Pues bueno, les deseo buena suerte. Por ahora, lo realmente
sorprendente del debate es que la derecha parece incapaz de organizar ninguna
clase de contraataque significativo a las tesis de Piketty. En vez de eso, la
reacción ha consistido exclusivamente en descalificar; concretamente, en alegar
que Piketty es un marxista, y, por tanto, alguien que considera que
la desigualdad de ingresos y de riqueza es un asunto importante. En breve volveré sobre la cuestión de la descalificación. Antes veamos por qué El capital está teniendo tanta repercusión.
la desigualdad de ingresos y de riqueza es un asunto importante. En breve volveré sobre la cuestión de la descalificación. Antes veamos por qué El capital está teniendo tanta repercusión.
Piketty no es ni mucho menos el primer economista en señalar
que estamos sufriendo un pronunciado aumento de la desigualdad, y ni siquiera
en recalcar el contraste entre el lento crecimiento de los ingresos de la
mayoría de la población y el espectacular ascenso de las rentas de las clases
altas. Es cierto que Piketty y sus compañeros han añadido una buena dosis de
profundidad histórica a nuestros conocimientos, y demostrado que,
efectivamente, vivimos una nueva edad dorada. Pero eso hace ya tiempo que lo
sabíamos.
No, la auténtica novedad de El capital es la manera en que echa por tierra el más preciado de los mitos conservadores: el empeño en que vivimos en una meritocracia en la que las grandes fortunas se ganan y son merecidas.
Durante el último par de décadas, la respuesta conservadora
a los intentos por hacer del espectacular aumento de las rentas de las clases
altas una cuestión política ha comprendido dos líneas defensivas: en primer
lugar, negar que a los ricos realmente les vaya tan bien y al resto tan mal
como les va, y si esta negación falla, afirmar que el incremento de las rentas
de las clases altas es la justa recompensa por los servicios prestados. No les
llamen el 1% o los ricos; llámenles “creadores de empleo”.
Pero ¿cómo se puede defender esto si los ricos obtienen gran
parte de sus rentas no de su trabajo, sino de los activos que poseen? ¿Y qué
pasa si las grandes riquezas proceden cada vez más de la herencia, y no de la
iniciativa empresarial? Piketty muestra que estas preguntas no son
improductivas. Las sociedades occidentales anteriores a la Primera Guerra
Mundial efectivamente estaban dominadas por una oligarquía cuya riqueza era heredada,
y su libro argumenta de forma convincente que estamos en plena vuelta hacia ese
estado de cosas.
Por tanto, ¿qué tiene que hacer un conservador ante el temor
a que este diagnóstico pueda ser utilizado para justificar una mayor presión
fiscal sobre los ricos? Podría intentar rebatir a Piketty con argumentos
reales; pero hasta ahora no he visto ningún indicio de ello. Antes bien, como
decía, todo ha consistido en descalificar.
Supongo que esto no debería resultar sorprendente. He
participado en debates sobre la desigualdad durante más de dos décadas y
todavía no he visto que los “expertos” conservadores se las arreglen para
cuestionar los números sin tropezar con los cordones de sus propios zapatos
intelectuales. Porque se diría que, básicamente, los hechos no están de su
parte. Al mismo tiempo, acusar de ser un extremista de izquierdas a cualquiera
que ponga en duda cualquier aspecto del dogma del libre mercado ha sido un
procedimiento habitual de la derecha ya desde que William F. Buckley y otros como
él intentaran impedir que se enseñase la teoría económica keynesiana, no
demostrando que fuera errónea, sino acusándola de “colectivista”.
Con todo, ha sido impresionante ver a los conservadores, uno
tras otro, acusar a Piketty de marxista. Incluso Pethokoukis, que es más
refinado que los demás, dice de El capital que es una obra de
“marxismo blando”, lo cual solo tiene sentido si la simple mención de la
desigualdad de riqueza te convierte en un marxista. (Y a lo mejor así es como
lo ven ellos. Hace poco, el exsenador Rick Santorum calificó el término “clase
media” de “jerga marxista”, porque, ya saben, en Estados Unidos no tenemos
clases sociales).
Y la reseña de The Wall Street Journal, como era de
esperar, da el gran salto y de alguna manera se las arregla para enlazar la
demanda de Piketty de que se aplique una fiscalidad progresiva como medio de
limitar la concentración de la riqueza —una solución tan estadounidense como el
pastel de manzana, defendida en su momento no solo por los economistas de vanguardia,
sino también por los políticos convencionales, hasta, e incluido, Teddy
Roosevelt— con los males del estalinismo. ¿De verdad que esto es lo mejor que
puede hacer The Journal? La respuesta, aparentemente, es sí.
Ahora bien, el hecho de que sea evidente que los apologistas
de los oligarcas estadounidenses carecen de argumentos coherentes no significa
que estén desaparecidos políticamente. El dinero sigue teniendo voz; de hecho,
gracias en parte al Tribunal Supremo presidido por John G. Roberts, su voz
suena más fuerte que nunca. Aun así, las ideas también son importantes, ya que
dan forma a la manera en que nos referimos a la sociedad y, en último término,
a nuestros actos. Y el pánico a Piketty muestra que a la derecha se le han
acabado las ideas.
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