“Tres pasiones, simples, pero abrumadoramente intensas, han gobernado mi vida: el ansia de amor, la búsqueda del conocimiento y una insoportable piedad por los sufrimientos de la humanidad. Estas tres pasiones, como grandes vendavales, me han llevado de acá para allá, por una ruta cambiante, sobre un profundo océano de angustia, hasta el borde mismo de la desesperación” — Bertrand Russell

9/4/13

Brevísima historia contemporánea de la izquierda uruguaya

Sandino Núñez

Se sabe que toda operación de andar poniendo fechas, orígenes o puntos clave en la historia es antojadiza o arbitraria. Pero también se sabe que es, hasta cierto punto necesaria. 1989 fue el fin anticipado del corto siglo XX, de acuerdo a lo que ya es un lugar común en algunos observadores: fin del socialismo Real, comienzo de la expansión ilimitada del capitalismo de mercado y de la ontología brutal de la globalización. Para la izquierda uruguaya fue el comienzo de la crisis del ala marxista tradicional. También fue el año en que el Partido Nacional ganó las elecciones. Lacalle nos hacía sentir, casi por primera vez, que nos gobernaba directamente una clase social; quiero decir, no una élite (o una clase) política que representa eventualmente los intereses de tal o cual sector o clase social, sino directamente una clase, un tipo e incluso un estilo o un gesto social: una vestimenta, un look, un dialecto, una forma de hablar.

Si Sanguinetti era el grado cero de lo social y el grado infinito de lo político, Lacalle era casi exactamente lo contrario: el grado cero de lo político y el grado infinito de lo social. El primero ocultaba su proveniencia social detrás del uniforme del saco y la corbata (casi logrando así la invisibilidad de un man in black, cuya imagen no debe permanecer en la memoria retinal de nadie), del habla de una clase media acomodada, ilustrada y laica, educada en el Elbio Fernández y en la Facultad de Derecho, forjada en las astucias del comité, recostada en un ambiente libresco o de gabinete, capaz de hablar, con fluidez e irresponsabilidad, de estética, de filosofía, de derecho, de grandes líneas ideológicas o doctrinarias, capaz de citar a Ahrens o a sir Karl Popper, incluso a Habermas o a Beck, a la sociedad abierta y a sus enemigos jacobinos.

El segundo mostraba su verdad en la singularidad irreductible de la imagen publicitaria: el look country, más cerca del caudillo, el patrón o el patriarca (el territorio, el campo, la lógica pastoril) que del político (el ambiente urbano de la polémica liberal), el familiarismo y las profundas convicciones católicas, siempre acompañado por “la verdad enfática del gesto en las grandes circunstancias de la vida” (la frase es de Baudelaire), siempre rodeándose de objetos parciales y de pequeñas magias fetichistas y barrocas destinadas a lograr una especie de empatía o de contagio con la masa: la lacia rebeldía del jopo cayendo sobre la frente, la golilla, la camisa remangada, el auto reciclado de Herrera que lo conduce (junto a su Vice Aguirre) del Parlamento a Casa de Gobierno, el juramento y la ceremonia de promesa (o misión) cumplida ante la tumba del abuelo, la convocatoria y la interpelación arcaicas en patriotas u orientales. En fin.

A pesar de su laicismo, Sanguinetti podía, en cualquier caso, hacer suya la frase cristiana “mi reino no es de este mundo”: él es nadie, es nada, representa a la política institucional misma. Lacalle en cambio, y a pesar de su confeso catolicismo, no: su reino era bien de este mundo, no remitía a nada ni metaforizaba nada. Únicamente representaba el fin de la representación. 

También ese año marcó un punto de catástrofe para la izquierda (no solamente para la izquierda, ciertamente, pero sobre todo para la izquierda). La política se desplazó súbitamente al famosísimo “arte de lo posible”: administración, gerencia y gestión práctica de adversidades, obstáculos y anomalías, y ya no un deseo o una Idea política. La palabra “capitalismo” comenzaba de a poco a desaparecer del vocabulario de la izquierda hasta ser completamente suplantada por la palabra “economía” (aunque esa desaparición tiene una fecha bien precisa, como veremos más adelante, enseguida). Pero, sobre todo, apareció la poesía mimética de la imagen, el publicista, la “idea-fuerza” (frase de inocultable memoria nietzscheana), y los “politólogos”, título académico-nobiliario que se les concedía a los interpretadores de encuestas y a los profetas de lo obvio que comenzaban a aparecer en los medios. Y ya que política en tanto “arte de lo posible” suponía una renuncia voluntaria a la Idea y al Concepto, también suponía el cálculo electoral, la subordinación obediente a encuestadores capaces de poner en cifras y diagramas el deseo (o mejor, el apetito) insustancial de la masa, la tentación facilista de hipnotizar con la verdad definitiva de un póster o un eslógan, o zambullirse gozosa en la magia contagiosa de los nuevos poetas: publicistas y asesores de imagen (y de paso, en esa imagen o esa frase graciosa o tierna que todo lo resumía, se podía lavar la cara austera y agria de una izquierda histórica habituada a hablar de revolución, dictadura del proletariado, violencia necesaria, sacrificio, pueblo en armas, etc.) Era un golpe duro. Invertir dinero en una campaña publicitaria era un atajo en el camino del movimiento y de la demanda social hacia la política investida en el Estado: un videoclip y un clisé parecían ponernos de pronto ante las puertas mismas del cielo. Conviene no olvidar que ese año estuvo coronado por el primer gran éxito electoral de la izquierda: la primera intendencia frenteamplista de Montevideo.

Pero ¿y si como observaba Platón, la poesía en realidad “nos desviaba del desvío”? ¿Y si nos mostraba una verdad redonda e inapelable que nos encandilaba e impedía u obturaba el camino a la verdad? ¿Y si la cuestión política no era la verdad sino el camino a la verdad, así como la cuestión del sujeto político no es la libertad sino la liberación? De golpe nos entusiasmábamos con la creencia de que un par de creativos, poetas y publicistas nos situaban, afortunada magia, casi al lado del edificio mismo del poder, y que ese atajo podía suplantar años de organización y militancia (usemos palabras viejas, deliberadamente), de brigadas cobrando cuotas y cotizaciones, repartiendo periódicos y editoriales, organizando reuniones y discusiones, tratando (con diversos grados de torpeza o fortuna), de crear sujetos políticos, en fin. Pero, una vez más: ¿y si la política residía precisamente en esa paciente organización colectiva o social del pensamiento, y no tenía nada que ver con un medio orientado al fin de inscribir al partido (que a su vez inscribía, se supone, el interés o la demanda de los movimientos o los sectores representados) en un lugar en el poder del Estado?

Entonces podemos repetir, sin remordimientos, la fórmula. El grado infinito de la poética publicitaria electoral era el grado muerto de la filosofía política. Cuanto más cerca del poder, más lejos de la política. Cuanto más cerca de la pragmática y la retórica, más lejos de la idea y del concepto.

La debacle total

Hay que hacer, antes, un paréntesis excepcional y extraordinario en el año 1992, que indicó la ocurrencia de un extraño revés (y casi se diría, a esa altura, un revés casi residual o extemporáneo) en la inercia gravitacional que parecía arrastrar a la izquierda hacia la lógica de la pragmática, el mercado y los medios. Se logró y se ganó el plebiscito contra la privatización de las empresas públicas. Algo del siglo parecía seguir vivo ante el furor privatizador, el dinero fácil y las consignas de achicar el costo del Estado, propias del clima neoliberal de la utopía capitalista de los 90 (recuerdo todavía unos pegotines que solían adornar ideológicamente algunos autos cero kilómetro en aquel entonces, que decían:¡Achiquen el costo del Estado, por favooooooor! —así, enfáticamente, con muchas “o”). Pero los teléfonos, el agua, la energía eléctrica, los combustibles, los fondos de pensión, seguirían siendo empresas estatales.

Ahora sí. El verdadero punto de inflexión para la izquierda uruguaya ocurriría casi exactamente diez años después de este plebiscito, con la famosa crisis bancaria, el corralito y la fuga de capitales del año 2002 —es decir, un año después de que el derrumbe de las torres gemelas de Manhattan pareciera simbolizar el derrumbe de la utopía capitalista de mercado y de la globalización lograda únicamente a empujes pacíficos de democracia liberal y de elecciones libres, dando lugar a una especie de nuevo orden bélico mundial, erizado, matón y agresivo. En la llamada “crisis del 2002” todo el sistema político uruguayo cerró sus filas en la consigna de salvar a la economía nacional de la quiebra, la ruina y el default. Todo el dispositivo político institucional corría de aquí para allá pues el Titanic comenzaba a zozobrar. Se debía aprobar de urgencia una ley que autorizara una inyección de capital de 1500 millones de dólares provenientes de los Estados Unidos. El Ministerio del Interior y los medios anunciaban que la horda y la marabunta hambrienta medieval se descolgaba de los rincones más sombríos arrasando todo a su paso: la peste lamía los muros de la ciudad. La anomalía radical, la catástrofe, el gran happening final, el fin del mundo, ya estaba comenzando a ocurrir.

Tras una épica jornada, llena de horror y sobresaltos, discusiones y exasperaciones, la ley fue aprobada. Ahora era cuestión de esperar que el Congreso de los Estados Unidos aprobara a su vez el envío de la ayuda. Todo el sistema político nacional decidió entonces plegarse a la performance enfática de realizar una especie de ridícula vela de armas en la propia Embajada de USA hasta altas horas de la noche, con caras graves y expectantes, en un delicado composé con la terrible circunstancia. Los periodistas, raza despreciable, recorrían el lugar, realizando breves entrevistas a los políticos conocidos, jadeando y a media voz, como si estuvieran velando a alguien o a punto de ser devorados por un monstruo que no era conveniente despertar. Miles de uruguayos seguían discretamente los acontecimientos por la televisión, pálidos fantasmas iluminados por el brillo espectral de la pantalla, comiéndose las uñas, al borde del colapso cardíaco. Si la cosa salía mal, al otro día, íbamos a amanecer flotando en el Atlántico, y las hordas de zombis hambrientos, autómatas residuales del propio capitalismo que venían de los barrios pobres, de las zonas marginales y de los campamentos para refugiados, iban a tomar por asalto nuestras casas, nuestros shoppings y nuestros supermercados, iban a violar a nuestros hijos y a nuestras mujeres y nos iban a comer a todos. Qué novelón, señor, qué profundo dramatismo: así no hay corazón que aguante ni cerebro que ligue dos ideas.

Recuerdo que sorprendido por un periodista ante la pregunta “¿qué pasa si el Congreso de USA no aprueba el envío de fondos a Uruguay?”, el Cr. Danilo Astori, quien iba a ser nuestro Ministro de Economía de izquierda apenas dos años después, se tomó la cabeza con las manos y sin poder ocultar una especie de gesto out of joint, logró, apenas, murmurar, con la voz quebrada: “la debacle... la debacle...”.

El padre de todos los simulacros

La ayuda fue, finalmente, aprobada. Y esto redondeó, rasgo típicamente uruguayo, la forma más convencional y burda del simulacro. El dinero llegó en la alta noche al aeropuerto de Carrasco en un avión oscuro y secreto (hubiera bastado una transferencia electrónica, o una autorización para imprimir dólares, supongo yo). Inmediatamente, un deslumbrante dispositivo militar de seguridad rodeó la operación del traslado de los fondos desde el aeropuerto al Banco Central (una operación comando con policías, sirenas, guardias, militares, jeeps, camiones, ansiosas comunicaciones por radio, fue el contracorso visible e hiperrealista de las invisibles hordas de zombis hambrientos, en cuyos ojos se adivinaba el brillo insano por el hambre y la voracidad, amenazando con el fin del mundo y de la vida). Esta infame teatralización entre los zombies antropófagos y la seguridad, puesta entre el sistema político, la imagen, los medios y el horror de la masa, selló definitivamente el destino de la política contemporánea uruguaya, y especialmente el de la izquierda. No estábamos endeudando a la gente para rescatar al sistema financiero, especulativo, bancario, no estábamos preservando la estructura del privilegio, el capital, la riqueza y los bienes. No señor. Estábamos mostrando un gesto de madurez y responsabilidad política sin precedentes para salvar una economía al borde de un colapso debido a alguna anomalía de su funcionamiento (crisis de fe, rebote del efecto argentino, en fin). We are fantastic.

Era más sencillo, como observaba Zizek, hacer que la masa imaginara el fin del mundo, el fin de la civilización y la debacle total, que pensar que podíamos estar cerca del final de un simple modo histórico de producción. Y este fue el momento exacto en que la palabra economía sustituyó plenamente, en la izquierda, a la palabra capitalismo. (Sabemos que capitalismo es un modo histórico de producción, y que economía es una dimensión irreductible de la práctica social.) Y en que la lógica pragmática de la economía y el mercado sustituyó a la lógica de la política.

¿Qué hubiera pasado si la famosa ayuda no llegaba? Nada. Quiero decir, nada grave; nada, sospecho, de lo que no hubiéramos podido salir. (Para no ir demasiado lejos, Argentina levantó su economía después del 2001 sin ayuda alguna de los Estados Unidos. Recuerdo que se llegó a pensar, casi proudhonianamente, en un sistema de trueque-trabajo que sustituyera al dinero).

Ese gesto fue decisivo para la izquierda. La izquierda pudo haberse situado en las antípodas de este acuerdo, o incluso, simplemente, al margen: pudo haber entendido que un acto político, en ese momento, hubiera consistido en trazar o en permitir que se trazara un antagonismo entre la política y la propia economía (en entender el acto anticapitalista como una crítica a la economía política). Pero no: herida la izquierda marxista histórica, lo que quedaba de la izquierda eran jirones de oportunismo electoral, burocracia funcionarial, tentación con el poder o meros balbuceos anecdóticos o poéticos sobre el pasado reciente. En el año 2002 estuvimos a muy pocos pasos de una verdadera revolución política (descapitalizados, empujados casi a la ruina, con el poder del Estado reducido a escombros, una derecha desconcertada e incapaz de pensar el poder), pero agarramos para el lado contrario. No es descabellado pensar que por ese gesto —e incluso por los malentendidos provocados por ese gesto— la izquierda ganó las elecciones siguientes.

Renovación ideológica

Y ahora se habla de renovación ideológica o de renovación político-teórica de la izquierda. Y hay que entender, antes que nada, que no hay renovación ideológica posible sobre ese real de un capitalismo cubierto e invisibilizado por la economía, la tecnocracia, los medios y los miedos a la catástrofe (y no solamente la catástrofe económica o financiera, sino todos sus sucedáneos: la catástrofe sanitaria, la de la delincuencia, la meteorológica, la de los accidentes).

El presidente Mujica, a pesar de parecer situado en las antípodas del expresidente Lacalle, es una perfecta continuación de aquella magia idiosincrásica que comenzaba en 1989 y que era el síntoma del fin de la política: la singularidad fascinante de un personaje que no representa nada sino que es la vaga convocatoria poética de un estilo, un look, un modo de vida, una forma de hablar. Los votos de pobreza, la apelación a la solidaridad, la sensibilidad y la caridad es la ingenua gran variante católica del actual discurso de la izquierda en el poder. El trabajo libre y desproletarizado, las iniciativas individuales de los microemprendimientos, la poesía del rebusque y la sobrevivencia, son su gran manifiesto demagógico-democrático. El sanitarismo, la profilaxis, la policialización y la seguridad son los grandes asuntos del Estado. Y la economía gana la partida casi sin esfuerzo: su lógica pragmática invade todos los rincones de la vida social (educación, seguridad, comunicación, salud). Chorreamos orgullo patriótico por las calificaciones internacionales, por los índices del desarrollo, por la recuperación del grado inversor, por nuestro lugar en el ranking de exportadores, sin pensar dos segundos en quiénes son los que adjudican calificaciones y valores, o peor, si el desarrollismo y sus cifras-fetiche tienen algo que ver con la calidad social y política de la vida.

No puede haber renovación ideológica alguna mientras estos asuntos no se planteen en serio. Esto no es lo que hace treinta años llamábamos izquierda (aunque su germen estuviera ya incrustado desde ese entonces y también desde bastante antes). No puede haber renovación ideológica porque no hay ideología ni política alguna para  renovar. El documento presentado hace un tiempo por Vázquez en un comité de base, es, en ese sentido, verdaderamente irrisorio, por lo convencional y por lo inactual.

Una vez más: hay que inventar otra vez la ideología y hay que inventar otra vez la política —y verdaderamente dudo que la izquierda electoral institucional sea un buen ámbito para encarar estas tareas.

Sandino Nuñez (Uruguay-1961) Licenciado en Filosofía, ensayista, crítico y escritor.