“Tres pasiones, simples, pero abrumadoramente intensas, han gobernado mi vida: el ansia de amor, la búsqueda del conocimiento y una insoportable piedad por los sufrimientos de la humanidad. Estas tres pasiones, como grandes vendavales, me han llevado de acá para allá, por una ruta cambiante, sobre un profundo océano de angustia, hasta el borde mismo de la desesperación” — Bertrand Russell

19/4/12

Cuidado con la música

Antonio Machado @ Antonio Burgos
Eduardo Zeind Palafox

Especial para La Página
Las cuerdas, apuntó Goethe, sirven para hacer liras, pero también para hacer arcos y para disparar flechas. Esta analogía me hace pensar en el lirismo, que no es otra cosa que el desarrollo poético de la lira, instrumento musical apto para expresar los sentimientos humanos, que son delicados para la burda y enorme mano de Dios.

Sólo Aldous Huxley supo enseñarme el arte de la apreciación vibrante. De él aprendí a escuchar los diálogos o los triángulos comunicantes que urde la música. Tradicionales señoras de madera, modernos precursores (percusiones) de aluminio, trémulas melodías y graves sonoros, conversan, versan, versifican.

"Cave musicam", solía decir el somnoliento e insolente Nietzsche. La música paraliza, sublima, es decir, amenaza. Pero sólo la música nos traslada hasta la realidad, enseñaba Schopenhauer, filósofo que jamás olvidaba interpretar alguna pieza del itálico Rossini.

Si la arquitectura tira hacia arriba y hacia abajo, según las locas definiciones de Simmel, la música tira hacia los lados (las orejas, en su afán aprehensivo, estiran nuestro rostro). Para mí, después del piano de Bach, de las óperas de Puccini, de los violines de Vivaldi, de los remolinos de Brahms y de las cacofonías de Bécquer, está la música española.

Hace mucho tiempo tenía la costumbre de asimilar la elocuencia de la guitarra de Paco de Lucía. Perdí el gusto por sus cuerdas por culpa del ambiente que me rodeaba, lleno de ruido, humo, claxons y mujeres histéricas. Cuando escucho Río grande, escucho hablar a España y escucho la poesía de Antonio Machado. Dice el andaluz:

"Suena el viento
en los álamos del río.
La tarde más se oscurece,
y el camino, que serpea
y débilmente blanquea,
se enturbia y desaparece".

La música que deleita a los expertos no es nocturna, no es diáfana. La gran musa es crepuscular, mediana, meridional. Esta reflexión me recuerda los argentinos alegatos sobre el tango, un tango que no determina su tristeza o su alegría. El tango es "llorón y cansado", como dice un verso de Carriego. Y los niños llorones arden en ira y apagan su ira con óptica agua salada.

La música nos oscurece y nos va hipnotizando, cual serpientes ("serpea y débilmente blanquea"), hasta dejarnos abandonados en nuestro interior. Y ya que estamos ensimismados, según la famosa expresión de Ortega y Gasset, percibimos que somos turbios, que nuestro espíritu no tiene rostro (Hume).

Y en la turbulencia hay que nadar, hay que remar con cinceles o pinceles, hay que hacer algo, lo que sea, como sucede en un episodio de Poe, en el que un personaje atrapado en el Maelstrom lucha contra la subliminal fuerza de la naturaleza. Embebidos en la geometría asimétrica de la música nos olvidamos de nosotros, de nuestra casa, de nuestra familia.

Contemplar, es decir, templarnos con algo o en algo, es la máxima experiencia estética. Pero esta experiencia no puede durar demasiado, pues enloqueceríamos. De aquí que los artistas, hombres acostumbrados al desapego o apegados a las cumbres, lleguen a cantar como Antonio Machado:

"Mi cantar vuelve a plañir:
aguda espina dorada,
quién te pudiera sentir
en el corazón clavada".

Esta nostalgia la podemos experimentar escuchando Zorongo gitano o Entre dos aguas. España vive en los crescendos, en las espirales de dichas melodías (¿melodías o melodramas?), pero sobre todo vive en los silencios.

El silencio, ése gran suspiro de la música, determina cuándo, cómo y en dónde termina el presente, el pasado o el futuro. La contemplación musical nos diluye el tiempo. En cada nota, en cada tono o en cada rasgueo de nuestra avispada guitarra, va implícito un pasado inmediato (un eco), un presente soñado (una fricción) y un futuro que se avecina (un respiro).

La música, según la creencia popular, es temporal. Pero en realidad la música es pura simultaneidad. Sin retener en la memoria el tono anterior y sin imaginar el devenir de un tono consecuente, sería imposible el ritmo, la cadencia. Sólo el silencio de las musas bifurca o tritura una opereta o una sonata. Por eso Machado escribió esto:

"Y todo el campo un momento
se queda mudo y sombrío,
meditando".

El poeta Machado, profesional de la música escrita, sabía que sin esta breve y campesina meditación resulta imposible que el lector sienta el tiempo comprimido de la narración poética (Ricoeur buscó en la obra de Proust la esencia del tiempo).

Enmudecer, o mejor dicho, practicar la mordacidad, es abrir un espacio para la interpretación. Sin silencios el receptor de la música no alcanza a fijar puntos en el tiempo y en el espacio, y así, cae en el vértigo (el quieto de Kant, el nauseabundo de Sartre o el colérico Schopenhauer, afirmaban que lo vertiginoso o lo móvil es contrario a lo específico, a las "species", a los arquetipos platónicos).

Sólo cuando podemos relacionar un sonido con un recuerdo, nacen los sentimientos. Una melodía es como un escalpelo que abre nuestra memoria para extraer similitudes. La música, como la poesía, redistribuye emociones (Boulez), oprime al enamorado (Otelo), exalta al mediocre (Wagner), justifica al héroe (Carlyle) y reprende al haragán (Brahms). La música es una conjugación, es decir, un juego dialéctico. Huxley, en su Contrapunto, lo explica mejor que yo. Regreso a mis labores.