Clarice Lispector ✆ Joao Bosco |
Clarice Lispector era reacia a aparecer en público. Su timidez se lo impedía, detestaba las entrevistas: “Cuando empiezan a hacerme muchas preguntas complicadas, me siento como un ciempiés al que un día preguntaron cómo no se confundía al andar con cien pies. Él quiso demostrar su técnica y acabó olvidando lo que sabía. A mí también me da miedo esto”, explicó a un periodista del Jornal do Brasil en 1971.
Concedió una última entrevista para la televisión en 1977. Sentada en un sillón orejero de cuero marrón, rígida e incómoda, humedecía los labios con la lengua mientras la atmósfera diáfana se velaba de vez en cuando por el humo del cigarrillo que fumaba. Con el bolso en el regazo, sacaba una caja de cerillas, cogía otro cigarrillo, lo ponía en su boca, prendía la cerilla, aspiraba. Respondía absorta –en su mundo, con la mirada en el infinito– a las preguntas del periodista Júlio Verner, entre silencios pausados, pensativos. En los minutos finales la escuchamos responder: “Bueno, yo ya estoy cansada y muerta. Pero espero resucitar. Estoy hablando desde mi tumba”. La entrevista fue emitida después de su muerte, a finales de febrero de aquel año, por un canal TV de São Paulo.
Así lo pidió la escritora. Clarice Lispector murió a los 56 años de cáncer de ovarios. Renació después de la muerte. Cuando en 1943 publicó su primer libro, la prosa brasileña dio un giro, dio inicio a una nueva fase en la que el modernismo y el intimismo se daban la mano. Supuso un verdadero corte: antes de Clarice y después de Clarice, un punto de partida para la literatura del país. Benjamin Moser, su primer biógrafo, autor de ¿Por qué este mundo?, aseguró, tras entrevistarse con un joven escritor en São Paulo, que nuevos autores brasileños “sienten el peso de haber nacido después de Clarice: ella lo dijo todo, no les queda nada más que contar. Y eso les oprime”.
Retrato al óleo de Clarice
Lispector ✆ Giorgio de Chirico |
La suya fue una vida difícil desde su nacimiento, el 10 de diciembre de 1920, en la localidad de Chechelnik (Ucrania), que sus padres, de origen judío, abandonaron el año siguiente camino de Brasil. A los dos meses la rebautizaron: de Haia pasó a llamarse Clarice, un nombre más común en el país de acogida y más fácil de pronunciar en portugués. Su físico nada tenía que ver con los criterios de belleza brasileños. A distancia se sabía que era extranjera. A pesar de su origen ucraniano, siempre se declaró pernanbucana. Aprendió rápidamente la lengua brasileña, aunque siempre tuvo dificultades para pronunciar algunas palabras. Parecía una experta aprendiz de la lengua: “Es por la erre. Creen que es acento, pero no lo es. Es el frenillo”.
La muerte la rondó desde joven. Su madre murió cuando ella tenía 10 años, después de mucho tiempo de sufrimiento a causa de la sífilis. Tras la Primera Guerra Mundial, fue víctima de una violación colectiva durante la Guerra Civil Rusa. Los guerrilleros invadieron su hogar, como hacían en todas las casas, robando, golpeando, matando y violando. La penicilina no estaba al alcance de la familia inmigrante, y su madre sufría dolores horribles. La pequeña Clarice, sentada a los pies de su cama, vio cómo se consumía poco a poco ante sus ojos, sin poder hacer nada. La incapacidad de no poder salvar a su madre fue un sentimiento de culpa que arrastraría toda su vida.
Tras el fallecimiento, su familia se mudó a Río de Janeiro. Para olvidar y curar su dolor comenzó a leer y nunca dejó de hacerlo. En su infancia Las travesuras de Naricita, de Monteiro Lobato, era su libro de cabecera. En la adolescencia continúa con Machado de Assis, Rachel de Queiroz, Eça de Queiroz, Jorge Amado o Fiodor Dostoievski como referentes literarios.
Fue la lectura de El lobo estepario, de Hermann Hesse, lo que le provocó una fiebre; y esa fiebre, la escritura: “Lo leí a los trece años. Me volví medio loca, me entró una fiebre terrible, y empecé a escribir. Escribí un cuento que nunca se acababa y que yo no sabía muy bien cómo hacer, entonces lo rompí y lo tiré”. A partir de entonces, ya estaba herida, y con ella, sus personajes. Los antidepresivos, los cigarrillos y la cama fueron su sustento vital.
“Escribir es una maldición, pero una maldición que salva”
Es una de las escritoras más estudiadas e influyentes de la cultura y literatura en Brasil, pero también en el resto del mundo. Antes de la aparición de Clarice Lispector, la literatura brasileña ya contaba con la tradición de Machado de Assis, el arte de la vanguardia del movimiento modernista de 1922 de la Semana del Arte de São Paulo, el primer paso de la modernidad.
Los neófitos en la escritura de Lispector la clasifican de extraña, singular, como las mareas y el oleaje, que viene y va al son de la luna. Son muchos los que no consiguen adentrarse de lleno en su literatura, pero aquellos que lo consiguen no pueden parar de bucear en su mar. Una complejidad convulsa entre sensaciones, ideas y emociones, un sentir insólito. Olvidar la clásica trama para indagar en la captación de percepciones y sensaciones.
Su primera novela fue publicada a los 23 años: Cerca del corazón salvaje recibió el premio Graça Aranha en 1943. Una obra con reminiscencia del Retrato del artista adolescente, de James Joyce, un autor al que ni siquiera conocía. Aun así, comparte con él las pulsiones y el intento de concentrarse en el fluir de la conciencia. Odiaba las comparaciones con otros escritores. Ella era sólo ella, nadie más.
“Presa, presa. ¿Dónde está la imaginación? Ando sobre caminos invisibles. Prisión, libertad. Son esas las palabras que me ocurren. Mientras tanto no son las verdaderas, únicas e insustituibles, lo siento. Libertad es poco. Lo que deseo aún no tiene nombre”.
Una obra que inspiró a esos jóvenes autores brasileños “oprimidos” descritos por Moser. Carola Saavedra, autora de Paisagem com dromedário, atribuye a Clarice su amor por la literatura. “A los veintipocos años ya había leído casi toda su biografía. Cerca del corazón salvaje me marcó de por vida. Recuerdo el enorme espacio que ocupaba en mis estantes. Todo lo que escribía me recordaba a ella. Por suerte tenía la noción de que era imposible compararme. Un día, cogí todos sus libros, los metí en una caja y la cerré. Necesitaba olvidarla. Abrí esa caja una década después”.
Clarice Lispector nunca supo explicar su proceso de creación. “Es un misterio”, decía. “Cuando pienso en una historia tengo únicamente una cierta visión de conjunto, pero eso es una cosa del momento que después se pierde. Si hubiese premeditación perdería el interés por el trabajo”. Su arte tenía muchas concomitancias con la escritura automática de André Breton y los surrealistas, sin permitir la menor castración moral ni estilística. Sólo quería escribir sobre inconscientes sensaciones. Su misión, intencionada o no, era ahondar en el yo, reflexionar sobre él. Una literatura de introspección que transciende lo psicológico para transformarse en metafísica. Decía que no era escritora profesional porque solo escribía cuando tenía ganas. No quería compromisos con ella ni con nadie más. Así mantenía su libertad.
Hay quien nunca en las letras brasileñas se preocupó de pisar las huellas de Lispector. Cíntia Moscovich, autora de Por que sou gorda, mamãe?, sabía que tarde o temprano encontraría su propia voz. Mientras tanto, sin angustias, se inspiraba en su escritura singular, propia y original, su estilo. Se considera heredera de su tradición, sucesora de lo que hubo antes que ella, no en vano considera que la idea de la originalidad absoluta es una quimera.
Los personajes de la autora de Cerca del corazón salvaje se encuentran alienados como individuos en medio de grandes ciudades. Almas tensas e inadaptadas en un mundo repetitivo y artificial que las despersonaliza. Personajes y narradora se desenvuelven, así, en un mismo terreno: aventurarse a través de la imaginación, buscando romper con la barrera de la palabra, con el guión del mundo lógico, prestando atención a los hechos intangibles. A los 47 años, Lispector reconoció ser una adolescente confusa y perpleja que trataba de responder a una pregunta doble, muda e intensa: ¿cómo es el mundo? y ¿por qué este mundo? Estas dudas se reflejan en la intemporalidad de su obra.
En los años 50 y 60, Clarice Lispector se enmascaró tras varios seudónimos: Teresa Quadros, Helen Palmer y el fantasma de la actriz y modelo Ilka Soares. Sus textos tratan del universo propio de las mujeres de la época, con referencias a la economía doméstica, recetas culinarias, salud y comportamiento.
Se casó con Maury Gurgel Valente, colega de universidad y futuro padre de sus dos hijos. Este matrimonio, que soportó idas y venidas viajando por Europa, acabó en divorcio. Clarice no llevaba bien el cambio constante de aires y la esquizofrenia de su hijo menor. La escritora admitió que nunca amó a su marido. El auténtico hombre de su vida era su compañero y amigo Lúcio Cardoso. Un amor platónico. Cardoso era un homosexual declarado.
No sabía freír un huevo ni se manejaba con soltura en los quehaceres domésticos, pero eso no evitaba que disfrutara de la compañía y el sosiego del hogar. Escribía absorta, sin la recurrente soledad del escritor, en medio del salón, con el tecleo de la máquina de escribir en su regazo como banda sonora. Sus hijos jugaban a sus pies, el teléfono sonaba, el cigarro se consumía en su boca, pero no paraba de escribir. “Principalmente soy madre, no escritora”. La feminidad se reafirmaba en sus escritos. Incluso parece que sus personajes son diferentes caras de sí misma o un espejo de todas las mujeres. Pensamientos cotidianos que emanan de cualquier cabeza, pero que pocas personas se atreven a pensar y menos a poner por escritor.
La pasión según G. H. narra la experiencia epifánica de una mujer que come una cucaracha. Construye un extraordinario monólogo interior que recuerda al Kafka de La metamorfosis. El diario The New York Times calificó a Clarice Lispector como la equivalente del escritor checo de la literatura latinoamericana. Benjamin Moser afirma que es “la escritora judía más importante después de Kafka”. La crítica elevó su libro al Olimpo de los cien textos fundamentales del siglo XX.
“Voy a crear lo que me ha acontecido. Sólo porque vivir no se puede narrar. Vivir no es visible. Tendré que crear sobre la vida. Y sin mentir. Crear sí, mentir no. Crear no es imaginación, es correr el gran riesgo de acceder a la realidad. Entender es la creación, mi única forma. Precisaré con esfuerzo traducir señales telegráficas, traducir lo desconocido a un idioma que desconozco, y sin entender siquiera para qué sirven las señales. Hablaré en este idioma sonámbulo que, si estuviese despierta, no sería lenguaje”.
Ante su rostro, la neblina constante de un cigarrillo. Una madrugada, un ascua incendió su cama y destruyó su dormitorio. Fue hospitalizada. Estuvo entre la vida y la muerte. Le tuvieron que amputar su mano derecha a causa de las quemaduras. Las innumerables y profundas cicatrices del accidente provocaron en Clarice una aguda depresión. Desde la temprana lectura de El lobo estepario había tenido tendencia a la clinofilia: permanecer tumbada sin saber qué ocurre y esperar a ver qué sucede, en un eterno ciclo mental. “Escribir puede enloquecer a las personas. Deben llevar una vida apacible, holgada, burguesa. Si no, enloquecen”.
Edgar Nolasco, estudioso de Clarice Lispector y autor de libros como Las entrelíneas de la literatura, cree que la literatura brasileña
“no hubiera sido la misma si no hubiera existido Clarice Lispector, ella rompía con todos los valores estéticos impuestos por la literatura canónica. Después de su obra es difícil que los demás escritores no sean influenciados por su estilo. La eternidad del estilo clariciano”.
En su crónica El miedo a la eternidad la escritora compara la inmortalidad con un insustancial chicle. La eternidad de la chuchería inagotable, ese chicle que prometía la felicidad de cualquier niño y se acaba convirtiendo en una masa grisácea e insulsa en una boca infantil. A partir de la simplicidad conseguía recrear ambientes envolventes y turbadores.
La vida. ¿Cómo surgió la vida? ¿Qué fue primero, el huevo o la gallina? Esa duda, tan infantil como filosófica. El huevo y la gallina es su cuento más popular. El más leído y seguramente el menos comprendido. Una mujer en la cocina se enfrenta cara a cara con un huevo y reflexiona sobre la vida, el ser, la duda y la pasión. El huevo aparece 152 veces en un increíble monólogo vinculado a la gramática que repta entre lo sublime y lo grotesco. ¿Qué es el huevo?
“Miro el huevo con una sola mirada. Inmediatamente advierto que no se puede estar viendo un huevo. Ver un huevo no permanece nunca en el presente; apenas veo un huevo y ya vuelve de haber visto un huevo hace tres milenios. En el preciso instante de verse un huevo, este es el recuerdo de un huevo. Solamente ve el huevo quien ya lo ha visto. Al ver el huevo es demasiado tarde; huevo visto, huevo perdido. Ver el huevo es demasiado tarde; huevo visto, huevo perdido. Ver el huevo es la promesa de llegar un día a ver el huevo. Mirada corta e indivisible; si es que hay pensamiento; no hay; hay huevo. Mirar es el instrumento necesario que, después de usado, tiraré. Me quedaré con el huevo. El huevo no tiene un sí mismo. Individualmente no existe”.Invitada al I Congreso de Brujería de Bogotá en 1975, año en que Colombia se encontraba en estado de excepción (el ejército se mostró contrario a la celebración del evento), la escritora no habló de brujería, pidió que fuese leído en español El huevo y la gallina. “Es un misterio incluso para mí. Un texto hermético e incomprensible, lleno de una simbología secreta”, declaró en el congreso. No fue para esclarecer el misterio, fue para reafirmarlo. Lo presentó diciendo: “si media docena de personas siente este texto, me daré por satisfecha”.
Caio Fernando Abreu fue una de esa media docena de personas que sintieron el relato de Clarice. El escritor argentino absorbió su esencia en El huevo apuñalado, donde también imprime un tono de reflexión de su trayectoria a través de la inmersión de la lectura que él, y otros, hacen de una obra de arte. Abreu afirmó que lo más peligroso de su libro es la fuerte influencia y pasión que siente por la escritura de Lispector. Nunca negó su influencia y devoción por ella.
Al finalizar el congreso, a su regreso a Brasil, Clarice se envolvió en un aura mitológica. Incluso algunos periodistas llegaron a mencionar supuestas apariciones de la autora vestida de negro y cubierta de amuletos. Eran falsas. Todavía hay quien se pregunta si uno de los mayores nombres de la literatura brasileña era una bruja. Claro que lo fue. Sólo ella sabe aplicar ese arte a las palabras. Sus textos siguen siendo un verdadero enigma. Además de bruja, es el ave fénix que renace del fuego cada vez que alguien lee sus libros.
Ana Márquez es estudiante de Periodismo en la Universidad Carlos III de Madrid. Creadora de divagaciones artísticas en el blog Verdades Imprecisas e interesada en mostrar y disminuir las desiguales sociales, sobre todo en América Latina. Actualmente, traductora para Mídia Ninja.
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