“Tres pasiones, simples, pero abrumadoramente intensas, han gobernado mi vida: el ansia de amor, la búsqueda del conocimiento y una insoportable piedad por los sufrimientos de la humanidad. Estas tres pasiones, como grandes vendavales, me han llevado de acá para allá, por una ruta cambiante, sobre un profundo océano de angustia, hasta el borde mismo de la desesperación” — Bertrand Russell

17/2/13

Cornelius Castoriadis y la sociología de la filosofía

José Luis Moreno Pestaña

¿Qué enseña Castoriadis a la sociología de la filosofía? No entraré aquí en cómo la sociología de la filosofía puede comprender a Castoriadis, lo que exigiría una reconstrucción de redes políticas, historiográficas y filosóficas que incluirían a Lefort y Vidal-Naquet pero también a la inmigración griega y a su trabajo en la OCDE; y por supuesto la historia del trotskismo y del pensamiento libertario. Hay excelentes trabajos sobre el particular. Si Castoriadis se revaloriza, lo que uno desea, comenzaremos a conocer esa literatura y algunos se darán cuentan de que la historia del pensamiento francés contemporáneo no se reduce al mundo académico de París y a las historias de la ÉNS. Pero ese es otro trabajo. Me centraré de manera muy sumaria en otra cuestión: en qué puede ayudarnos a quienes hacemos sociología de la filosofía.

Castoriadis asume, en cada página, su posición hermenéutica, que nada tiene que ver con la simple erudición universitaria -pese a que su erudición aplasta y ridiculiza la de muchos que ofician de intelectuales "expertos" y "autónomos". Leyó la historia y, sobre todo, la Antigüedad clásica, desde un presupuesto: existieron tres grandes olas de emancipación política. La más reciente la protagonizó el movimiento obrero; ésta vino precedida por las revoluciones burguesas; en fin, en Atenas, durante el siglo V y el IV (Castoriadis, frente al parecer de otros estudiosos, tiende a privilegiar, de un modo no siempre convincente, la época de Pericles), se alumbró un experimento político radical de emancipación. Esas tres grandes olas tuvieron su aspecto siniestro: la ineficacia, la fealdad (Castoriadis insiste en ese punto que no es banal) y la tiranía de los regímenes comunistas (tiranía prefigurada en el modelo de partido de Lenin), el esclavismo, la explotación capitalista y la democracia falseada y pobre (cuando la hay: a menudo el capitalismo prefiere torturadores feroces), la esclavitud y la exclusión de las mujeres en Atenas –nadie en su sano juicio puede acusarlos de excluir de los derechos políticos a los extranjeros, los metecos, ya que hoy se sigue haciendo. Ningún régimen político considera ciudadano a cualquier bípedo parlante, remarca Castoriadis.

Cada uno de esos procesos constituye un germen de autoorganización. Imitarlos es absurdo: olvidarlos lo es aún más. Porque el movimiento socialista, la liberación de las colonias americanas o la Revolución Francesa siguen planteándonos preguntas que incentivan nuestra imaginación política. Tal es el marco general desde el que lee Castoriadis el pasado. Vayamos concretando y entremos en su historia de la filosofía griega.

A menudo se habla del helenocentrismo de Castoriadis. Personalmente, no lo veo por parte alguna. Castoriadis no dice que Grecia sea la cuna de nada. Eso es hablar mal: no Grecia, ni el genio griego, ni la luz del Egeo, ni esas zarandajas de romanticismo esencialista (que circulan aún en la vida académica, por sonrojantes que sean): son las democracias griegas del siglo V y IV, entre las cuales sabemos algo de la ateniense -pero hubo más, la de Abdera, patria de Demócrito y Protágoras, por ejemplo. Ni siquiera se trata de los griegos, sino de redes de interacción cultural y política. La primera defensa de la democracia Herodoto la pone en boca… de Otanes, ¡un persa!¡Un bárbaro! Cierto que existen asambleas en otros pueblos, por ejemplo en determinadas tribus. Pero las formas no son lo único que caracteriza a la democracia. Una cosa es recibir una institución de los ancestros –las asambleas o una monarquía, poco importa- y otra considerar la polis como un problema colectivo, como el resultado de la creación política consciente de un pueblo. Atenas no tiene más entidad que los atenienses. Castoriadis recuerda la amenaza de Temístocles a los aliados en los prolegómenos de Salamina: podemos hacer Atenas en cualquier parte, muy lejos del Pireo y de las flores de la Pnyx. Somos los atenienses quienes gobernamos, ni la ley de los ancestros (como la mitificada Constitución de Licurgo en Esparta), ni el espíritu de la ciudad o las Escrituras. Si existe una asamblea de manera impuesta por la tradición no hay autogobierno, sino reiteración de una herencia.

Castoriadis considera que junto a la democracia caminan la filosofía y la historia. Resulta difícil seguirle en esas tesis, que exigirían un trabajo comparativo más amplio. La confrontación con Randall Collins muestra muchas lagunas en la concepción de Castoriadis. Nadie duda de la calidad comparativo de la reflexión en Grecia, que dependen de cadenas de generación y de la articulación de centros de debate (de los que careció la India). Puede admitirse, además, la relación esencial de la creatividad filosófica con la democracia: al fin y al cabo, la estatalización del pensamiento en China fue un obstáculo para la creatividad filosófica. Pero filosofía hubo en China e India. Por lo demás, tampoco convence completamente su vinculación, cuando es demasiado tajante, entre religión, filosofía y democracia. La tesis de Anaximandro sobre la indeterminación esencial del mundo puede dar lugar a formas muy diversas de vida política. Lo mismo cabe decir de las conexiones entre la filosofía de la naturaleza de Anaxágoras o la antropología de Tucídides con la democracia.

Más impresiona la vinculación entre la fama y la religión griega. Con un más allá como el Hades, y la penosa imagen que allí ofrece hasta el gran Aquiles, la concentración en la actividad terrena parece obligada. Que la idea de la fama y la gesta pudiera civilizarse y moderarse en la polis, fue una tesis de Hannah Arendt que Castoriadis asume y profundiza –y es que la base historiográfica de la gran filósofa salta a los ojos de cualquiera con un mínimo de información.

Cabe defender entonces una versión débil de la tesis de Castoriadis. Sí puede reivindicarse la conexión entre un tipo de filosofía, la actividad política democrática y la visión global del mundo (expresada en la religión). Siendo el caos lo primigenio, la idea de un orden global resulta imposible. Aunque, si las formas surgieron del caos, cierta ordenación puede realizarse: la historia no la cuenta un idiota y tiene significados. Hay que agarrarse a ellos: en la biografía personal, en la ciencia y en la política. En ese contexto cultural, la filosofía no puede construir sistemas deterministas sino constelaciones cambiantes de acontecimientos de los que cabe extraer guías de acción pero nunca recetas de aplicación mecánica. Es una filosofía histórica, atenta a las conexiones imprevistas de los acontecimientos, pero también a regularidades y tendencias. Castoriadis tiene comentarios magistrales sobre Herodoto o Tucídides a quienes convierte en pensadores centrales de la historia griega. Uno encuentra más filosofía política en el debate sobre Mitilene entre Cleón y Diódoto que en La República, un libro que supura resentimiento y falsedad sobre la experiencia de Atenas.

La Política o las Éticas de Aristóteles son un monumento de esa forma de filosofar (pero podemos intuir más de esa filosófía en lo que Platón cuenta de Protágoras). Castoriadis convence cuando ve en él al gran filósofo de la democracia. Su maestro Platón, sin embargo, constituye la primera tentación epistemocrática: el saber permite ordenar lo bello, lo bueno y lo justo. Dicha filosofía nace de la democracia (que Aristóteles conoció en su agonía), pero también contribuye a ella. Lo hace porque muestra el poder de la inteligencia humana colectiva cuando se aplica al mundo con coraje, pudor y responsabilidad: pocas apologías tan convincentes del poder del demos ateniense, enseña Castoriadis, como las existentes en descripciones de Aristóteles.

En fin, en ese sentido, Castoriadis mostraría la conexión entre una religión ajena al más allá, una filosofía centrada en la descripción –porque no acepta la hipótesis de un sistema y ahí la influencia religiosa- y la inteligencia democrática de la multitud organizada en instituciones. Tal hipótesis plantea interrogantes fértiles que permitirían plantear preguntas empíricamente relevantes para una sociología de la cultura, de la filosofía y de la práctica políticas.
HEXIS