Ernesto Laclau ✆ Bob Row |
En general, la muerte tiene un efecto silenciador sobre las
críticas. Si se trata de un personaje con notoriedad pública, suele aparecer
una súbita tendencia a la hipocresía por parte de quienes no teniendo simpatía,
intentan ocultar sus opiniones personales, jugando a la diplomacia discursiva.
Sin embargo, en algunos medios, la muerte de Ernesto Laclau
dejó ver una cara más original por parte de colegas intelectuales así como en
las reseñas obligadas por el deceso del escritor. La delicadeza fue dejada de
lado, y se eligió sintetizar la obra de Laclau como una herramienta coyuntural
del gobierno ("intelectual ultra k"), o incluso forzando tanto la
lógica hasta el punto de decir que sus conceptos y elaboraciones teóricas
funcionaron como una "pantalla" para ocultar el verdadero rostro
ineficiente y maligno de la gestión kirchnerista.
Envalentonados en esa ola, escritores de fuste menor se animaron a jugar con la idea de que Laclau era un enemigo de la democracia, a pasos de marcarlo como un totalitario estalinista.
Envalentonados en esa ola, escritores de fuste menor se animaron a jugar con la idea de que Laclau era un enemigo de la democracia, a pasos de marcarlo como un totalitario estalinista.
Pero no se trata de reclamar falsos consensos. El propio
Laclau se hubiera sentido poco a gusto en semejante escenario. Sí pensar por
qué un atildado escritor bendecido por las principales universidades europeas,
que ni siquiera tuvo una intervención política activa en la Argentina en las
últimas décadas (estaba radicado en Londres desde el año 1969) causa semejante
enojo post mortem. La razón -poco populista- puede estar en esa misma biografía
un tanto elitista, de la cual se esperaría otro tipo de “pensamiento” que
validara el conjunto de creencias sencillas que en estas pampas aún conservan
los intelectuales bien posicionados. "Laclau tocó la cuerda de esta época:
allí donde se ponga el dedo sobre el mapa de cualquier país de América latina
aparece el interrogante de cómo construir sistemas políticos que absorban el
conflicto y lo traduzcan democráticamente. Hasta ahora, con los errores y
limitaciones del caso, fueron los oficialismos 'populistas' quienes mejor se
hicieron cargo de esa tarea."
Esas creencias, como por ejemplo que la política es un largo
diálogo entre señores, donde se debaten los "problemas del país" y se
llegan a acuerdos con metas de largo plazo, no tienen ya muchos defensores
entre los que gestionan (basta un muestreo por la política europea o
norteamericana de los últimos años, donde la crisis y el conflicto lo ocupan
casi todo) y causaría risa entre especialistas de las ciencias sociales. En nuestro
país, en cambio, todavía son el sentido común de muchos ilustrados.
Laclau llamó al espanto porque decidió realizar la operación
cultural más vieja y exitosa del mundo: tomar el significado de un símbolo e
invertirlo. Naturalmente, los que crearon ese símbolo se van a sentir
ofendidos. Son (somos) pocos los que se adentraron en los recovecos teóricos de
Laclau, complejos por definición, y pertenecientes no a un arrebato de ingenio
lingüístico sino a varias décadas de escritura (donde produjo una yuxtaposición
de influencias que van desde Marx y Gramsci, hasta Lacan y Althusser, lecturas
desde las cuales pensó su propia hendija teórica).
Ese significado invertido fue, claro, el concepto de
“populismo”. Pocos términos más revulsivos para la conciencia del status quo
local, que lo había usado aquí y allá para hacer referencia a todo lo que había
odiado. El uso del término, muy extendido desde años atrás, tenía su
razonamiento oculto, simple y efectivo: lo “popular” había degenerado en
“populismo”. En la Argentina, sostener posiciones abiertamente elitistas, como
es común en otras latitudes, fue desde tiempos muy pasados algo incómodo, casi
impracticable. Lo “popular” tiene un arraigo social enorme en nuestro país, y
es la verdadera clave diferenciadora respecto a otras sociedades: nos hace más
iguales, menos devotos de la obediencia jerárquica y el orden social dominante.
La sociedad argentina tuvo siempre una pátina “popular” marcada, desde las
desbordantes oleadas inmigratorias, el ascenso del yrigoyenismo y, por
supuesto, el peronismo. Siempre hubo algo que “no cerró”, que se expresó sin
diques, inundando los espacios que se pensaban reservados para unos pocos
privilegiados. En ese contexto social de corrientes tumultuosas, lo “popular”
difícilmente podía ser una referencia negativa. Pero entonces apareció el
“populismo” como una declinación ideal para denigrar por otros medios lo que no
podía censurarse abiertamente.
Cabe preguntarse si lo más astuto es retomar un concepto que
está en la vereda de enfrente y volverlo propio o nombrar con palabras nuevas
-más vinculadas a la experiencia concreta y las expectativas positivas- a un
proceso político que está naciendo. Es un interrogante válido, y el tiempo dirá
cuál fue el recorrido final de su uso, cuál su utilidad en la “batalla de
ideas”, digamos. Lo que es menos discutible es que el “populismo” de Laclau, en
el uso político que el mismo autor le dio en el contexto argentino y
latinoamericano (es decir, vinculándolo a los gobiernos progresistas de la región)
vino a cubrir un vacío conceptual evidente. Cómo nombrar lo que está pasando,
cómo teorizar sobre gobiernos y procesos políticos que nacieron como un “pos”
todo. Pos-neoliberales, pos-ideológicos, pos-crisis, pos-modernos, etc.
Desde esa preocupación puede decirse que Laclau tocó la
cuerda de esta época: allí donde se ponga el dedo sobre el mapa de cualquier
país de América latina aparece el interrogante de cómo construir sistemas
políticos que absorban el conflicto y lo traduzcan democráticamente. Hasta
ahora, con los errores y limitaciones del caso, fueron los oficialismos
“populistas” quienes mejor se hicieron cargo de esa tarea. En Brasil, Bolivia,
Venezuela o Argentina la sábana de la representación es más grande, cubre a más
sectores, incluye una agenda más densa y articulada que la que tenían esos
mismos países hace diez o quince años.
Se trata de un avance democrático para el cual las
oposiciones de aquí y allá no tienen todavía un plan de evacuación: porque se
puede ganar una elección, pero el tema es ver cómo gobernar una sociedad más
cohesionada y, por ende, más poderosa. Algo que, paradójicamente, es mucho más
difícil de hacer que si se tiene enfrente un manojo social con demandas y
reclamos fragmentados y dispersos. En ese dilema laclauniano parece estar la discusión de los próximos tiempos.
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