“Tres pasiones, simples, pero abrumadoramente intensas, han gobernado mi vida: el ansia de amor, la búsqueda del conocimiento y una insoportable piedad por los sufrimientos de la humanidad. Estas tres pasiones, como grandes vendavales, me han llevado de acá para allá, por una ruta cambiante, sobre un profundo océano de angustia, hasta el borde mismo de la desesperación” — Bertrand Russell

21/12/16

Lucha de clases. El conflicto irrebasable

Lucha de Clases ✆ Pablo O'Higgins
Gerardo de la Fuente Lora
I
Que la sociedad se encuentre dividida en clases no significa simplemente que entre sus elementos haya diferencias de posición o poder, capacidades distintas para acceder a bienes y derechos, desigualdades relativas al disfrute de la naturaleza o de las producciones culturales de la humanidad. La partición clasista no designa tampoco, o no nada más, una situación de inestabilidad e inquietud sociales, una confrontación entre dominadores o dominados, entre los mejor y los peor colocados en cada ámbito social; tampoco se designa con ella una condición de rijosidad extrema ni un ambiente de movilización desasosegada, la experiencia de la incertidumbre ante las reacciones posibles, desaforadas, de los que mandan o de los que obedecen. Las clases sociales, en su enfrentamiento, muestran el músculo cuando se manifiestan en las acciones de grandes contingentes, en mareas de gran fuerza escenográfica, es cierto, pero las confrontaciones de clase acontecen también en los pequeños días (por usar una expresión de Bolívar Echeverría), cuando nadie podría sospechar que bajo los prados cavan los topos viejos.

El concepto lucha de clases no designa simplemente el hecho de que una o varias porciones de la sociedad pugnen, antagónicamente, por mejorar la proporción que les toca de la producción social; tampoco menciona un grado de intensidad de dicho conflicto –en el sentido de que la lucha podría evolucionar de serena y civilizada, gremial y democrática, a antagónica y clasista–. Precisamente porque no nombra la situación simple de que la sociedad es conflictiva, ni indica el grado de acaloramiento o seriedad del diferendo, la lucha de clases no puede disminuirse a través de políticas de diálogo, o de reconocimiento y aceptación de la otredad del otro. Resulta incluso dudoso que amplias medidas de redistribución económica, o de desorganización y cooptación abierta de las organizaciones y líderes sociales puedan aplacarla.

Uno de los obstáculos epistemológicos que conspiran contra la comprensión adecuada de la realidad y el análisis clasistas radica no sólo en la confusión del grado de acaloramiento de la lucha con su caracterización como clasista sino, también, la identificación fácil entre las formas de organización y las clases en cuanto tales. Sindicatos, movimientos, agrupaciones campesinas o urbanas, grupos, partidos, tribus reales o virtuales, y muchas más maneras en que pueden cristalizar las vinculaciones de unos individuos con otros no necesariamente son “expresiones” de clase; de hecho, se trata de fenómenos inconmensurables con la dimensión clasista de la sociedad. Uno de los mayores yerros del pensamiento de izquierda marxista en la historia radicó en confundir las instituciones organizativas con las clases en sí mismas: ningún partido, por obrero o comunista que fuese, podría corporeizar al proletariado como clase.

La lucha de clases continúa ejerciéndose, aun en situaciones de aparente tranquilidad en las que no hay organizaciones sociales fuertes o las relaciones entre ellas y el Estado no son tirantes o de confrontación. Habría guerra de clases en las sociedades capitalistas incluso en el improbable caso en que las desigualdades de riqueza se limitaran ampliamente.

Todo ello, porque el objeto del concepto de lucha de clases no se refiere a una entidad designable o localizable, a una sustancia o a una esencia; no habla sin más del choque y la confrontación de dos o más entes, cualquiera que éstos fuesen, sino que nombra el acontecimiento de una cesura, de una partición fundamental, la dinámica de una separación, de una diferencia, el conflicto de una distancia, el dirimirse de una desgarradura.
II
Que haya lucha de clases significa estrictamente que la sociedad no es totalizable: que no es ni puede ser una totalidad, una entidad única y unificable, un conjunto enumerable y abarcable, un proceso desenvolviéndose en un plano donde podría encontrarse un algoritmo que conectara todos los puntos. Valdría decir que el conflicto clasista es un indicador de que la sociedad es compleja, siempre que no se emplease aquí la noción de complejidad en el sentido ingenuo-hegeliano que afirma que todo tiene relación con todo, sino en la perspectiva luhmanianna para la cual un sistema es complejo cuando, precisamente, no todo puede tener relación con todo. Que haya clases significa entonces que lo social se encuentra diezmado por una hendidura, por un resquebrajamiento abismal que recorta una especie de placas tectónicas ya no vinculadas más que en sus intersticios.

Las clases sociales no son complementarias, no es posible sumarlas para producir el todo, ni se compensan una a la otra en forma alguna. En la sociedad capitalista, el proletariado no es la versión negativa de la burguesía y no se encuentra siquiera en el mismo espacio que ella. Hay una diferencia irrebasable de un palmo al otro de lo social. En el libro Conocimiento e interés, el joven Jürgen Habermas describió muy bien las implicaciones de la partición en clases conceptualizada por Marx: afirmó que con ella se mentaba una “distorsión sistemática de la comunicación”; es decir, una intraducibilidad, una incomprensibilidad estructural, una ininteligibilidad no casual o coyuntural, sino consustancial al capitalismo, que acontece a través de la puesta en juego de un sistema de símbolos escindidos que vuelven imposible el diálogo pleno entre los miembros de la sociedad.

La distorsión de la relación dialógica está sometida a la causalidad de símbolos escindidos y de relaciones gramaticales reificadas; es decir, sustraídas a la comunicación pública, vigentes sólo a espaldas de los sujetos y así, al mismo tiempo, empíricamente coactivas.

Marx analiza una forma de sociedad que ya no institucionaliza el antagonismo de clases bajo de una dependencia política y de un poder social inmediatos, sino que lo asienta en la institución del contrato libre que imprime la forma de mercancía a la actividad productiva. Esta forma de mercancía es una apariencia objetiva, pues hace irreconocible para ambos partidos, capitalistas y asalariados, el objeto de su conflicto y restringe su comunicación.1

La lucha de clases es entonces el síntoma de una imposibilidad de comunicación completa y transparente. Lo que enuncia una parte de la sociedad resulta incomprensible para la otra. El sistema de los signos está atravesado por escisiones que enturbian todo intento de diálogo. El marxismo mostraría así, en el terreno de lo social, una situación análoga a la que habría sido diagnosticada por el psicoanálisis al nivel de la historia individual: la imposibilidad de recuperar el relato pleno del sí mismo, el sistema de escisiones –el inconsciente– que recorre el inalcanzable relato de la identidad.

Esta situación apunta a que el conflicto clasista de la sociedad no puede superarse o resolverse a través de campañas educativas que promuevan la importancia del respeto al otro y eduquen a los individuos en la tolerancia. No es que estos mensajes y esta educación carezcan de importancia sino que no alcanzan a llenar el vacío del resquebrajamiento comunicacional estructural que funda a la sociedad. Ningún esfuerzo de homogeneización o adoctrinamiento publicitario, por amplio y descarnado que fuese, podría colmar la desgarradura que trabaja al sistema lingüístico-semiótico, que articula-separa la formación social. Hay una violencia permanente de la “comunicación” que no puede salvarse por ningún propósito de dulcificación de las palabras, o por ningún afán de perseverar en el terreno de lo políticamente correcto.

Pero si en esta sociedad la palabra nace sistemática y estructuralmente distorsionada, ello no es exclusivo de la dimensión lingüística, sino que la deformación y la ruptura caracterizan todos los sistemas de intercambios –desde luego, en primer lugar, a las interacciones económicas–. No es éste el lugar para desarrollar de modo amplio esta problemática; recordemos simplemente cómo el propósito de Marx en El capital radicó en mostrar que la economía capitalista no es totalizable, pues la constituyen contradicciones insalvables, entre ellas desde luego las que escinden la oferta y la demanda, el salto mortal de la mercancía que enfrenta al tiempo humano con el del valor, y que hace que constantemente acontezcan sobre producciones o desvalorizaciones caóticas de los bienes y de las personas. Toda la filosofía de Bolívar Echeverría, por tomar aunque sea un ejemplo entre los muchos autores dedicados a estudiar las desgarraduras profundas del capitalismo, está basada en el estudio del carácter a la vez irrebasable e invivible de la contradicción, esencial a la forma mercancía, entre el valor de uso y el de cambio:
Marx afirma que la principal diferencia de la vida del ser humano moderno respecto a formas de vida social anteriores está en que él debe ahora organizar su vida en torno a un hecho fundamental desconocido anteriormente, que es la contradicción entre el valor de uso y el valor mercantil de su mundo vital, entre la “forma natural” que tiene la reproducción de su vida y otra forma parasitaria de ella, coexistente con ella, pero de metas completamente divergentes, que es la forma abstracta y artificial en que ella funciona en tanto que pura reproducción de su valor económico dedicado a autovalorizarse.2
La modernidad, o las modernidades capitalistas consisten en estrategias disímbolas que las sociedades ponen en acto para tratar de sobrellevar la contradicción entre valor de uso y valor de cambio; tal disyunción impregna todos los rincones de la socialidad capitalista. Continúa Echeverría:
En todo momento, en toda acción de la vida cotidiana, en el trabajo, en el disfrute, en la vida pública, en la vida privada, en todas partes y en todo momento, esta contradicción va a estar presente; éste es el hecho capitalista por excelencia que fundamenta la modernidad “realmente existente”. 3
Que haya conflicto clasista significa que las contradicciones esenciales del capitalismo no son rebasables: si encontrasen una solución, sólo podría provenir de la destrucción del sistema en cuanto tal. La lucha de clases es síntoma no de un conflicto exacerbado, acalorado, altisonante, sino sobre todo de una ruptura que no puede curarse en los marcos del presente modo de producción.

La lucha de clases implica que la economía capitalista no es estabilizable: que no existe ni puede existir el equilibrio, que no hay política económica o programa de ajuste que pueda superar el hiato, la desgarradura que trabaja, produce y mina al mismo tiempo el régimen del capital.
III
La lucha de clases implica el enfrentamiento de contrarios vinculados entre sí a través de una separación, una distancia, una inconmensurabilidad. El choque, como si de placas tectónicas se tratase, acontece sólo en los intersticios. Michel Foucault, en la Microfísica del poder, refiriéndose a la noción nietzscheana de “emergencia” realiza una descripción que podría aplicarse al concepto de enfrentamiento clasista que hemos venido desarrollando:
un lugar de enfrentamiento; pero una vez más hay que tener cuidado de no imaginarlo como un campo cerrado en el que se desarrollaría una lucha, un plan en el que los adversarios estarían en igualdad de condiciones; es más bien (…) un no lugar, una pura distancia, el hecho de que los adversarios no pertenecen a un mismo espacio. Nadie es pues responsable de una emergencia, nadie puede vanagloriarse; ésta se produce siempre en el intersticio. 4
Por su parte, Louis Althusser subraya la desigualdad de los contrarios como el rasgo que caracteriza la dialéctica marxista frente al hegelianismo:
La diferencia específica de la contradicción marxista es su “desigualdad”, o “sobredeterminación”, que refleja en sí su condición de existencia: la estructura de desigualdad (dominante) específica del todo complejo siempre-ya-dado.5
La no complementariedad de su enfrentamiento constituye a los contrarios como contendientes, justamente, en la lucha de clases. Ello significa que si dos antagonistas se enfrentan en el espacio social, y sus demandas pueden negociarse, compensarse unas con otras, entonces estamos hablando no de guerra clasista sino de diferendos intrasistema. Eso no implica, por otro lado, que un choque que en un momento fue interno, domesticable, al instante siguiente no pueda manifestarse como un desgarramiento inasimilable. Ello no depende, por cierto, de las entidades que entran en juego sino del carácter de la lucha que los vincula. Hay una prioridad constitutiva de la lucha sobre los contrarios: el enfrentamiento crea a los contendientes, no a la inversa. Los contrarios no preexisten a su lucha sino que son producidos en ella. Todos los sujetos, insistió Althusser en diversas ocasiones, son construidos, no son anteriores a la coyuntura en que intervienen sino que son constituidos por ella.

Las clases sociales, los contrarios radicales del capitalismo no se enfrentan en el mismo espacio, no son conmensurables, comparables; cada uno de ellos enarbola universos potenciales diferentes, proyectos históricos distintos. El proletariado, cuando fue la principal clase nuclear en el conflicto capitalista, prefiguró y ejerció una vida distinta de la correspondiente a la burguesía, encarnó una cultura otra, alternativa, otra forma de ser en el cosmos. Al pasar a nuevas etapas el régimen del capital, la lucha sumará nuevas clases fundamentales y, cada vez, y por lo mismo, otros mundos serán posibles.
Notas
1 Jürgen Habermas. Conocimiento e interés, primera edición, Buenos Aires. Taurus. 1990, página 70.
2 Bolívar Echeverría, Vuelta de siglo, primera edición, México, Era, 2006, página 210.
3 Ibídem.
4 Michel Foucault, Microfìsica del poder, segunda edición, Madrid, Ediciones La Piqueta, 1979, página 16.
5 Louis Althusser, “Sobre la dialéctica materialista (de la desigualdad de los orígenes)”, en Althusser y Balibar, Para leer El capital, primera edición, México, Siglo XXI Editores, 1967, página 180.
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