Especial para La Página |
Mi padre me contó la leyenda en una tórrida noche de
insomnio tucumano; una de esas noches en las que el sudor del cuerpo moja las
sábanas y te impide dormir. Recuerdo que estábamos ambos sentados en la larga y
fresca galería de la casa del Ingenio Amalia. Como yo ya estaba alcanzando la
edad de la pubertad, mi padre juzgó que era tiempo de que yo conociera y
comprendiera la leyenda. Hablando de hombre a hombre me la contó pausadamente,
con la seriedad requerida. Antes de comenzar su relato usó su mano derecha para
acomodarse ahí abajo entre las piernas, mientras que con la mano izquierda
alisaba repetidamente su masculino bigote.
Muchos años más tarde he podido cotejar el relato paterno
con algunos artículos leídos en una revista de ornitología que cayó casualmente
en mis manos, pero la verdad es que luego olvidé todo sobre la leyenda.
Hasta ahora. Preocupado por el nivel de testosterona que a
mi edad soy capaz de producir, he decidido contar la leyenda. En todo el
noroeste argentino se escucha hablar de una leyenda similar, con distintas
variantes. Yo voy a tratar de ser fiel a la versión de mi padre, pero a la vez
añadir elementos de investigación a los que tuve acceso posteriormente. Acomodo
mi propio entrepiernas ahí abajo y comienzo.
En la comarca de Los Guchea, departamento de Chicligasta en
Tucumán, vivió hace muchísimos años un sueco demente a quien los lugareños
llamaban “huyuyuy” o simplemente “el loco sapa-ñahui”, porque además de ser
tuerto, cuando se encontraba con gente, el loco los miraba solamente a través
de un viejo catalejo con el lente roto que colgaba de su cuello, mientras se
agarraba el escroto y gritaba desesperadamente “¡Huyuyuy, huyuyuy!”
Aparte de ofender el pudor de las damas y asustar a los
niños, en realidad el sueco loco era totalmente inofensivo, y más bien evitaba
el contacto con la gente. Su nombre verdadero era Åke Magnusson, y cuentan que
antes de perder la razón era un individuo respetable. Había llegado al Río de
la Plata muchos años atrás, luego de acompañar como aprendiz la expedición a
Venezuela y las Islas Galápagos del naturalista alemán Alexander von Humboldt.
El estudio de las extrañas características del Steatornis caripensis, conocido
como guácharo en el oriente venezolano, junto con las notas de su maestro
acerca de la evolución del pico del Geospiza difficilis en las Galápagos,
grabaron para siempre el principal interés de Magnusson en la vida: el estudio
evolutivo de especímenes raros de aves. En esa expedición había escuchado
hablar del extraño Scrotumis calchaquensis;
un ave de los Andes argentinos de la que nadie nunca había podido confirmar su
existencia. De hecho, había leído una nota manuscrita del mismo Alexander von Humboldt,
quien se propuso encontrarla, pero nunca pudo continuar su expedición más al
sur. La nota de von Humboldt comparaba los hábitos de construcción de nidos de
la extraña ave andina con los de la familia de los Ptilonorhynchidae, de Nueva Guinea, conocidos como “aves de
emparrado”, ya que construyen extraordinariamente curiosos nidos, usando una
variedad de materiales, con el objeto de atraer a la hembra para aparear, pero
no aportaba mayores detalles. Solamente agregaba que al parecer el ave andina
era, como el guácharo de Venezuela, un ave nocturna.
Guiado por testimonios de lugareños, Åke Magnusson comenzó
sus exploraciones a lomo de mula en las nacientes del Río Cochuna, avanzando
más al oeste y cruzando hacia las cumbres de Fambalasto, Lampacito y Toro Yaco.
Escaló las escarpadas alturas de los Valles Calchaquíes en busca de la extraña
ave. El empeño fue exitoso: Magnusson se transformó en el único ser humano que
pudo observar lo que tal vez haya sido el último espécimen macho vivo de la
ahora extinta ave. Pero el extraordinario logro trajo como consecuencia el
convertirse en leyenda, y el perder la razón.
Un día, al alcanzar una cumbre solitaria, Magnusson encontró
el indicio que buscaba: un nido. Las notas de su maestro von Humboldt eran
ciertas. El nido estaba construido de manera muy peculiar, superando en
imaginación y empeño a los emparrados del ave de Nueva Guinea. Era sin duda un
nido de Scrotumis calchaquensis.
Una ordenada línea de filosas piedras lajas de regular
tamaño, orientadas de oeste a este, apuntaban hacia una robusta construcción
esférica, similar a la de un Furnarius
leucopus, el común hornero, pero con la peculiaridad de los materiales
escogidos: pencas, cardos secos, espinas de algarrobo y palo borracho, todas
adheridas con barro y reforzadas con pequeñas y filosas lajas de canto. Una
circular abertura de entrada estaba orientada al oriente, la cual no tenía más
de tres centímetros de diámetro. La abertura estaba adornada con hojas secas de
ortiga y semillas de abrojo.
Sabiendo que se trataba de una especie nocturna, Magnusson
decidió esperar la noche para observar al habitante de tal extraño nido.
El cansancio y la falta de oxígeno de las alturas lo
vencieron, y el sueco adormecía cuando escuchó, demasiado tarde, el aletear de
un ave alejándose del nido. Magnusson maldijo su suerte, pero decidió
persistentemente aguantar en vigilia la helada noche andina, acurrucado tras
unas piedras, catalejo en mano.
Su persistencia se vio coronada hacia la madrugada. Aunque
el sol todavía no repuntaba en el llano, pudo claramente escuchar el aleteo de
un ave. La luz de las estrellas en el cielo despejado le permitió observar que
el ave se acercaba volando el círculos, temerosa de acercarse al nido porque
había percatado la presencia del ornitólogo. Esto le dio tiempo al sueco de
usar su catalejo y observar el ave detalladamente.
No pudo contener su excitación al observar un detalle
anatómico peculiar del pájaro, el cual había sido aparentemente ajeno al
conocimiento de Alexander von Humboldt: el Scrotumis
calchaquensis poseía entre las patas una bolsa que colgaba por debajo de su
pequeño cuerpo, sobresaliendo por lo menos cuatro pulgadas por debajo del
mismo. El ave volaba en círculos, las patas extendidas hacia atrás, y la
peculiar bolsa se meneaba en el helado viento andino. Eran… ¿testículos?...
Magnusson no cabía en sí de alegría y entusiasmo. Iba a
pasar a la historia como el descubridor de una nueva especie; un fenómeno
evolutivo, una panacea para cualquier ornitólogo o biólogo evolutivo: un ave
con aparato reproductivo de mamífero masculino.
Pero quiso el destino jugarle una mala pasada. El ave,
último macho de su especie, cansado de volar en círculos, y cuando ya el
brillante sol repuntaba desde el llano, finalmente se orientó por la línea de
piedras lajas, y con su protuberancia colgante de cuatro pulgadas apuntó hacia
la abertura circular de tres centímetros de diámetro, la cual se encontraba
pasando pencas, cardos secos, espinas de algarrobo, ortigas y abrojos, y lanzó,
como era habitual desde tiempos milenarios, su canto. Su terrible, desgarrador,
mesozoico y masculino canto.
Åke Magnusson lo escuchó con perfecta claridad, y ese hecho
le costó para siempre la gloria enciclopédica y la cordura:
“¡Huyuyuy, huyuyuy,
huyuyuy….!”