“Tres pasiones, simples, pero abrumadoramente intensas, han gobernado mi vida: el ansia de amor, la búsqueda del conocimiento y una insoportable piedad por los sufrimientos de la humanidad. Estas tres pasiones, como grandes vendavales, me han llevado de acá para allá, por una ruta cambiante, sobre un profundo océano de angustia, hasta el borde mismo de la desesperación” — Bertrand Russell

3/4/16

Kant y la crítica en clave jurídica del colonialismo

Kant ✆ Aristortele
Nuria Sánchez Madrid   |   La crítica de Kant al colonialismo y sus consideraciones sobre la existencia de una multiplicidad de razas humanas se han mantenido hasta muy reciente fecha en la retaguardia de la atención dedicada a sus textos. Sin embargo, los reproches que Kant dirige desde la autoridad del derecho a las prácticas colonialistas de su época constituyen uno de los aspectos más actuales de su pensamiento. Este trabajo pretende exponer y discutir el horizonte interpretativo abierto por el volumen colectivo Kant and Colonialism. Historical and Critical Perspectives, editado en 2014 por Katrin Flikschuh y Lea Ypi en la editorial Oxford University Press.

En las siguientes páginas me propongo exponer y discutir el significado que la obra editada recientemente por las profesoras de la London School of Economics, Katrin Flikschuh y Lea Ypi, con el título de Kant and Colonialism. Historical and Critical Perspectives (Oxford, OUP, 2014), posee con vistas a analizar la actualidad de la crítica que Kant dirige al colonialismo y su recurso a un concepto como el de raza. Se trata de una cuestión raramente enfocada por el estudio especializado del pensamiento kantiano, que solo en los últimos tiempos ha recibido la atención de especialistas como Raphaël Lagier en Francia o Robert Bernasconi, Pauline Kleingeld y Emmanuel Chwukudi Eze en el ámbito angloamericano.

Entre los años 2004 y 2008 pude publicar una serie de trabajos en castellano centrados en la novedad que el uso del concepto kantiano de raza suponía para la discusión que la filosofía natural y la antropología en ciernes mantenían en el siglo XVIII, intentando contar como interlocutores con los autores mencionados. Pude comprobar, entonces y ahora, que publicar en lengua española sigue restringiendo considerablemente la repercusión y capacidad de discusión de quienes escriben ensayos de filosofía, lo que resulta especialmente palpable cuando se tocan aspectos que gozan de interés a nivel global. más recientemente, los trabajos publicados por Alix Cohen en Gran Bretaña y por Alexandre Hahn y Natalia Lerussi en Brasil han mantenido viva la discusión acerca de este aspecto tan controvertido del pensamiento antropológico de Kant. En la bibliografía final podrá consultarse una selección de estas contribuciones. Sin embargo, hasta la publicación del volumen colectivo del que hablamos, apenas se había dedicado un solo artículo, no digamos ya alguna monografía, al tratamiento que la historia del colonialismo recibe en Kant. no puede negarse a las editoras de este volumen el indudable mérito de haber contribuido a arrojar luz —y algunas ambivalencias de paso— a la discusión acerca de la posición que Kant mostró a lo largo de los años en relación con las prácticas coloniales.

Algunos de los trabajos contenidos en el volumen colectivo fueron originalmente ponencias presentadas en un seminario dedicado en 2011 a este tema en el nuffield College de la Universidad de Oxford, resultando la cohesión y discusión interna abiertamente mantenida por los autores de los trabajos muy provechosa para el lector interesado en las aristas del colonialismo en Kant. Como reconoce Pauline Kleingeld en el volumen, en Kant el enfoque del colonialismo es inseparable del que reciba el concepto de raza, y no son pocos los indicios que animan a sostener —como lo hace esta estudiosa— la existencia de cierto giro en el planteamiento acerca de la legitimidad o no del colonialismo ejercido por las potencias europeas en otros continentes. Se trata de una cuestión cuando menos espinosa del pensamiento de Kant, que da lugar a menudo a malentendidos acerca del signo de las consideraciones que este autor dedica a la fundación de colonias, al considerar en algunas ocasiones que se trata de un fenómeno habitual entre las naciones europeas e incluso de una conducta provechosa para el progreso de la civilización, mientras que en otras —especialmente a partir de la mitad de los años ‘90— condena expresamente tales prácticas, poniendo de relieve lo que poseen de fraude político, económico e ideológico. Puede afirmarse que las editoras consiguen ofrecer con solvencia un panorama amplio y múltiple acerca de la contextualización histórica, las implicaciones teóricas y las derivas contemporáneas de este problema, hasta ahora raramente atendido en los foros internacionales de estudio de Kant.

Anthony Pagden se muestra bastante severo con lo que estima una auténtica confusión de Kant a propósito de la concepción de las colonias en Grecia y Roma. Pagden argumenta en detrimento de la identificación del uso kantiano de los términos «provincia» y «colonia», aportando datos acerca de que la primera no fue considerada nunca una posesión entre los romanos, sino el resultado de un modelo de ejercicio de la autoridad. La colonia romana, por otra parte, como refleja el libro XXVI del Ab urbe condita, se describe como un proceso de romanización y reconocimiento de ciudadanía al pueblo extranjero ocupado. Puede rastrearse en Kant una mayor influencia mediata del sentido que Grecia da a sus colonias, como extensiones de la pólis en otras tierras, en las que no se propicia la mezcolanza con otros pueblos, a los que por el contrario se mantiene generalmente alejados con ayuda de las murallas de la nueva ciudad. Debe puntualizarse que, a pesar del rigor histó- rico aplicado en el texto, Pagden silencia enteramente la poderosa retórica ideoló- gica que permitió levantar ambos escenarios políticos —la provincia y la colonia— en la antigua Roma, un asunto merecedor en sí mismo de reflexión detenida. Resulta destacable su atención a un texto especialmente ambiguo de la Doctrina del Derecho de Kant (§ 50), en el que se reconoce el derecho del soberano a desterrar a un ciudadano que haya cometido un crimen a una de las provincias del Estado (p. 20).

A propósito del mismo pasaje, Pauline Kleingeld sugiere interpretar en este mismo volumen lo allí reflejado acerca del uso que las potencias dominantes hacen de sus colonias como un dato de hecho que puede beneficiarse de la cobertura de las leges permissivas, sin quedar revestido de justificación alguna (p. 61). En definitiva, Pagden parece interpretar a Kant demasiado al pie de la letra incluso cuando, siguiendo a Kleingeld, los argumentos se limitan más bien a describir comportamientos extendidos en su tiempo, a pesar de revelarse radicalmente antijurídicos desde su punto de vista. El análisis de Pagden de las consideraciones de Kant sobre el colonialismo deposita pocas esperanzas en las posibilidades de extraer de ellas enseñanzas de provecho para contextualizar y combatir este modelo de explotación de los pueblos. Las circunstancias en las que Kant reconoce que la ocupación de territorios extranjeros podría ser legítima, ya sea por tratarse de tierras sin dueño —res nullius—, ya sea a través de un contrato no engañoso, resultan a ojos de Pagden de difícil extensión a la actual ocupación del globo, además de resultar francamente ingenuas. En esta línea, se pregunta (p. 37) por ejemplo por el tipo de propiedad que los salvajes americanos podrían estar en condiciones de vender a los compradores europeos, toda vez que los primeros únicamente harían uso de las tierras que consideran suyas de manera provisional, sin sanción pública. Es esta una cuestión profusamente discutida en este volumen colectivo. La conclusión arrojada por Pagden, cuyo capítulo es quizás el más dotado de una perspectiva histórica, localiza una suerte de double bind en el tratamiento kantiano de las colonias fundadas por las potencias europeas, al considerar que cualquier apoyo concedido a la rebelión de la población colonizada supondría una amenaza para la estructura del Estado que ejerce las funciones de madre patria, legítimo como forma jurídica. Como ocurre con los ciudadanos de un soberano injusto, pero legítimo, Pagden declara que el único camino abierto en coherencia con las tesis de Kant para la rebelión de los colonizados sería el de la crítica y protesta pública permitidas por la libertad de pluma (p. 41), situación que por otra parte puede seguir siendo asimismo un mero anhelo para un número ingente de naciones. Se insiste, por tanto, en la debilidad de las propuestas de Kant para reaccionar eficazmente ante la catástrofe de la explotación colonial.

Frente a la lectura de Pagden, Pauline Kleingeld reivindica que en el contexto de las consideraciones sobre el colonialismo se produce en Kant un giro interpretativo tan llamativo como en el caso del cosmopolitismo, un tema claramente conectado con el juicio sobre la ocupación y explotación de otros pueblos. Kleingeld sitúa a mediados de los 90 el cambio de corazón experimentado por Kant, que a partir de los años 70 no había tenido empacho en recoger observaciones en sus cursos de geografía física y de antropología acerca de la inferioridad de otros pueblos comparados con los europeos. La confianza depositada en el ensayo Idea de una historia universal desde un punto de vista cosmopolita a propósito de la extensión de la legislación de las naciones europeas a todo el mundo, como consumación de un programa teleológico de la propia naturaleza, se ve más tarde matizada radicalmente de la mano de lo que podría considerarse una traducción en términos inmanentes de las conductas mostradas por los distintos pueblos en su trato con otros. Kleingeld cita pasajes de las Lecciones de Geografía Física Doenhoff absolutamente deplorables acerca de la necesidad de que pa-íses como la India se encuentren gobernados por naciones europeas o acerca del grado de tolerancia del trabajo físico de la población oriunda de Gambia (pp. 46-47) y sus consecuencias para la clasificación laboral de la población esclavizada. Esta perspectiva no parece cambiar en Kant al menos hasta el curso de Antropología impartido en 1791-1792. Entonces, la consideración de la explotación de unos seres humanos a manos de otros, por mucho que la conducta pueda ampararse en los recovecos retóricos de la extensión civilizatoria, se define —como se aprecia expresamente en la Doctrina del derecho (RL, § 58, AA 06: 348)— como una «pérdida de dignidad» [Abwürdigung], consumada por la reducción de un pueblo a colonia de otro. Kleingeld enfatiza el hecho de que la condena kantiana del comercio de esclavos, que afecta especialmente a la población negra de áfrica, no es algo que acontezca de la noche a la mañana, sino que experimenta una progresión, no exenta de ambigüedades, a partir de los años 90, promovida por la dedicación intensa a la filosofía política y a la fundamentación del derecho. Acontecimientos como la autoliberación de los esclavos de Santo Domingo y la consiguiente abolición de la esclavitud (1791-1794) podrían haber dejado su huella en un autor atento a la evolución de los acontecimientos políticos a través de la prensa. Los datos aportados por Kleingeld fortalecen sin duda con argumentos convincentes su hipótesis de una segunda época en la percepción kantiana del establecimiento de colonias. Y ello a pesar de la réplica de R. Bernasconi a su sugerencia de la presencia de un giro en el uso kantiano del concepto de raza, publicada en Reading Kant’s Geography (SUnY Press, 2011), un volumen que en muchos aspectos puede considerarse pendant de esta obra.

La contribución de Sankar Muthu introduce un punto de vista en el volumen llamativamente original comparado con lo que ha venido siendo línea dominante en los estudios kantianos, coincidiendo en más de un aspecto con el estudio de Anna Stilz, que trataremos más adelante. La hipótesis de que parte Muthu propone la extensión de la metáfora kantiana de la insociable sociabilidad a la relación que mantienen las diferentes naciones entre sí, desembocando en la conveniencia de incentivar a nivel global una estructura de interacción que combine simultáneamente la tendencia, por un lado, a la resistencia y, por otro, a la unión federal entre los diferentes pueblos. Muthu pone de manifiesto pasajes de Kant a menudo eclipsados por la atención dedicada a otras zonas de su obra. tal es el caso del respeto que Kant manifiesta hacia la resistencia que pueblos de cazadores, nómadas por naturaleza, suelen mostrar ante las propuestas por parte de poblaciones dedicadas al pastoreo o a la agricultura cuando les conminan a cambiar su forma de vida —vd. RL, § 15, AA 06: 266—. En relación con la displicencia con que los pueblos cazadores defienden la conservación de su régimen de existencia, Muthu propone un comentario sumamente útil acerca de la expresión jurídica que Kant elige para referirse a esta conducta, a saber, al afirmar que se trata de res merae facultatis (pp. 80-81), esto es, una conducta indiferente desde el punto de vista moral. Con ello, parece reconocerse a todos los pueblos, siempre que la convivencia con otros pueda evitarse, el derecho a determinar su entrada en un estado civil, que en la doctrina jurídica de Kant funciona como un auténtico imperativo. Muthu hace especial hincapié en la simpatía de Kant hacia el mantenimiento de una pluralidad de formas de vida sobre la tierra, consonante con su condena del desastre que para todas las facultades y frutos de la existencia humana supondría la formación de una monarquía extendida sobre toda la tierra. Esta lectura concluye que el derecho cosmopolita kantiano sanciona la «saludable resistencia» (IaG, AA 08: 26) entre los pueblos, ya presente en el escrito Idea de una historia…, al favorecer la interacción y simultánea resistencia entre unos y otros, de manera semejante a lo que ocurre en el ámbito social entre los diferentes ciudadanos, donde la colaboración con vistas al bien común no es óbice para que cada cual busque por los medios que le parezcan más apropiados incrementar su propia felicidad (p. 91).

En una línea muy cercana a la anterior, Anna Stilz se detiene en la «presunción jurídica» (RL, § 9, AA 06: 257) que Kant parece adscribir a los pueblos sin Estado, a los que por de pronto reconoce como propietarios de sus respectivas tierras, aunque lo sean solo en un sentido provisional, previo a la sanción del derecho público. tal reconocimiento, como recalca convenientemente Stilz, impone restricciones efectivas a las tendencias de conquista de esos territorios a manos de otras naciones, a pesar del prontuario de buenas razones al que estas pudieran recurrir. Para empezar, la propiedad, por precaria que sea jurídicamente, reconocida a los salvajes que habitan y emplean sus tierras, determina las operaciones legítimas desde la perspectiva de la justicia distributiva e impone deberes a otros sujetos. todo ello, en ausencia de un Estado propiamente dicho, lo que no deja de generar asombro entre los lectores más rigoristas de un Kant que se muestra mucho más flexible de lo acostumbrado con sus propios principios, amén de buen conocedor de las trampas de la explotación económica y política habitual en su época. La provisionalidad de la propiedad del indígena debe sin duda ser conducida a una situación mucho más deseable, en la que el derecho público dictamine cuál sea la solución adecuada allí donde surjan discusiones y controversias. Pero en nombre de ese paso, a saber, en nombre de la salida de un estado meramente social para entrar en una unión civil, no se puede pisotear el derecho innato de los pueblos. Estos deben decidir por ellos mismos su propio progreso hacia la madurez institucional. No puedo sino estar de acuerdo con la declaración de Stilz, según la cual «los derechos provisionales no están radicalmente indeterminados» (p. 218), habida cuenta de que poseen un contenido moral y contienen exigencias normativas válidas ya en el estado de naturaleza. Puede extraerse de esta contribución que Kant preconiza ajustar la validez universal in abstracto del imperativo de unión civil con arreglo a situaciones que pueden perfectamente sugerir una suerte de moratoria en su cumplimiento, precisamente para no generar aún más injusticias a nivel global a fuer de encomiar el fiat justitia. Hay suficientes evidencias de que la preocupación de Kant por la suerte del mundo, lo que incluye a los continentes más distantes de Europa, obliga a revisar su acostumbrado posicionamiento del lado del pereat mundus. El juicio que le merece la autonomía política de los pueblos sin Estado confirma que su preferencia no cae de este lado de la balanza, pues confía en las posibilidades jurídicas procedentes de una mutua adaptación entre poblaciones dotadas de tradiciones culturales diversas. Nada en su pensamiento a partir de los año ’90 permite sustentar la tesis de que el pueblo más avanzado política y culturalmente deba dominar al presuntamente atrasado, bajo la especie de que esa conducta se adopta por el bien del segundo y a mayor gloria de la Providencia universal.

Las contribuciones de Lea Ypi y Liesbet Vanhaute se centran con mayor énfasis en la concepción de las relaciones comerciales que Kant defiende en su obra, especialmente en Hacia la paz perpetua. La primera propone un análisis de largo alcance que subraya la existencia de una evolución a partir de una visión del doux commerce excesivamente ingenua y optimista, próxima a las lecturas de célebres pensadores liberales —como Hume o Smith—, hasta una conciencia mucho más madura acerca de la exigencia de someter el comercio a leyes jurídicas, de la misma manera que cualquier otro fenómeno de la acción humana. No hacerlo comportaría correr el riesgo de dejar en manos de un mecanismo que se presupone auto-regulado la suerte de los seres humanos. De esta manera, Ypi resuelve que el desarrollo del discurso kantiano acerca de la teleología y su ascendiente en la evaluación del curso de la historia, conduce a nuestro autor a no poder «confiar ya en un mecanismo espontáneo de coordinación sostenido por una narrativa teleológica inherentemente benevolente acerca de cómo los seres humanos pueden gobernarse colectivamente» (p. 124). Parece razonable, y algo más incluso, que Kant tomara conciencia con los años acerca de la necesidad de imponer a las leyes del comercio las del derecho, con el fin de limitar los perjuicios que la codicia de unos pocos podría generar en la existencia de muchos. La información y el conocimiento indirecto de las prácticas efectivas de las naciones colonialistas no pudieron ser indiferentes a esta evolución. Con ello, Kant se aleja cada vez más de la escuela escocesa y de su análisis de los sentimientos morales para encontrar en autores como Hobbes y Rousseau intuiciones provechosas para articular su propia teoría jurídica del Estado. La alusión a la apuesta de Fichte por un Estado comercial cerrado como desarrollo consecuente de las tesis reflejadas en Hacia la paz perpetua acerca del comercio internacional merece ser tenida especialmente en cuenta, aunque daría origen por sí sola a un desarrollo que supera con mucho los objetivos del volumen.

Siguiendo una línea argumentativa bastante complementaria con la anterior, Liesbet Vanhaute repara en la funcionalidad que Kant asigna al trato comercial entre los pueblos, al que entiende como uno de los acontecimientos que señalan el progreso de la historia humana. Vanhaute selecciona y analiza textos de Kant en los que el comercio se presenta como una suerte de escuela de paz para los individuos, toda vez que las transacciones comerciales precisan de una cierta base jurídica para realizarse con éxito, a pesar de que se trate de un derecho meramente provisional (p. 142). Por ello, como leemos en Hacia la paz perpetua (AA 08: 364), la sal y el hierro son responsables también de propiciar el establecimiento de relaciones pacíficas entre los pueblos, al comprender éstos que se necesitan mutuamente para cubrir sus respectivas necesidades. El enfoque del comercio adopta aquí fundamentalmente un punto de vista pragmático, pues la aceptación de las normas jurídicas se pone en conexión con la intención de alcanzar un nivel de confianza mutua óptimo en la práctica comercial. Pero la causa empírica que conduzca a la especie humana al derecho no importa demasiado a juicio de Kant. Una vez asumida la coacción recíproca exigida por el derecho, la priorización de la justicia en las relaciones intersubjetivas se convertirá forzosamente en el objetivo buscado por las partes implicadas. A la luz de lo anterior, puede afirmarse con cierta seguridad que, si bien el mercado no constituye por sí mismo en Kant promesa alguna de razón jurídica, las condiciones de un comercio provechoso para todas las partes implicadas sirve como signo de la paz venidera entre los pueblos, fin final del derecho racional, a saber, expresa en términos del interés individual el deber de respetar el derecho de los hombres.

Los ejercicios de lectura de Arthur Ripstein y Peter Niesen abordan la crítica de Kant al colonialismo dentro de los límites de su teoría jurídica. Ripstein señala que las objeciones jurídicas que Kant dirige a estas prácticas deploran tanto el colonialismo puesto en marcha por la conquista, como el concepto mismo de colonia y el gobierno de los pueblos colonizados, lo que justificaría la atención dirigida a este autor para denunciar y diagnosticar cabalmente la herencia plural del colonialismo. Las tres direcciones presentan sendas vías para extender el mal sobre la tierra, bajo la forma de la injusticia. En esta línea de trabajo se apunta a la sorprendente naturalidad con que Kant reconoce en los denominados pueblos salvajes —hotentotes, tungusis o indígenas americanos—, a los que considera ilegítimo arrebatar sus tierras bajo engaño, una suerte de «condición jurídica» (p. 165) en ausencia de una forma de Estado republicana, esto es, a pesar de contar con un desarrollo institucional muy precario, absolutamente extraño a las costumbres europeas. El análisis de algunos textos de Kant muy elocuentes acerca de las reglas que han de regir el acercamiento de unos pueblos a otros, y en clara contraposición al paternalismo manejado por mill en punto a este tema, confirma a Ripstein que el colonialismo representa una conducta intolerable para el primero, al infantilizar al pueblo colonizado y mantenerlo en una minoría de edad intolerable. No habría excusa “jesuítica” capaz de cubrir como un denso velo la injusticia desencadenada por el secuestro del derecho a un pueblo a ejercer su propia agencia política.

La lectura de Peter Niesen procede en una línea semejante a la de Ripstein, con la voluntad de delimitar el alcance reparador de situaciones ilegítimas en sentido jurídico que se encontraría latente y replegado en el derecho cosmopolita kantiano. La ambición hermenéutica es sin duda mayor que en el resto de los ensayos, lo que hace de este trabajo el más expuesto en términos de apego a la letra —y al espíritu— del texto de Kant. niesen parte de la condena sin paliativos dirigida a quienes invaden y explotan a poblaciones sin Estado, aprovechando su debilidad y falta de contacto previo con pueblos “civilizados”, para extraer una serie de principios que regirían un derecho a reparar los daños y agresiones realizadas a lo largo de la historia. La supresión de la libertad de pueblos sin Estado cae de lleno, con arreglo a esta lectura, en el ámbito de la injusticia perseguida por esta dimensión del derecho internacional. Me parece especialmente oportuna la afirmación de Niesen de que sería preferible que la reparación del daño y la restitución de la libertad civil arrebatada se produjeran antes de que se hayan dado las condiciones para conformar una liga pacífica de Estados a nivel global, porque ello permitiría conceder a pueblos históricamente humillados un papel político que se les ha negado hasta el presente (p. 194). Ahora bien, la pregunta obligada sería si los artículos preliminares y definitivos de Hacia la paz perpetua permiten extraer consecuencias tan atrevidas en el campo jurídico, dominado siempre en Kant por la óptica del Estado-nación.

Finalmente, el trabajo de Martin Ajei y Katrin Flikschuh se ocupa de señalar las ventajas que la fundamentación kantiana del derecho cosmopolita posee frente al mainstream de los planteamientos actuales acerca de la justicia global, en los que suele confundirse la asunción y transformación de Kant por parte de John Rawls con los argumentos del primero. Siguiendo la llamada de Kwasi Wiredu para proceder a una «descolonización conceptual» (p. 228), los autores reivindican que el lenguaje formal y jurídico elegido por Kant para regular las relaciones entre los distintos pueblos de la tierra manifiesta un respeto por la diversidad de costumbres y culturas del que adolecen muchos de  los discursos actuales acerca de la extensión de la justicia distributiva a escala global. En efecto, como ocurría con la perspectiva sustancial adoptada por los defensores clásicos del colonialismo, bajo el argumentario suministrado por el ius gentium, no es infrecuente encontrar entre los adalides de la justicia global apelaciones al deber de liberar, aun recurriendo a la fuerza, a otros pueblos —véanse las propuestas de Applbaum o Waldron—, imponiéndoles modelos de gobierno en absoluto conscientes de sus propias nociones de lo justo y de sus propias tradiciones políticas. Posiciones como estas pueden combatirse de manera indiscutible de la mano del planteamiento kantiano del derecho a visitar cualquier lugar de la tierra, y así lo subrayan los autores de este último capítulo. «Justificaciones de la violencia colonialista se apoyaron con frecuencia en el lenguaje del servicio benevolente y del sacrificio» (p., 230), afirman con contundencia Flikschuh y Ajei, denunciando la dimensión de construcción ideológica del colonialismo. A diferencia de las concepciones sustancialistas, propias del derecho tradicional a la hospitalidad, como decíamos, y de las visiones ingenuas sobre el contacto de unos pueblos con otros, el cosmopolitismo kantiano hace de la mera formalidad y de la reciprocidad de las exigencias la clave para regular el trato de los seres humanos más allá de la pertenencia a la misma nación o de la protección jurídica de un mismo Estado. El carácter no coactivo del derecho cosmopolita, acompañado de la posibilidad de que el huésped extranjero rechace la oferta de comunicación, de comercio o de intercambio cultural del visitante, supone una verdadera lección de pluralidad para más de un discurso actualmente asentado acerca de cómo debe procederse para incentivar la justicia entre los pueblos.

Este último estudio del volumen comparte con Ripstein la admiración por el respeto que Kant muestra hacia tradiciones políticas que no son propiamente occidentales ni tienen a Occidente como modelo, como es el caso de los indígenas norteamericanos en el siglo XVIII. A pesar de que ciertas comunidades no hayan conocido aún la forma política del Estado-nación, los visitantes europeos no deben servirse a juicio de Kant bajo ningún supuesto de esta circunstancia para aprovecharse de su ignorancia con vistas a explotarlos, sino que deben abordarlos teniendo en cuenta en todo momento reglas de juego jurídicas. no se trata de un punto de vista en absoluto habitual para la época. Flikschuh y Ajei sostienen que el marcado carácter comunicativo del derecho cosmopolita en Kant le permite sortear dificultades ligadas a la falta de conocimiento de la forma mentis de otros pueblos en las que discursos acerca de la necesidad de inaugurar un nuevo Nómos de la Tierra han incurrido sin reparos. Por ello, puede declararse sin ambages que la capacidad del pensamiento jurídico y político de Kant para deshacer prejuicios ligados a la conservación de una mentalidad colonialista y colonizada —las dos caras de la misma moneda— promete deparar en los próximos años más de una sorpresa a quienes pensaban que en el autor regiomontano todo estaba medido y delimitado. La potencia crítica y la conciencia histórica del conjunto de estudios ofrecidos por Flikschuh y Ypi es una contribución ejemplar al uso que deberá hacerse de la obra de Kant en un futuro, sin traicionar sus principios ni desdibujar sus argumentos con ayuda del liberalismo rawlsiano, pero sin perder tampoco de vista intuiciones que abren caminos lamentablemente poco practicados en líneas de investigación tan candentes como el diálogo intercultural y los parámetros institucionales de la denominada «tercera ola» de la justicia global.
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