Especial
para La Página
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Karl Kraus publicó en su diario (‘Die Fackel’) una carta que
Rosa Luxemburgo le envió a Sonia Liebknecht. Esta carta es criticada por una
tal Ida von Lill-Rastern, burguesa dueña de fincas y ajena al dolor de los que
sufren. ¿Puede alguien ignorar el dolor del prójimo? Sí, y esto sucede cuando
no reconocemos cómo es el dolor ajeno. Desconocer el dolor ajeno es desconocer
la clase social que nos mira. Los parisinos sufrieron sendas y proletarias
miradas cuando las calles de la capital empezaron a hacerse más amplias, más
"cosmopolitas".
La carta de la que hablaré fue enviada en 1917, en la época
rubricada bajo la palabra "diciembre". Quejándose, Luxemburgo dice:
"Ayer pensaba, pues: qué extraño es que yo viva siempre en un éxtasis
alegre, sin ningún motivo especial". O Luxemburgo tenía alma de hombre o
simplemente aprendió a sobrellevar los dolores. Una poesía de Juana de Ibarbourou dice
así:
"Si yo fuera hombre, qué hartazgo de luna,
de sombra y silencio me había de dar".
de sombra y silencio me había de dar".
Pocas personas saben vivir en la soledad y en la carencia de
motivos. Freud decía que los seres humanos son creadores de motivos, llamados 'mitos'. Macedonio Fernández, según atestigua Borges, sabía ver correr el
tiempo. La sangre moruna que yace en toda la sangre española permite que la
contemplación castellana sea paciente (estos desprecios hacia el tiempo
"son dejos fatales de la raza mora", como dice un verso portentoso de
Machado el Menor). ¿No ha dicho José Ortega y Gasset que los ojos latinos son
ojos más profundos que los sajones? ¿Será acaso que los ojos de Luxemburgo, que
era de raigambre nórdica, habían aprendido a mirar como miraba el griego?
Kraus, al menos, sabía que la gente de sangre judía sufre
con perseverancia el desarraigo. Kafka quería ser parte de algo, de lo que
fuera, y por eso trazó sus propias ciudades infernales. Los judíos, sabemos,
rascan la tierra, pero ésta huele a nada, huele a negación. Cito a Luxemburgo,
que narra la nada con técnicas vitales: "Permanezco, por ejemplo, tumbada
en la celda oscura sobre un colchón duro como piedra, en el edificio a mi
alrededor reina el habitual silencio de los cementerios, una se siente como en
la sepultura: el reflejo de la farola encendida durante toda la noche delante
del penal entra por la ventana y se dibuja sobre el techo".
Gramsci, que padeció algo similar, leía un libro a diario en
su encierro, y Luxemburgo leía el libro de la vida a diario, libro titulado,
según ella, "Callejón sin salida de la existencia". Luxemburgo sentía
encerrado su cuerpo, pero libre su alma. Y todo esto no es casualidad, ya que
todo gran teórico político frecuenta las páginas de Platón, quien habló sobre
una hermosa pero angosta caverna. Luxemburgo, como hombre, hubiera dicho con
Ibarbourou: "amigo de todos los largos caminos que invitan a ir lejos para
no volver".
Un poeta argentino de mi predilección decía que todos los
enfermos se curan en sus últimos cinco minutos de vida. ¿Qué aprendemos al
final del laberinto? Que el laberinto de la existencia está en la cabeza
("el vigor verdadero reside en la cabeza", dice un poeta chileno, uno
que se atribuye la paternidad del creacionismo). Los lectores que hayan
visitado `La Náusea´ de Sartre entenderán de qué hablo. Luxemburgo insiste, y
dice: "busco un motivo para esta alegría, no encuentro nada y vuelvo a
sonreírme de mí misma". Bello tono racionalista, materialista.
Ella nos dice que la vida es buena si sabemos mirar y
escuchar como "corresponde", con ojos y oídos nuevos (Nietzsche). La
teoría de las correspondencias es una vieja teoría filosófica que nos enseña a
buscar coincidencias en las incidencias. Hacer del accidente algo estridente es
jugar a la ingenuidad. La señora Ida von Lill-Rastern, dueña de fincas,
sostiene que Luxemburgo fue ingenua, aseverando esto: "la carta es
realmente muy bonita". Lill-Rastern habla de la carta de Luxemburgo con
ironía. Nuestra izquierdista, Luxemburgo, fue duramente criticada por Lenin,
quien pensaba que la gran Rose andaba "por la vida con un abrigo
guarnecido de estrellas".
¿Cuáles eran las estrellas que Luxemburgo leía para
palidecer las horas? Stefan George, Platen, Goethe, Hugo Wolff y Lange. Nada
sea en donde falta la palabra, pensaba Stefan George. En donde perecen las
letras también perece el alma. El alma con las letras entra, me gusta pensar y
me gusta transmutar el viejo adagio. La carta de la izquierdista no es bonita,
pues me recuerda los abominables regionalismos de Mistral.
Ida von Lill-Rastern se ríe de Luxemburgo redactando estas
groserías: "la vida de la Luxemburgo
habría transcurrido de forma mucho más alegre y fructífera si, en vez de
dedicarse a agitar al pueblo, hubiera ejercido, por ejemplo, de vigilante en un
jardín zoológico o algo parecido". Bien dijo Schopenhauer que el odio
entre mujeres es más agudo y grande y ancho que el odio que se profesan los
hombres.
Luxemburgo interpreta el dolor de un búfalo en su carta, y
Lill-Rastern sostiene que los búfalos no sufren como se argumenta en el
escrito. Kraus, moderado y moderador, escribe para sanar las cosas lo que
viene: "Que el diablo se lleve la
praxis del comunismo, pero que Dios nos lo conserve como amenaza constante
sobre las cabezas de aquellos que poseen fincas". Que las mujeres se encarguen de la real politik, y que los hombres se
encarguen de las utopías.