Me encuentro en Madrid, en una visita cuyo propósito expreso
es ver la exposición La Villa de los Papiros, en la Casa del Lector, a la
que dediqué un curso de mi Universidad Popular. Y, desde luego, no me
arrepiento de haber venido. La exposición muestra, mediante una sutil
utilización de las tecnologías modernas (reconstrucciones en 3D, interacciones
táctiles) y una bella sobriedad museográfica (la composición en torno a tres
frases de Epicuro), lo que fue un jardín filosófico epicúreo situado en
Campania, junto al Golfo de Nápoles, durante la época de la erupción del Vesubio
del año 79 d.C. El montaje nos enseña cómo era probablemente el Jardín de
Epicuro en Atenas.
En un efecto paradójico de la astucia de la razón, la lava y
la ceniza, con su actuación letal, contribuyeron a crear vida, puesto que,
gracias a los arqueólogos, hoy disponemos de una inmensa cantidad de datos,
extraídos del suelo, que nos cuentan qué significaba en aquellos tiempos vivir
una vida filosófica.
Fue necesario que se produjeran el triunfo del cristianismo
y la sumisión de los filósofos conocidos como Padres de la Iglesia a aquella
empresa de colonización de las conciencias para que la definición milenaria de
la filosofía se transformara de manera radical: dejó de ser la construcción de
una existencia auténtica, asociada a una ética rigurosa, para convertirse en
una disciplina de clérigos dedicados a discutir minucias en interminables
debates bizantinos cuyas huellas permanecen en los libros resultado de 1.000
años de escolástica. Del ágora y el foro abierto, la filosofía se trasladó a
los anfiteatros cerrados de las universidades. Pasó de ser una práctica al aire
libre, al alcance de todos, a estar enclaustrada en interiores, donde no la
ejercía más que un puñado de clérigos parlanchines. Dejó de ser algo que
interesaba a todo el mundo para convertirse en competencia exclusiva de unos pocos.
Sin embargo, antes de que el cristianismo dominara el
imperio romano en su totalidad, un filósofo era, ante todo y sobre todo,
alguien que seguía y encarnaba en su vida cotidiana los principios de un
maestro: un pitagórico, un estoico, un epicúreo, un cínico, un cirenaico, un
escéptico. A cada discípulo de esos maestros era posible reconocerlo por su
práctica existencial, su forma de vestir, su actitud, su forma de alimentarse,
cómo llevaba cortado el cabello, si llevaba barba o era lampiño, de qué accesorios
se rodeaba (un bastón, una alforja, una escudilla en el caso de los discípulos
de Diógenes); pero también por su manera de comportarse respecto a los honores,
las riquezas, el dinero, el poder y los bienes de este mundo.
En la mayoría de estos sabios maestros de la antigüedad
encontramos la invitación a desconfiar de los falsos valores y a prescindir de
todo, a ser ascetas, a practicar la austeridad, a no tener, para concentrar
todas las fuerzas personales en el ser, que requiere despojarse de todo lo que
lastra el alma material. Para ellos, cuanto menos se tiene, más se es. El
filósofo, que es un enamorado de la sabiduría, no quiere quedarse ahí, sino
llegar a ser sabio él también, y la sabiduría se ve, por encima de todo, en la
calidad de la vida que practica. Desde la más remota antigüedad hasta el
triunfo oficial del cristianismo, a principios del siglo IV, un filósofo no era
alguien que habla y hace malabarismos con el lenguaje, encadenando frases sin
contenido pero llenas de palabras complicadas, sino un hombre o una mujer que
vivía feliz en la sobriedad.
La Villa de los Papiros muestra que, en concreto, allí
reinaba la amistad, con el proyecto común de ser la encarnación de las
enseñanzas de un maestro. Y lo que enseña Epicuro es algo muy claro y sencillo:
lo único que existe es la materia, los átomos dispuestos de distintas maneras
en el vacío. Una física en la que no hay hueco para ningún dios vengador ni
malvado, ningún juicio final después de muertos; una física que desemboca en
una moral sencilla y que se presenta como un tetrafármaco, un remedio
cuádruple.
Primero: los dioses no son unos entes a los que debemos
temer, sino unas composiciones materiales que deben servirnos de modelo, porque
saben lo que es la felicidad del puro placer de existir. Segundo: el
sufrimiento es soportable. Si es verdaderamente terrible, acaba por
derrotarnos, y, si no acaba por derrotarnos, es que no es tan terrible, por lo
que, en ese caso, debemos recurrir a nuestra fuerza de voluntad para
descomponerlo. Tercero: no debemos tener miedo a la muerte porque, si estoy
aquí, quiere decir que ella no está, y, si aparece la muerte, yo ya habré
dejado de estar. Cuarto: la felicidad es alcanzable, consiste en la
satisfacción de los únicos deseos naturales y necesarios (beber y comer para
saciar la sed y el hambre, que son los verdaderos sufrimientos) y la negativa a
satisfacer todos los demás (tanto los deseos naturales y no necesarios —la
sexualidad— como los deseos no naturales ni necesarios: los honores, el poder,
el dinero, las riquezas).
Con el triunfo del cristianismo, el filósofo se convirtió en
un profesor pesado e insufrible, un pedante que empezó a complicar todo lo que
hasta entonces había sido sencillo, un hipócrita que enseñaba a los demás
principios que él no practicaba, un sermoneador perentorio y, en resumen, un
personaje aburrido. Esta concepción de la filosofía empezó a crear en las
universidades clones que a su vez, en un ciclo incestuoso, se reprodujeron en
otros clones.
En la Villa de los Papiros, los filósofos no daban lecciones
a nadie. Se negaban a tener poder sobre otra persona, a dominarla, porque lo
que buscaban era la capacidad de dominarse a sí mismos. Su filosofía era una
práctica, y no un discurso. Su sabiduría era una tensión, y no un trofeo de
esos de los que, cuantos más defectos tienen, más se alardea. Su existencia era
un secreto, y no una exhibición publicitaria de sus extravagancias mundanas.
Epicuro nació en una Grecia decadente que ofrece grandes
paralelismos con nuestra Europa abatida. El epicureísmo fue, ante todo, una
filosofía de combate contra el apoltronamiento de la civilización helenística.
Después, durante la era cristiana, el epicureísmo fue una eficaz máquina de
guerra contra las ilusiones, contra esas fábulas infantiles que son, en
definitiva, las religiones y las ideologías que impiden pensar. Sin Epicuro no
habrían existido el Renacimiento, ni Montaigne, ni el pensamiento libertino del
siglo XVII, ni la filosofía de la Ilustración, ni la Revolución Francesa, ni el
ateísmo, ni las filosofías de la liberación social.
Epicuro puede constituir un poderoso remedio contra la
fiebre decadentista contemporánea. Acabar con la apatía que invade el mundo no
es tarea de ningún salvador exterior, de ninguna ideología capaz de resolver
todos los problemas de un solo golpe, sino de cada uno de nosotros. Ante
cualquier cosa que quiera someternos, el único salvador al que podemos recurrir
está en nuestro propio interior.
El filósofo del Jardín enseñaba a los individuos a ser
soberanos de sí mismos, y ese es el mejor estimulante para luchar contra todo
aquello que nos transforma en esclavos. Basta con decir no a todo lo que nos
cosifica, o, en otras palabras, decir sí a una vida que, para alcanzar la
ataraxia, desea otorgarnos el bien supremo, que es la ausencia de
preocupaciones. La Villa de los Papiros es una arquitectura ideal que sirve
para todas las épocas y todos los lugares, incluida la Europa del siglo XXI.
Nietzsche se preguntaba: “¿Dónde volveremos a construir el Jardín de Epicuro?”.
Respuesta: en cualquier lugar en el que haya un epicúreo.
Traducción de María
Luisa Rodríguez Tapia
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