“Tres pasiones, simples, pero abrumadoramente intensas, han gobernado mi vida: el ansia de amor, la búsqueda del conocimiento y una insoportable piedad por los sufrimientos de la humanidad. Estas tres pasiones, como grandes vendavales, me han llevado de acá para allá, por una ruta cambiante, sobre un profundo océano de angustia, hasta el borde mismo de la desesperación” — Bertrand Russell

28/3/14

El arte como forma de la realidad

Herbert Marcuse  |  La tesis acerca del fin del arte se volvió una consigna familiar. Los radicales la consideran una obviedad; rechazan o “suspenden” al arte porque es parte de la cultura burguesa, de la misma manera que rechazan o suspenden su literatura o su filosofía.  El veredicto se extiende fácilmente a toda teoría, a toda inteligencia (más allá de lo “creativa” que sea) que no dispare la acción y la práctica, que no contribuya de manera evidente a cambiar el mundo, que no se abra paso–al menos por algún tiempo–en el universo de contaminación mental y física en que vivimos. La música alcanza este objetivo con la canción y la danza; la música activa el cuerpo, las canciones ya no cantan sino que chillan y gritan. Para hacerse una idea del camino recorrido en los últimos treinta años se pueden comparar las melodías y los textos “tradicionales” de las canciones de la guerra civil española con las actuales canciones de protesta y rebeldía. O compárese el teatro “clásico” de Brecht con el “living theatre” de hoy.[1] Estamos presenciando un ataque no sólo político sino también, y en primer lugar, artístico al arte en todas sus formas, al arte como forma en sí mismo. Se niega, se rechaza y se destruye la distancia y la disociación del arte respecto de la realidad. Si el arte es todavía algo en absoluto, debe ser algo real, parte y territorio de la vida, pero de una vida que en sí misma sea una negación conciente del estilo de vida establecido con todas sus instituciones, su entera cultura material e intelectual, toda su inmoral moralidad, su conducta exigida y clandestina, su trabajo y su esparcimiento.

 Ha surgido (o resurgido) una doble realidad: la de aquellos que dicen “no” y la de los que dicen “sí”. Para quienes están empeñados en algún tipo de esfuerzo artístico resulta incluso válido rehusarse a decir sí tanto a la realidad como al arte. Sin embargo, el propio rechazo constituye también la realidad: son muy reales los jóvenes que ya no tienen paciencia y que han experimentado, en sus propios cuerpos y sus mentes, el horror y el confort opresivo de la realidad dada; reales son las fuerzas de liberación distribuidas por todo el mundo, tanto en Occidente como en Oriente; en el primer mundo como en el segundo o en el tercero. Pero el sentido de esta realidad para aquellos que la experimentan ya no se puede comunicar a través del lenguaje o de las imágenes convencionales, en las formas de expresión disponibles más allá de lo nuevas o radicales que puedan ser.

El dominio de las formas

Lo que aquí se halla en juego es la visión, la experiencia de una realidad que es tan fundamentalmente diferente, tan antagónica con la realidad dominante, que cualquier transmisión a través de los medios convencionales parece reducir la diferencia o viciar la experiencia. Tal incompatibilidad con el propio canal de comunicación se extiende también a las formas del arte mismas, al Arte como Forma.[2] En la actual situación de rebelión y rechazo, el Arte mismo aparece como componente esencial de la tradición que perpetúa lo que es evitando así la concreción de lo que puede y debe ser. El Arte logra esto último precisamente porque, y en la medida en que, es Forma, pues la Forma artística (y no importa cuán anti-artística intente ser) detiene lo que se halla en movimiento, establece su límite y su marco y lo ubica en el universo dominante de experiencias y aspiraciones; otorgándole un valor en dicho universo, lo vuelve un objeto entre otros. Esto significa que, en este universo, la obra de arte, tanto como el anti-arte, se vuelve valor de cambio, mercancía: y la Forma Mercancía, como forma de la realidad, es precisamente el blanco de las rebeliones de la actualidad.

Es cierto que la comercialización del Arte no es nueva ni se remonta siquiera a una fecha reciente. Es tan vieja como la sociedad burguesa. El proceso gana impulso con la reproductibilidad casi ilimitada de la obra de arte gracias a la cual la œuvre se vuelve pasible de imitación y repetición incluso en sus plasmaciones más refinadas y sublimes.[3] En su magistral análisis de este proceso, Walter Benjamin ha mostrado que existe algo que milita contra toda reproducción, a saber, el “aura” de la œuvre, la situación histórica única en la que se crea la obra de arte, dentro de la cual ella habla y en la que se define su función y significado.[4] Tan pronto como la œuvre abandona su propio momento histórico, irrepetible e irredimible, su verdad original se falsea o (para ser más cautos) se modifica: adquiere un significado distinto que reacciona (afirmativa o negativamente) frente a esa situación histórica diferente. Tributaria de nuevos instrumentos y técnicas, de nuevas formas de percepción y de pensamiento, la œuvre original puede ser ahora interpretada, instrumentada, “traducida” y, en consecuencia, se torna más rica, más compleja, refinada, más plena de significado. Sin embargo, persiste el hecho de que ella ya no es lo que había sido para el artista, su ámbito y su público.

No obstante, a través de todos estos cambios, hay algo que permanece idéntico: la œuvre misma, que es la que sufre todas estas modificaciones. La obra de arte más “actualizada” sigue siendo una actualizada obra de arte particular y única. ¿Qué clase de entidad es ésta cuya “sustancia” es lo idéntico que resiste a todas sus transformaciones?

No es el “argumento”: la tragedia de Sófocles comparte la historia de Edipo con muchas otras expresiones literarias; no es el “tema” de una pintura, que se repite innumerables veces (como categoría general: el retrato de un hombre sentado, de pie; un paisaje montañoso, etc.); no es el material, la materia prima de la que está hecha la obra. Lo que constituye la identidad única e imperecedera de una œuvre, y lo que obra dentro de una obra de arte,[5] tal entidad es la Forma. En virtud de la Forma, y sólo de la Forma, el contenido logra ese carácter único que lo convierte en el contenido de una particular obra de arte y no de otra. La manera en la cual se relata la historia, la estructura y la selección del verso y la prosa, eso que no está dicho, que no está representado y sin embargo se halla presente, las interrelaciones de las líneas y los colores y los puntos; todos estos son algunos de los aspectos de la Forma que sustrae, disocia, aliena a la œuvre de la realidad dada y la hace ingresar en su propia realidad: el ámbito de las formas.

El ámbito de las formas es una realidad histórica, una secuencia irreversible de estilos, temas, técnicas, reglas; cada una inseparablemente vinculada a su sociedad y repetible sólo como imitación. No obstante, en su diversidad casi infinita, no son sino variaciones de una Forma lo que distingue al Arte de cualquier otro producto de la actividad humana. Desde que el Arte abandonó su fase mágica, desde que dejó de ser algo “práctico” para convertirse en una “técnica” entre otras; vale decir, desde que se volvió una rama de la división social del trabajo, el Arte adquirió una Forma completamente propia y común a todas las artes.

Esta Forma correspondía a una nueva función del Arte en la sociedad: la de aportar el “descanso”, la elevación, la pausa en la terrible rutina de la vida; la de presentar algo “más elevado”, “más profundo”, acaso “más verdadero” y mejor que satisficiera las necesidades insatisfechas en el trabajo y el entretenimiento cotidianos y, por consiguiente, algo placentero. (Me estoy refiriendo a la función social, histórica del Arte; no aludo a lo que el Arte significa para el artista, ni a las intenciones o metas de éste, que son de un orden bien distinto). Dicho en palabras más brutales: el Arte no es (o no se supone que sea) un valor de uso destinado al consumo en el curso de las ocupaciones cotidianas de los hombres; su utilidad es de una naturaleza trascendente, una utilidad para el alma o el espíritu que no se relaciona con el comportamiento normal de los hombres y que realmente no lo transforma excepto, precisamente, durante el recreo cultural, ese breve período de elevación: en la iglesia, el museo, la sala de conciertos, el teatro, ante los monumentos y las ruinas del grandioso pasado. Tras la pausa, la vida real continúa: los negocios, como siempre.

La estética clásica

Mediante estas características el Arte se convierte en una fuerza dentro de la sociedad (existente), pero no una fuerza de la sociedad (existente). Producido en y para la realidad establecida, a la que le aporta la belleza y lo sublime, la elevación y el placer, el Arte también se disocia a sí mismo de esa realidad y la confronta con otra: la belleza y lo sublime, el placer y la verdad que el Arte presenta no son meramente los que se pueden alcanzar en la sociedad presente. Más allá de la medida en que el Arte pueda estar determinado, conformado, dirigido por los valores dominantes, los estándares del gusto y de la conducta o los límites de la experiencia, él es siempre más que, y distinto de, el embellecimiento, el entretenimiento y la convalidación de lo existente. Incluso la œuvre más realista construye una realidad propia: sus hombres y mujeres, sus objetos, sus paisajes, su música revelan lo que permanece callado, invisible, inaudible en la vida cotidiana. El Arte es “alienante”.

Como parte de la cultura establecida, el arte es afirmativo puesto que respalda esa cultura; pero en tanto alienación respecto de la realidad establecida, el Arte es una fuerza negativa.[6] La historia del Arte puede ser entendida como la armonización de este antagonismo.

Los materiales, el elemento físico y los datos del Arte (palabras, sonidos, líneas y colores; pero asimismo los pensamientos, las emociones, las imágenes) se encuentran ordenados, interrelacionados, definidos y “contenidos” en la œuvre de tal manera que constituyen un todo estructurado, cerrado–en su apariencia externa–entre las cubiertas de un libro, en un marco, en un sitio determinado. Su aparición requiere un lapso de tiempo específico antes y después del cual rige la otra realidad, la de la vida cotidiana. En su efecto sobre el receptor, la propia œuvre se puede sostener y reiterar; al repetirse seguirá siendo empero un todo contenido en sí mismo, un objeto mental o sensorial claramente separado y distinto de las cosas (reales). Las leyes o reglas que gobiernan la organización de los elementos en la œuvre como todo unificado parecen de una variedad infinita, pero la tradición de la estética clásica les dio una denominación común: se supone que están guiados por la idea de lo bello.
La idea central de la estética clásica apela tanto a la sensibilidad como a la racionalidad del hombre, el Principio de Placer y el Principio de Realidad: la obra de arte invoca a los sentidos, se orienta a la satisfacción de las necesidades sensuales pero de manera altamente sublimada.[7] El Arte posee una función reconciliadora, apaciguadora y cognitiva: la de ser bella y verdadera.  La belleza llevará a la verdad: se supone que en la belleza aparecerá una verdad que no había aparecido ni podía aparecer de ninguna otra forma.

La armonización de lo bello y de lo verdadero. Eso que se creía plasmación de la unidad esencial de la obra de arte se tornó una identidad de los opuestos cada vez más imposible porque la verdad se ha revelado como algo cada vez más incompatible con la belleza. La vida, la condición humana han militado cada vez más en contra de la sublimación de la realidad bajo la Forma del Arte.

Esta sublimación no es principalmente (¡y quizá no lo es en lo más mínimo!) un proceso interior de la psique del artista sino más bien una condición ontológica propia de la Forma del Arte en sí misma. Requiere una organización de los materiales para conformar la unidad y la persistente estabilidad de la œuvre, y es esta organización la que parecería “sucumbir” a la idea de la Belleza. Es como si esta idea se impusiera por sobre los materiales mediante la energía creativa del artista (aunque de ninguna manera como intención consciente de éste). El resultado es más evidente en aquellas obras que son una acusación intransigente, “directa”, a la realidad. El artista condena–pero su veredicto anestesia el terror. Así, la brutalidad, la estupidez, el horror de la guerra están siempre presentes en la obra de Goya, aunque como “cuadros”; se los captura en la dinámica de la transfiguración estética, pueden ser admirados a la par de los retratos gloriosos del rey que impera sobre el horror. La Forma contradice el contenido y triunfa sobre el contenido al precio de anestesiarlo. La reacción fisiológica y psicológica inmediata, no sublimada–vomitar, gritar, enfurecerse–deja paso a la experiencia estética: la reacción característica ante una obra de arte.

El carácter de esta sublimación, esencial para el Arte e inseparable de su historia como parte de la cultura afirmativa, encontró lo que es quizá su formulación más impactante en el concepto kantiano de interesseloses Wohlgefallen:[8] deleite, placer divorciado de todo interés, deseo, inclinación. El objeto estético no posee, por así decir, ningún motivo particular; o mejor,  no tiene relación con ningún otro motivo distinto de la mera contemplación: la pura mirada, el oído puro, el espíritu puro. Sólo en esta purificación respecto de la experiencia corriente y de sus objetos, sólo en esta transfiguración de la realidad emerge el universo estético y el objeto estético como algo placentero, bello y sublime. Dicho en palabras más brutales, la precondición del Arte es una mirada radical a la realidad, y una mirada que se aparta de ella: una represión de su inmediatez y de la inmediata reacción ante ella. Es la œuvre misma lo que es y lo que impone dicha represión; y en tanto represión estética ella es “satisfactoria”, disfrutable. En este sentido, el Arte es en sí mismo un “final feliz”; la desesperanza se vuelve sublime; el dolor, bello.

La presentación artística de la crucifixión a lo largo de los siglos sigue siendo el mejor ejemplo de esta transfiguración estética. Nietzsche vio en la cruz “…la más subterránea conjura habida nunca, –contra la salud, la belleza, la buena constitución, la valentía, el espíritu, la bondad de alma, contra la vida misma…”. [9] La cruz como objeto estético denuncia la fuerza represiva en la belleza y en el espíritu del Arte: “una conjura contra la vida misma”.

La fórmula de Nietzsche puede servir muy bien a los fines de elucidar el ímpetu y el alcance de la rebelión actual contra el Arte como componente esencial de la cultura afirmativa burguesa, una rebelión desencadenada por el brutal conflicto, hoy ya intolerable, entre lo potencial y lo actual, entre las muy reales posibilidades de liberación y los esfuerzos, nada conspirativos, de los poderes vigentes para impedir esa liberación. Parece que la sublimación estética se está aproximando a sus límites históricos; que el compromiso del Arte con lo Ideal, con lo bello y lo sublime, y la consiguiente función “ociosa” del Arte, ofenden hoy a la naturaleza humana. Parece también que la función cognitiva del arte continúa obedeciendo a la armonizadora “ley de la Belleza”: la contradicción entre forma y contenido hizo trizas a la tradicional Forma del Arte.

La rebelión contra el Arte

La rebelión contra la Forma del Arte misma tiene una larga historia. En el apogeo de la estética clásica era una parte integral del programa romántico; su primera denuncia desesperada fue la acusación de Georg Büchner según la cual todo arte idealista evidencia “un vergonzoso desdén por la humanidad”. La protesta continuaba en los renovados esfuerzos por “salvar” al Arte mediante la destrucción de las familiares formas de percepción dominante, la apariencia habitual del objeto, aquello que lo vuelve parte de una experiencia falsa y mutilada. El desarrollo del Arte en dirección al arte no objetivo, al arte minimalista, al anti-arte era una vía orientada a la liberación del Sujeto que lo preparaba para un nuevo mundo de objetos en lugar de aceptar, sublimar, embellecer el existente; y liberaba la mente y el cuerpo para una sensibilidad y una sensualidad nuevas que ya no podían soportar una experiencia mutilada y una sensibilidad mutilada.

El paso siguiente conduce hacia el “living art” (¿una contradictio in adjecto?),[10] Arte en movimiento, como movimiento. En su propio desarrollo interno, en la lucha contra sus propias ilusiones, el Arte confluye con las luchas que enfrentan a los poderes, mentales y físicos, establecidos, la lucha contra la dominación y la represión. En otras palabras, el Arte, en virtud de su propia dinámica interna, se convierte en una fuerza política. Rechaza convertirse en algo para el museo o el mausoleo, para la vanagloria de una aristocracia que ya no existe, para el descanso del alma y la elevación de las masas: quiere ser algo real. Hoy en día el Arte se alista en las fuerzas de la rebelión sólo en la medida en que es desublimado: una Forma viva que da la palabra, la imagen y el sonido a lo Innombrable, a la mentira y a su desenmascaramiento, al horror y a la liberación de él, al cuerpo y a su sensibilidad como fuente y sede de toda “estética”, como sede del alma y de su cultura, como primera “apercepción” del espíritu, del Geist.[11]

El living Art, el anti-arte y todas sus variedades, ¿tienen un objetivo autodestructivo? Todos esos frenéticos esfuerzos dirigidos a producir la ausencia de Forma, a sustituir al objeto estético por lo real, a ridiculizarse a sí mismos y al cliente burgués, ¿no son acaso un cúmulo de actividades frustrantes, ya parte de la industria cultural y de la industria del museo? Creo que la meta del “new act” [nuevo acto] es autodestructivo porque retiene, y debe retener independientemente de cuán minimalista sea, la Forma del Arte como algo distinto del no-arte, y es la Forma artística misma la que frustra el intento de reducir, o incluso de anular, esta diferencia con el fin de convertir al Arte en algo real, “vivo”.

El Arte no puede convertirse en realidad, no puede realizarse sin cancelarse a sí mismo como Arte en todas sus formas, incluso en sus formas más destructivas, más minimalistas, más “vivas”. El vacío que separa al Arte de la realidad, la otredad esencial del Arte, su carácter “ilusorio” sólo pueden ser reducidos al punto en que la realidad misma tiende hacia el Arte como Forma misma de la realidad, vale decir: en el curso de una revolución, mediante el surgimiento de una sociedad libre. El artista podría participar en este proceso pero en tanto artista antes que como activista político, dado que la tradición del Arte no se puede dejar de lado o abandonar. Porque lo que él ha logrado, mostrado y revelado en formas auténticas contiene una verdad situada más allá de la realización o solución inmediatas, quizá más allá de cualquier realización o solución.

El anti-arte de hoy está condenado a seguir siendo Arte, no importa cuánto pugne por ser “anti”. Incapaz de tender un puente en el vacío existente entre el Arte y la realidad, de escapar de la prisión de la Forma artística, la rebelión contra la “forma” sólo triunfa a expensas de la calidad artística. Es una destrucción ilusoria, una ilusoria superación de la alienación. Las œuvres auténticas, la verdadera vanguardia de nuestro tiempo, lejos de oscurecer esa distancia, lejos de subestimar la alienación, la expanden y consolidan su incompatibilidad con la realidad dada al punto de desafiar cualquier uso (conductista). Las œuvres cumplen así con los requisitos de la función cognitiva del Arte (que es su función “política” inherentemente radical), a saber, nombrar lo Innombrable, enfrentar al hombre con los sueños que traiciona y los crímenes que olvida. Cuanto más grande es el conflicto entre lo que es y lo que puede ser, tanto más la obra de arte requiere distanciarse de la inmediatez de la vida real, de su pensamiento y conducta, incluso de su pensamiento y conducta políticas. Creo que la auténtica vanguardia de hoy en día no está compuesta por quienes intentan producir desesperadamente la ausencia de Forma y la unión con la vida real, sino por aquellos que no retroceden ante las exigencias de la Forma, aquellos que hallan una nueva palabra, imagen o sonido que sea capaz de “abarcar” la realidad de la manera en que sólo el arte puede comprenderla–y negarla. Esta Forma auténtica y nueva surgió en las obras (ya “clásicas”) de Schönberg, Berg y Webern; de Kafka y de Joyce, de Picasso; y continúa hoy en logros como Spirale de Stockhausen o las novelas de Samuel Beckett. Estas obras invalidan la noción de la “muerte del arte”.

Más allá de la división del trabajo establecida

En contraste, el “living art”, y en especial el “living theatre” de hoy, suprime la Forma del extrañamiento. Al eliminar la distancia entre los actores, el público y el “afuera” establece una familiaridad y una identificación con los actores y con su mensaje que rápidamente elimina la negación; la rebelión en el universo cotidiano se vuelve elemento disfrutable y comprensible de ese universo. La participación del público es falsa, resultado de convenciones previas; el cambio en la conciencia y el comportamiento es él mismo parte de la obra. La ilusión se refuerza en lugar de ser destruida.

Hay una frase de Marx: “estas condiciones [sociales] petrificadas deben ser obligadas a bailar al son de su propia melodía”. La danza revivirá a un mundo muerto y lo convertirá en un mundo humano. Pero hoy “su propia melodía” no parece ya algo comunicable excepto bajo formas de extrañamiento y disociación extremas respecto de toda inmediatez y mediante las formas de Arte más concientes y deliberadas.

Creo que el “living art”, la “realización” del Arte, sólo puede ser el resultado de una sociedad cualitativamente diferente en la cual un nuevo tipo de hombre y de mujer ya no sea sujeto u objeto de la explotación y pueda llevar adelante en su vida y su trabajo la visión de las posibilidades estéticas suprimidas de los hombres y de las cosas; la estética no entendida como la propiedad específica de ciertos objetos (el objet d´art [objeto de arte]) sino como formas y modos de existencia que correspondan a la razón y a la sensibilidad de individuos libres, eso que Marx llamaba “la apropiación sensual del mundo”. La realización del Arte, el “arte nuevo”, sólo es concebible como un proceso de construcción del universo de una sociedad libre. En otras palabras: el Arte como Forma de la realidad.

El Arte como Forma de la Realidad: resulta imposible prevenirse contra las horribles asociaciones que provoca esta noción tales como los gigantescos programas de embellecimiento, las oficinas de las corporaciones artísticas, las fábricas estéticas, los parques industriales. Esas asociaciones provienen de la práctica de la represión. El Arte como Forma de la realidad significa, no el embellecimiento de lo dado, sino la construcción de una realidad opuesta, enteramente diferente. La visión estética es parte de la revolución; según la visión de Marx: “el animal construye [formiert] sólo de acuerdo con su necesidad; el hombre produce formas en concordancia con las leyes de la belleza”.

Resulta imposible concretar al Arte como Forma de realidad. Se trataría más bien de creatividad, una creación en el material al mismo tiempo que un significado intelectual, del cruce entre la técnica y las artes en la reconstrucción total del entorno, del cruce de la ciudad y el campo, de la industria y la naturaleza luego de que todo eso haya sido liberado de los horrores de la explotación industrial y del embellecimiento, de manera tal que el Arte ya no sea utilizado como estímulo para los negocios. Evidentemente, la mera posibilidad de crear semejante entorno depende de la transformación total de la sociedad existente: un nuevo modo de producción con nuevos objetivos, un nuevo tipo de ser humano como productor, el fin del juego de roles, de la división del trabajo establecida, del trabajo y del placer.

¿Implicaría esta realización del Arte una “invalidación” de las artes tradicionales? En otras palabras, ¿implicaría la “atrofia” de la capacidad de comprenderlas y disfrutarlas, la atrofia de la facultad intelectual y de los órganos sensibles para experimentar las artes del pasado? Propongo una respuesta negativa. El Arte es trascendente en un sentido que lo distingue y lo separa de toda realidad “cotidiana” que podamos concebir. No importa cuán libre sea, la sociedad estará marcada por la necesidad: la necesidad del trabajo, de la lucha contra la muerte, la enfermedad y la escasez. Respecto de ellas, y sólo de ellas, las artes, conservarán por lo tanto formas de expresión que les correspondan, una belleza y una verdad antagónicas con las de la realidad. Aún en los versos más “imposibles” del teatro tradicional, aún en las arias de ópera y los dúos más imposibles, existe algún elemento de rebelión que sigue siendo “válido”. Hay en ellos cierta fidelidad a la propia pasión, cierta “libertad de expresión” que desafía al sentido común, al lenguaje y a la conducta que denuncia y contradice las formas de vida establecidas. Es en virtud de esta “otredad” que lo Bello en las artes tradicionales conservará su verdad. Y esta otredad no será suprimida, ni podría serlo, por el desarrollo social. Al contrario: lo que se suprimirá es lo opuesto, a saber, la recepción (¡y la creación!) conformista y cómoda del Arte, su integración espuria con el poder establecido, su armonización y sublimación de la condiciones represivas. Quizá entonces los hombres puedan disfrutar por primera vez la pena infinita de Beethoven y Mahler porque ella estará superada y preservada en la realidad de la libertad. Quizá por primera vez los hombres verán con los ojos de Corot, de Cézanne, de Monet porque la percepción de estos artistas contribuyó a formar tal realidad.

Notas

[1] El living theater fue fundado en 1947 por Judith Malina, una alemana vinculada a Erwin Piscator, y Julian Beck, pintor expresionista abstracto neoyorquino. Inició lo que hoy se conoce como off-Broadway representando dramaturgos europeos y repertorios no convencionales. Durante los años 1960 se convirtió en teatro nómade y sus integrantes vivían en comunidad. Se focalizaron en trabajos no-ficcionales y los impulsaba la idea del actor como político que promueve el cambio social en el marco de un proyecto integral de vida (N. del T.).
[2] Bajo el término Arte (en mayúscula) incluiré no sólo a las artes visuales sino también a la literatura y la música. Designaré bajo el término Forma (en mayúscula) a aquello que define al Arte en tanto Arte, vale decir, como esencialmente (ontológicamente) distinto no sólo de la realidad (cotidiana) sino también de otras manifestaciones de la cultura intelectual tales como la ciencia y la filosofía (N. del A.).
[3] Œuvre, obra de arte. En francés en el original en este paso y en todas las apariciones sucesivas (N. del T.).
[4] La referencia es, por supuesto, a Walter Benjamin, “La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica” (1936), Discursos interrumpidos I, Buenos Aires, Taurus, 1989, trad. J. Aguirre. Allí se define al aura de la obra de arte como la “manifestación irrepetible de una lejanía (por cercana que pueda estar) […] El aura está ligada a su aquí y ahora. Del aura no hay copia” (N. del T.).
[5] Así volcamos el juego de palabras “…what makes a work into a work of art“, muy probable alusión al célebre trabajo de Martin Heidegger (autor muy influyente en el primer Marcuse y con quien se formó en los años 1920), “El origen de la obra de arte” donde se sostiene, mediante ésta y otras formulaciones pero siempre en base a un juego de palabras análogo al que recurre Marcuse, que en la obra de arte “la verdad está en obra”. Cfr.: Martin Heidegger, Caminos del bosque, Madrid, Alianza, 2000, trad. H. Cortés y A. Leyte (N. del T.).
[6] Sobre el tema, puede verse el temprano e importante ensayo: “Acerca del carácter afirmativo de la cultura” (1937), en H. Marcuse, Cultura y Sociedad, Buenos Aires, Sur, 1970, trad. E. Bulygin y E. Garzón Valdés. Mientras que lo afirmativo (el arte convencional, espiritualizado o entendido como entretenimiento) es aliado de la opresión existente en la sociedad burguesa, lo negativo (y aquí se revela la inspiración dialéctica del autor) pone en marcha una promesa de redención al agudizar el contraste entre su realidad propia, la creada por la obra, y el estado de cosas de la sociedad (N. del T.).
[7] Marcuse desarrolló estos temas en uno de sus libros más importantes (para algunos el más importante): Eros y civilización. Una investigación filosófica sobre Freud, México, Joaquín Moriz, 1965, trad. J. García Ponce (véase especialmente el capítulo titulado “La dimensión estética”) (N. del T.).
[8] Interesseloses Wohlgefallen: en alemán en el original. Literalmente, “sentimiento de bienestar (o placer) desinteresado”. El término lo utiliza Kant en su Crítica de la facultad de juzgar (1790 y 1793) para referirse a la fruición estética como algo independiente de cualquier referencia o sometimiento a la verdad, la bondad o la utilidad. Lo bello place por sí mismo, señala Kant, y la belleza es por tanto autónoma. Este es uno de los más profundos aportes de Kant a la estética, puesto que la sitúa en un plano de libertad respecto de las exigencias de la ciencia, la ética, la religión, el provecho inmediato o afán apropiador de la sociedad burguesa.
[9] Friedrich Nietzsche, El Anticristo. Maldición sobre el cristianismo, Buenos Aires, Alianza, 1992, trad. A. Sánchez Pascual, § 62, p. 109. En la cita que aparece aquí las cinco palabras en bastardilla son de Nietzsche, pero en su versión Marcuse sólo recoge las últimas cuatro (N. del T.).
[10] En latín en el original: contradicción en los términos (N. del T.).
[11] Geist, en alemán en el original: espíritu; término clave del hegelianismo y, en general, del idealismo alemán. Por su parte, apercepción “es el nombre que recibe la percepción atenta, la percepción acompañada de conciencia”, un término de gran importancia en la filosofía kantiana. Véase J. Ferrater Mora, Diccionario de Filosofía, Barcelona, Ariel, 1999, tomo I, pp. 195-196 (N. del T.).

Traducción del ensayo “Art as Form of Reality” por José Fernández Vega, Universidad de Buenos Aires | | New Left Review 74 (July-August 1972), 51-58