“Tres pasiones, simples, pero abrumadoramente intensas, han gobernado mi vida: el ansia de amor, la búsqueda del conocimiento y una insoportable piedad por los sufrimientos de la humanidad. Estas tres pasiones, como grandes vendavales, me han llevado de acá para allá, por una ruta cambiante, sobre un profundo océano de angustia, hasta el borde mismo de la desesperación” — Bertrand Russell

20/3/12

Luis Buñuel y André Breton / Escándalos, almohadilla delante

André Breton y twitter 
Henrique Lage

Es el París de 1955, y Luis Buñuel y André Breton toman algo en una cafetería, de camino a la casa de Eugène Ionesco. En un momento, la conversación deriva a las expulsiones de Dalí y Max Ernst del grupo surrealista. Aduciendo la pérdida de valores que dichos miembros habían llevado vendiéndose como comerciantes y no como artistas, Breton se queda pensativo, y apenado, y dirige estas palabras al aragonés:

- Es triste tener que reconocerlo, mi querido Luis; pero el escándalo ya no existe.

Esta historia está relatada por el propio Buñuel en sus memorias, el magnífico libro que es “Mi último suspiro” y cuya relectura no puede ser más estimulante, tanto por la figura y tiempos que retrata como por la actitud vital que demuestra, cargado de animosidad en su doble acepción. Esa frase plantea ahora muchas preguntas. ¿Lleva muerto el escándalo más de medio siglo? Y si es así, ¿Qué es lo que queda? ¿Qué ocupa su lugar?

Para empezar, primero habría que definir el escándalo tal y como lo concebían el grupo surrealista. Lejos estaba dicho movimiento de ofrecer una homogeneidad y una constancia en aquellas ideas, si bien algunos temas eran frecuentes preocupaciones, pero con el escándalo sucedía algo muy particular: si bien no se buscaba con frecuencia o periodicidad alguna, tampoco se eludía y algunas oportunidades se buscaban hasta el punto de convertirse en auténticos delitos. El escándalo surrealista era, en realidad, cualquier ataque al orden establecido, un desafío antiburgués que busca ser un estallido, un llamamiento a despertar conciencias y transgredir el adocenamiento. No es extraño pues, que Buñuel acabe recordando al grupo a raíz de Mayo del 68 (que Breton, muerto en el 66, no llegó a ver) y termine su filmografía con una muy coherente explosión, stando sus últimas películas trufadas de referencias a un terrorismo abstracto, sin ideología, que solo pretende destruirse como individuo en el proceso de llevarse el mundo con él.

¿Hay lugar ahora para esa clase de escándalo? No en cuanto a dos motivos: el primero, que surge de la escasez de agentes que busquen ese cambio de orden en cuanto a que prefieren formar parte del orden establecido, algo que podemos comprobar en la medida que muchos “escándalos” han servido más para consagrar a sus autores que para derribar el modelo al que atacaban; en segundo lugar, la enorme capacidad del sistema de fagocitar esos “escándalos” y adaptarse a ellos con las menores variaciones posibles. Una popular cita de Slavoj  Žižek  lo define mejor:
“es fácil imaginar el fin del mundo, o un asteroide destruyendo la vida, pero no podemos imaginar el fin del capitalismo. (…) Así vivimos; tenemos todas las libertades que queremos, pero no tenemos tinta roja: el lenguaje para articular nuestra no-libertad. La forma en que nos enseñan a hablar acerca de la libertad -la guerra contra el terrorismo, por ejemplo- falsifica la libertad.”.
El descafeinado escándalo actual ya no es, pues, una ruptura sino una reafirmación. En estos días nos hemos levantado con la noticia de que el cantautor Javier Krahe va a ser juzgado por un cortometraje realizado hace 34 años y emitido hace 8 en una cadena privada y sin su consentimiento. Tampoco está tan lejos un juicio similar como el de Ángel Sala, acusado de distribuir pornografía infantil con motivo de la película de ficción “A serbian film” (Srdjan Spasojevic, 2010). Son buenos ejemplos de cómo los escándalos han pasado de ser actos espontáneos que desafiaban al sistema a ser creados de la nada – fomentar la polémica donde no la hay, básicamente – para así mantener la ilusión de que el sistema todavía tiene enemigos (morales) que lo amenazan. Por supuesto, como bien apuntaba Nacho Vigalondo recientemente en su twitter, estas polémicas se disipan tan rápido como aparecen, y aquellos que las han promovido, se callan, agachan la cabeza y cambian de tema. Esos escándalos solo han servido de banderitas que agitar, pero no han derribado ningún palacio.

El sistema no está en absoluto amenazado. De hecho, está con mejor salud que nunca. El escándalo ya no es una arma subversiva útil, es una herramienta más que el sistema utiliza para espolearnos. Pensemos, por ejemplo, en los hastags. En programas de telerrealidad como “¿Quién quiere casarse con mi hijo?” pensados específicamente para interpelar al espectador mediante pequeñas provocaciones, o en una campaña reciente de una exclusiva marca de bolsos, que hacía de la ofensa una buena herramienta de marketing. Ni tan siquiera eso: muchos políticos han aprendido lo fácil que resulta dejar caer globos sonda para ver cómo reacciona su electorado, sin mojarse las manos. Los #escándalos, con almohadilla delante, son ahora frecuentes, continuados y tan livianos que entre tweet y tweet han cambiado de foco de atención. Y mientras nosotros nos escandalizamos poquito a poquito, día sí, día también, el sistema afianza sus cimientos sobre la tumba de Breton.

Título original: “Escándalos, almohadilla delante”