“Tres pasiones, simples, pero abrumadoramente intensas, han gobernado mi vida: el ansia de amor, la búsqueda del conocimiento y una insoportable piedad por los sufrimientos de la humanidad. Estas tres pasiones, como grandes vendavales, me han llevado de acá para allá, por una ruta cambiante, sobre un profundo océano de angustia, hasta el borde mismo de la desesperación” — Bertrand Russell

25/2/12

El pintor cubano René Portocarrero en tres numerales

René Portocarrero / Ornamento
1.
René Portocarrero (René César Modesto de La Caridad del Cobre Portocarrero de Villiers de la Vega y Echazábal), nació el 24 de febrero de 1912, en el barrio habanero del Cerro. Su familia, de acomodada posición social, lo respaldó en sus inclinaciones artísticas, de manera que comenzó a pintar y a dibujar siendo muy niño. En 1916, se trasladaron a una casa cercana al Paseo del Prado, por cuyas calles corría el carnaval en el mes de su cumpleaños, lo cual dejó una huella imborrable en el artista.

En 1923 participó con la pintura de un paisaje en su primera exposición en el Salón de Bellas Artes, perteneciente a la Asociación de Pintores y Escultores de La Habana.

A partir de 1924 asistió a algunos cursos en la Academia Villate, centro que abandonó dos años después por sentirse ajeno al modelo de enseñanza.Siempre insistió en considerarse un autodidacto, no sólo por el breve tiempo de permanencia en la Academia sino, fundamentalmente, por el exiguo calado que esta docencia produjo en él. Pintó, sobre todo, los paisajes del campo y también recreó otras temáticas más personales.

Su primera exposición personal la realizó en 1934 en la Sociedad Lyceum de La Habana y al año entrante formó parte de la Exposición Nacional de Pintura y Escultura junto a pintores de la Vanguardia como Víctor Manuel, Amelia Peláez y del Casal y Carlos Enríquez , entre otros. Tras incursionar un buen tiempo en el dibujo, presentó en 1936 una colección dentro de una exposición desplegada en el Lyceum. En 1937 se vinculó al Estudio Libre de Pintura y Escultura donde impartió algunas clases. Mientras, la revista Verbum publicó su poema “Distante Voz y Signo”. Un año después, en la Escuela Normal para Maestros de Santa Clara, realizó uno de sus primeros murales con temática social. Entre 1939 y 1940 ocurrieron sucesos de envergadura en su vida, como la muerte de sus padres.Estos eventos influyeron su obra, donde se reiteraba el tema del paisaje caracterizado por un gran dramatismo. En 1939, además, escribió e ilustró el poema El Sueño, que coincidía temporalmente con el inicio de la Segunda Guerra Mundial, y que dio a conocer con posterioridad, al triunfo de la Revolución Cubana.

Ejemplos de su trabajo como ilustrador son las viñetas creadas especialmente para los catálogos de dos significativas exposiciones realizadas en 1940: El Arte en Cuba y 300 Años de Arte en Cuba. Entre 1941 y 1943 colaboró como profesor de dibujo en la Cárcel de La Habana, expuso en el Lyceum y desarrolló algunas de sus series más conocidas como las Figuras para una mitología imaginaria, los Festines y los Interiores del Cerro. Su pintura religiosa junto con las mariposas y ángeles ya habían comenzado a aparecer. Incursionó nuevamente en el mural, ahora con tema religioso para la Cárcel de La Habana. El Museo de Arte Moderno de Nueva York adquirió una colección de 27 de sus ángeles a la acuarela. El año 1944, momento en que origenes debutaba, marcó una etapa de gran actividad y aprendizaje en Portocarrero. Los resultados fueron apreciables en sus posteriores exposiciones; así como en la crítica favorable que le dedicaron intelectuales como Virgilio Piñera, Guy Pérez Cisneros, José Lezama Lima, entre otros ensayistas. Viajó en 1945, con motivo de su primera exposición personal, fuera de Cuba. Nueva York no logró retenerlo por más de un año. De regreso, participó en el II Salón “Vicente Escobar”, organizado por el Frente antifascista y la Sociedad de Artes y Letras Cubanas. En 1949, comenzó a trabajar bajo el signo de la abstracción, durante un período de tres o cuatro años aproximadamente.

En la década del cincuenta sobresalen su incursión en el mural; el premio recibido por Homenaje a Trinidad, 1951, en el Salón Nacional de Pintura, Escultura y Grabado; su participación en la I Bienal de São Paulo; el inicio de una de sus series más emblemáticas: las ciudades (1952); así como la edición de Máscaras, conjunto de doce dibujos y textos (1955) y el premio que se le otorgó a Catedral, obra de 1956, en el VII Salón Nacional de Pintura y Escultura.

La Biblioteca Nacional editó por primera vez su libro El Sueño en 1960. Continuó realizando murales y diseños de escenografías para el ballet. Participó en el I Congreso de Escritores y Artistas de Cuba y fue fundador y vicepresidente de la UNEAC (1961). Participó en la VII Bienal de São Paulo, 1964, y obtuvo el premio Sambra por el mejor conjunto presentado. Al año siguiente expuso en el Museo de Arte Moderno de la Ciudad de México. Representó a Cuba en la XXXIII Bienal de Venecia (1966) donde tuvo la posibilidad de desplegar con amplitud la serie Flora, en medio de una participación de más de 300 artistas. En 1967 fue realizada una gran exposición retrospectiva en el Museo Nacional de Bellas Artes (Cuba) de La Habana.

En 1970 diseñó vitrales y dio inicio a la serie Carnavales, de la que realizó aproximadamente 150 de las 172 plakas sobre papel Canson (50 x 65 cm), que conforman el conjunto. Esta serie fue expuesta por primera vez en 1979, en esa institución. Lezama le dedicó su “Homenaje a Portocarrero”, publicado en el volumen La cantidad hechizada (1970).

En 1980 expuso nuevamente en el Museo de Arte Moderno de México. Dio inicio a la serie Madres Eternas (1981); recibió, junto a Alicia Alonso y Nicolás Guillén, en 1982, el Águila Azteca, la más alta condecoración conferida por el gobierno mexicano a extranjeros. Entre 1982 y 1984 cien obras de Portocarrero pertenecientes a su colección personal y a los fondos del Museo Nacional de Bellas Artes de La Habana, fueron expuestas en varios países europeos, entre ellos, la República Federal Alemana, Italia y Francia.
Murió en La Habana, el 7 de abril de 1985.

René Portocarrero
Mujer con tiesto
2.
René Portocarrero inició su formación artística en las academias de San Alejandro y Villata, en la Habana. En 1930 fue profesor en el Estudio Libre de pintura y escultura dirigido por Eduardo Abela y en 1940 enseño arte en la prisión de la Habana. Viajó por Europa y Estados Unidos, presentando su primera individual en la Julian Levy Gallery de Nueva York en 1945. Participó en la Bienal de São Paulo en 1957 y 1963, y en la de Venecia en 1952 y 1966.

Fue ceramista, escenógrafo, realizó murales y edificios públicos de Cuba e ilustró libros de autores cubanos.

Sus obras figuran en las colecciones permanentes de museos americanos y europeos. Su pintura se caracteriza por una pincelada vibrante y por el gran dinamismo que imprime a sus temas relacionados con la tradición afrocubana y tratados desde un punto de vista poético.

René Portocarrero
Catedral
3.
La ciudad ha quedado pintada en más de un lienzo. Son numerosos los artistas que, atrapados por los misterios de la capital cubana, han dejado en sus obras un singular testimonio de amor y lealtad hacia la otrora villa de San Cristóbal de La Habana. René Portocarrero fue uno de esos creadores que reflejó, en sus cuadros, a través de líneas y colores, la magia que encierra la urbe. El poeta y narrador José Lezama Lima, en su libro titulado “La cantidad hechizada”, publicado originalmente en 1970, se refiere a la especial predilección del pintor por espacios y rincones de su ciudad natal. Estos son algunos fragmentos del texto “Homenaje a René Portocarrero”, perteneciente al citado volumen.  
En sus laberintos de figuras, Portocarrero preparaba la diversidad de asistencia a sus plazas, por eso necesitaba el ordenamiento medieval de la ciudad, donde se participa del crecimiento por el oficio, la ceremonia guerrera o religiosa, los juegos de armas. La plaza era el reducto de esos inmensos desfiles, ya de la concurrencia de los mercaderes, ya de la representación de autos sacramentales, de las mascaradas y los juglares, de los fastuosos colores de las estaciones germinativas y del sombrío frenesí de las danzas de la muerte. La plaza está utilizada por Portocarrero como un cuarzo mágico que le permite ver la delimitación de cada objeto en su unidad y los entrelazamientos de la diversidad. Tuvo la dicha de recorrer la habanera Plaza de la Catedral, una de las hermosuras más permanentes entre todas las americanas. Muy cerca de la calle de los mercaderes y los oficios. Muy cerca, el mar, los bastiones, el desembarcadero de los hombres de guerra. Muy cerca, el hechizado Castillo de la Fuerza, con las rondas de Hernando de Soto, saltando por las almenas como un humo que se evapora con desgano, después de escaparse del fondo del río. La casa derruida, que en un  momento de su vida atraviesa todo cubano, termina en los fastos perdurables de la Plaza de la Catedral. Los paseos infantiles de Portocarrero, con el sótano y el techo en la imagen de su casa del Cerro, terminaban en la plaza donde se cumplimentaban los desfiles de las corporaciones y los disciplinantes, y en el dominio de la plaza, formando parte del cuadrado, no en su centro, la catedral, batida por las letanías de un oleaje cercano.
Portocarrero ha pintado la Plaza de la Catedral en un día de festival. Graciosas parejas de criollos regocijados se abandonan a las ondulaciones de una de nuestras contradanzas. Todo el primer término está ocupado por una contingencia tumultuosa a la que la danza da ocupación, proporción y suave frenesí. La catedral, al fondo, no está tratada todavía en su ascensión gótica, sino con el desenvolvimiento curvilíneo de un pórtico barroco. Las ondulaciones de la danza parecen apoyarse en el barroco curvo, asimilador de toda la espaciosa diversidad de la horizontalidad. En la curvatura de las piedras del pórtico y de los cuerpos en la danza, la brisa, depurada por las colinas y las playas, extiende una matización voluptuosa de azules, oro moteado y franjas coralinas.
En esas plazas la opulencia de color de Portocarrero luce toda la magnificencia de su plenitud. La pizarra roja de los techos, al lado de los azules en las profundidades de cada curva de piedra. En lo alto de columnas lucen sagrarios de estalactitas que descomponen la luz en volantes colores, sueltos como espirales por la plaza abierta. Las columnas independizadas de sus conjuntos lucen en su remate casetas con cruces bizantinas, parecen ermitas vacías en espera de extraños visitadores.