“Tres pasiones, simples, pero abrumadoramente intensas, han gobernado mi vida: el ansia de amor, la búsqueda del conocimiento y una insoportable piedad por los sufrimientos de la humanidad. Estas tres pasiones, como grandes vendavales, me han llevado de acá para allá, por una ruta cambiante, sobre un profundo océano de angustia, hasta el borde mismo de la desesperación” — Bertrand Russell

31/8/12

Metanoia / La transformación interior por efecto de un sueño

Juan Forn

Si el tiburón se queda quieto, se hunde y se muere, así que hasta cuando duerme está en movimiento. ¿Sueña el tiburón cuando nada dormido? Nadie se anima a opinar. Lo único que se sabe es que el tiburón va haciendo descansar distintas partes de su cerebro mientras sigue nadando como en trance. Eso me hizo acordar una historia sobre Descartes, que tenía una tos que inquietaba tanto a su padre (la madre había muerto de la misma tos) que cuando lo mandó al prestigioso colegio de los jesuitas en La Flèche exigió para su hijo el privilegio de quedarse en la cama “en las mañanas inhóspitas de vahos y escarcha”, lo que permitió al pequeño René ejercitar el pensamiento en aquellas horas muertas y llegar a las conclusiones que todos conocemos.

Uno de esos días, Descartes tuvo un sueño tan vívido que no pudo evitar la tentación de ponerse a pensar mientras soñaba, y como no quería perderse el resto del sueño, siguió soñando mientras interpretaba. En el sueño, alguien le mostraba un poema que comenzaba y terminaba con el mismo verso, “Sí y no”, que el joven René reconocía al instante como perteneciente a los Idilios de Ausonio, un libro que amaba tanto que siempre lo tenía sobre su mesa, así que manoteó el libro, en el sueño, y se puso a buscar el poema y descubrió con estupor lo mismo que comprobó al despertar e ir hasta su mesa y abrir su ajado ejemplar de los Idilios de Ausonio: el poema no estaba, pero al terminar de hojear el libro, uno tenía la certeza de haberlo leído, desparramado en tinta invisible a lo largo de sus páginas. Es asombroso que Descartes haya sacado de ahí el razonamiento cartesiano, en lugar de la teoría de la incertidumbre, pero ya lo dijo el gran Lichtenberg: “Toda nuestra historia es únicamente de hombres despiertos. No hay una historia de los hombres que duermen”.
En la misma época en que Mesmer fue acusado de farsante por la Academia de París, luego de que no lograra hipnotizar a sus miembros (“El tratamiento no tiene ningún efecto sobre los escépticos”), Harvey de Saint Denys juraba que no se podía dormir sin soñar: así como la sangre nunca deja de circular, el fluir del pensamiento jamás se detiene, estemos despiertos o dormidos.

Y, de hecho, el pensamiento es más intenso cuando no estamos haciendo otra cosa, por ejemplo, cuando dormimos. “Creo en los sueños porque mi cerebro trabaja más rápido cuando estoy dormido”, decía Strindberg. En los hospitales psiquiátricos de Stalin atiborraban a los pacientes de fenotiazina para neutralizar su actividad onírica: habían descubierto que los que no soñaban se volvían más mansos, más apáticos. Según un libro llamado The Third Reich of Dreams, que reúne trescientos sueños de gente común en la Alemania nazi, entre 1933 y 1938, uno de los más repetidos era soñar que estaba prohibido soñar.

Hay hasta diccionarios de sueños, pero nadie nunca se sentó a escribir la historia de los hombres que duermen hasta que el loco Jacobo Siruela decidió hacerlo. Jacobo Siruela se llama en realidad Jacobo Fitz-James Stuart Martínez de Irujo, Conde de Siruela, y es hijo de la Duquesa de Alba, esa señora que, según el Libro Guinness, es la persona con más títulos nobiliarios en el mundo (cinco veces duquesa, dieciocho veces marquesa, veinte condesa o vizcondesa y catorce veces Grande de España) y también la que más cirugías estéticas se hizo: su cara podría perfectamente encarnar una historia de las pesadillas, pero su hijo Jacobo, piadosamente, no habla de ella en su libro. La realidad es, para Jacobo, una pesadilla de la que sabe cómo despertar: con libros, por lo general rarísimos, como el que acaba de escribir, después de pasarse la vida publicando libros de otros (en los ’70 inventó la editorial Siruela, cuando se volvió un éxito se la sacó de encima y abrió una editorial más chiquita, ahí fue publicando muy tranquilo cincuenta títulos y recién entonces se dio el gusto de sacar su libro, que se llama El mundo bajo los párpados).

Todos vamos más o menos distraídos por la vida hasta que un sueño nos acomoda la peluca, y aun así, al ratito nomás de esas revelaciones, volvemos a vivir como si los sueños no nos hablaran. Los generales de la antigüedad iban con sus intérpretes de sueños a la guerra. Voltaire escribió en su Diccionario filosófico: “He conocido abogados que han hecho alegatos en sueños, matemáticos que han resuelto problemas y músicos que han compuesto piezas, es indiscutible que en el sueño surgen ideas como cuando estamos despiertos”. Pero la mayoría de las veces nos olvidamos que soñamos. Soñar es algo tan privado que nos privamos hasta a nosotros mismos de nuestros sueños. Cuando uno sobrevive a un coma y va a los grupos de rehabilitación descubre que algo que le pasó la primera noche que durmió desentubado, sin suero ni sedantes, les pasó a todos los demás también: le dicen La Pesadilla. Su característica definitoria es que todos, no importa lo que sueñen, en cierto momento creen despertar y siguen adentro del sueño. Lo que se sueña en La Pesadilla explica el coma, siempre. No importa lo que se sueñe, básicamente es siempre una voz que dice al durmiente: no me escuchabas, yo te hablaba pero no me escuchabas.

Acababa de terminar el libro de Jacobo, el otro día, cuando arranqué en el auto a Gesell desde Buenos Aires. Había estado con unas líneas de fiebre, y mi auto no tiene ni música ni radio desde que me afanaron el stereo, y había llovido, y amenazaba volver a llover, pero en el medio clareó y se puso el sol con arcoíris incluido, y yo iba a dos por hora por la ruta, en ese estado algodonoso en que me habían dejado la fiebre y las voces del libro de Jacobo y el silencio dentro del auto, mientras afuera pasaban los kilómetros y las horas y se apagaban los últimos restos de luz. Era como en el poema de Quasimodo: “Cada uno está solo sobre el corazón de la tierra / traspasado por un rayo de sol / y de pronto atardece”.

San Agustín tuvo una vez un sueño en el que alguien le preguntaba qué estaba haciendo en ese momento, y él contestaba que estaba durmiendo, y la voz le preguntaba dónde estaba su cuerpo, y él contestaba “en mi cama”, y la voz le decía: “Si tu cuerpo está en tu cama, si tus ojos están cerrados, dime entonces qué son estos ojos con los que me ves ahora”. Es la contracara perfecta de aquello que le dijo Kafka al padre de Max Brod, un día que pasó caminando sigilosamente delante de él cuando éste se despertaba de una cabeceada en un sillón: “Por favor, considéreme un sueño”. Jacobo dice que la puerta al sueño es una puerta rebatible: así como permite ir, permite que vengan. Jacobo dice que ver en la planicie del día la única realidad, someterse por entero a la lógica diurna, nos hace un poco irrisorios, esclavos de nuestra hiperconciencia, nuestro escepticismo. Jacobo dice que cada noche cruzan como bengalas en nuestra mente mensajes que desestimamos, porque no sabemos con qué ojos los estamos mirando. Jacobo dice que la transformación interior por efecto de un sueño se llama metanoia.