La alborada ✆ Roberto Mamani, Bolivia |
Días pasados llegó a nuestras manos un artículo de Massimo Modonesi y Maristella Svampa en el que se proponen pensar al post-progresismo en América Latina [1] . Según estos autores la tarea se ha vuelto urgente e imperativa “a la luz de la sorpresiva aceleración del fin del ciclo que viene aconteciendo desde 2015”. Síntomas claros de este ocaso serían la imposibilidad de que dos de los líderes fundacionales de esta nueva etapa puedan ser re-electos como presidentes (Evo Morales en Bolivia y Rafael Correa en Ecuador), o la derrota del oficialismo kirchnerista en la Argentina a manos de una heteróclita coalición de derecha, mientras que en Brasil Dilma Rousseff fue desplazada de su cargo -“legal pero ilegítimamente”, según nuestro autores [2] - y Nicolás Maduro está sitiado por una Asamblea Nacional controlada por la oposición y su gobierno desgastado por una grave crisis económica, cuya génesis debería ser explicada a los lectores, cosa que los autores no hacen.
Llama poderosamente la atención que al analizar un tema como este se pase por alto, como si fuera un detalle sin importancia, la vigencia de los tres gobiernos de los países que conforman el núcleo duro del cambio de época progresista en Nuestra América -Venezuela, Bolivia y Ecuador-, gobiernos que han realizado profundas reformas sociales, económicas y políticas y, además, se han planteado un horizonte poscapitalista a largo plazo. Pese a todos los obstáculos y dificultades que atraviesan –en buena medida atribuibles al permanente hostigamiento del imperialismo- esas coaliciones de izquierda aún retienen los gobiernos. Lo mismo vale en los casos de El Salvador y Nicaragua, todo lo cual exige un estudio más detallado de esta problemática.
A partir de su caracterización inicial los autores advierten
sobre la necesidad de evitar caer en la trampa maniquea que obliga a optar
entre la continuidad del progresismo o la restauración neoliberal, trampa que,
según ellos, “oculta un chantaje
orientado a propiciar un artificial cierre de filas detrás de los líderes y
partidos del progresismo”. Para sortear esta encerrona Modonesi y Svampa
proponen recuperar la historia y el protagonismo de los movimientos sociales en
la gestación de la fase progresista como claves para desentrañar los rasgos de
la nueva etapa post-progresista que se inicia, ya por fuera de la camisas de
fuerza de la política partidaria, los cronogramas electorales y las
alternancias gubernamentales.
Los movimientos sociales y las expresiones sociales y políticas de la lucha de clases
Dicho lo anterior los autores comienzan afirmando lo
evidente: que el ciclo progresista, en ciernes desde mediados de los años 90,
tuvo como protagonistas de las luchas y resistencias al neoliberalismo a un
vasto conjunto de movimientos sociales. Esto es cierto, pero en su afán por
subrayar su importancia, cosa con la cual coincidimos, subestiman el papel de
los partidos políticos y las expresiones de la lucha de clases en el terreno de
la política institucional. Es un error minimizar la importancia de estas
organizaciones tradicionales en contextos democráticos, siempre productos de la
lucha de masas o fuertemente modificadas por ella. En numerosos enfrentamientos
sociales desarrollados en los años noventas y principios de los 2000 sindicatos
y organizaciones tradicionales de las diversas capas y fracciones del pueblo
(como los sindicatos cocaleros en Bolivia, o las organizaciones indígenas y
campesinas en Ecuador, o los sindicatos industriales o de trabajadores
estatales en Brasil y en Argentina, entre muchas otras) y hasta sectores de las
fuerzas armadas (especialmente en el caso de Venezuela) tuvieron, en algunos
casos, un papel muy relevante en esas luchas. No todo el protagonismo cayó
siempre, y de manera exclusiva, en los movimientos sociales.
El indudable activismo de diversas capas plebeyas
movilizadas y sus organizaciones -nuevas [3] o tradicionales- en las
fases preliminares del ciclo progresista ha sido reconocido y reafirmado
permanentemente por los líderes y las fuerzas políticas de los gobiernos
progresistas, las cuales, contrariamente a lo que afirman nuestros autores, no
describen su ascenso político como una “prístina conquista del palacio”. Aún
gobiernos que se esmeraron por construir un relato épico sobre su acceso al
poder -por ejemplo el kirchnerismo argentino- han explícitamente reconocido que
su éxito electoral se asentó sobre las grandes jornadas de lucha de finales del
siglo pasado y comienzo del actual. Para no hablar de la permanente referencia
de Evo Morales y Álvaro García Linera a las guerras
del agua y del gas, entre otras; o las de Nicolás Maduro y antes Hugo
Chávez al Caracazo y las
insurrecciones de militares bolivarianos. Y es e vidente, además, que estos
desenlaces electorales que cambiaron el mapa sociopolítico de América Latina
son reflejos, mediatizados pero reflejos al fin, de la turbulenta irrupción del
universo plebeyo en la política nacional.
De lo anterior Modonesi y Svampa extraen la siguiente
conclusión:
“aún con sus apuestas defensivas, sus formas abigarradas y sus prácticas contradictorias, en América Latina fueron los movimientos populares quienes abrieron nuevos horizontes desde los cuales pensar la política y las relaciones sociales, instalando otros temas en la agenda política: desde el reclamo frente al despojo de los derechos más elementales y el cuestionamiento a las formas representativas vigentes, hasta la propuesta de construcción de la autonomía como proyecto político, la exigencia de desconcentración y socialización del poder (político y económico) y la resignificación de los bienes naturales”.
No obstante, el protagonismo en la lucha de los movimientos
sociales no fue igual en todos los contextos nacionales. No fue lo mismo en Bolivia
que en Uruguay o Venezuela, por ejemplo. Que muchos de los temas mencionados
más arriba fueron impulsados con fuerza por esos movimientos también es cierto,
pero nos parece que atribuirles exclusividad como impulsores de la crítica al
orden neoliberal vigente no es del todo correcto. En primer lugar se subestima
el papel de las organizaciones políticas, aun de las creadas por los
movimientos sociales o sindicales como instrumentos electorales. Pero además, a
esta altura ya sabemos por experiencia histórica que si bien el arma de la
crítica no reemplaza a la crítica de las armas, aquella constituye un insumo
indispensable en la constitución de un nuevo clima de época. En este sentido
nuestros autores pasan por alto el papel que numerosos intelectuales críticos
jugaron en el combate contra el neoliberalismo desde finales de los años
ochentas, con antelación -o al menos paralelamente- a la irrupción de los
movimientos sociales, así como el papel que muchos intelectuales y dirigentes
orgánicos jugaron en la creación de renovadas organizaciones populares. Por
ejemplo: la crítica a la desciudadanización desatada por las políticas
neoliberales y las insanables deficiencias de la democracia liberal eran parte
del discurso contrahegemónico que el marxismo –el latinoamericano pero también
en ciertos países de Europa y en Estados Unidos- venía planteando con fuerza
desde aquellos años. El tema de la desconcentración y socialización del poder,
económico y político fue cultivado con esmero por las y los pensadores críticos
de América Latina, al tiempo que debían batirse contra quienes, aun aduciendo
un discurso de supuesta izquierda, se sumaban al coro de voces que exaltaban el
advenimiento de una democracia política supuestamente depurada de sus
contenidos clasistas, proclamaban el fin de la historia, celebraban las
visiones burguesas de un presunto postcapitalismo, o el irresistible ascenso de
una posmodernidad que habría puesto fin a la lucha de clases y eliminado del
horizonte histórico las perspectivas del socialismo. Todo esto de ningún modo
equivale a menospreciar la esencial y protagónica contribución de los
movimientos sociales en la producción de estos acontecimientos históricos sino
tan sólo recordar que su situación estaba muy lejos de ser la de Adán el primer
día de la creación del mundo.
Retomando el hilo de nuestra argumentación, Modonesi y
Svampa aciertan cuando aseguran que los movimientos sociales dieron vida a “una
pluralidad organizativa y temática pocas veces vista”. Esto tuvo lugar en un
contexto ideológico donde el repudio a los partidos políticos y los sindicatos,
sobre todo a los primeros, y la prédica a favor de una renuncia a la toma del
poder, marcaban con fuerza el espíritu de la época. Tal como aseguran nuestros
autores estos movimientos establecieron complejas y volátiles relaciones con
los gobiernos progresistas, incluso en el caso de aquellos como Bolivia que
habían surgido de su avasallante protagonismo. Tres habrían sido los ejes de
ese “cambio de época: la irrupción plebeya, las demandas de autonomía y la
defensa de la tierra y el territorio”. Curiosamente, componentes cruciales de
esa época –por cierto que aún inconclusa- como el antiimperialismo, el
latinoamericanismo, la soberanía nacional, la recuperación de los bienes
comunes y las políticas de combate a la pobreza y redistribución de la riqueza
no parecen haber jugado papel alguno para Modonesi y Svampa, pese a que fueron
estos y no las exigencias de autonomía plebeya los que desencadenaron la
furiosa reacción de las oligarquías locales y el imperialismo.
Las resistencias a los estragos del neoliberalismo
propiciaron la emergencia de nuevos liderazgos y formaciones políticas entre
los distintos estratos populares, que venían protagonizando intensas luchas en
los terrenos económico y político, inclusive el militar, como los casos del
Partido de los Trabajadores (PT) brasileño, el Chavismo, el Frente Amplio (FA)
del Uruguay, el Movimiento al Socialismo (MAS) boliviano, Alianza País en
Ecuador, o el refuerzo del protagonismo de organizaciones revolucionarias como
del Frente Sandinista para la Liberación Nacional en Nicaragua (FSLN) y del
Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN) en El Salvador. En
Argentina, la oposición a las consecuencias de las políticas neoliberales primero,
y al neoliberalismo en su conjunto después, se expresó en un creciente
movimiento de protesta a nivel nacional jalonado por impactantes
enfrentamientos sociales protagonizados por diversas fracciones plebeyas y
mediante variados instrumentos de lucha (cortes de rutas, marchas, huelgas,
etcétera) de los cuales brotaron nuevas organizaciones sociales, en un marco de
fuertes disputas al interior de la clase dominante. Sin embargo,
posteriormente, fue una combinación de distintas fuerzas políticas tradicionales
la que llegó al gobierno recogiendo esas demandas, y desde allí se pusieron en
cuestión algunas de las premisas del neoliberalismo. Esa es la historia del
kirchnerismo, surgido al interior d el Partido Justicialista y enfrentado a la
línea neoliberal dura del mismo partido: el menemismo. También en otros países
surgieron expresiones divergentes dentro partidos tradicionales o se formaron
alianzas con facciones de dichos partidos políticos que expresaron oposición a
las políticas neoliberales y llegaron a los gobiernos, como el caso de la corta
experiencia de la presidencia de Manuel “Mel” Zelaya del Partido Liberal en
Honduras y del Frente Guasú en Paraguay, que estableció alianzas con el Partido
Liberal [4] .
De esta manera, haciendo oídos sordos a una perniciosa moda
intelectual que recorrió el continente de punta a punta hace unos años y que
exhortaba a no tomar el poder porque tal cosa contaminaría irremisiblemente con
el virus estatista a los movimientos sociales y sus proyectos emancipatorios, numerosas
organizaciones sociales y fuerzas políticas se dieron a la tarea de diseñar
instrumentos, alianzas y estrategias tendientes, precisamente, a conquistar el
poder –o al menos el gobierno- apelando a los dispositivos institucionales del
estado burgués. Nutría esta opción el convencimiento de que la derrota sufrida
por las tentativas insurreccionales de las décadas anteriores, con excepción de
lo ocurrido en Nicaragua y El Salvador, habría cerrado ese ciclo (al menos de
momento) y que el único camino abierto en ese entonces hacia el poder
transitaba por el entramado institucional de la democracia capitalista. [5]
Modonesi y Svampa están en lo cierto cuando aseguran que “en sus versiones extremas, este planteo
desafió el pensamiento de izquierda más anclado en las visiones clásicas acerca
del poder”. Pero se equivocan, en cambio, cuando ignoran que este desafío,
sin embargo, fue más que nada la suicida negación de la problemática del poder
y no la creación de una nueva concepción del mismo, de su composición y,
siguiendo a Maquiavelo, de cualquier elaboración encaminada a responder a las
cruciales preguntas de cómo se lo conquista, cómo se lo retiene y cómo se lo
puede perder. En otras palabras, un desafío que no superaba, ni en el plano de
la teoría ni mucho menos en el de la práctica, eso que los clásicos del
marxismo definieron como “el problema fundamental de toda revolución”.
En relación a la irrupción de lo plebeyo, nuestros autores
afirman que con ello se instaló en el espacio público “la política de la calle”
y la demanda de autonomía, aunque el lector o la lectora no puedan inferir en
relación a quién, o a quienes, se establecía esa demanda de autonomía. En el
terreno estratégico, dicen, remitía a la práctica de la “autodeterminación” y,
también, a un horizonte emancipatorio. Queda en las sombras, obviamente, el
hecho de que la autonomía de un movimiento social poco significa de por sí,
pues bien puede asumir tanto un contenido político de derecha como de
izquierda, y no necesariamente estar ligado a un proyecto de emancipación
social. No pocas veces la historia latinoamericana ha demostrado que
movimientos autónomos terminaron siendo una expresión más de la hegemonía
burguesa. Ejemplos de ello pueden ser ciertas variantes del ecologismo que
comenzaron con planteamientos radicales y terminaron proponiendo nada menos que
un inverosímil “capitalismo verde” muy del agrado de las grandes
transnacionales. Lo mismo cabe decir de algunas organizaciones campesinas o
indígenas que terminaron como furgones de cola de la reacción en Bolivia y
Ecuador. En Dos Tácticas de la
social democracia en la revolución democrática, Lenin observa que la
cuestión de la autonomía reside menos en el aspecto subjetivo que en el
objetivo; no en la posición formal que la organización ocupa en la lucha, o su
discurso político, sino en el desenlace material del enfrentamiento [6] .
Los sujetos sociales y sus organizaciones pueden considerarse a sí mismos como
autónomos pero si no logran imprimir una dirección a los acontecimientos históricos,
solos o mediante la articulación de las alianzas que sean necesarias para
hacerlo, su pretensión de autonomía termina diluyéndose en las iniciativas de
las clases y fracciones sociales dominantes.
Por otra parte, que la narrativa que rodeó el auge de los
movimientos dio lugar a un nuevo ethos militante es indudable. Pero,
¿cuáles fueron los componentes del mismo? La lucha contra las amenazas
burocratizantes que se cernían sobre los movimientos; el culto al basismo y el
horizontalismo, virtudes en cierto tipo de organizaciones y en algunos momentos
históricos pero de dudosa efectividad práctica; una fuerte demanda por la
democratización de las organizaciones, misma que, preciso es decirlo, no
necesariamente significa la exaltación del basismo y el horizontalismo; y, por
último, una radical desconfianza para con -cuando no un abierto rechazo de-
partidos, sindicatos o de cualquier preexistente “instancia articulatoria
superior”, condenados irremisiblemente a traicionar las expectativas populares.
Dicho esto nuestros autores deberían tratar de explicar la formidable capacidad
de convocatoria plebeya demostrada, en distintos momentos, por fuerzas
políticas y organizaciones populares que se alejaban del paradigma planteado
más arriba. Los millones de venezolanos que acudían al llamado de Hugo Chávez o
todavía hoy lo hacen ante la convocatoria del presidente Nicolás Maduro; o las
multitudinarias concentraciones que supieron realizar el PT brasileño, el MAS
boliviano o el Frente para la Victoria (FPV) en la Argentina, o el Movimiento
Regeneración Nacional (MORENA) en México, ¿fueron sólo producto de la
subordinación clientelística de las masas o expresaban algo más?
Nuestros autores señalan que la “territorialidad” fue otra de las dimensiones específicas de los nuevos
movimientos sociales de la región. Esto es cierto, y también que ese anclaje en
lo territorial como plataforma de resistencia creó nuevas relaciones sociales.
Pero habría que subrayar, para entender cabalmente este proceso, que este
repliegue sobre lo territorial fue alentado por la violenta ruptura del tejido
social que provocaron las políticas neoliberales (ejecutadas desde los
gobiernos, conviene no olvidarlo), los altos niveles de desocupación y/o
precarización laboral, que provocaron el radical debilitamiento del
sindicalismo y que no dejaron otra alternativa a las clases populares que
refugiarse –por un tiempo- en su última trinchera: el territorio. Más que una
opción ideológica, fue un hecho práctico que, es obvio, no podía dejar de dar
lugar a la creación de nuevas relaciones sociales. No es lo mismo el compañero
o la compañera de trabajo que el vecino desocupado o informalizado que comparte
la marginalidad en un asentamiento de emergencia, una favela o una barriada
popular; ni son las mismas necesidades o reclamos, ni, por lo tanto pueden ser
iguales las formas de lucha y organización. Esto sin perder de vista que lo que
estaba cambiando era la composición de la clase obrera y, en general, del
universo popular en dirección a otra más difusa y volátil, tal como lo recuerda
en varios de sus escritos Álvaro García Linera. Aunque una parte de la
izquierda intelectual se sumara a decirle “ adiós al proletariado” [7] ,
éste no desapareció ni como clase en sí ni como sujeto de lucha, pues en su
sentido estricto -y no restringido sino bien amplio- el concepto refiere a
todas las personas que sólo cuentan para la producción y reproducción de sus
vidas con su fuerza de trabajo, sea ésta física o mental, misma que deben
vender a cambio de un salario a quienes poseen la propiedad sobre los medios de
producción, logren o no hacerlo. Las modalidades del enlazamiento al capital
van modificándose permanentemente con el cambio de las fuerzas productivas y
las relaciones sociales de producción, todo lo cual genera diversos escenarios
y experiencias de lucha y, obviamente, cambia la morfología del universo
asalariado.
Siguiendo el razonamiento de nuestros autores, de su planteo
anterior se desprende que el ocaso del viejo paradigma socialista
revolucionario articulador de las luchas de las décadas de los sesentas y
setentas, fue reemplazado por “un no-paradigma, un horizonte emancipatorio más
difuso, donde prosperaron posturas de carácter destituyente y de rechazo a toda
relación con el aparato del Estado”. Es cierto que la profunda crisis de
representatividad desatada por la complicidad de muchos partidos y sindicatos
de América Latina (¡para ni hablar de Europa!) con las políticas neoliberales
de los noventas repercutió en todas las representaciones institucionales, incluidas
las de la izquierda, abriendo profundos debates que exigían una democratización
de las organizaciones populares. Este paradigma destituyente se correspondió
con la fase de resistencia a los gobiernos neoliberales, pero luego, en varios
países, se pudo sortear el obstáculo de la falta de representación política y
de proyecto emancipador y se fueron constituyendo nuevos liderazgos y
expresiones políticas que lograron acceder a los gobiernos nacionales,
retomando las viejas banderas de lucha de los pueblos, como el socialismo, el
buen vivir, la democracia, la defensa de la Madre Tierra, etcétera.
Por eso es importante subrayar que el proyecto destituyente
de las luchas del pueblo se concretó para luego tornarse instituyente de algo
nuevo, que a la vez incorpora la experiencia histórica previa. Una vez
constituidos los gobiernos populares se pasa de la “ fase heroica”, para
utilizar palabras de García Linera, a cierto repliegue hacia la vida cotidiana
que había sido tan afectada por las políticas neoliberales y a las arduas
tareas de ejercer la función gubernamental. A raíz de este cambio la
destitución de los gobiernos populares pasa a ser la preocupación obsesiva de
las clases dominantes locales y sus jefes imperiales. Por eso, de prosperar la
perspectiva destituyente que nuestros autores pretenden rescatar como uno de
los elementos fundantes de los movimientos sociales que abrieron el ciclo
progresista, cabría ahora preguntarse ¿destituyente de quién, o de quiénes?
Porque una cosa es pretender derrocar a un gobierno que recupera los bienes
comunes de la nación, se enfrenta al imperialismo -con mayor o menor enjundia
pero se enfrenta con él- promueve la integración latinoamericana y redistribuye
la riqueza, y otra muy distinta es hacerlo frente a los gobiernos neoliberales
de ayer (Fujimori, Menem o De la Rúa, Sánchez de Losada, Salinas de Gortari,
Fernando H. Cardoso, Sanguinetti, Abdalá Bucarám, etcétera). En relación a
estos últimos esa vocación subversiva fue virtuosa, no así cuando se trata de
deponer a los gobiernos de signo progresista que pese a sus limitaciones
constituyen un fenómeno sociopolítico y de clase radicalmente diferente.
No menos enigmática resulta la propuesta de un horizonte
emancipatorio difuso construido a partir del radical rechazo del Estado o sus
aparatos. Esto revela una virginal inocencia que en el tenebroso mundo del
imperialismo suele pagarse a precios exorbitantes. Porque, ¿cómo lograr la
“emancipación difusa” que requiere librar una intensa y por momentos violenta
lucha de clases en contra de las oligarquías dominantes y el imperialismo sin
contar con el crucial protagonismo del Estado? ¿Cómo se preserva la Madre
Tierra sin una legislación que controle y castigue la depredación capitalista?
¿Basta para ello con las exhortaciones de los movimientos sociales? Fue
justamente ese divorcio entre movimientos sociales y Estado, o más
precisamente, la complicidad del viejo estado oligárquico ecuatoriano con la
Texaco y luego con la Chevron, antes del ascenso de Rafael Correa, lo que explica
el desastre producido en la Amazonía ecuatoriana. ¿Cómo se combate la
precarización laboral y la concentración de la riqueza? ¿Basta con organizar
asambleas horizontales para que los capitalistas se inclinen ante el reclamo
popular? Esta clase de razonamientos recuerda un pasaje de la Biblia en donde
se cuenta que siete sacerdotes judíos hicieron sonar con fuerza sus trompetas
logrando el milagro de derribar las imponentes murallas de Jericó. Leyendo a
nuestros autores y a otros tributarios de una perspectiva política semejante
parecería que bastara con que los sujetos sociales invoquen un difuso horizonte
emancipatorio para que las murallas del capitalismo y el imperialismo se
derrumben ante la potencia revolucionaria de su discurso. ¿Dónde y cuándo las
clases subalternas pudieron derrotar al bloque dominante sin contar con el
poder del Estado? Pero Modonesi y Svampa hacen oídos sordos a estas reflexiones
y concluyen que “rápidamente, se asistió al declive de las demandas y prácticas
de autonomía y a la transformación de la perspectiva plebeya en populista, la
afirmación del transformismo y el cesarismo -decisionista y carismático- como
dispositivos desarticuladores de los movimientos desde abajo”.
Sobre esto cabe también formular varios comentarios. Primero,
¿qué fue lo que ocurrió para que esos movimientos sociales velozmente arrojaran
por la borda sus demandas y sus prácticas autonómicas? ¿Será acaso por la
traición de sus jefes? -acusación favorita de los trotskistas desde tiempos
inmemoriales, dirigida rutinariamente a todas las organizaciones que ellos no
controlan. ¿O no habrá sido que aquellas demandas tropezaron con un límite
práctico que requerían, para el logro de sus objetivos, establecer algún tipo
de relación con los aparatos estatales, sobre todo ante la existencia de
gobiernos dispuestos a satisfacer sus demandas? Segundo, el tránsito de la
irrupción plebeya al populismo merecería ser explicado muy cuidadosamente,
aunque nomás fuera por la reconocida vaguedad que comporta el término populismo
y que, en manos de su más importante cultor, Ernesto Laclau, servía para
caracterizar la política de Hugo Chávez tanto como la de Álvaro Uribe. Y qué
decir del “cesarismo decisionista y carismático”: ¿fue un ardid perverso para
desarticular la vitalidad y el dinamismo de los movimientos sociales? ¿No sería
más lógico pensar que si surgieron esa clase de regímenes políticos fue como
producto de una constelación de factores que, sin negarlos, excede con creces a
los influjos de los movimientos sociales? ¿No había otros actores en las
escenas políticas de los países que se incorporaron al ciclo progresista? ¿No
había allí oligarquías históricas, voraces burguesías, militares adoctrinados
por Estados Unidos desde la Segunda Guerra Mundial, incontrolables poderes
mediáticos y el papel omnipresente de “la embajada” -como lo demuestran hasta
la saciedad los Wikileaks- todos conspirando para reprimir los anhelos
emancipatorios de las masas y que, para neutralizar una contraofensiva de
enemigos tan poderosos y tan bien organizados se requería una cierta
concentración del poder político? En suma, ¿no había lucha de clases en los
países gobernados por el progresismo?
¿Sobre qué bases se puede entonces pensar que la emergencia
de fuertes liderazgos como los de Chávez, Lula, Kirchner, Evo y Correa fueron
productos de “personalidades autoritarias” (un añejo tema de la sociología
funcionalista de los años cincuenta) o una suerte de perversa “astucia de la
razón” destinada a desmovilizar y desarticular los vigorosos movimientos
sociales de finales del siglo pasado y comienzos del presente? En todo caso,
¿no sería prudente preguntarse acerca de los factores que explican la
“verticalización” de los movimientos sociales, su dependencia del Estado, cuyos
alcances, por otra parte, mal podrían generalizarse porque no tuvieron la misma
fuerza en Bolivia y Ecuador que en Argentina, país que tal vez represente la
versión extrema de este proceso de “control desde arriba” del sujeto popular? Y
preguntarse, también, si efectivamente se produjo esa “monopolización de lo
plebeyo” por parte de los gobiernos progresistas, cosa que en principio nos
parece sumamente discutible y carente de sustento empírico.
Modonesi y Svampa plantean que no pocos autonomistas
radicales devinieron furiosos populistas y asumieron la defensa y promoción
irrestricta del líder. ¿No sería bueno también intentar explicar con los
instrumentos del materialismo histórico la meteórica aparición de un liderazgo
popular capaz de enturbiar la visión de los autonomistas y de subyugar la
voluntad plebeya? O es que nuestros autores reposan sobre las teorías
funcionalistas de la modernización según la cual un intenso proceso de cambios
deja a las masas “en disponibilidad” e indefensas para ser manipuladas a su
antojo por un líder carismático. Lejos de esta lectura equivocada es preciso
recuperar el camino de la construcción colectiva de la historia, y analizar los
hechos y procesos sociopolíticos como resultados del choque de múltiples
sujetos que forman aquel “paralelogramo de fuerzas” referido por Engels y del
cual surge la dirección del proceso histórico. Cabe preguntarse si capitulación
del autonomismo no tiene mucho que ver con el hecho de que las fuerzas
políticas progresistas o de izquierda en el gobierno pudieron expresar y dar
satisfacción, aunque sea parcial, a las demandas de los diversos sujetos
populares. Estrategias y proyectos que pueden corresponderse o no con las
planteadas por algunas organizaciones, pero que evidentemente fueron leídas y
articuladas –al menos en parte- por las fuerzas políticas y algunos líderes
carismáticos. La experiencia concreta señala que las demandas que primaron y
organizaron las estrategias objetivas de las luchas populares giraron en torno
a la mejora en la calidad de vida y del trabajo, una mayor participación
democrática, y mayores grados de soberanía política y económica frente a la
entrega de nuestros países al imperialismo. Y estas demandas fueron, en mayor o
menor medida según los casos, satisfechas por los gobiernos progresistas. Fue
por eso que la reivindicación autonomista pasó, sin ser abandonada por
completa, a un segundo plano.
Productividad histórica y limitaciones de los “progresismos realmente existentes”
En la segunda parte de su artículo Modonesi y Svampa
examinan las derivas de los “progresismos realmente existentes”. El tono es,
por supuesto, crítico de estas experiencias que “parecían abrir la posibilidad
de concretar algunas demandas de cambio”. De sus palabras, así como del resto
de su trabajo, se desprende que esos gobiernos fracasaron lamentablemente a la
hora de introducir algún cambio mínimamente significativo. Esto abre un serio
interrogante, teórico y práctico a la vez, acerca de las enigmáticas razones
por las cuales, ante tanta inocuidad política, el imperialismo reaccionó con
tanta furia y saña contra estos gobiernos. Pero dejando esto de lado, nuestros
autores fustigan a quienes aludieron a estos procesos apelando a expresiones
tan diversas como “posneoliberalismo”, “el giro a la izquierda”, o inclusive de
una “nueva izquierda latinoamericana”. Según sus análisis la caracterización
que finalmente predominó fue la denominación genérica y por demás vaga de
“progresismo”. Reconocen, sin embargo, que bajo este rótulo se incorporaban -a
nuestro juicio erróneamente- experiencias políticas y sociales muy distintas.
Tal como lo hemos planteado en otro lugar, hay una distinción que por elemental
no deja de ser crucial entre gobiernos que se fijaron como objetivo la
construcción de una sociedad no-capitalista: “socialismo del siglo veintiuno”,
“socialismo bolivariano”, “sumak kawsay”, “vivir bien”, como se desprende de
los casos de Venezuela, Bolivia y Ecuador; y otros cuyo objetivo era fundar un
“capitalismo serio”, como se lo propusieron, sin éxito, Lula da Silva en Brasil,
Néstor Kirchner y Cristina Fernández en la Argentina, y los gobiernos del
Frente Amplio en Uruguay [8] . En lugar de esto, Modonesi y Svampa
incomprensiblemente incluyen bajo una misma categoría de “progresismo” a los
gobiernos de Ricardo Lagos y Michelle Bachelet en Chile, claramente de centro
derecha y casi conservadores, junto al Brasil, de Lula Da Silva y Dilma
Rousseff, al Uruguay, de Tabaré Vázquez y Pepe Mujica, la Argentina de Néstor
Kirchner y Cristina Fernández de Kirchner, al Ecuador de Rafael Correa, la
Bolivia de Evo Morales, la Venezuela de Hugo Chávez y recientemente, de Nicolás
Maduro y a Nicaragua con las presidencias de Daniel Ortega y los gobiernos del
FMLN en El Salvador, en particular el de Sánchez Cerén. [9] Quedan en
la nebulosa, por omisión, los gobiernos de Fernando Lugo en Paraguay y de
Manuel “Mel” Zelaya en Honduras. A Cuba, ¡menos mal!, no la incluyen en su
progresismo descartable, pero se olvidan llamativamente, por cierto, de
incorporarla en algún análisis o parte de su texto. Nos parece imposible hablar
de estos temas sin una referencia a la Revolución Cubana, cuya porfiada
resistencia a los designios del imperialismo abrió la puerta a eso que el
presidente Rafael Correa llamara “cambio de época”. Mucho más oscura y desgraciada
habría sido la historia en América Latina y el Caribe si Cuba hubiese arriado
las banderas del socialismo una vez desintegrada la Unión Soviética, como se lo
reclamaran con insistencia numerosos líderes socialdemócratas, ya reconvertidos
al neoliberalismo, de Europa y América Latina.
Modonesi y Svampa aciertan sólo en parte cuando aseguran que
el progresismo latinoamericano llevaba una agenda similar: crítica al
neoliberalismo, cierta heterodoxia en las políticas macroeconómicas, inclusión
social, lucha contra la pobreza, etcétera. Pero dejan en las sombras una
diferencia fundamental: que los gobiernos de izquierda –Venezuela, Bolivia y
Ecuador- asumieron posturas y ejecutaron políticas más radicales en lo
económico y social, construyeron notables constituciones que profundizaron la calidad
democrática de sus países, hicieron de la naturaleza un sujeto de derecho
(introduciendo una innovación fundamental en el derecho contemporáneo), y
adoptaron planteamientos abiertamente antiimperialistas que las versiones más
edulcoradas del progresismo, ni hablar del conservadurismo chileno, ni por
asomo se atrevieron a ensayar. El ocultamiento del antiimperialismo en un cono
de sombras es un rasgo común a las diversas familias trotskistas y a los
pensadores liberales, cuya ceguera para ver ese fenómeno llega a ser por
momentos alucinante y que en consecuencia sólo les permite ver el árbol y no
percibir el bosque, con las consecuencias políticas que de ello se derivan.
La consecuencia de este planteamiento es que todos los
gobiernos progresistas caen en el cajón de sastre de un “populismo de alta
intensidad” que se opone, absorbe y niega otras matrices ideológicas
contestatarias, como la del indigenismo, el campesinado, las izquierdas
clásicas y los autonomismos que desempeñaron, según nuestros autores, un papel
importante en el inicio de la nueva época. En suma, se consolida un cambio
controlado desde arriba, con líderes mesiánicos que “dan” cosas a un pueblo
sumiso y sometido. El remate de esta interpretación es la caracterización de
estos procesos progresistas (¿sin diferenciar al Chile de Bachelet de la
Bolivia de Evo?) como “revoluciones pasivas” (Gramsci), o sea, como
modernizaciones conservadoras que desmovilizan y subalternizan a los
protagonistas del ciclo de lucha anterior.
De lo anterior, Modonesi y Svampa concluyen que hay tres
limitaciones que impiden caracterizar a los gobiernos progresistas como
“posneoliberales” o de izquierda [10] . Primero, porque “aceptaron el
proceso de globalización asimétrica” y sus consecuencias: límites a la redistribución
de la riqueza, al combate a la desigualdad y al cambio de la matriz productiva.
Tampoco avanzaron estos regímenes en reformas tributarias, más allá de tímidos
intentos, y su política de recuperación de los bienes comunes para sus pueblos
se hizo negociando con las grandes transnacionales de la industria, el
agronegocio y la minería.
Ante esto cabe decir que la modificación de la globalización
asimétrica es un proyecto que ni siquiera China está en condiciones de
realizar, y que exigirle eso a un país latinoamericano revela un profundo
desconocimiento de lo que nuestros países están en condiciones de hacer. En
cuanto a que hubo límites en las políticas de redistribución de ingresos y
riqueza es cierto, pero: ¿dónde y cuándo no los hubo? Reformas tributarias
continúan siendo una asignatura pendiente, pero en algunos países en algo se
avanzó, si bien no tanto como hubiera sido deseable. Por último, una vez más,
si China concluyó a finales de los años setenta del siglo pasado que con sus
propios recursos jamás podría garantizar el crecimiento de su economía para
resolver los problemas de su población; que sin una asociación no-subordinada
al capital extranjero, posible por la fortaleza de su aparato estatal, jamás
darían el salto tecnológico requerido por el desarrollo de sus fuerzas
productivas, ¿cómo podrían nuestros países prescindir de una negociación con
quienes detentan un práctico monopolio de la alta tecnología? El caso de China
es bien ilustrativo. Desde el comienzo de las reformas económicas implantadas
por Deng Xiao Ping en 1978, el PIB de ese país se multiplicó por diez y se puso
fin a las hambrunas que desde tiempos inmemoriales periódicamente condenaban a
muerte a decenas de millones de chinos. Deng se preguntó, ante sus camaradas
del Partido Comunista, si China podría, con sus propios recursos, algún día
llegar a tener la gravitación internacional que gozaban algunos países europeos
como Alemania, Francia o Gran Bretaña. Su respuesta fue un rotundo no. Dijo que
para lograr ese objetivo China debía construir un Estado fuerte, para evitar
ser sometido al arbitrio de los grandes capitales; que debía atraer la
inversión extranjera, con transferencia de tecnología, para apropiarse de los
avances tecnológicos de Occidente; que debía lanzar un gran programa de obras
públicas, para construir los caminos, puentes, vías férreas, puertos y toda la
infraestructura que China requería y, por último, que tenía que realizar
fuertes inversiones en educación y en ciencia y tecnología. A la luz de esta
reflexión del líder chino, ¿es razonable pensar que países latinoamericanos,
incluyendo al Brasil, México y la Argentina, pueden lograr los avances
económicos y sociales que esperan sin una negociación con las transnacionales
que retienen en su poder los desarrollos tecnológicos más importantes de
nuestro tiempo en las principales ramas de la economía? Tomemos el caso de
Bolivia y el litio. Durante siglos la oligarquía de ese país mantuvo a su
población en la ignorancia y el analfabetismo. ¿Cómo hacer para que, de la noche
a la mañana, surja una capa de técnicos del más alto nivel, familiarizados con
la más actualizada metodología susceptible de ser empleada para la producción
de litio? Por otra parte la extracción y producción del litio, que es criticada
por un irresponsable pseudo ambientalismo, tiene un potencial enorme a
desarrollar en cuanto energía más limpia y renovable. Pero en Bolivia las
transnacionales que elaboran el litio no tienen acceso al salar de Uyuni, que
es de donde se lo obtiene y al cual sólo ingresan las empresas estatales. Allí
no entra el capital extranjero.
El segundo pecado de los progresismos latinoamericanos
(recordar: sin discriminación alguna al interior de esta categoría) fue su
fracaso en la pregonada vocación por cambiar la matriz productiva, “más allá de las narrativas eco-comunitarias
que postulaban al inicio los gobiernos de Bolivia y Ecuador, o de las
declaraciones críticas del chavismo respecto de la naturaleza rentista y
extractiva de la sociedad venezolana”. Esta incapacidad demostraría que los
gobiernos del grupo no sólo no ingresaron en el terreno del pos-neoliberalismo
sino que, por el contrario, agravaron la cuestión ambiental, criminalizaron la
protesta social, repudiaron al Convenio 169 de la OIT que establece la
protección de los pueblos indígenas y tribales, y deterioraron los derechos
anteriormente adquiridos.
Ante esta crítica hay que decir que, efectivamente, al
cambio de la matriz productiva resultó ser muchísimo más complicado de lo
imaginado. De hecho, en fechas recientes los dos casos más significativos de
ese cambio son Corea del Sur y Gran Bretaña: la primera, transitando a lo largo
de más de un cuarto de siglo desde una economía campesina atrasada a una de
carácter industrial altamente desarrollada; la segunda, desandando la ruta
industrial y reconvirtiéndose en una economía de servicios y fundamentalmente
de carácter financiero en torno a la City londinense. En los dos casos el
período requerido para hacer estos cambios osciló entre los 25 y los 30 años, y
en ambos también se contó con la colaboración de Estados Unidos. Por el
contrario, en los países latinoamericanos los cambios hay que hacerlos de
inmediato, pues a los dos años el gobierno de turno se enfrenta a las primeras
elecciones y, para colmo de males, todo debe hacerse en un contexto signado por
la persistente animosidad de los Estados Unidos y su tridente desestabilizador:
la oligarquía mediática, el poder judicial y la venalidad de los legisladores.
Tiempo que, obviamente, es irrisorio para emprender la transformación de la
matriz productiva en cantidad y calidad suficiente, teniendo en cuenta la
estructural dependencia externa que fue cambiando su modalidad pero sigue
vigente desde hace 500 años.
Pero lo que de ninguna manera ocurrió fue que se
criminalizara la protesta social o se produjera un deterioro de los derechos
adquiridos o se desconocieran los de los pueblos indígenas. Y en caso de que se
hubiera producido algo en esa dirección esto no obedeció a una política
sistemática sino a excepciones producto de circunstancias coyunturales. Sería
bueno que Modonesi y Svampa aportaran algunos ejemplos concretos al respecto,
pero no lo hacen. En cambio sugieren que las políticas represivas que
normalmente emplean los gobiernos conservadores latinoamericanos encuentran su
contraparte en los de signo progresista, lo cual es un error sólo atribuible a
un malsano encono en contra de estos gobiernos. Encono que no por casualidad
corre en paralelo con el llamativo silencio de nuestros autores en relación a
las masivas violaciones a los derechos humanos y las libertades públicas
perpetradas por los gobiernos México, Honduras, Colombia y Perú, que ni por
asomo suscitan la indignación y la fiereza crítica que sí les provocan las
flaquezas y limitaciones de los gobiernos del “ciclo progresista”.
Hay empero una tercera limitación que habría impedido el
tránsito hacia el post-neoliberalismo: “la
concentración de poder político, la utilización clientelar del aparato del
Estado, el cercenamiento del pluralismo y la intolerancia a las disidencias”.
Una vez más nos hallamos ante una crítica indiferenciada que en su generalidad
nada explica ni nada permite entender. No sólo eso, en su temeraria aseveración
los autores hablan, sin aportar un solo dato concreto, de cuestiones tan graves
como violación de derechos humanos e, inclusive, de una clara complicidad de
los gobiernos progresistas –de nuevo, todos sin excepción- con las estrategias
de restauración derechista por la vía electoral. El remate de este disparate es
la afirmación de que “salvo parcialmente
en el caso del Poder Comunal en Venezuela (…) el andamiaje estatal y
partidocrático propio del (neo) liberalismo” ha quedado intacto. Las nuevas
y radicales constituciones de Venezuela, Bolivia y Ecuador, que abrieron rumbos
en la protección de la naturaleza y en la expansión de los derechos
democráticos son arrojadas, sin más miramiento, al trasto junto con la
estatización de los bienes comunes y todo un conjunto de cambios que desataron
la feroz reacción de la derecha vernácula y el imperialismo. Se verifica una
vez más la verdad contenida en el refrán que dice que no hay peor ciego que el
que no quiere ver.
Horizontes emancipatorios y batallas estratégicas: una reflexión final
La parte final del artículo de Modonesi y Svampa dictamina,
sobre la base de los gruesos yerros de interpretación arriba mencionados, la
acusación final: “estos gobiernos contribuyeron a desactivar aquellas
tendencias emancipatorias que se gestaban en los movimientos antineoliberales”.
Una desactivación que, según los autores, no es sólo el natural reflujo de un
ciclo de luchas o el reposo que sigue a la satisfacción de las demandas
largamente exigidas, o la canalización institucional de la lucha de clases
cuando los que comandan los Estados ofrecen esa apertura, incluso jugando en
contra del poder. El ineluctable resultado de esta verdadera traición de las
fuerzas de izquierda o centroizquierda no podía ser otra cosa que el “fin del
ciclo progresista”, que se produce por derecha y no por izquierda. De todos modos,
Modonesi y Svampa no se desaniman pues perciben, diríamos que con indisimulable
alivio, que el derrumbe de aquellos gobiernos da lugar al nacimiento de nuevas
resistencias saturadas de rasgos y componentes antisistémicos que antes se
agitaban en las entrañas del progresismo pugnando por abrirse paso y que ahora,
ante su final capitulación, emergen con fuerza. Componentes de este venturoso
renacimiento serían el cuestionamiento del extractivismo, las novedosas
gramáticas de lucha de los nuevos movimientos socioambientales, colectivos
culturales y asambleas ciudadanas constructoras de una nueva narrativa
emancipatoria [11] . De las y los trabajadores y humildes de Nuestra
América, que habían visto mejorada su calidad de vida, ni hablar. Conscientes
de que las luchas de clases son tan antiguas como nuestra historia, Modonesi y
Svampa atenúan la radicalidad de la supuesta ruptura de estas nuevas gramáticas
de lucha con las que les precedieron al reconocer que “no pocas izquierdas clasistas hoy comienzan a ampliar su plataforma
discursiva, incluyendo conceptos que provienen de aquellos otros lenguajes y,
viceversa, la politización de la luchas socioambientales las lleva a buscar y
encontrar claves de lecturas que remiten a las mejores tradiciones y prácticas
políticas de las izquierdas del siglo XX.”
Sin embargo, consideramos que lo que emerge con vigor es
justamente esa fuerza popular que conforma la base de los procesos
revolucionarios. Nos referimos al núcleo duro que está defendiendo tenazmente
su posición -aun a costa de enormes sacrificios, como en Venezuela- o el que
sale a la calle a defender los proyectos progresistas desplazados del poder
(Argentina) o destituidos fraudulentamente (Brasil) y que han acumulado una
gran experiencia de lucha contra el neoliberalismo. Esos movimientos no
esperarán impasibles a que pase otra década de barbarie neoliberal arrasando
con todas sus conquistas, sino que ya han comenzado a movilizarse y están
debatiendo con qué herramientas políticas y con qué proyectos volverán a disputar
los gobiernos en las próximas elecciones. Álvaro García Linera hace poco
expresaba con razón que
“lo importante es que esta generación que hoy está de pie, vivió los tiempos de la derrota, del neoliberalismo, vivió los tiempos de la victoria temporal de los gobiernos progresistas y revolucionarios y ahora está en este periodo intermedio. Por lo tanto tiene el conocimiento, tiene la experiencia, para poder volver a retomar la iniciativa. A diferencia de los años 60 o 70 cuando se aniquila una generación, la derrota política y militar y la construcción de una nueva generación va a tardar 30 años. Aquí no, aquí es una misma generación que ha vivido derrota, victoria y temporal derrota y por lo tanto puede tener el conocimiento, la habilidad táctica, la capacidad de construcción de ideas fuerza como para volver a retomar la iniciativa. Si no hacemos eso, este periodo de toma parcial de iniciativa de la derecha puede extenderse y puede ampliarse a otros países de América Latina, lo que sin duda significaría una catástrofe porque, como ya estamos viendo, allá donde triunfa la derecha, derecha es: recorte de lo social, recorte del Estado, recorte de derechos y por lo tanto recorte del bienestar de la población, que fue lo que se logró en esos diez años virtuosos de gobiernos progresistas” [12] .
Por otra parte algunas fracciones sociales o sus
organizaciones, descontentas con determinadas políticas de los gobiernos
progresistas, como los casos mencionados por nuestros autores, podrán
fácilmente confluir en una acción conjunta con los demás grupos que se oponen a
los gobiernos de derecha. Saben, por experiencia propia, que estos procurarán
avanzar muchos más que los anteriores por sobre sus derechos y los de la Madre
Tierra, condonando a los verdugos de las clases populares, como por ejemplo
hizo el presidente argentino Mauricio Macri al eliminar las retenciones
(impuestos sobre sus exportaciones) a las empresas mineras y a ciertas ramas de
la agricultura, entre otros beneficios otorgados a su propia clase.
La posible coincidencia entre los nuevos y los clásicos
sujetos y sus respectivas formas y estrategias de lucha abre así insospechadas
posibilidades de resistencia tanto contra las tentativas restauradoras de la
derecha como ante las insuficiencias y vacilaciones del progresismo. Pero, por
sobre todo, defendiendo las conquistas realizadas en el pasado, y entendiendo
que los gobiernos de izquierda dentro del amplio espectro del progresismo son
la garantía del sostén institucional de esas conquistas.
Concluimos señalando que el trabajo que hemos comentado se
inscribe en una larga lista de intervenciones que parten de dos premisas a
nuestro juicio erróneas: primero, la indiferenciación entre gobiernos de muy
distinto tipo, desde la centroderechista Nueva Mayoría chilena actual, con
Michelle Bachelet a la cabeza, hasta el izquierdismo, de fuertes reminiscencias
clásicas, de Evo Morales en Bolivia. No hace falta ser un obsesionado por las
cuestiones metodológicas para concluir que cualquier afirmación que se haga acerca
de tan heterogéneo colectivo tiene un valor apenas relativo, si es que lo
tiene. En la mayoría de los casos se llega a proposiciones de escaso valor
explicativo. ¿Podemos, en un análisis riguroso, hablar del ¡“populismo” de
Bachelet!, especialmente cuando se apela al uso vulgar de esa categoría y se
prescinde de un análisis teórico de ese concepto? El marxismo latinoamericano
ha hecho algunas contribuciones importantes al esclarecimiento del mismo que
podrían haber ayudado a una mejor intelección de la tesis de nuestros autores.
Si la primera premisa errónea es el populismo, la segunda es
el anticipado funeral del “ciclo progresista” cuyo fin ha sido proclamado –y en
algunos casos anhelado- urbi et orbi por
muchos, incluyendo ciertos sectores de una izquierda en cuyo campo de visión
todavía no aparece el fenómeno del imperialismo, por imponente y brutal que
este sea. Pero un análisis sobrio de la coyuntura demuestra que en Ecuador la
Alianza País tiene grandes chances de imponer su candidato en la elección
presidencial del 2017; que Evo Morales tiene mandato hasta comienzos del 2019 y
que el MAS boliviano tiene amplias ventajas pre-electorales por sobre
cualquiera de sus rivales; que en Nicaragua Daniel Ortega sería reelecto por
una abrumadora mayoría electoral en el curso de este año. En Mayo Danilo Medina
obtuvo 66 % de los votos aplastando al candidato de la derecha en República
Dominicana y en El Salvador, Salvador Sánchez Cerén, del FMLN, se ha mantenido
en el gobierno pese a las enormes presiones desestabilizadoras de la derecha
vernácula y el imperialismo, en un país que, al igual que Ecuador, tiene al
dólar norteamericano como su moneda. Otros referentes centrales a la hora de
analizar las relaciones de fuerzas en la región son nuestro ya legendario faro
cubano y la posible concreción de los acuerdos de paz con las Fuerzas Armadas
Revolucionarias de Colombia - Ejército del Pueblo - (FARC-EP) (plebiscito del 2
de Octubre mediante) que, seguramente, tendrán un lugar importante en la vida
política institucional de ese país. La Argentina, con la derrota del
kirchnerismo, es la excepción en este cuadro, configurando el único caso de un
gobierno progresista derrotado en las urnas, por un estrecho margen y más como
producto de insólitos errores del kirchnerismo que de méritos propios de la
oposición de derecha. Pero su futuro es incierto. Un informe aparecido en estos
días del banco de inversión BCP Securities, Wall Street, advierte que “la población está exigiendo resultados de
parte de aquellos que eligieron para gobernar. Falta tan solo un año para las
elecciones de medio término y, al ritmo que van, al PRO de Macri lo van
aplastar” [13] . En Brasil, la ilegal e ilegítima destitución de Dilma
Rousseff instaló en el [Palacio de] Planalto a un gobierno usurpador,
encabezado por un personaje como Michel Temer a quien votaría en una elección
presidencial sólo el 2 % de la población, al paso que un 60 % pide su renuncia.
Por otra parte, uno de los condenados por delitos de corrupción, el mega
empresario Marcelo Odebrecht, declaró días pasados que Michel Temer había
pedido “una ayudita para su partido, el PMDB, y que recibió 10 millones de
reales en efectivo” [14] . Ni bien avance esta investigación será muy
difícil evitar que Temer sea eyectado del Palacio del Planalto, con lo que
debería convocarse a una nueva elección presidencial, para la cual no hay
ningún candidato de la derecha que aparezca como probable ganador. En suma: no
hay demasiada evidencia concreta que indique que este ciclo ha llegado a su
fin. Está enfrentando nuevos desafíos, sin duda, pero de ahí a extender el
certificado de defunción hay un muy largo trecho.
Creemos, por consiguiente, que la decisión de someter a
discusión la totalidad de la experiencia de los gobiernos subsumidos bajo el
confuso rótulo de “progresismo” debe ser bienvenida, porque sin duda hubo, y
habrá, errores, turbulencias y contradicciones, como en cualquier otra
experiencia política. La crítica y, en especial, la autocrítica son muy
importantes en momentos como los actuales, cuando arrecia la ofensiva del
imperialismo. Pero esto debe hacerse siguiendo la máxima de Tácito cuando
recomendaba examinar las cosas de nuestro mundo sine ira et studio, lo que podría traducirse como “sin odio o
animadversión y sin prejuicio o parcialidad”. No es este el caso del trabajo de
Modonesi y Svampa, en donde la animadversión hacia las experiencias del
progresismo es manifiesta tanto como su parcialidad en el ejercicio de la
crítica, donde por lo visto nada ha sido hecho bien y todo está mal. Y la
historia es muchísimo más complicada, en donde el bien y el mal se entremezclan
de tal modo que se requiere un espíritu muy sobrio y alerta para distinguir el
uno del otro.
Sin embargo, desde el punto de vista de la vida concreta de
millones de hombres y mujeres que conforman nuestros pueblos, sin duda el bien
primó sobre el mal durante más de diez años, en los que si bien no se ha “dado
vuelta la tortilla”, se han logrado importantes conquistas materiales,
culturales, políticas, en derechos humanos y civiles, y avances en el sueño de
la integración latinoamericana, que dignificaron y significaron una fenomenal
ampliación de la ciudadanía, -es decir: ampliación de derechos aun dentro del
sistema capitalista- al igual que los llamados procesos nacional-populares o
populismos de mediados del siglo veinte. La dialéctica de la historia que,
obviamente se aleja de cualquier revolución de manual, nos enseña que, aun con
todas sus contradicciones, lo que viene después de los gobiernos progresistas
-y mucho mas lo será de los revolucionarios- son salvajes intentos por
maximizar las tasas de ganancias removiendo a cualquier costo las limitaciones
impuestas por movimientos y gobiernos populares. En varios de nuestros países
el ataque de la derecha puso a los movimientos sociales en guardia y ya se
están erigiendo fuertes resistencias a aquellas tentativas. Por ello, la
defensa de los procesos progresistas y revolucionarios que están de pie -aún
bajo el intenso e incesante fuego económico, político y mediático del
imperialismo y la reacción- es la batalla estratégica de nuestro tiempo.
Defensa que no excluye una necesaria autocrítica para rectificar rumbos, pero
sin dejar de señalar que, vistos en perspectiva histórica, los aciertos
históricos de estos procesos superan ampliamente sus desaciertos y
limitaciones.
En una nota reciente uno de los autores de estas líneas
decía, a propósito de la crisis en Brasil, que la izquierda latinoamericana
debía extraer tres lecciones de lo ocurrido en ese país y que esas enseñanzas
tienen un valor general para los países de la región [15] . Primero,
reconocer que cualquier concesión a la derecha por parte de gobiernos de
izquierda o progresistas sólo sirve para debilitarlos y precipitar su ruina. En
coyunturas como estas, la intransigencia ante las presiones de la derecha y la
radicalización política son las únicas garantías de supervivencia. Segundo,
no olvidar que el proceso político no sólo transcurre por los traicioneros
canales institucionales del estado sino también por “la calle”, el turbulento
mundo plebeyo. Sólo esta puede detener los afanes golpistas de la derecha, que
como se comprobó en Honduras, Paraguay y Brasil, pueden procesarse sin mayores
contratiempos en los marcos institucionales del estado burgués. Maduro tiene la
calle, Dilma no la tenía. Y esta diferencia explica la distinta suerte de uno y
otra. Tercero, las fuerzas progresistas y de izquierda –decepcionadas
por la derrota de la “vía armada”- no pueden caer ahora en el error de apostar
todas sus cartas exclusivamente en el juego democrático. No olvidar que para la
derecha la democracia es sólo una opción táctica, fácilmente descartable. Las
elecciones son sólo una de sus armas: la huelga de inversiones, las corridas
bancarias, el ataque a la moneda, los sabotajes a los planes del gobierno, los
golpes de estado e inclusive los asesinatos políticos han sido frecuentemente
utilizadas a lo largo de la historia latinoamericana. Por eso las fuerzas del
cambio y la transformación social, ni hablar los sectores radicalmente
reformistas o revolucionarios, tienen siempre que tener a mano “un plan B”,
para enfrentar a las maniobras de la burguesía y el imperialismo que manejan a
su antojo la institucionalidad y las normas del estado capitalista. Y esto
supone la continuada organización, movilización y educación política del vasto
y heterogéneo conglomerado popular, cosa que pocos gobiernos progresistas se
preocuparon por hacer. En otras palabras, la desobediencia civil o la vía
insurreccional no violenta de masas, la misma que acabó con el régimen del Shá
en Irán, con Alí en Túnez y con Mubarak en Egipto, es un recurso que bajo
ningún motivo debería ser descartado.
Notas
[1] Ver su “Post-progresismo
y horizontes emancipatorios en América Latina”, del 13 de agosto de 2016,
disponible en http://www.rebelion.org/noticia.php?id=215469 .
[2] Es altamente controversial decir que el ataque a
Dilma Rousseff fue “legal”. La
presunta legalidad de su juicio político ha sido fuertemente cuestionada por
numerosos analistas y observadores de la vida política brasileña. El régimen
político brasileño es presidencialista, y sólo ante la constatación fehaciente
de un delito podría haberse iniciado un juicio político a la presidenta. Sin
embargo, como lo atestigua la misma sentencia que la despoja de su cargo, ese
delito no existió.
[3] A menudo las
organizaciones que emergieron de los procesos de resistencia en los 90s fueron
nuevas en tanto fundadas en esa coyuntura, pero en muchos casos adoptando
nombres que remiten a viejas banderas reivindicativas. No necesariamente fueron
nuevas en cuanto a sus modalidades de organización e instrumentos de lucha, que
recuperaron elementos de las tradiciones de los diversos pueblos latinoamericanos
y las resignificaron en los nuevos escenarios. Hubo también un importante nivel
de experimentación social de modos de organización alternativos, pero no con la
masividad que pregonan algunos intelectuales deslumbrados por esas experiencias
que, además, tuvieron una corta existencia. Pese a ello, como sostenemos más
adelante, influyeron en la democratización de numerosas agrupaciones sociales.
Véase al respecto Klachko, Paula “Las
formas de organización emergentes del ciclo de la rebelión popular de los ’90
en la Argentina”, en Documentos y Comunicaciones PIMSA 2007 (Buenos Aires:
PIMSA), disponible en: http://www.pimsa.secyt.gov.ar/publicaciones.htm .
[4] Para un análisis tanto de la fase de resistencias
al neoliberalismo como de los cambios sociales y políticos y los nuevos
desafíos que se desencadenaron con el cambio de época, véase Arkonada, Katu y
Klachko, Paula, 2016, Desde Abajo. Desde Arriba. De la resistencia a los
gobiernos populares: escenarios y horizontes del cambio de época en América
Latina (La Habana: Editorial Caminos). Sobre el tema del poder, véase
Atilio A.Boron, “La selva y la polis.
Interrogantes en torno a la teoría política del zapatismo” Revista
Chiapas (México, 2001), Nº 12 http://www.revistachiapas.org/No12/ch12boron.html
[5] El sandinismo triunfó en la guerra civil contra el
estado somocista y sus mentores en Estados Unidos, aunque luego sucumbió, en el
terreno electoral, porque no pudo soportar diez años de agresiones, sabotajes y
bloqueos de la “contra” organizada, financiada y armada por Washington. Sin
embargo, el sandinismo luego regresó al gobierno con un nuevo triunfo electoral
y ahora se encamina hacia una aplastante victoria en la próxima elección
presidencial. En cuanto a El Salvador, los acuerdos de paz reflejan que la
guerrilla salvadoreña no fue derrotada sino que hubo un “empate técnico” entre
el FMLN y el ejército salvadoreño y sus “asesores” norteamericanos.
[6] Lenin, V. I. (1905) Dos Tácticas de la social democracia en la revolución democrática (Bs.
As.: Editorial Anteo, 1986)
[7] Cf. André Gorz, Adiós al proletariado: Más allá del socialismo, (Madrid: El
Viejo Topo, 1981)
[8] Véase Borón, Atilio
A. Socialismo Siglo XXI.¿Hay vida después del neoliberalismo? (Buenos
Aires: Ediciones Luxemburg, 2014), pp. 11- 51.
[9] No obstante, Modonesi y Svampa retroceden
espantados ante su enumeración y aclaran, en el cuerpo del texto, que el progresismo
abarca corrientes ideológicas y perspectivas políticas diversas, desde aquellas
de inspiración más institucionalista, pasando por el desarrollismo más clásico,
hasta experiencias políticas más radicales, de tinte plebeyo y nacional-popular
o que terminaron declarándose socialistas.
[10] Algunos publicistas de los gobiernos progresistas,
sobre todo en Brasil, insistieron en que en ese país ya se había llegado al
“posneoliberalismo”, afirmación totalmente infundada como el tiempo se encargó
de demostrar con particular crueldad. Sólo en el “núcleo duro” de los gobiernos
progresistas –Venezuela, Bolivia y Ecuador- se pudieron registrar algunos
avances significativos en esa dirección. En menor medida hubo algunos progresos
en la Argentina y menos todavía en Brasil y Uruguay. La matriz neoliberal
instaurada en los noventas ha demostrado ser un hueso demasiado duro para roer.
[11] La crítica al extractivismo de las experiencias
progresistas expone con claridad la irresponsabilidad de los “anti-extractivistas”,
para decirlo con la mayor benevolencia. Por ejemplo, aún estamos esperando que
digan cómo hará Bolivia, que en 25 años doblará su población, para construir
las escuelas, viviendas, hospitales, caminos y puentes que requerirá la
duplicación del número de sus habitantes. ¿O es que todo eso se construirá sin
hierro, cemento, cobre, sin aprovechar sus recursos gasíferos, por la sola
magia del discurso? No parece ser una crítica seria. Para un examen detallado
de este asunto ver Atilio A. Boron, América
Latina en la geopolítica del imperialismo (Buenos Aires: Ediciones
Luxemburg, Cuarta Edición, 2014). Hay ediciones de este libro en México, Cuba y
España.
[12] Entrevista de Martín Granovsky a Alvaro García
Linera en la Facultad de Periodismo de la Universidad Nacional de La Plata.
Agosto 2016. CLACSO-TV en https://www.youtube.com/watch?v=RuvvgMT826E
[13] “Un banco de
Wall Street advierte que Macri podría perder las elecciones”, en La
Política Online, 20 de Septiembre, 2016 http://www.lapoliticaonline.com/nota/100396/
[14] “Delação da
Odebrecht cita os nomes de José Serra e Michel Temer. Serra teria recebido R$
23 milhões em propina”, en Diario do Brasil, 20 de Septiembre de 2016 http://www.diariodobrasil.org/delacao-da-odebrecht-cita-os-nomes-de-jose-serra-e-michel-temer-serra-teria-recebido-r-23-milhoes-em-propina/#
[15] Cf. Atilio A. Boron, “La tragedia brasileña”, en http://www.atilioboron.com.ar/2016/08/la-tragedia-brasilena.html y
en numerosos periódicos digitales latinoamericanos.
* Atilio Boron es
Profesor Titular Consulto de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad
de Buenos Aires y Profesor del Departamento de Historia de la Universidad
Nacional de Avellaneda. Paula Klachko es Profesora del Departamento de Historia
de la Universidad Nacional de Avellaneda y de la Universidad Nacional de José
C. Paz