Miguel Vedda | La
sola idea de considerar a un filósofo como Lukács encierra ya de por sí una
provocación y un riesgo; no tanto porque pertenezca, como suele decirse, a la
vasta sociedad de los pensadores olvidados y “superados” por las vicisitudes
históricas y los cambios en las modas filosóficas –la continua y profusa
aparición de libros y artículos sobre su obra basta para relativizar este mito;
y ello a pesar de que cada nuevo estudio se inicie con una advertencia respecto
de la “inactualidad” del tema escogido–. El principal escollo que uno encuentra
al enfrentarse con la teoría lukácsiana es, quizás, la densa maraña de
malentendidos[1] tejidos
en torno a la obra y la persona del filósofo; un testimonio de ello lo ofrecen
las incontables tentativas de vincular sus teorías con las de un marxismo
economicista para el cual la conciencia constituye tan sólo la tabula rasa en
la que se inscriben los datos provistos por la realidad externa. Esta acusación
ha ido acompañada de otra no menos errónea, según la cual la estética
lukácsiana representaría un intento por
“Tres pasiones, simples, pero abrumadoramente intensas, han gobernado mi vida: el ansia de amor, la búsqueda del conocimiento y una insoportable piedad por los sufrimientos de la humanidad. Estas tres pasiones, como grandes vendavales, me han llevado de acá para allá, por una ruta cambiante, sobre un profundo océano de angustia, hasta el borde mismo de la desesperación” — Bertrand Russell
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6/1/14
Notas sobre la actualidad de Lukács
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