“Tres pasiones, simples, pero abrumadoramente intensas, han gobernado mi vida: el ansia de amor, la búsqueda del conocimiento y una insoportable piedad por los sufrimientos de la humanidad. Estas tres pasiones, como grandes vendavales, me han llevado de acá para allá, por una ruta cambiante, sobre un profundo océano de angustia, hasta el borde mismo de la desesperación” — Bertrand Russell

22/2/13

España / La hora de la verdad

Miguel Manzanera Salavert

Especial para La Página
Muchas cosas están cambiando en este país como consecuencia de la crisis económica.  Por ejemplo, la percepción que tienen los españoles de la realidad en la que viven.  Según el barómetro del C.I.S. (Centro de Investigaciones Sociológicas), en diciembre de 2012 más del 90% de los encuestados pensaban que la situación económica de nuestro país es mala o muy mala.[1]  Es obvio que esa opinión subjetiva se corresponde con los datos objetivos de la economía.  Tomemos algunos datos: 
1. El paro registrado por el I.N.E. (Instituto Nacional de Estadística) se situaba en 2011 más del doble por encima del paro del año 2007, y ha seguido aumentando hasta alcanzar valores cercanos a los 6 millones según algunas estimaciones.  
2. Como consecuencia, el Estado español, que oficialmente había recibido cerca de 5 millones de inmigrantes en la última década –posiblemente la cifra alcance cerca de 7 millones contando con los ilegales-, ha vuelto a tener un saldo migratorio negativo en el último año.  Por poner ejemplo significativo, algunos jóvenes españoles con preparación universitaria están estudiando inglés para ir a trabajar como camareros en Londres y otras capitales europeas.  3. Otro dato preocupante: el diario Expansión alertaba hace unos meses ‘de una fuga de capitales a gran escala en España’.[2] Etc.
Que los políticos de Madrid no han sabido gestionar la crisis es algo evidente también para muchos ciudadanos.   En la misma encuesta del C.I.S., el 76% de los encuestados consideran que la situación política es mala o muy mala.  La mayoría además es pesimista acerca de evolución de los acontecimientos en los próximos años.  Por eso las manifestaciones y protestas de los ciudadanos son masivas en los últimos años, aunque todavía no haya resultados claros traducidos en el necesario cambio político.  Desde la movilización del 15 M, se está creando una cultura democrática renovada que tendrá que cristalizar en nuevas instituciones políticas.  Pues casi el 30% de los ciudadanos estima que la nula capacidad de nuestros políticos se encuentra entre los tres primeros problemas que tiene nuestro país (11,2% el primer problema) –si bien la mayoría, un 77%, considera que el paro es lo más preocupante-.  En consecuencia, los españoles sitúan la lucha contra el paro como el primer objetivo de la sociedad, seguido por la lucha contra la corrupción política como segundo objetivo (46,7%, casi la mitad de la población, entre primero y segundo objetivo).  Lo que significa que los ciudadanos relacionan la crisis de la democracia con la depresión que está llevando a la miseria a tantas familias, y que ese fracaso económico de nuestro país afecta la estabilidad política de la actual forma del Estado.  Hacía mucho tiempo que las instituciones del Estado -la monarquía y su sistema de representación ante la opinión pública-, no estaban tan desacreditadas entre la ciudadanía como hoy lo están.

La corrupción de los políticos y las instituciones salta continuamente en los titulares de los periódicos; es degradante y nos conduce al borde del abismo.  Pero lo más patético de la política actual es comprobar la desorientación del gobierno español.  Su acción a remolque de los hechos, desmiente su capacidad de gestión y sus ideas trasnochadas; los políticos que dirigen el Estado se muestran carentes de cualquier iniciativa para afrontar los problemas de manera constructiva.  Sus dogmas neoliberales carecen de sentido, y han demostrado su incapacidad para proporcionar una economía productiva desarrollada tanto aquí como en los países vecinos: Grecia, Portugal, Italia.  Pero en realidad eso ya se venía venir.  En Europa se está repitiendo un escenario conocido: el hundimiento de la economía latinoamericana en los años 90, por la aplicación de las mismas políticas neoliberales que ahora nos toca padecer.  Frente a las negras perspectivas de futuro, al presidente del gobierno y sus ministros solo se les ocurre ofrecer mentiras descaradas y jaculatorias bienintencionadas: los papeles de Bárcenas son falsos, tenemos derecho a equivocarnos, lo peor de la crisis ya ha pasado, etc. 

Necesitamos avanzar hacia un orden social que fuera capaz de sacarnos del marasmo en el que nos encontramos empantanados.  Las enormes movilizaciones de los ciudadanos en los últimos años han puesto en cuestión el propio sistema político, pero todavía no está claro que se hayan creado las fuerzas necesarias para la transformación social que requiere la actual coyuntura histórica.  La situación no es insurreccional, ni siquiera pre-revolucionaria.  Pues más que un proyecto renovador de la sociedad, la protesta se nos muestra como un movimiento reactivo ante el desmoronamiento de las expectativas sociales en España y en Europa.  El hundimiento de la economía capitalista por las políticas neoliberales ha revelado la verdadera naturaleza del sistema: el sistema político de la monarquía parlamentaria no es capaz de representar los intereses a largo plazo y los deseos de justicia de la mayoría social.  Las instituciones democráticas existentes están desacreditadas –el sistema electoral bipartidista, la monarquía, la judicatura-, o vaciadas de contenido por su subordinación a los poderes fácticos de la burguesía –los sindicatos mayoritarios-.  

Pero todavía no se ha visualizado la necesidad de un nuevo orden social, seguramente porque aún no se han constituido las fuerzas que lo harían posible.  Las que pueden servir de recambio, andan en estado embrionario y deben desarrollarse a partir de las actuales luchas políticas –la auto-organización de la sociedad civil-.  O bien se encuentran en un estado de precariedad manifiesta: se caracterizan por sufrir altibajos coyunturales y por pertenecer a ámbitos políticos periféricos al poder del Estado –IU, ICV, ERC, CUP, Anova, Bildu, Compromís, a lo que añadiríamos los sindicatos más radicales y el asociacionismo organizado de los movimientos sociales-.

Esa sopa de letras, representativa de la pluralidad de la izquierda, es también indicativa de las enormes divergencias que anidan en ella y las dificultades para crear un bloque social que ofrezca una alternativa a la podredumbre del sistema.  En el proceso de auto-organización de la sociedad civil pasa lo mismo: hemos visto nacer un buen puñado de organizaciones al calor de la protesta social: Democracia Real Ya, Indignados del 15 M, Constituyentes, Socialismo 21, Frente Cívico, Asamblea de Andalucía, etc.  Si bien es fácil constatar que esos movimientos y su actividad política refuerzan las posiciones de izquierda, no debe ser menos evidente que esos progresos no se harán efectivos a menos que exista un plan general para el combate por el futuro: se hace necesario un acuerdo general entre todos los protagonistas del cambio para avanzar hacia un proceso de transformación social efectivo.  Para ello es imprescindible una clarificación de las distintas fuerzas que constituyen el motor del cambio en el Estado español, de modo que los diferentes actores puedan actuar de forma complementaria, en un frente común para avanzar hacia una democratización más radical de la sociedad española.

La propia intelectualidad crítica del Estado español se muestra desorientada y dividida ante cuestiones tan básicas como el papel que deben jugar las instituciones políticas existentes en el diseño de la transformación social.  El primer problema que nos sale al paso es la definición frente a las desacreditadas organizaciones que han servido para integrar a los trabajadores en el orden social juancarlista desde hace 35 años.  ¿Son recuperables los sindicatos mayoritarios para un orden político más democrático? ¿En qué condiciones sería posible esa recuperación?  ¿Es el PSOE un cadáver político o puede todavía servir para defender los intereses de los trabajadores y las clases populares?  Ese debate está generando un fuerte conflicto dentro de IU en regiones como Extremadura y Andalucía, ante la decisión de tener que apoyar o no, gobiernos del PSOE con minoría mayoritaria en las cámaras regionales.  Creo que también existe larvado en otras comunidades que no han tenido que tomar la decisión.  No parece posible, pero tampoco sería de extrañar, que ante la pudrición política de la derecha, de nuevo algunas gentes de izquierdas sintieran la tentación de arrojarse en los brazos del PSOE.  No sería la primera vez que pasase; más bien ésa ha sido la tónica en el funcionamiento de la democracia juancarlista.  Pero la crisis es tan profunda que ni esa alternativa parece quedarle al sistema.  

Si tengo razón en esto, debemos entonces preguntarnos por la posibilidad de plantear la República como alternativa política, por qué medios sería posible instaurarla y qué clase de República queremos.  En eso también andan las opiniones divididas.  En primer lugar, porque es claro que hay fuertes movimientos fascistas en nuestro país y en Europa, lo que exige actuar con extraordinaria prudencia, sabiendo lo que puede llegar a pasar.  Incluso planteando la alternativa al orden político actual, se haría necesario defender la trinchera parlamentaria.  ¿Podría nacer de nuevo una III República a partir de una transformación del actual orden constitucional, tras unas elecciones decisivas como sucedió en 1931?  Sin duda, merecería la pena intentarlo sin ingenuidad, contando con los movimientos de auto-organización de la sociedad civil en el avance hacia una democracia participativa, y solo como primera fase en la lucha por la transformación del Estado.  Las fuerzas políticas democráticas y los movimientos sociales deben establecer un programa de acción que contemple como primer medida la realización de un referéndum sobre la forma del Estado.

Pero aquí aparece una segunda objeción, y es que los proyectos republicanos presentes en nuestra sociedad son variados y diferenciados.  Existe en el Estado español un republicanismo catalanista, euskaldún, galleguista, andalucista,…, al lado del republicanismo centralista.  Existe también una tradición confederal, el iberismo, además de la centralista y del término medio federalista.  Sin duda, el problema de decidir la forma del Estado puede resolverse mediante procedimientos democráticos formales, fundados en la regla de las mayorías y el derecho de autodeterminación de las nacionalidades.  Para tomar esa decisión es necesario llegar a un compromiso leal entre las fuerzas que representan las diferentes posiciones políticas, y estén dispuestas a avanzar en la profundización de la democracia económica, política y social.

Suponiendo, que se abriera esa vía parlamentaria hacia la regeneración del Estado mediante la República, para lo que sería necesario un acuerdo entre las fuerzas parlamentarias y extraparlamentarias que permitiera iniciar el proceso de cambio, queda todavía el obstáculo más importante para la constitución de ese bloque histórico.  Pues en efecto, la regeneración política exigirá de forma paralela la transformación económica, poniéndonos ante la posibilidad de superar el modo de producción capitalista.  Sin embargo, la legítima aspiración a abolir el capitalismo, se enfrenta al bloqueo histórico que ha sufrido el socialismo en las últimas décadas, de modo que las Repúblicas Democráticas que reconocen la perspectiva socialista como horizonte futuro, han adoptado, provisionalmente o no, formas y valores mercantiles en la organización de la producción económica.  Sirva eso de advertencia ante las tentaciones de correr demasiado en el proceso de la transformación.  

Desde Marx y Engels sabemos que el elemento determinante en la construcción de la sociedad futura viene dado por la organización de las relaciones internacionales.  La transformación del modo de producción exige una perspectiva mundial sobre el desarrollo de la humanidad; hoy en día que la economía se ha globalizado, eso es más cierto que nunca.  Elementos importantes para la construcción del socialismo en el siglo XXI vienen dados por la construcción del consenso mundial sobre la protección de los derechos humanos y la asunción de la normativa internacional emanada de la ONU.  Y la cuestión política puede plantearse a partir de ahí, como la búsqueda de mecanismos eficientes para dar satisfacción universal de los derechos humanos, para las generaciones presentes tanto como para las futuras.  En este sentido el fracaso del orden mundial capitalista es palmario y por eso es de justicia aspirar a un orden internacional socialista.  Basta observar la incapacidad del sistema mundial para satisfacer los objetivos del milenio propuestos por la ONU, o la insostenibilidad ambiental del derroche capitalista que pone en riesgo la vida de las generaciones futuras. 

Por tanto, plantear la construcción del socialismo equivale a presentar un cuadro de las relaciones internacionales, sobre el que se debe intervenir políticamente.  Y aquí las discrepancias entre las fuerzas políticas del movimiento social se muestran más agudas si cabe; las discusiones y divergencias acerca de la posición a tomar en la arena internacional parecen irresolubles.  Empezando por la actitud hacia la Unión Europea -¿debemos no salirnos del euro?-; siguiendo por las posiciones ante la guerra en Oriente Medio promovida por la OTAN –Irak, Afganistán, Siria, Irán, Pakistán, Turquía, etc.-, y ahora también en África –Libia, Chad, Sáhara, etc.-; añadiendo las discrepancias sobre los rumbos que debe tomar el socialismo en el siglo XXI, a partir de los resultados en América Latina; y además la evaluación que merece la hegemonía china, anunciada para las próximas décadas, por ejemplo en sus relaciones con el continente africano, importante suministrador de materias primas; etc.  Son algunos ejemplos de falta de unanimidad entre las vanguardias sociales y los intelectuales críticos, que indican la existencia de proyectos alternativos en los agentes políticos, y tal vez también importantes oscuridades en la comprensión de los fenómenos históricos. 

Ese obstáculo solo se podría salvar con acuerdo de mínimos; y para mí el mínimo es un principio recogido en la Constitución de la II República: renunciar al uso de la fuerza militar y la violencia bélica en las relaciones internacionales.  Esto es renunciar al imperialismo; lo que significaría salirnos de la OTAN.  Creo que ese principio echaría atrás a la mayoría de los españoles.  Por varios motivos.  
  • El primero es lo que la renuncia al imperialismo significaría en términos de riqueza material.  Con suerte, eso significaría vivir como los cubanos: el PIB se situaría por debajo de la actual media mundial, y en esas condiciones habría que sostener, si fuera posible, el Índice de Desarrollo Humano ya alcanzado.  La burguesía española no aceptará ese cambio que le despojaría de su poder, y combatirá por evitarla.  Esa oposición no sería muy importante, y el combate político se podría ganar para la República, si el pueblo tuviera claros los objetivos políticos republicanos.  
  • Pero en segundo lugar, pesan importantes motivos culturales: ¿podrá el español medio aceptar ese sacrificio de la tradicional prepotencia imperialista que ha caracterizado el Estado español, desde su fundación por los Reyes Católicos como aspirante al dominio de la Tierra en el nombre del Dios católico?  

Desde la amarga experiencia del siglo XX, como colofón de una terrorífica historia de cinco siglos imperiales, no es fácil responder con un sí a esta pregunta.  Esa me parece la causa más profunda de la desorientación de la izquierda española.

Por tanto, la cuestión es que fuera de la República no hay otro camino para avanzar hacia el socialismo para nuestros países ibéricos, y ese camino parece bloqueado hasta hoy.  Es evidente que todavía estamos lejos de que se den las condiciones mínimas que nos hagan emprender esa marcha revolucionaria a los pueblos de nuestra maltratada piel de toro.

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