Gustavo Dudamel ✆ Villa |
Así, entre signos de admiración. De ese modo, y sólo de ése,
se puede explicar el tornado que ha sacudido la música clásica del siglo XXI.
Gustavo Dudamel es, hoy, considerado el mejor director que puede plantarse al
frente de una orquesta sinfónica, esa gran creación del ser humano. Hay
pasacalles en Berlín cuando se aparece por ahí con su nombre en letras enormes.
Toca en todas partes. Se lo reclama de todos lados. Tiene un carisma entrador,
irresistible. Tiene sólo treinta y dos años. Y es venezolano hasta lo más hondo
de sus entrañas. Y más aún que venezolano, es suramericano. Un hijo de este
continente al que ha decidido serle fiel, imponerlo donde vaya. Por si fuera
poco, cuando sonríe, y le gusta sonreír, se le forman dos hoyuelos en sus
mejillas que hacen estragos en las plateas. Lyl Tiempo, la madre y maestra de
Sergio Tiempo, uno de sus más grandes amigos, le ha dicho: “Querido, mientras
tengas esos hoyuelos el mundo es tuyo”. ¿Cómo surgió este fenómeno?
Este fenómeno le debe mucho a un líder político que acaba de
morir y a cuya despedida de este mundo acudió Dudamel, pese a mil advertencias
sobre lo negativo que tal acto sería para su carrera. Ahí estuvo. Y fue justo.
El presidente Hugo Chávez ayudó a Dudamel a formar, a pulir, la Orquesta
Sinfónica Juvenil Simón Bolívar. Esa orquesta es obra de ambos. Esa es la
orquesta de Dudamel, aunque hoy dirija a las más grandes de este mundo. La
Simón Bolívar suena como los dioses.
Hace poco lo tuvimos por aquí y dirigió en el Colón a
Stravinski y al mexicano Silvestre Revueltas. Un programa bien armado, ya que
si de Stravinski ofreció La consagración de la primavera, de Revueltas entregó
La noche de los mayas, un intento ambicioso, bien orquestado, latinoamericano
hasta el tuétano, que con toda dignidad podía acompañar la obra cumbre del
maestro ruso.
Pero antes, cuando aún no era el célebre, Dudamel vino a los
apurones a la Argentina. Fue cuando Martha Argerich no pudo tocar en el Colón
por una huelga de músicos. Complejo episodio que dejaremos de lado, pero que
nos privó para siempre de ver a Argerich por Buenos Aires. Martha tenía que
seguir con su Festival Argerich y le ofrecieron el Coliseo. De acuerdo, pero no
tenía orquesta. Le avisaron a Dudamel y a la Simón Bolívar que volaron hacia
aquí y acompañaron a ella, a la más grande. Pude verlos en el Gran Rex. Era el
último concierto. Hacía un frío de morirse. Martha tocaba el Nº 20 de Mozart,
que tiene en su repertorio desde hace años, y se restregaba los dedos esperando
su entrada y ofrecer al público el más dramático de los conciertos de Mozart.
Pero ahí nadie vio a Dudamel. Sorprendió la solidez de esa orquesta juvenil.
Tampoco nadie –que yo recuerde– se preguntó cómo había sido posible ese
milagro. La cosa es que salvaron la situación por completo y ella pudo tocar.
Después tocó en una fábrica recuperada.
Había visto a Dudamel por Internet o en algunos videos que
me envió Lyl Tiempo. En uno, acompañaba a Sergio en el Rach 3. ¡Qué fiesta!
Cuando terminaron se fueron juntos y charlataneaban como lo que eran: dos
jóvenes apasionados por la música. Un director que había acompañado a un gran
pianista en el más opulento de todos los conciertos para piano. La “prueba” que
todo gran pianista debe sortear –y bien– si quiere llegar a ser considerado
eso: un grande. Después Dudamel fue creciendo. Pero parecía divertirse
muchísimo. Tocaba mambos de Pérez Prado. West Side Story de Bernstein, también
con su espléndido mambo, orquestado “a lo Bernstein”. Los Danzones de Arturo
Márquez, sobre todo el Nº 2, esa gloria. La Bacchanale de Saint-Saëns. El
Bolero de Ravel. Alma llanera. El Salón México de Copland. El ballet Estancia
de Ginastera (una versión alucinógena). Danzas de Manuel de Falla. Y después se
iba a Estados Unidos. ¡Y cómo no! Presentaba una Gershwin Celebration. Abría
con la cada vez más valorada Obertura cubana. Luego Herbie Hancock se sentaba
al piano y hacía lo mejor que podía con la Rhapsody in Blue en tanto Dudamel,
en los pasajes solistas, lo miraba con gran cariño, con emoción. Y, por fin, el
joven prodigio venezolano enfrentaba al público del Hollywood Bowl y con un
inglés deliberadamente mal pronunciado, poniendo todas eres y erres de los
suramericanos, les decía: “¿Qué tal si hacemos algo nuevo? Algo que ustedes no
conozan. ¿Qué tal An AmeRican in PaRis?” Y con esas “eres” bien marcadas les
decía: “Vean, yo vengo del sur, de lo que ustedes llaman el patio trasero, y
nunca voy a dejar de ser de ahí, mi casa”. También con Sergio Tiempo tocó en el
Hollywodd Bowl el Concierto para piano de Alberto Ginastera. Y fue glorioso.
Dirige Mahler, Beethoven, Berlioz, lo que sea. Su repertorio es muy amplio.
Establece, sin embargo, una diferencia grande entre la segunda de Mahler y el
Danzón de Márquez. Con el Danzón arranca de un golpe, se tira de cabeza a la
plenitud casi carnal de la obra, a su ritmo, a su ardor cubano. Cuando se
dispone a dirigir la sinfonía de Mahler queda dos minutos en silencio, la
cabeza gacha, las manos en la cintura sosteniendo la batuta, buscando la
concentración absoluta. La orquesta, el público esperan. Por fin, el maestro
Dudamel levanta su mirada y –solemne– inicia su interpretación. Usa una batuta
pequeña, no es sobrio, acompaña con su cuerpo, con sus ojos, con la gestualidad
de su cara los momentos lentos o rabiosos de las partituras.
Políticamente, su antítesis es la pianista Gabriela Montero,
también venezolana, a quien –un poco apresuradamente, creo– llaman “la divina”.
Montero es una apasionada antichavista. Hasta compuso –para el último Festival
Argerich de Lugano– un concierto para piano y pequeña orquesta que lleva el
nombre de ExPatria. Juro que no quiero tomar partido en esto y me gusta
Gabriela Montero, pero su esfuerzo es poco feliz. Tampoco lo es (feliz) el
intento que la lleva a componer Mi Venezuela llora, un título bastante bobo,
indigno de una pianista tan competente como para tocar a dos pianos y con
Argerich las Variaciones sobre un tema de Paganini de Lutoslawski, una de las
piezas más frecuentadas de este autor, ya que es de las más frecuentables.
Algunas de las otras espantan. Gabriela se especializa en variaciones. Puede
hacerlas con cualquier tema. Es muy simpática. Y es bonita, con una sonrisa que
hasta puede competir con la de Dudamel. No tiene hoyuelos. Habla con el
público: “Pídanme. ¿Qué improvisación quieren?”. Uno le pidió “El día que me
quieras”. Hizo una versión inolvidable. Pero no siempre ocurre. Parece una
buena persona. Posiblemente lo sea.
Dudamel, por su parte, al morir Chávez voló a Venezuela. Y
no dejó nada por hacer. Dirigió el Himno de Venezuela en el sepelio. Y en la
sala del [teatro] Teresa Carreño –donde había treinta y tres líderes mundiales–
se largó a tocar los mambos de Pérez Prado. En cierto momento, se da vuelta y
les indica a los políticos que se pongan a bailar, qué tanto. Y los políticos
bailaron mambos. Salieron del libreto, de la rigidez, de las formas adustas de
la diplomacia, y se empezaron a mover al ritmo de los mambos, y aplaudieron y
rieron. Dudamel, en tanto, los dirigía.
Este es el nuevo fenómeno. Un joven genio. Alguien que no
hace diferencias con la música. Que va de Pérez Prado a Beethoven y a Mahler.
Alguien que pulió al extremo esa Orquesta Juvenil de Venezuela que empieza a
sonar como las mejores del mundo. Barenboim mismo lo recnoce como el mejor.
Aquí, en Argentina, se está llevando a cabo un intento similar. Son como cien
chicos o más, cada uno con su instrumento. Los cellos son más grandes que
algunos de sus osados intérpretes. Pero ésta es sólo la que yo escuché. Se
están formando cerca de doscientas. Esta es la influencia de Dudamel y el amor
que tiene por los chicos de su continente. Cree –junto con muchos otros– que
hay que insertar a las poblaciones carenciadas en orquestas sinfónicas que las
contengan, que les entreguen un sentido a sus vidas. Nada como la música para
eso. Y sobre todo una orquesta sinfónica, gran metáfora de la unidad, la
colaboración, la tarea colectiva.
En Argentina se está creando la Orquesta Juvenil Libertador
San Martín, que dirige el probado (o más que probado) maestro Mario Benzecry.
Detrás de él, apoyándolo, está José Luis Castiñeira. Y Dudamel, cuando estuvo
aquí, se reunió con todos y planificaron un concierto conjunto entre la San
Martín y la Simón Bolívar para el 25 y el 26 de mayo próximos. Aquí no hay
política. El que la vea, mira mal, con prejuicios. Dudamel tiene sus fuertes
convicciones. Y no en vano se jugó la carrera cuando entró, junto a Sean Penn,
en el velatorio de Chávez. Sin embargo, lo siguieron llamando de todos lados.
No se pueden dar el lujo de prescindir de él. Y hasta tienen que tolerar su
estrambótico inglés. Le dice a un periodista: “I’am a little cansado, you know.
I fly from Berlin hasta Caracas”. Es posible que la música clásica haya
conquistado para su gran causa un rock star. Pero ninguno de los instrumentos
con que deslumbra a sus auditorios está enchufado a nada. Y no hay luces
vertiginosas que van de un lado a otro. Ni amplificadores para generar ruido.
Hoy, la música se divide en música para ver. Y música para escuchar. No hace
falta aclarar cuál cultiva Dudamel.