a la ciudad que siempre les será negado? La ideología económica y política dominante considera estas preguntas escenarios distópicos exagerados o irrelevantes, fruto del pensamiento crítico entrenado para pronosticar malos augurios. En suma, un pensamiento muy poco convincente y en absoluto atractivo para los grandes medios.
En este contexto, sólo es posible perturbar el automatismo político y económico de este modelo mediante la acción de movimientos sociales y organizaciones lo suficientemente valientes para dar a conocer el lado destructivo sistemáticamente ocultado de este modelo, dramatizar su negatividad y forzar la entrada de esta denuncia en la agenda política. La articulación entre los diferentes factores de la crisis deberá llevar urgentemente a la articulación entre los movimientos sociales que luchan contra ellos. Es un proceso lento en que la historia particular de cada movimiento todavía pesa más de lo que debería, aunque ya son visibles articulaciones entre luchas por los derechos humanos, la soberanía alimentaria, contra los agrotóxicos, los transgénicos, la impunidad de la violencia en el campo, la especulación financiera con los alimentos, luchas por la reforma agraria, los derechos de la naturaleza, los derechos ambientales, los derechos indígenas y quilombolas, el derecho a la ciudad, el derecho a la salud, luchas por la economía solidaria, la agroecología, la gravación de las transacciones financieras internacionales, la educación popular, la salud colectiva, la regulación de los mercados financieros, etc.
Al igual que ocurre con la democracia, sólo una conciencia y una acción ecológica robusta y anticapitalista pueden enfrentar con éxito la vorágine del capitalismo extractivista. Al “ecologismo de los ricos” hay que contraponer el “ecologismo de los pobres”, basado en una economía política no dominada por el fetichismo del crecimiento infinito y del consumismo individualista, sino en las ideas de reciprocidad, solidaridad y complementariedad, vigentes tanto en las relaciones entre los seres humanos como en las relaciones entre los humanos y la naturaleza.
Boaventura de Sousa Santos es
sociólogo. Director del Centro de Estudios Sociales de la Universidad de
Coímbra. Sus próximos libros en español: Si Dios fuese un activista de derechos
humanos (Madrid, Trotta 2013) y, con Maria Paula Meneses, Epistemologías del Sur
(Madrid, Akal,2013)
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