- Este texto es una reanudación de un extracto de Éloge de la politique profane, Albin Michel, 2008, que se editó en castellano bajo el título “La política eclipsada”, en Elogio de la política profana, Peninsula, Madrid, 2009. Archivos personales. Clasificados en “Política profana y estrategia”. Fecha desconocida (entre 2007 y 2009).
Daniel Bensaïd ✆ Troy Terpstra |
La historia nos mordía la nuca, dijimos. Ilusión lírica,
error en los ritmos, confusión de deseos y realidades. Sin embargo esta
impaciencia juvenil tenía su parte de verdad. Conllevaba la intuición del
momento propicio. Lejos de que los desastres del siglo hubiesen sido un
paréntesis nefasto en la vía triunfal del progreso, nacíamos en un intermedio
propicio, una suerte de prórroga en la carrera que llevaba a la catástrofe
anunciada. Esta parte de verdad, desgraciadamente, no ha dejado de crecer
después.
Es el sentimiento de un encuentro fallido, de una pérdida
quizás irremediable, que merodea detrás de los paraísos artificiales y las
beatitudes superficiales de los años setenta. En el momento de las liberaciones
consecutivas, hasta el estremecimiento del año 68 (68 aquí como símbolo de un
sacudimiento universal, de Praga a Da Nang via México y Berkeley), en el
momento, digo, en que se extiende el dominio de las políticas, o la
politización gana lo privado, donde se pretende ingenuamente que todo se vuelva
político, se prepara el desmoronamiento de lo que algunos llamaban el horizonte
de expectativas. Los términos eran inexactos. Imputaban a una crisis de los
tiempos y de las temporalidades, lo que en realidad era un hundimiento y un
obscurecimiento de los horizontes estratégicos y lo que después se designa, de
manera inapropiada, como una crisis política.
Es la estrategia la que está en discusión. Porque una
política sin estrategia no puede ser otra cosa que una gestión amedrentada de
una cotidianidad que se repite y piafa en el lugar (como lo había probado ya
Blanqui al día siguiente del aplastamiento de la Comuna). Los años ochenta son
los de un grado cero de la estrategia, no solamente de las estrategias de
subversión sino, al contrario de lo que parece, de las mismas estrategias de
dominación. Porque sus lógicas son, se lo hace ver a menudo, isomorfas, Se
reflejan mutuamente en un juego de espejos. No hay que asombrarse. La
subversión está condenada por su inmanencia misma (y no podría escapar de ahí)
a permanecer subalterna a lo que resiste y se opone. No es el menor
inconveniente de las retóricas de la resistencia, pese a su virtud, en los años
ochenta, de no ceder ante las retóricas vergonzosas y repulsivas de la
resignación al orden ineluctable de las cosas del mundo.
Cada uno a su manera, Deleuze, Guattari y Foucault, percibió
y tradujo esta crisis estratégica naciente. De alguna manera, la han revelado.
Pero, al hacerlo, también la han alimentado, y esa es probablemente la razón
del malentendido sobre el cual reposa su suceso. Es posible que, bajo las
formas excesivas y terroristas en vigor en las (ultra) izquierdas intelectuales
de la época, Badiou (y su fiel Lazarus[1]) hubieran presentido el peligro. Lo
testimonia su olvidado panfleto acerca del rizoma[2]
Después de las políticas del poder, las antipolíticas del
contra-poder anunciadas, después de “la impaciencia de la libertad”[3], el
aprendizaje humilde del trabajo paciente que le da forma, reclama, entonces,
Foucault. Algo se oculta o desaparece en esta antipolítica de transición.
Las categorías en las cuales, desde Maquiavelo y Rousseau,
hasta Marx y Lenin, se basan las políticas estratégicas (pueblo, clase,
soberanía, territorio, nación, ciudadanía) caen en el olvido sin ser
reemplazadas. De la temática del rizoma y de la red a la de la multitud, las
marchas a tientas indican el lugar vacío de un nuevo paradigma estratégico
todavía inasible. Haría falta el lento maduramiento de nuevas experiencias
fundadoras, de acontecimientos constitutivos, mientras que la época es la de
las descomposiciones sin recomposiciones y de los acontecimientos crepusculares
sin amaneceres.
El final de los años noventa y el principio del nuevo siglo
marcan, quizás, demasiado pronto todavía como para decirlo, el renacimiento de
las controversias estratégicas, El momento libertario, antipolítico, todavía,
la ilusión de lo social sigue a la ilusión política, los textos de Virno,
Negri, Holloway son sintomáticos, así, como, inversamente, las producciones de
un colectivo como el grupo Krisis.
Sean, pues, Deleuze y Foucault, como marcadores simbólicos
de una triple crisis anunciada: crisis de la historicidad moderna, crisis de
las estrategias de emancipación, crisis de las teorías críticas, dicho de otra
manera, crisis conjugada de la crítica de las armas y de las armas de la
crítica.
La época que, por un contrasentido nefasto, el 68 había
hecho tomar por la de un gran salto hacia delante, se revelaba al correr de los
años setenta, como un pito catalán irónico del que la historia guarda el
secreto, la de una regresión fenomenal. Retorno dialéctico irrisorio, “Nos hemos
remitido, escribía Foucault, desde 1977 al año 1830, es decir que tenemos que
recomenzar todo” [4]. No podíamos pensarnos ya como los herederos o los retoños
de octubre, ni tampoco como los de la Comuna o de las gloriosas barricadas de
1848, sino volver a partir de más lejos todavía, de la gestación de la
República, de Enjolras de los insurgentes de Saint-Mery, que rehacían ellos
mismos la revolución jacobina, antes del movimiento obrero moderno y de la gran
fractura social trazada con la sangre de las jornadas de junio de 1848. Este
ascenso a las fuentes que un Chevènement[5], ha empujado todavía más lejos.
Más prudente, o más paradójicamente político, Deleuze no
deja de repetir que la búsqueda del origen es vana, ya que se vuelve a comenzar
siempre por el medio y ya que “las cosas no comienzan a vivir más que por el
medio”. Este rebrote en el corazón del devenir es lo opuesto al gran “volver a
comenzar francés”, del sueño de la tabla rasa o de la página en blanco, de la
búsqueda de una “certeza primera como de un punto de origen, siempre el punto
cerrado”[6]. Toda la cuestión, por supuesto, era, entonces, saber por dónde
pasa ese medio y como asirlo.
Crisis de la razón
histórica
“Creo que hay que
tener la modestia de decirse que […] el momento en que se vive no es ese
momento único, fundamental o irruptivo de la historia, a partir del cual todo
se acaba y todo vuelve a comenzar[7]” Desde 1967, Deleuze es quien ha
captado con lucidez la nueva filosofía naciente cono reacción. Dijo con vigor; “El umbral habitual de la boludez asciende
[…]. Odio al 68, rencor del 58 [---]. La revolución debe ser declarada
imposible, uniformemente y en todo tiempo […]”[8], Clausura del acontecimiento
como “apertura a lo posible”
A la pregunta:¿Qué piensas de los nuevos filósofos?: “Nada. Creo que su pensamiento es nulo […].
Impiden el trabajo.[…] Entrañan una novedad real, han introducido en Francia el
marketing literario o filosófico en lugar de hacer una escuela […]. Lo que me
da asco es muy simple: los nuevos filósofos hacen una martirología. Viven de
cadáveres.” Diagnóstico lúcido. La necrofagia ávida de víctimas no ha
dejado de prosperar después, desde las macabras contabilidades del Libro negro
al deambular alucinado de Glucksmann en Mahattan siguiendo las huellas de un
Dostoievski imaginario. “Nada de lo vivo
pasa por ellos, pero han cumplido su función si ocupan la escena lo bastante
como para mortificar algo.[9]”
“Es la negación de toda política”, concluía Deleuze.
Veredicto pertinente. Sin embargo, su propio discurso no dejaban de estar en
relación. Incluso le era simétrico. La respuesta opuesta, pero simétrica, cuya
raíz oculta es la crisis de la historicidad (y de las creencias en el progreso
herederas de la Ilustración). Esta respuesta se mantiene en la oposición del
devenir a la historia: “Devenir no es progresar o regresar siguiendo una serie
[…]. El devenir no produce otra cosa que a sí mismo […]. Es el punto que habrá
que explicar: cómo un devenir no tiene un sujeto distinto de él mismo, pero
también cómo no tiene término […]. Finalmente, devenir no es una evolución, por
lo menos una evolución por descendencia y filiación. El devenir no produce nada
por filiación. El devenir es siempre de un orden distinto al de la filiación.
Es del orden de la alianza […]. Devenir es un rizoma, no un árbol
clasificatorio ni genealógico.”[10] E incluso: “El “devenir” no es de la
historia; incluso hoy, la historia designa solamente el conjunto de condiciones
por más recientes que sean, de las que hay que desviarse para devenir, es
decir, para crear algo nuevo.”[11] Contra el sentido de la historia, contra las
teleologías del progreso, el devenir como apertura y disponibilidad a lo
posible acontecimiental. Pero bascula hacia la antipolítico o lo
anti-estratégico del camino que se hace caminando*, del camino sin meta, de la
flecha que no apunta a ningún blanco, del proceso y del movimiento que son
todo. Máxima de todos los reformismos: “Lo que cuenta en el camino es siempre
el medio, no el comienzo ni el fin. Se está siempre en el medio del camino, en
el medio de de algo: en el devenir, no hay historia.”[12]
Sea, pues, el devenir deleuziano, no como historia abierta,
como apertura de la historia a la pluralidad de los posibles, sino como
antítesis de la historia. Y así, como estética de la subjetivación minoritaria,
como resistencia a toda tentación mayoritaria y victoriosa: “los devenires son
minoritarios, todo devenir es un devenir-minoritario […]. La mayoridad supone
un estado de dominación […]. Devenir minoritario es un asunto político […]. Es
lo contrario de la macro-política, e incluso de la Historia, donde se trata más
bien de saber cómo se va a conquistar u obtener una mayoría.[13]” Linda idea la
de ese devenir minoritario siempre recomenzado como esencia de la política, o
de las micropolíticas, contra la ambición mayoritaria antipolítica de los
hacedores de la Historia. Las olas de disidencia y de herejía, la formación
siempre minoritaria de los sujetos y de las subjetividades, donde las minoría
no es cuestión de número sino más bien de sustracción a lo que homogeniza,
petrifica y masifica.
Pero, al mismo tiempo, esta salida de la historia por la vía
errabunda del devenir no deja de presentar el peligro de una regresión
ontológica, de un peregrinaje a las fuentes del ser, que, por otra parte,
Deleuze recusa con asiduidad: “No plantéis nunca”, buscando en la conjunción
enumerativa del devenir (y…y…Y…) la fuerza necesaria para “desarraigar el verbo
ser”, a favor de una “lógica de las relaciones” y de las conexiones.
Se ha podido constatar después a qué podía conducir esta
huida fuera del dominio de la historia y esta salida de la política. La
ontología del “ser judío” según Lévy-Milner (y en menor medida BHL[14])
significa una recaída en la eternidad del texto y en la esencia temporal.
El devenir deleuziano tiene, sin embargo, el mérito de
acoger al acontecimiento o su posibilidad, que sobreviene bajo el nombre de lo
Intempestivo, “otro nombre para el devenir –dice Deleuze- la inocencia del
devenir (es decir, el olvido contra la memoria, la geografía contra la
historia, […] el rizoma contra la arborescencia”[15]). ¿El devenir como
condición de la novedad contra la historia? Disponible al acontecimiento, a la
contingencia, a la creatividad bergsoniana: Hacer un acontecimiento sería, en
efecto, “lo contrario […] de hacer una historia[16]”. Partícipe de la revuelta
post-estructuralista y de una ciencia acontecimiental en lugar de estructural.
La misma vuelta al agujero, a la apertura de la acontecimientalidad en
Foucault: “No me interesa lo que no se mueve, me interesa el acontecimiento”,
que casi no había sido pensado como “categoría filosófica”[17] hasta entonces.
Hoy, por el contrario, se asistirá a “un retorno del acontecimiento en el campo
de la historia” contra una historia exclusivamente abocada a traer a la luz la
regularidad de las estructuras. Pero el acontecimiento sin historia,
desarraigado de sus condiciones históricas, se vuelve difícil de pensar y corre
sin cesar el riesgo de bascular hacia el puro milagro incondicionado que es su
versión teológica. Tiende a devenir inasible en lo que hace a su singularidad.
Sensible a la dificultad, Foucault se esfuerza en determinar
con nuevos costos el sentido del acontecimiento, entendiendo la
acontecimientalización en principio, como: “una ruptura de evidencia” de la que
surge la singularidad, La “ruptura de evidencias” se vuelve, entonces, la
primera función política de lo que se concibe como individualización. Pero esta
ruptura no basta para dar cuenta de la invención, de lo inédito que resquebraja
la corteza de los hechos y de las apariencias para hacer, precisamente,
acontecimiento. Detrás de la disputa, es la posibilidad misma de la revolución
como acto y como pensamiento la que está en juego. Ahora bien, la desafección,
subrayada por Foucault, de los historiadores hacia el acontecimiento es la
marca de una desconfianza o de una desilusión creciente hacia la revolución
misma. De esta decepción, la empresa de Furet para “pensar la revolución” sin
la revolución, es emblemática. Despojado del lastre de su espesor social y de
su alcance histórico, el acontecimiento, de conformidad al giro cultural y
lingüístico de los años setenta, es entonces, del orden exclusivo del signo. El
Kant del Conflicto de las facultades provee la definición, para él “la realidad
de un efecto no podrá ser establecida más que por la existencia de un
acontecimiento”, ya que no basta seguir la trama teleológica que hace posible
un progreso “para aislar en el interior de la historia un acontecimiento que
tenga el valor de signo”. Sustraída a la decisión de los actores, la revolución
bascula así, en Kant, hacia el orden simbólico del espectáculo. Lo que
constituye el “acontecimiento de valor rememorativo, demostrativo y
pronóstico”, dice Foucault, es la manera en la que el acontecimiento “conforma
espectáculo”, del cual el entusiasmo desinteresado de los espectadores es el
signo. Razón por la cual las Luces de la Aufklärung y la revolución son
“acontecimientos que no pueden ya olvidarse”[18].
Esta despolitización subrepticia de la revolución es
coherente con la duda que, al correr de los años setenta, se instala en
Foucault en cuanto a la deseabilidad de la revolución; “Es la deseabilidad
misma de la revolución la que es un problema hoy[19]…” Hemos tratado en otro
lugar este deslizamiento de la dialéctica de las necesidades hacia la
metafísica neomarginalista de los deseos, que está presente también en Lyotard
y Dollé (Ver Une lente impatience). En términos inadecuados este eclipse del
deseo de revolución (Dollé) refleja un retorno de las relaciones de fuerza y la
gestación de la contra-reforma liberal que se expandirá en los últimos años de
los ochenta con el advenimiento del thacherismo. TINA[20], no hay opción,
determinismo de mercado.
Foucault registra, no sin perspicacia, este cambio en lo que
estaba en el aire: “desde hace ciento veinte años […] es la primera vez que no
hay ya en la tierra un solo punto de donde podría brotar la luz de una
esperanza. No hay ya orientación[21]” Ese desencantamiento es la contrapartida
de la investidura ilusoria de las representaciones estatales: después de Rusia,
ni China, ni Cuba, ni Indochina, encarnan ya la esperanza de emancipación. El
pensamiento revolucionario europeo habría perdido sus puntos de apoyo, desde
que no es más “un solo país” al que pudiéramos “apelar para decir: es esto lo
que hay que hacer”. Nostalgia de las patrias perdidas del socialismo, Es en
esta denegación que reposa la idea de que seríamos remitidos a ese enigmático
1830 (que es, claro, una fecha clave de la historia europea, cfr. Heine, Marx,
etc.).
En lugar de representar una extensión del dominio de la
lucha revolucionaria, la revolución si se quiere conservar la idea, se reduce
entonces a la revolución del mundo de la vida o de las técnicas. Es lo que
queda cuando se renuncia a la política revolucionaria, “Pero, se consuela en
efecto Foucault, encarar la Revolución no simplemente como un proyecto político
sino como un estilo, como un modo de existencia, con su estética, su ascetismo,
formas particulares de relación consigo y con los otros” Una revolución
minimalista, pues, como estilo y como estética, a falta de poder constituir
todavía una política. La transición a los placeres menudos postmodernos y a las
revueltas menores está planteada.
El desafío al fetiche de la Revolución mayúscula, si
hipoteca el pensamiento estratégico de la política, tiene, sin embargo, la
virtud de liberarse de los sortilegios de la Revolución sagrada para liberar el
pensamiento de una revolución profana. Una concepción de la historia bajo el dominio
de la revolución ha, en efecto, estructurado la conciencia de la izquierda
desde hace casi dos siglos: Viene la época de la “revolución”. Después de dos
siglos, ésta estuvo por encima de la historia, organizó nuestra percepción del
tiempo, polarizó las esperanzas. Ha constituido un gigantesco esfuerzo para
aclimatar la sublevación en el interior de una historia racional y
dominable”[22]. Hasta el punto en que se ha llegado a considerar a la
revolución como un trabajo y a profesionalizar al revolucionario, “¿Es tan
deseable, entonces, esta revolución? Osar, pues, “plantear la cuestión de saber
si la revolución vale la pena”[23].
Foucault llama a desprenderse de “la forma vacía de una
revolución universal”, en singular, para poder pensar mejor la pluralidad
(multiplicidad) de revoluciones profanas. Puesto que “los contenidos
imaginarios de la revuelta no se han disipado a la luz del día de la
revolución”. Remonta, pues, a la superficie un hurgar subterráneo de herejía,
de resistencias, de disidencias irreductibles, La revolución iraní deviene en
ese contexto la reveladora de un cambio de perspectiva y de una nueva semántica
de los tiempos históricos. “El 11 de febrero de 1979 la revolución ha tenido
lugar en Irán” Sin embargo, constata Foucault, esta larga cadena de fiestas y
de duelos, “todo eso, nos hacía difícil llamarla revolución” En la bisagra de
los años setenta y ochenta, las palabras se volvieron inciertas, Escapan a la
unidad supuesta de su concepto. Pues la revolución iraní, nos alegre o no, anuncia
el advenimiento de revoluciones de otro género. La historia viene, en efecto, a
“poner debajo de la página el sello rojo que autentifica la revolución. La
religión ha sido el levantar el telón […]. El acto principal va a comenzar: el
de la lucha de clases […].” Pero, “es seguro eso”? Nada menos seguro, en
efecto. Una revolución en un cierto sentido que se parece a las revoluciones de
antaño, con el imán Jomeini en el papel remake de un pope Gapon, una revolución
mística como envoltura provisoria de una revolución social anunciada, una vez
que la lucha de clases hubiera hecho estallar el caparazón religioso de su
crisálida.
Pero será porque está tan seguro Foucault, en efecto, de
abstenerse de una concepción unificada y normativa de la revolución moderna, que
es uno de los primeros en señalar que el Islam no es solamente una religión
sino “un modo de vida. La pertenencia a una historia y una civilización que
corre el peligro de constituir un gigantesco polvorín[24]”.
El descubrimiento de este equívoco fin de siglo baliza una
transición que no tiene nombre, o cuyas tentativas de nominación bajo las de la
postmodernidad acarrean má confusiones que aclaraciones. Foucault es consciente
de esto y recusa la ilusión cronológica que consiste en situar a la modernidad
en un calendario y hacerla seguir de una “enigmática e inquietante
postmodernidad”. Prefiere ver allí una actitud [más] que un período (ver Les
Irréductibles),, la huella de una discontinuidad y el signo de una heroización
irónica del presente arrastrado por la velocidad, la elegancia y la heroización
de su propia vida. Este punto crítico alcanzado en el crepúsculo de los años
ochenta favorece un desplazamiento de las categorías conceptuales en las cuales
se expresaban desde hacía muchos decenios los grandes conflictos
característicos de la época. La lucha de los proletarios contra los burgueses (Le
Manifeste) o de los pueblos contra el imperialismo se vuelve soluble en el
teatro de sombras ideológico que opone de ahí en más totalitarismo y democracia
(o derechos del hombre o discurso humanitario). Al defender su cuerpo,
Foucault, mucho más que Deleuze, participa así de la rehabilitación ideológica
de un capitalismo en el cual, a despecho de los perjuicios, mercado y
democracia serían consubstanciales, Foucault o los epígonos (el foucaultiano
Brossat acerca de los Balcanes).
Interpretando y queriendo prolongar a Deleuze para “liberar
la acción política de toda forma unitaria y totalizante”, Foucault parece
adoptar la subsunción de los “dos legados, del fascismo y del estalinismo” bajo
la noción tutelar de totalitarismo. Retrospectivamente, el año 1956 con el
aplastamiento de la revuelta de Budapest aparece como el acontecimiento
revelador de esta configuración. Uno puede, en definitiva, preguntarse si la
reanudación crítica del paradigma político de la modernidad no es el signo de
un retorno de lo reprimido, de una dificultad para pensar simultáneamente en
sus similitudes (que hacen legítima la compración9 y sus diferencias, los
totalitarismos raciales y el totalitarismo burocrático, Como lo dice
lacónicamente Foucault, “pensar el estalinismo no era cómodo”. Era, sin
embargo, necesario para resistir. Otros (Rousset, Castoriadis, Naville, Mandel)
se habían dedicado a eso, pero sus esfuerzos permanecieron ignorados.
El grado 0 de la
estrategia
Desde 1972, mientras las políticas de Estado retomaban la
iniciativa, a la izquierda, con la firma del programa común, se inicia un
movimiento de retiro y de deserción del campo estratégico post-sesenta y ocho
en provecho de un moralismo de las revueltas. La puesta a parte de la cuestión
del poder se vuelve, entonces, el motivo de una división del trabajo entre
política y filosofía, que permitían un nuevo compromiso entre las políticas de
gestión temperadas y la radicalidad filosófica. Foucault resumirá más tarde los
términos de ese compromiso, declarando; “mi moral teórica es […]
“anti-estratégica”; ser respetuoso cuando una singularidad se subleva,
intransigente, ni bien el poder infrinja lo universal”[25]. Redefine, entonces,
el papel del intelectual específico no solamente como el contratipo del
intelectual universal, sino como antítesis del intelectual orgánico (que se ha
vuelto inconcebible desde que comienza la lenta erosión de las fuerzas a las
que Gramsci vinculaba esta organicidad). Falsa modestia que consiste en
trabajar en sectores determinados sobre problemas específicos. Este retiro o
esta retirada han tenido, incontestablemente, su fecundidad al favorecer la
exploración de nuevos campos de compromiso militante. No son menos el
testimonio de un desarrollo que el de una desilusión, incluso, de un
renunciamiento (sin retractación).
“No quiero para nada, insiste Foucault, desempeñar el papel de quien prescribe soluciones. Considero que el papel del intelectual hoy no es hacer la ley, proponer soluciones, profetizar, puesto que en esa función no puede más que contribuir al funcionamiento de una situación de poder determinada […]. Me niego a que el intelectual funcione como el doble y, al mismo tiempo, como la coartada del partido político.”
Exorcizar así, a la vez, la triple función del intelectual
legislador romano, del maestro de sabiduría griego o del profeta judío que
acosan a la figura del intelectual para contentarse modestamente – pero, ¿es
tan modesto?- con el papel socrático de un “destructor de evidencias”. El
filósofo crítico se hace humildemente “periodista” (“Yo soy un
periodista”[26]), simplemente “capturado por la cólera de los hechos”.
La fórmula no deja de tener brillo. Decepcionado por las
grandes ambiciones y las esperanzas críticas, por los grandes sistemas
filosóficos y políticos, se trataría de empezar de nuevo, a ras del suelo, para
pensar el mundo a la altura de los “pequeños hechos verdaderos” que lo revelan.
Foucault no se deja engañar, sin embargo, por lo que tiene de ilusorio,
incluso, de demagógico, esta oposición entre los “pequeños hechos verdaderos” y
las grandes ideas vagas, o esa apología del “polvo que desafía a la nube[27]”.
El hecho sin la idea es todavía una ilusión empírica y las nubes de polvo no
son un simple agregado de partículas elementales.
El repliegue en la cotidianidad periodística es o bien una
confesión o una constatación de impotencia estratégica, cuyas razones son
todavía difícilmente aprehensibles. Se trata, en efecto, de una triple
cuestión: del poder, de las clases y de la política revolucionaria (en la época
en que esos términos devienen un pleonasmo).
Estado y poderes
La impotencia ante el restablecimiento del Estado
burocrático (después de la revolución cultural o después de 1968) favorece un
desplazamiento de las prácticas hacia la cuestión del y de los poderes. Allí,
todavía, la impasse estratégica produce efectos derivados fecundos. Permite
descubrir, detrás de la gran figura tutelar moderna del Estado Leviatán, la red
y la retícula de las relaciones y los juegos de poder: “El poder se construye y
funciona a partir de […] multitudes de cuestiones y de efectos de poder[28]”.
La distinción entre la institución del poder del estado y las relaciones de poder
que lo anteceden o le son subyacentes permite articular temporalidades
políticas diferentes y que muy a menudo son confundidas. El Estado, decíamos
entonces, es lo que está en juego en un acontecimiento revolucionario,
condición previa a su posible deterioro: el Estado es algo a quebrantar, el
poder, algo a deshacer (La Révolution et le Pouvoir). De esta distinción
foucaultiana somos deudores por mucho tiempo. Al pensar el poder como “algo que
circula y no funciona más que en cadena”, permite “desembarazarse del modelo
del Leviatán” para pluralizar la revolución en “tantos tipos de revolución como
codificaciones subversivas posibles”.
¿Qué puede pasar mientras tanto con el Estado en esta
dispersión de revoluciones en migajas? Foucault por mucho que proclame que “el
poder son juegos estratégicos”, la resistencia a las relaciones de poder no
entraña menos un repliegue estratégico ante la cuestión del Estado considerado
no ya como la fuerza donde se anudan y suturan unitariamente, en una
configuración histórica dada, estas relaciones de poder y estas relaciones de
fuerza, sino como una forma de poder entre otras. La estrategia pragmática se
disuelve entonces en la suma molecular de las resistencias, porque, después de
todo, “cuando hay una relación de poder hay una posibilidad de resistencia. No
estamos nunca atrapados […][29]”
Más aún, si es verdad, como lo afirma Foucault, “que no
puede haber sociedad sin relaciones de poder”, si esas relaciones son,
entonces, el horizonte infranqueable de las relaciones sociales , ¿qué pasa con
el estado como forma histórica específica y con su función desde el punto de
vista de las estrategias de dominación dado que Foucault admite todavía que las
relaciones de poder, pese a su complejidad y su diversidad, terminan por “organizarse
en una especie de figura global” o en “un encabalgamiento de relaciones de
poder que, en total, hacen posible la dominación de una clase sociales sobre
otra”?[30]
En resumen, ¿la cuestión del estado se disuelve en lo
sucesivo en la del/ de los poderes? Dicho de otra manera: ¿La cuestión de la
lucha de clases y de la explotación se disuelve en la del control biopolítico?
La crítica de los poderes responde, por otra parte, a un
desvanecerse de los actores de la subversión pensados bajo la forma del gran
sujeto proletario, Permite, y esa es su gran virtud, liberar “la acción
política de toda forma de paranoia unitaria y totalizante[31]” Bajo la
reproducción de las clases, hay siempre, según Deleuze, una carta variable de
las masas[32]”. Esta deconstrucción le permite a Foucault proseguir, al
restituir a la noción de clase un estatuto estratégico y no sociológico; “Los
sociólogos reaniman el debate interminablemente para saber qué es una clase y
quién pertenece a ella. Pero, hasta aquí, nadie ha examinado ni profundizado la
cuestión de saber qué es la lucha. ¿Qué es la lucha cuando se dice lucha de
clases? […] . Lo que me gustaría discutir a partir de Marx, no es el problema
de la sociología de las clases sino el método estratégico que concierne a la lucha”[33].
Aquí, Foucault da en el clavo. Pensar estratégicamente y no sociológicamente la
lucha de clases lo acerca, más de lo que se cree, a Marx, alejándolo de la
vulgata positivista de sus epígonos. La paradoja quiere, sin embargo, que esta
lectura estratégica sea, precisamente, reivindicada en el momento en que se
borran los parámetros de un pensamiento estratégico, “ Se puede, incluso, decir
que es la estrategia la que permite a la clase burguesa ser la clase burguesa y
ejercer su dominación”. Pero, eso no quiere decir que se la pueda representar
como un sujeto pues “el poder burgués ha podido elaborar grandes estrategias
sin que, sin embargo, haya que suponerle un sujeto”[34]. Si la lucha de clases
no es ya a sus ojos la última ratio del ejercicio del poder, no constituye
menos “la garantía de inteligibilidad de ciertas grandes estrategias”[35].
Esta arqueología de las resistencias, si permite deshacer la
hipóstasis imaginaria de un proletariado sujeto de la historia, resucita, de
contragolpe, las configuraciones precapitalistas de la masa, de la plebe o de
la multitud. El contexto es propicio. La “nueva filosofía” decepcionada por las
desventuras del proletariado rojo, descubre con admiración las virtudes
seculares de la plebe representada por el mujiken Tolstói o Solyenitzin.
Neopopulismo regresivo, a diferencia del populismo del siglo XIX y de sus
ambivalencias, marcas de una transición del orden feudal tardío a la modernidad
capitalista. Los nuevos “amigos del pueblo” que invaden entonces los textos de
Glucksmann* con, como acompañamiento lógico, el neo-misticismo angélico de
Jambet** y Lardreau***.
Más lúcido, más prudente y más clarividente sobre todo,
Foucault presiente la trampa: “No hay, sin duda, que concebir a la “`plebe”
como el fondo permanente de la historia, el objetivo final de todas las
sujeciones, el fuego nunca completamente extinguido de todas las revueltas. No
hay, sin duda, realidad sociológica de la “plebe2. Pero hay siempre algo […]
que no es la materia primera más o menos dócil o reacia, pero que es el
movimiento centrífugo, la energía inversa, la escapada. “La” plebe no existe,
sin duda, pero hay algo “de la” plebe.”[36]
Badiou y su círculo se inquietaron, en su tiempo, por las
razones y consecuencias de este deslizamiento conceptual. Lo hicieron en
términos que hoy se han vuelto ilegibles. La alerta no era menos legítima en
tanto percibía, en el nacimiento, la lógica de las descomposiciones
postmodernas donde muy pronto iba a perderse la política. La plebe de los
campos devenía en la pluma de los nuevos filósofos, la antítesis eterna del
avasallamiento totalitario del Goulag que fingen descubrir con Solyenitzin. Sin
retomar ni quizás conocer el diagnóstico de Benjamin o de Arendt acerca del
fascismo como expresión de la descomposición de clases y masas, Badiou y sus
amigos veían en la descomposición plebeya de la lucha de clases el anuncio de
una nueva fascistización, llegando hasta a cartografiar dos tentaciones
“social-fascistas” que operaban tanto en “la furia anti-militante de los maoístas
deleuzianos” como en el cientificismo de los althuserianos. Al denunciar en el
rizoma un “fascismo de la papa” (sin que se pueda, por desgracia, tener ninguna
garantía de un uso humorístico de la fórmula) entreveían en el
desencadenamiento de la tormenta de lo múltiple, en el asalto contra “los
centros sean cuales fueren”, a favor de este tubérculo acéntrico, en la
enumeración infinita de las fuerzas sociales puntuales, en la suma disparatada
de las revueltas, perfilarse un odio a la militancia, mal camuflado en odio a
la lucha de clases (Cahiers Yenan, 43),o, a la inversa, puesto que el entorno
de Guattari había emprendido, paralelamente, una carga contra “el ideal
militante”.
Ahora bien, el grupo filosófico Yenan revelaba “al extremo
de lo Múltiple está el Déspota revisionista, al extremo de las bromas
literarias de Deleuze, la sonrisa ministerial o el déspota fascista”. Era
reproducir groseramente la vieja dialéctica estaliniana del retorno y la unidad
de los contrarios, más simplemente, el procedimiento habitual de los procesos
por amalgama. La lasitud y el reflujo hacían que esta retórica pudiera
encontrar un público entusiasta entre “la clientela de las revueltas de los
dispersos”, encantada de saber que “todo comunica con todo, que no hay antagonismo
irreductible”, y que todo es “tubérculo informe y pseudópodo de lo múltiple”.
Se pasaban de rosca bastante al proclamar que “el anarquismo de lo múltiple
prepara el fascismo”, dado que cualquier deseo vale para las multiplicidades
maquínicas.
Lo que permanece de esta crítica deleuziana es la
desmitificación, por vías bien diferentes de la operada por Althusser, de una
Historia unitaria obrada por un Sujeto demiúrgico, el minar los fundamentos de
la categoría y de la supremacía del sujeto que ha dominado la filosofía europea
anterior a la guerra.
Precisando el proyecto, Foucault resume la tarea que se ha
fijado; “He intentado salir de la filosofía del sujeto al hacer la genealogía
del sujeto moderno, que abordo como una realidad histórica y cultural […]
susceptible de transformarse.”[37] Culminación de un lento y largo trabajo de
zapa: el sujeto fenomenológico había sido minado por la teoría lingüística y
por el psicoanálisis que habían permitido deshacerse de la subjetividad
psicológica.
Sin embargo esta deconstrucción del sujeto mayúsculo y
soberano, no termina, a menudo, más que en una afirmación de las subjetividades
en migajas, de ahí que la negación de una teoría previa del sujeto desemboque
en una subjetivación exacerbada de sujetos autistas desarraigados de su ser
social (ver Kosic). La política difícilmente se beneficiará con eso.
La empresa es congruente con la negación legítima del
fetichismo de la Historia erigida en meta-sujeto: mientras la función crítica
de la historia consistiría en mostrar, más modestamente, que lo que es no ha
sido siempre y que siempre se da en la confluencia de encuentros, de azares, en
el transcurso de una historia frágil , que se forman las cosas[38].
La dimisión estratégica se manifiesta, en definitiva, a
través de la denigración de la función profética. En Deleuze, a diferencia del
adivino, el profeta no interpreta nada, Solamente es presa de “un delirio de
acción más que de ideas o de imaginación”[39]. Es un desprecio extraño por la
función performativa y preventiva, o simplemente política de la profecía, que
Foucault comparte cuando le reprocha a los análisis históricos de Marx el que
concluyan con palabras proféticas a corto término, la mayoría de las veces,
erróneas. “El objetivo, en las luchas, es ocultado siempre por la profecía”,
afirma[40], al negarle a sus propios libros cualquier alcance profético y al
oponer a la acción ligada a la profecía, la acción absorbida por su propia
eficacia inmediata.
Foucault, al rendir homenaje a Maurice Clavel, hace entonces
un elogio de una expectativa sin profecía, sin el lastre de promesas perimidas:
“Clavel no era profeta, no esperaba el momento último”. Curiosa idea de la
función profética. Se puede, efectivamente, en contraste con el oráculo o el
adivino, concebir al profeta como una figura arcaica o pre-política del
estratega cuya predicción condicional conjura el destino para llamar a la
acción susceptible de conjurar la catástrofe anunciada. Habría, entonces, en el
pensamiento programático moderno una forma profana y estratégica de la
profecía, la noción de estrategia que mezclaría, como, sin embargo, el mismo
Foucault lo señala, tres ideas complementarias: la elección de los medios
apropiados para la prosecución de un fin, la anticipación del juego, según lo
que se piensa que debe ser la acción de los otros, y el conjunto de recursos
movilizados para llegar a la victoria. La estrategia se resume, entonces, “por
la elección de soluciones ganadoras”. Si el desencanto conduce a la conclusión
de que ya no hay solución ganadora posible, no hay lugar para ninguna
estrategia. Cuando ella alcanza su grado cero, no queda más que un imperativo
categórico moral de resistencia y un formalismo de la fidelidad. La ética de la
política se desvanece entonces en el moralismo anti-político.
Esta cerrazón ante la estrategia, signo de los tiempos, se
contradice, sin embargo, con el pensamiento de la pluralidad de los posibles y
el despliegue, en el Deleuze bergsoniano, en particular, de una temporalidad
creadora o de la contingencia de los devenires. Dice, efectivamente, muy bien
que una sociedad no se contradice, sino que se estrategiza o estrategiza[41].
Si el poder se ejerce más bien que se posee, es, en efecto, en todas partes,
“asunto de estrategia”, la estrategia de las fuerzas que se oponen
permanentemente a la estratificación de las fuerzas. La fórmula reflexiva de
una sociedad que “se estrategiza” no deja de ser enigmática. ¿Qué queda de una
política sin programa, de una estrategia sin programa, de un arco tendido y de
una flecha que no apunta a ningún blanco?
Crisis en la teoría
El eclipse del pensamiento estratégico se acompaña,
lógicamente, de un retorno forzoso de la filosofía bajo sus formas clásicas, a
la que se le vuelve a conferir la misión de estar por encima –de vigilar “los
abusos del poder de la racionalidad política”. Lo que, en detrimento de su
anunciada ruina, le brinda, según Foucault “una esperanza de vida bastante
prometedora”[42].
La abdicación estratégica va lógicamente de la mano del
renunciamiento a una teoría que no sea, según Clausewitz, ni una ciencia, ni un
arte (en el sentido de un simple saber hacer empírico) sino un concepto
estratégico de fuerzas y de antagonismos en movimiento. Retorno, pues,
paradójico en Deleuze, a la vez, a la filosofía, definida por “la invención o
la creación de conceptos” y como sistema (“Yo creo en la filosofía como
sistema”[43]). Por rebote del desencanto político, la filosofía recurre, en
efecto, al sentimiento de vergüenza suscitado por el compromiso que estaríamos
constreñidos a pasar en nuestra época, que constituye a sus ojos “uno de los
motivos más potentes de la filosofía”[44]. La filosofía regenerada por la
moral, entonces.
Como si se tratara de expiar con eso el crimen filosófico de
Heidegger: “El asunto Heidegger ha venido
a complicar las cosas: tuvo que pasar que un gran filósofo se
reterritorializara efectivamente en el nazismo para que los comentarios más
extraños se cruzaran, tanto para cuestionar su filosofía, como para absolverlo
en nombre de argumentos tan complicados y retorcidos que uno queda perplejo. No
es siempre fácil ser heideggeriano. Se habría comprendido mejor que un gran
pintor, que un gran músico cayera, así, en la vergüenza (pero justamente no lo
han hecho). Fue necesario que fuera un filósofo, como si la vergüenza debiera
entrar en la filosofía misma. Quiso volver a los griegos vía los alemanes en el
peor momento de su historia: ¿qué hay peor, decía Nietzsche, que encontrar un
alemán cuando se espera a un griego? ¿Cómo los conceptos (de Heidegger) no
estarían intrínsecamente manchados por una reterritorialización abyecta? A
menos que todos los conceptos conlleven esta zona gris e indiscernible en la
que los luchadores se confunden un instante en el suelo y en la que el ojo
fatigado del pensador toma a uno por otro: no solamente al alemán por un
griego, sino al fascista por un creador de existencia y de libertad. ” [45]
Redención de la filosofía por la vergüenza. Curiosa presencia, en efecto, de la
vergüenza y de la abyección para designar un desastre histórico y político de
cabo a rabo. ¿Reuniría las retóricas de lo impensable y de lo indecible?
¿Las Luces heridas?, ¿Tamizadas? ¿Obscurecidas? Pero las
Luces sin embargo o a pesar de todo, porque no se trata para Foucault de
instruir el proceso de la racionalidad, sino de pensar la compatibilidad de la
racionalidad con la violencia, de concebir una historia contingente de la
racionalidad que pueda oponerse a la gran teodicea de la razón. Este retorno a
Kant no puede cumplirse más que sobre las cenizas de Marx o, por lo menos, de
los marxismos vulgares, “El marxismo se encuentra actualmente en una crisis
indiscutible”, diagnostica Foucault, crisis que no es otra cosa que “la crisis
del concepto occidental de qué es la revolución, la crisis del concepto
occidental de qué son el hombre y la sociedad”.[46]
La empresa althuseriana que en un tiempo fue recibida como
un esfuerzo (desesperado) de regeneración de un marxismo desnaturalizado se
revela allí, en efecto, como una impasse o el último sobresalto de una agonía.
La condena superficial al estalinismo como “desviación” (Réponse à John Lewis)
termina, en efecto, en un imposible retorno a “un marxismo-verdad”[47]. Si las
tentativas “de academizar a Marx”, de las cuales el allthuseranismo
universitario representaría la última tentativa, desconocen el estallido que él
produjo, no deja de ser cierto que el marxismo sería responsable de un
irremediable empobrecimiento de la imaginación política. “Tal es nuestro punto
de partida”[48]. En definitiva y a despecho de sus intenciones, la teoría de
Marx marcaría el aborto más que el nacimiento de un discurso estratégico, el
acontecimiento nacido muerto de un pensamiento estratégico ahogado por la
picota de la dialéctica hegeliana. Es muy lógicamente que, desde su punto de
vista, Foucault recusa entonces el término de dialéctica que obligaría en tanto
se lo acepta a subscribir el esquema cerrado de la tesis y de la antítesis:
“una relación recíproca no es una relación dialéctica”[49], las relaciones
antagónicas recíprocas no son contradicciones lógicas, sino oposiciones reales
sin síntesis reconciliadora.
Entonces, lo que se produce en la obra de Marx es “de alguna
manera un juego entre la formación de una profecía y la definición de un blanco”
Un juego, aquí en el sentido de una distancia no colmada, de una articulación
que no une o lo hace mal, un encuentro que falta entre un discurso de lucha y
una consciencia histórica. Esos dos discursos –la consciencia de una necesidad
histórica y la apuesta de una lucha incierta –no se unen, la pretensión
estratégica se hunde en su entre-dos.
La observación lleva, si se refiere a la mayoría de los
discursos, a los que se hacen en nombre de Marx bajo la forma de los marxismos
ortodoxos. Traduce, bajo una forma distinta, el divorcio mortífero entre las
condiciones objetivas presentadas como garantía de un happy endde la historia y
la insuficiencia, sin cesar repetida, de los factores subjetivos. A veces, la
confianza reiterada en las leyes de la historia, a pesar de las desmentidas y
los fracasos, otras veces, el voluntarismo del sujeto convocado a hacer la
historia a su grado. La constante de fracaso teórico conduce a Foucault a una
inversión de la problemática. No se trta ya de interrogar al goulag a partir de
los textos de Marx o de Lenin, sino de interrogar a sus discursos a partir de
la realidad del goulag, Sana “cólera de los hechos”, aún a condición de
recorrer la iteración en los dos sentidos, a falta de lo cual,, la
interrogación en un sentido único se acercaría a los nuevos filósofos, a su
antiautoritarismo sumario y a su exorcismo neo-místico del mal absoluto.
Uno se sorprende de la manera poco crítica en la que un
lector tan cultivado y afilado como Foucault da cuenta de lo que acepta
designar con el término grosero de marxismo cuando escribe: “El marxismo se
proponía como una ciencia, una suerte de tribunal de la razón que permitiría
distinguir la ciencia de la ideología”, constituir, en suma “un criterio
general de racionalidad de toda forma de saber”. Sin duda paga aquí su propio
tributo de ignorancia a la indigente marxiología dominante de la época y a su
captación por razones de partido y de Estado. La teoría crítica de Marx se
confunde, entonces, con el pesado positivismo estaliniano (y más allá, de la
social-democracia clásica9. El homenaje casi fortuito y sin consecuencias que
le tributa al “considerable trabajo” de los trotskistas[50]es la menor de las
cosas que alguien que no podía ignorar a contemporáneos de la envergadura de
Rousset, Naville, Sebag, Castoriadis, Lyotard, Guattari. No deja de estar
prisionero de una identificación indefendible de estalinismo y marxismo.
Llega, sin embargo, a matizar esta amalgama al volver sobre
sus propios tanteos: “Lo que deseo […] no es tanto la desfalsificación, la
restitución de un Marx verdadero sino, ciertamente, el aligeramiento, la
liberación de Marx en relación a la dogmática de partido que , a la vez, lo ha
encerrado, vehiculizado y blandido durante tanto tiempo”[51]. Formulación más
ajustada que se refiere, más específicamente, a lo que él todavía llama: “la
exaltación hagiográfica de la economía política marxista debida a la fortuna
histórica del marxismo como ideología política nacida en el siglo XIX” Si lo
que se gestaba alrededor del 68 no tenía aún expresión teórica propia y un
vocabulario adecuado, si se necesitaba para pensarla, en lo que tenía de
novedoso, resquebrajar las categorías petrificadas en dogma, inventar “formas
de reflexión que escapen al dogma marxista”, sin ceder al irracionalismo, la
cuestión era la de una proyección más allá de Marx y no una regresión más acá
hacia el moralismo kantiano o la filosofía política liberal, de un nuevo
impulso a partir de Marx porque, como lo repetía tanto Deleuze, se comienza
siempre por el medio (Marx no por el fetichismo, no como crítica suficiente,,
sino como crítica necesaria y fundadora de la modernidad, cf. . Marx
l’Intempestif, le Sourire du spectre,les Hiéroglyphes).
Anexos
Cahiers Yenan y el paisaje filosófico
¡Ilegible! “No hay más
que un gran filósofo de este tiempo: Mao Tse-Tung”. Eclipse de la política
va de la mano con el eclipse de la filosofía que “no es más permanente que la revolución” y no entra en escena más
que en las “bisagras de la historia” (edito colectivo, p. 6). Cuando la filo se
retira con el reflujo suena la hora de los “traficantes del nihilismo”, del
Deseo y del Ángel, de “la pornografía y del misticismo” (sic). A la vuelta: “La
gran y violenta época ve acabarse su ciclo en los alrededores de 1972”
(Programa común). El reflujo se traduce en una regresión filosófica de la que
Deleuze y Guattari apenas ocultarían: “retorno a Kant, eso es lo que
encontraron para conjurar el fantasma hegeliano”, “tobogán del Deseo” es lo
incondicionado kantiano disimulado por “la hojalatería maquínica”. La regla del
Bien, el imperativo categórico puesto sobre sus pies por “sustitución divertida
de lo universal por lo particular: obra siempre de forma que la máxima de tu
acción sea rigurosamente particular. Este “moralismo deseante” es lo que queda
de las ruinas de un estructuralismo vergonzoso.”
Por su “complacencia al peor”, Deleuze y Guattari se
caracterizarían como “ideólogos prefascistas” ¡nada menos! “Bandolerismo
deleuziano y ciencia althuseriana”: las dos tetas de la reacción antifilosófica
(p.17) . Su punto común a los ojos de Badiou y consortes, es la antipolítica,
la política que consiste en hablar poder, programas, y consignas. A los neos
les gusta o idolatran la revuelta, pero odian la política, demasiado sucio, que
es el cambio del mundo real, Se vengan pues en la filosofía al identificar el
Poder, todo poder, con el Mal, Fantasma de la pureza: la revuelta es buena, la
política es mala, las Masas son buenas, el Proletariado es malo, el portavoz es
excelente, el militante horrible (p.11). Retirada a la gestión o filosófica de
la política revolucionaria.
De dónde la sustitución de las clases por las
masas/multitudes. Liberar la multiplicidad deseante de la unidad axiomática del
capital, o incluso a la plebe sometida al gulag. “En el fondo el sueño político
izquierdista [a-estratégico], es el movimiento de masas continuado linealmente
hasta la beneficiosa constatación de que el Estado, suavemente, se borró”
Reformismo del rizoma. Milagro de la disolución de toda cosa en el flujo de la fuga,
comprendido el antagonismo. Inventario enumerativo de las revueltas
adicionables, enumeración infinita de las “fuerzas sociales puntuales, pero
negación obstinada de toda unificación estratégica del campo político.
Delectación en lo múltiple es abominación del dos como figura del conflicto (de
la lucha). La dialéctica, ese es el enemigo: “el Rizoma va a buen paso hacia la
apología desenfrenada de cualquier cosa”. No hay ya burguesía, ni proletariado:
“todo es tubérculo informe, pseudópodo de lo múltiple”, fascismo, pues, de la
papa. Presentimiento de la descomposición postmoderna donde todo, no solamente
lo sagrado y lo sólido, se vuelve humo o se escurre en una fuga apasionada, A
los que leen a Deleuze, Lacan, Foucault y Althusser preguntándose dónde estamos,
qué se nos cuenta, hay que responder todavía: “historia, lucha de clases,
política” (p. 18). Porque “el anarquismo de lo múltiple” que escupe a la clase
en nombre de las masas, “prepara el fascismo” (p.74)
Según el mismo Badiou, muchas de las elucubraciones de
derivan del asombro o de la sorpresa ante un mayo del 68 imprevisto, cuya
irrupción “despertaría los misterios puros del Deseo”, o como “la entrada en
escena de lo irracional”. Ahora bien, hace mucho tiempo que los
marxistas-leninistas han dejado de identificar racional y analíticamente
previsible, en virtud misma del primado de la práctica: “Las masas hicieron la
historia, no los conceptos” (p.26) Siempre el exceso de lo real por encima del
concepto o del constructo. Habrá siempre más, lo irreductible, en el ladrido
del perro que en su concepto. Así, la ruptura puede ser pensada en su
generalidad dialéctica, pero “históricamente, no es sino practicada”. La
práctica está primero, No práctica pura. Pero el resto no es de ninguna manera
incognoscible (p. 279. Todo acontecimiento es sorpresa, toda decisión es
incierta. La revuelta debe sorprender al partido mismo (Tesis de abril,
insurrección de octubre), con una sorpresa “de nuevo tipo”, dice aún Badiou. Es
el dilema estratégico del demasiado tarde resignado y el demasiado pronto
represivo. Transformación de la razón histórica en razón estratégica.
¿Remordimientos de Badiou? (Deleuze, La clameur de l’être,
Hachette, 1997). Homenaje incómodo en forma de reconciliación póstuma. En los
años rojos (1970 y Vincennes), “para el maoísta que soy, Deleuze, inspirador
filosófico de los que nosotros llamábamos los anarco-deseantes, es un enemigo
tanto más temible porque está en el movimiento y porque su curso es uno de los
lugares altos de la universidad. Nunca he temperado mis polémicas, el consenso
no es mi fuerte. Lo ataco con las palabras de la artillería pesada de entonces,
Dirijo una vez, incluso, una brigada de intervención en su curso, Escribo, bajo
el característico título “El flujo y el partido” un artículo furibundo contra
sus concepciones de la relación entre movimiento de masas y política, Deleuze
permanece impávido, casi paternal, Habla, respecto de mí de suicidio
intelectual.· (pág. 8).
Se piensa comúnmente que la filosofía de Gilles Deleuze
alienta la multiplicidad heterogénea de los deseos y su cumplimiento sin
trabas, que es respetuosa de las diferencias, que se opone, por eso,
conceptualmente, a los totalitarismos (comprendidos el estaliniano y el
maoísta), que preserva los derechos del cuerpo contra los formalismos
aterrorizantes, que no cede en nada al espíritu de sistema y preserva lo
Abierto, que participa de la deconstrucción moderna o post por su crítica de la
representación, que substituye la búsqueda de la verdad por la lógica del
sentido, que combate las idealidades transcendentales en nombre de las
inmanencias creadoras, en pocas palabras, imagen de un Deleuze como “pensador
alegre de la confusión del mundo”. Badiou tira un poco hacia él el manto de la
reconciliación, al encontrar en lo múltiple una “metafísica de lo Uno” (p.20) y
al recusar el ideal anarquizante de autonomía que se le atribuye. Es culpa de
los discípulos y del “papel equívoco de los discípulos”, a menudo (¿siempre?
“fieles a un contrasentido” y que terminan por traicionar. Ahora bien, Deleuze
permanece “diagonal” en relación a todos los bloques filosóficos que dibuja el
paisaje filosófico desde los años sesenta. Verdad.
La reconciliación (o el apaciguamiento) deseada se haría,
sin embargo bajo el signo de la filosofía restaurada en su eminencia ( y en su
estar por encima). Descansaría “en la convicción de que podríamos por lo menos
hacer valer juntos nuestra total serenidad positiva, nuestra indiferencia
obrante ante el tema, difundido en todas partes, del fin de la filosofía”
(p.13). Reencuentros ontológicos fundados en el retorno a la cuestión el Ser:
“En definitiva, el siglo habrá sido ontológico, Esta
destinación es mucho más esencial que el giro lingüístico que se le acredita.”
Ahora bien, “Deleuze identifica pura y simplemente la filosofía con la
ontología”. El “clamor del Ser” como voz del pensamiento y clamor de lo
decible, El pensamiento del Ser es confianza posible en el ser como medida de
las relaciones…(p.33). Anexión discutible póstuma.
Mil mesetas (1980)
En Mil mesetas, Deleuze y Guattari, adelantando la moda
reticular, llamaban a romper con la cultura de la arborescencia, de las raíces
y del tronco, a favor de la figura anti-genealógica del rizoma, que procede por
“variaciones, expansión, conquista, captura, picadura” (p. 32). Haced rizoma,
no raíz, tal era la consigna. ¡No plantéis nunca! ¡Sed multiplicidades! ¡Haced
la línea y no el punto! Pues “un rizoma no empieza y no termina”.
Huye según una red de líneas de fuga. Esas líneas no son
líneas de evasión para evadir el mundo. Pretenden, al contrario, “hacerlo huir”
(¿en doble sentido?, como se revienta un tubo. Esas líneas de fuga son
inmanentes al campo social, porque “siempre algo se fuga” (p.249-251).
Estas líneas de fuga son el camino de un exilio o de un éxodo,
de un nuevo nomadismo desterritorrializado. Esa falta, en efecto, según los
compinches, es una ·monadología” que es lo contrario de una historia, la
expresión de un pensamiento nómade sin sujeto pensante universal (p.469). La
primera determinación delo nómade es que ocupa un espacio liso (p.510), siendo
el mar el espacio liso por excelencia. Lo liso se opone a lo estriado. El
espacio liso es “un campo sin conductos ni canales (p. 459)
En la cultura no arborescente del rizoma, el devenir
matorral lo lleva al orden histórico. Ese devenir no es evolución por
descendencia o por filiación. No apunta ni produce algo distinto a sí mismo.
Los devenires “son minoritarios” (p.356). Nunca se deviene mayoritario, la
mayoría no es aquí concebido como un estado cuantitativo sino como un estado de
dominación. Mujeres, chicos, animales, moléculas son otras tantas minorías.
Devenir minoritario es pues “un asunto político”, lo contrario exacto de la
macropolítica o de la historia con mayúsculas, donde se trata ante todo de
saber cómo conquistar una mayoría (propósito anti-estratégico). La conquista de
la mayoría es de aquí en más, secundaria, en relación a las marchas de lo
imperceptible” (p.358)
Clases/masas. No hay, en efecto, “lucha que no se haga a
través de proposiciones indecidibles y que no construya conexiones
revolucionarias contra las conjugaciones de la axiomática” (p.592). Según la
oposición entre lo molar y lo molecular, y desde el punto de vista
micropolítico, una sociedad se define por sus líneas de fuga moleculares y por
la microgestión de pequeños miedos. Así, la noción de masa es molecular,
irreductible a la segmentaridad molar de las clases: “Sin embargo, las clases
están bien marcadas en las masas. Ellas las cristalizan. Y las masas no dejan
de derramarse, de escurrirse de las clases” (p.260). (Claro, en cierto sentido,
puesto que las clases son construcciones socio-estratégicas, y que hay siempre
un exceso de lo real sobre su constructo conceptual) La multiplicidad siempre
recomenzada de las masas (el mar, el mar) se opone así a la singularidad molar
de las clases: “Hay siempre una carta variable de las masas bajo la
reproducción de las clases” (p.270). Pues “en tanto la clase obrera se define
por un estatuto adquirido o por un Estado teóricamente conquistado, aparece
como capital y no sale del plano del capital” (p. 589).
Ruptura revolucionaria. El clinamen de los antiguos
atomistas es el elemento diferencial, generador del torbellino y de la
turbulencia, el ángulo más pequeño por el que el átomo se desvía o se separa de
la recta. Representa, entonces, la modalidd por excelencia de la fluidez y de
la red, del rizoma en expansión por variación continua. La idea de revolución
es ambigua, típicamente occidental en la medida en que remite a una
transformación (¿estratégica aún?) del estado y oriental, en la medida en que
proyecta la destrucción /abolición (p.478)
Consigna. Fórmula performativa de toda estrategia, la
consigna, lanzada para ser obedecida (mucho más que para ser creída9 sería una
“sentencia de muerte” (p.96). Quien rompa con la cultura de la arborescencia
renuncia también a la apelación imperativa a favor de los enunciados en
relación con presupuestos implícitos. Cf. Lenin, a propósito de las consignas
(1917). Pero la consigna puede también comprenderse como un grito de alarma,
una alerta ante el fuego: “El profetismo judío ha soldado el anhelo de estar
muerto y el impulso a la huida a la consigna divina”. Pero el profeta no es un
sacerdote (p. 156 /128) ¿?
Fascismo
“Hay fascismo cuando
una máquina de guerra se instala en cada agujero, en cada cabeza” (p.261).
La sociedad secreta de los microfascismos (comprendidas las organizaciones de
izquierda). Es fácil, en efecto, proclamarse antifascista a nivel molar “sin
ver al fascista que se es en sí mismo, al que se mantiene y alimenta con
moléculas personales y colectivas” (p.262). Extrapolación de la parte obscura
al fenómeno político. El fascismo, asunto de psico y de pulsión,
¿despolitizado, deshistorizado? De donde la diferencia entre fascismo y totalitarismo.
El totalitarismo es “asunto de Estado”, conservador por excelencia, mientras
que en el fascismo, se trata, ciertamente, de una máquina de guerra (p.281).
Deleuze/Guattari/Tarde. La revolución molecular de Guattari:
el capitalismo o la indiferencia relativista: tartamudea, repite, ritualiza,
mientras que la primera tarea de una teoría del deseo sería “discernir las vías
posibles de su irrupción en el campo social”. Cortar el deseo de trabajo es el
primer imperativo del capital. De ahí dos luchas no exclusivas:
-la lucha de clases (que implica las máquinas de guerra y un
cierto centralismo);
-la lucha en el frente del deseo como “subversión permanente
de todos los poderes”.
No la unidad ideal, pues, sino “una multiplicidad equívoca
de deseos”
Lenin, las consignas y la guerra
À propos des mots
d’ordre (julio, 1917, t. 25, p. 198).
“Pasó demasiado a menudo en las bruscas vueltas de la historia que los
partidos, aún los avanzados, no puedan, durante más o menos mucho tiempo,
asimilarse a la nueva situación y repiten las consignas justas para la víspera
pero que han perdido todo sentido hoy, tan repentinamente como la historia ha
cambiado repentinamente.” La consigna como embrague para acelerar y
cristalizar una coyuntura, concreción estratégica. ¿Estrategias sin consignas?
Todo el poder a los soviets. La insurrección ahora.
Coherente con la idea de que “la cuestión del poder es la cuestión fundamental de toda revolución”.
Si ya no se plantea, no hay ya consignas… (Ibíd.)
Acerca de la guerra, Lenin sigue siendo clausewitziano (“el
prolongamiento de la política por otros medios).Deriva de eso que “toda guerra
está indisolublemente ligad al régimen político del que deriva”. De ahí que la
Revolución francesa implique “el nuevo ejército” (La Guerre et la révolution,
conferencia del 14 de mayo de 1917, tome XXIV, p. 407).
Deleuze filósofo ( Qu’est-ce
que la philosophie ? 1991)
La filosofía como creación continua de conceptos. La
filosofía “tiene horror de las discusiones” y de los debates: siempre tiene
otra cosa para hacer (p.33). Porque la filosofía es un constructivismo no una
dialéctica: “La filosofía es devenir, no historia, co-existencia de planos, no
sucesión de sistemas” (p. 59).
¿La historia de la filosofía tiene un sentido y la verdad
una historia, a menos que no tenga sentido? “Lo que no puede ser pensado, y sin
embargo debe ser pensado, eso fue pensado una vez, como Cristo se ha encarnado
una vez parar mostrar esta vez la posibilidad de lo imposible”. Tentación
ontológica, pero de una ontología negativa, más compatible con el legado de
tarde como pensamiento de las relaciones y conexiones que del Ser. El filósofo
opera una inversión de la sabiduría al servicio de la inmanencia pura, Así,
Spinoza es “el cristo de los filósofos” y los más grandes filósofos son apenas
apóstoles (p. 59).
Desconfianza de la utopía que comporta siempre el riesgo de
“restauración de una transcendencia”, si bien hay que distinguir las utopías
autoritarias (o de transcendencia) y las utopías libertarias, revolucionarias,
inmanentes. “La utopía no es un buen concepto porque, aun cuando se opone a la
historia, se refiere todavía a ella y en ella se inscribe como un ideal o como
una motivación. Pero el devenir es el concepto mismo, Nace en la Historia y en
ella recae, pero no está ahí. No tiene en sí mismo principio ni fin, sino
solamente un medio. También es más geográfico que histórico” (p. 106)
Notas
[1] El autor se
refiere a Silvayn Lazarus, de L’Organisation Politique, colaborador de Alain
Badiou (NdT)
[2] “La situación actual en el frente de la filosofía”, Cahier
Yenan, nº 4, Maspero, 1977, pág. 10. (NdT)
[3] Michel Foucault, Dits et écrits II, 1976-1988, Paris,
Gallimard, 2001, p. 1397.
[4] Ibíd, p. 398.
[5] Político francés, ex primer ministro (NdT)
[6] Gilles Deleuze, Dialogues, Paris, Flammarion, 1996, p.
50.
[7] Michel Foucault, op. cit, p. 1267.
[8] Gilles Deleuze, Deux régimes de fous, Paris, Minuit,
2005, p. 131.
[9] Ibíd., pp.128-132.
[10] Gilles Deleuze, Félix Guattari, Mille Plateaux, Paris,
Minuit, 2001, pp. 291-292.
[11].- Gilles Deleuze, Félix Guattari, Qu’est-ce que la
philosophie? , Paris Minuit, 1991, p. 92.
* En español en el original.
[12] Gilles Deleuze, Dialogues, op. cit., p. 37.
[13] Gilles Deleuze, Félix Guattari, Mille Plateaux, op.
cit., pp. 356-357.
[14] El autor se refiere a Bernand-Henri-Lévy? (NdT)
[15] Ibíd., p. 363.
[16] Gilles Deeuze, Dialogues, Paris, Flammarion, 1996, p.
81.
[17] Michel Foucault, Dits et écrits II, 1976-1988, Paris,
Gallimard, 2001.
[18] Ibídem., p. 1504.
[19] Ibídem, p. 266.
[20] TINA signigica “There Is No Alternative”, eslogan de
Margaret Thatcher (NdT)
[21] Ibídem, p. 397.
[22] Ibídem, p. 791
[23] Ibídem, p. 269
[24] Ibídem, p. 761..
[25] Ibídem, p. 794
[26] Ibídem, p. 475
[27] Ibídem, p. 829.
[28] .- Ibídem, p. 232.
[29] .- Ibídem, p. 267.
[30] .- Ibídem, p. 379.
[31] Ibídem, p. 135.
[32] Gilles Deleuze, Félix Guattari, Mille Plateaux, op.cit.,
página no mencionada.
[33] Michel
Foucault, Dits et Écrits,II, op. cit., p. 505.
[34] Ibídem, la cita no corresponde a la página mencionada.
[35] Ibídem, p. 425.
* André Glucksmann, nacido en 1937. Pensador francés, autor
de Los maestros pensadores, 1977. Apoyó a Sarkozy.
* Christian Jambet (nacido en 1949), filósofo, ocupa la
cátedra de filosofía islámica en la ‘École Pratique des Hautes Études. En su
juventud fue maoísta.
***- Guy Lardreau (1947-2008), filósofo francés. Escribe en
1976 L’Ange con Christian Jambet.
[36] Michel
Foucault, Dits et Écrits,II, op. cit., p. 431.
[37] Ibídem, p. 980.
[38] Ibídem, p. 1268.
[39] Gilles Deleuze et Félix Guattari, Mille Plateaux, op. cit.,
p. 156.
[40] Michel Foucault, Dits et Ëcrits, II, op. cit., la cita
no corresponde a la página mencionada.
[41] Gilles Deleuze, Deux régimes de fous ,Paris, Les
éditions de Minuit, 2003, p. 116.
[42] Michel
Foucault, Dits et Écrits, II, op. cit., p. 954.
[43] Gilles Deleuze, Deux régimes de fous, op. cit., p. 339.
[44] Gilles
Deleuze, Félix Guattari, Qu’est-ce que la philosophie ?, Paris, éditions de
Minuit, 1991, p. 103.
[45] Ibídem.,
p. 104.
[46] Michel
Foucault, Dits et Écrits, II, op. cit., p. 623)
[47] Ibídem., p. 278.
[48] Ibídem., p. 599.
[49] Ibídem., p. 471.
[50] Ibídem., p. 408.
[51] Ibídem., p. 1276.
Traducción del francés por Felisa Santos
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