La coincidencia de un conjunto de artistas, que logran realizar sus obras en un momento histórico determinado, necesita el prestigio de un nombre que caracterice el movimiento. Y el bautizo tiende a subrayar la novedad, más como medio de proclamar una cierta ruptura frente al pasado inmediato que por un prurito de exactitud. La similitud de los recién nacidos no responde siempre a un plan preconcebido que ponga en práctica una teoría estética previa. El neorrealismo italiano se improvisó gracias a la reunión favorable de un grupo de cineastas de gran talento, no sólo directores y guionistas, sino también actores, músicos y fotógrafos, que brotaron después del trauma de la Segunda Guerra Mundial. Como ocurre con este tipo de fenómenos culturales, el estilo compartido se encuentra en un número más bien reducido de títulos y la duración del movimiento como tal es asimismo bastante escasa, aunque el acierto del nombre resulte muy útil a la hora de describir un estilo característico y sirva para situar a creadores muy distintos bajo la comodidad de una denominación común; luego, cada uno de ellos seguiría distintos derroteros, en ocasiones muy alejados del breve tronco común.
La Italia devastada, después de la perversión de una doble
derrota, la potencia aliada de Hitler acabó como país conquistado, necesitaba
mirarse al espejo de su propia torpeza: el delirio del fascismo que exacerbó
atávicas frustraciones imperiales, el absurdo del aliado que se convierte en
enemigo y, sobre todo, la desolación dolorosa de una población que aun no es
capaz de preguntarse cómo y por qué han llegado a un oscuro callejón sin salida
visible. Se imponía la necesidad de un retrato urgente del fin de la guerra. La
nación se atreve a reconocer que se ha traicionado a sí misma. ¿Siguen vivos
los valores religiosos que poco hicieron para contener la barbarie? Era preciso
dar testimonio, contar lo que pasó, presentar las consecuencias de lo ocurrido,
asomarse al interior de las conciencias.
Roberto Rossellini ha sido un cineasta cuyo estilo ha
consistido en la búsqueda de un estilo, su talento abierto a la riqueza del
eclecticismo. Muy consciente de la hibridez del cine, supo manejar sus muchos
resortes con la astucia de quien sabe que la pureza de la expresión se logra
con la mezcla de lo aparentemente opuesto: el documental y el melodrama, el
retrato fotográfico que convive con la grandilocuencia de una ópera, el
comediante experimentado que comparte plano y autenticidad con el hombre o la
mujer de la calle, la literatura lo mismo describe las sutilezas del drama
burgués que devuelve al pueblo la voz que fue amordazada. Después, en el último
tramo de su actividad, las películas para la televisión ampliaron los
ingredientes combinados en el neorrealismo; una década prodigiosa desde La
toma del poder de Luis XIV, en 1967, hasta Le Centre Pompidou, en
1977, un despliegue de inteligencia donde cabía la historia, la filosofía y la
religión. Las peculiaridades del “formato televisivo” y la amplitud de su duración
dificultan sin duda una recuperación como la ofrecida por los cines Verdi de la
primera época del realizador, pero quizá la agradecida fidelidad del público
anime a emprender el audaz empeño de revisitar maravillas como Los hechos de los apóstoles, La lucha del
hombre por la supervivencia, Sócrates, o las piezas dedicadas a Blaise
Pascal y a Agostino d’Ippona.
Neorrealismo, fusión de estilos
La estética neorrealista parece que se recuerda sobre todo
por su insistencia en el documental. Por una serie de razones bien fundadas de
diversa índole. Rossellini y los demás, pues también Luchino Viconti y Federico
Fellini militaron en las recién inauguradas filas, reaccionaron contra la
producción cinematográfica predominante durante el fascismo, el llamado “cine
de teléfonos blancos”, un apellido merecido por la proliferación de tales
aparatos en los escenarios pretendidamente elegantes donde transcurrían las
historias de evasión, que el Duce apoyaba y el público aceptaba con sumo
agrado. Vittorio de Sica, luego una figura fundamental del neorrealismo, fue un
muy celebrado intérprete de estas películas.
Las primeras películas de Rossellini se imponen de inmediato
por la contundencia y veracidad de sus imágenes documentales. La palpitación de
lo auténtico se consigue gracias a la utilización de los mismos escenarios
donde transcurrieron situaciones y peripecias similares a las narradas por la
historia de ficción. Paisajes urbanos, como la capital recién liberada en Roma, cittá aperta (1945) y el
Berlín devastado de Germania anno
zero (1947), o los distintos lugares provincianos o campestres de Paisà. Sobre la poderosa realidad del
espacio, la ficción se encarna sobre unos intérpretes de distintas
procedencias, dirigidos con tal habilidad que actores profesionales como Aldo Fabrizzi
y Anna Magnani parecen tan elegidos entre la población como los que jamás
habían comparecido ante una cámara.
La utilización de la fuerza persuasiva propia del documental
no pretende ocultar que las películas narran historias de ficción. Son relatos
elaborados según un criterio dramático, con todo lo que ello supone. Existe
siempre un argumento, más o menos complicado, articulado según una intriga,
encarnada en una serie de personajes definidos según un cierto apunte psicológico. Roma, cittá aperta es un relato de
suspense, que juega con la emoción de si serán o no descubiertos los
conspiradores, al mismo tiempo que un melodrama, con niño huérfano tras la
muerte de la madre ametrallada, mujer despechada que delata a su amante a la SS
y cura fusilado por la libertad. Los distintos episodios de Paisá funcionan con una película de sketches, pensados para
ejemplificar un abanico de las muy diversas situaciones provocadas por la
guerra; desde el soldado norteamericano que muere en Sicilia por el disparo de
un alemán ante la mirada de una inerme campesina hasta la escaramuza partisana
en el río Po, pasando por los escrúpulos de unos monjes sobre la oportunidad de
recibir a un oficial judío o por el desgarro de la joven obligada a
prostituirse para sobrevivir en la ciudad ocupada. La película se ofrece como
un gran fresco que se despliega entre la comedia y el drama, con la guerra como
referencia obligada, con una clara voluntad de homenaje a un pueblo. Un pueblo
que merece respeto y piedad por su sufrimiento y entereza, pero que también
debe ser amonestado por su torpeza, frivolidad y obcecación.
Así, el documental, que sirve de base a la ficción, acaba
abriéndose a la severidad de un apólogo moral sin concesiones. Un niño alemán,
solo y abandonado en un Berlín destruido por la guerra, acaba subiéndose a un
edificio, o lo que queda de él, para arrojarse al vacío. Una terrible pregunta
vocifera el desenlace de la desgarradora Germania anno zero, que podría formularse como “¿A dónde ha
llegado la humanidad?”. Un grito al que el moralista Rossellini no ha
encontrado respuesta, pues un lustro después, en una película titulada
precisamente Europa 51, otro
niño toma la misma terrible decisión. No es ya el pobre huérfano alemán, que se
siente el último superviviente de una ciudad convertida en un gigantesco
esqueleto urbano, sino un chico italiano de familia acomodada que, mientras sus
padres departen con sus invitados en el salón confortable, en vez de irse a la
cama se arroja por el hueco del ascensor. Un tremendo aldabonazo que provocará
el despertar de su madre, la esposa burguesa que elegirá el desclasamiento, el
abandono de su hogar y de su ambiente para, simbólicamente, enrolarse como
obrera en una fábrica, decisión por la que acabará encerrada en un manicomio.
El neorrealismo roselliniano, que se basó en el documental
como soporte de la ficción, no duda en entregarse a la formulación de una
peculiar moraleja, despojando el término de cualquier matiz reductor o
peyorativo. El hombre, parece decirnos el director romano, necesita ser
redimido. Ha dedicado la primera mitad del siglo XX a destruirse, inventando
abismos hacia los que lanzarse. Por un misterio que quizá tenga algo de
milagroso no ha sido engullido por el infierno, pero no es tolerable que siga
sin reaccionar. Porque no hay que olvidar, reflexiona el cineasta, que, en
realidad, ya ha sido redimido. Cristo, el Hijo de Dios, acudió con tal
propósito, aunque parezca que lo hemos olvidado. De ahí que la madre, cuyo hijo
se tiró por la escalera, lo deje todo. O que la esposa en crisis aproveche su Viaggio in Italia (1961), que aquí
se llamó Te querré siempre, para
recomponer su matrimonio. O que la prisionera que se casó con el pescador y se
fue a Stromboli (1949)
invoque a Dios, cuya voz tronante confunde con la furia humeante del volcán,
para implorar la resignación y la calma que no ha conseguido en la pequeña
isla, entre gente ajena y humilde.
Un catolicismo el de Rossellini donde la influencia de la
gracia predomina sobre el castigo que merece el pecado, doctrina alejada de los
escrúpulos y las torturas de quienes padecen un supuesto silencio de Dios. El
gozo que el cineasta demostró en su pericia en la utilización del documental,
retratando a gente que vive, se prolonga en la celebración de unas criaturas
inocentes y felices en su entrega a la simplicidad de la vida. El ejemplo más
entusiasta y festivo aparece en Francesco,
giuliare di Dio (1950), una visión casi idílica del santo de Asís y
sus primeros seguidores, presentados como un grupo de novicios despreocupados y
retozones. La misma alegría, inmotivada si no se explica por la belleza de su
alma, anima a la prostituta interpretada por Giulietta Masina en Europa 51, esbozo de la candorosa
Cabiria de la posterior obra maestra de Fellini. Una zambullida entre la gente
corriente, el pueblo soberano en fiestas, produce en el matrimonio en crisis de Te
querré siempre un efecto salutífero. Más tarde, al recrear los hechos de
los apóstoles, el director católico volverá a insistir en su prédica: la
trascendencia radica en la dificultad de lo fácil, el logro de respirar sin
hacer daño al prójimo, la santidad suprema que se esconde en el misterio de lo
cotidiano insondable, magistralmente expresado por el chiquillo, que, en Roma, cittá aperta, manifiesta su
cariño al hombre que va a casarse con su madre, sin saber que ella morirá
mañana.
Roberto Rossellini sigue aquí, entre nosotros. Bautizó el
neorrealismo con el agua bendita de una solidaridad laica, una mirada atenta y
respetuosa al retratar a sus semejantes. Fue herido por la guerra, se erigió en
paladín de la honestidad, siempre abrumado por la traición. Las guerras no
acaban, la honestidad tiende a escabullirse, asistimos al triunfo de los
traidores.
Pero el pesimismo fue condenado por el cineasta romano.
Nota de Editor:
Álvaro del Amo (Madrid, 1942) estudió Derecho, pero le faltó una
asignatura para licenciarse pues se encontraba en la Escuela Oficial de
Cinematografía, donde sí se tituló en Dirección en 1968. Cine, teatro,
literatura, crítica y música han sido el comunicado paisaje que ha procurado
transitar, siempre favorecido por azarosas circunstancias. Últimamente ha
publicado un libro de relatos (Crímenes
ilustrados), adaptado y dirigido la versión teatral del guión de la
película Amantes, en
el que intervino, así como una dramaturgia de tres zarzuelas que iniciaron el
género.