“Tres pasiones, simples, pero abrumadoramente intensas, han gobernado mi vida: el ansia de amor, la búsqueda del conocimiento y una insoportable piedad por los sufrimientos de la humanidad. Estas tres pasiones, como grandes vendavales, me han llevado de acá para allá, por una ruta cambiante, sobre un profundo océano de angustia, hasta el borde mismo de la desesperación” — Bertrand Russell

4/3/12

Cosa de aves, cosa de hombres / La leyenda del Huyuyuy

Especial para La Página
Rolando “El Negro” Gómez           

Mi padre me contó la leyenda en una tórrida noche de insomnio tucumano; una de esas noches en las que el sudor del cuerpo moja las sábanas y te impide dormir. Recuerdo que estábamos ambos sentados en la larga y fresca galería de la casa del Ingenio Amalia. Como yo ya estaba alcanzando la edad de la pubertad, mi padre juzgó que era tiempo de que yo conociera y comprendiera la leyenda. Hablando de hombre a hombre me la contó pausadamente, con la seriedad requerida. Antes de comenzar su relato usó su mano derecha para acomodarse ahí abajo entre las piernas, mientras que con la mano izquierda alisaba repetidamente su masculino bigote.

Muchos años más tarde he podido cotejar el relato paterno con algunos artículos leídos en una revista de ornitología que cayó casualmente en mis manos, pero la verdad es que luego olvidé todo sobre la leyenda.

Hasta ahora. Preocupado por el nivel de testosterona que a mi edad soy capaz de producir, he decidido contar la leyenda. En todo el noroeste argentino se escucha hablar de una leyenda similar, con distintas variantes. Yo voy a tratar de ser fiel a la versión de mi padre, pero a la vez añadir elementos de investigación a los que tuve acceso posteriormente. Acomodo mi propio entrepiernas ahí abajo y comienzo.

En la comarca de Los Guchea, departamento de Chicligasta en Tucumán, vivió hace muchísimos años un sueco demente a quien los lugareños llamaban “huyuyuy” o simplemente “el loco sapa-ñahui”, porque además de ser tuerto, cuando se encontraba con gente, el loco los miraba solamente a través de un viejo catalejo con el lente roto que colgaba de su cuello, mientras se agarraba el escroto y gritaba desesperadamente “¡Huyuyuy, huyuyuy!”

Aparte de ofender el pudor de las damas y asustar a los niños, en realidad el sueco loco era totalmente inofensivo, y más bien evitaba el contacto con la gente. Su nombre verdadero era Åke Magnusson, y cuentan que antes de perder la razón era un individuo respetable. Había llegado al Río de la Plata muchos años atrás, luego de acompañar como aprendiz la expedición a Venezuela y las Islas Galápagos del naturalista alemán Alexander von Humboldt. El estudio de las extrañas características del Steatornis caripensis, conocido como guácharo en el oriente venezolano, junto con las notas de su maestro acerca de la evolución del pico del Geospiza difficilis en las Galápagos, grabaron para siempre el principal interés de Magnusson en la vida: el estudio evolutivo de especímenes raros de aves. En esa expedición había escuchado hablar del extraño Scrotumis calchaquensis; un ave de los Andes argentinos de la que nadie nunca había podido confirmar su existencia. De hecho, había leído una nota manuscrita del mismo Alexander von Humboldt, quien se propuso encontrarla, pero nunca pudo continuar su expedición más al sur. La nota de von Humboldt comparaba los hábitos de construcción de nidos de la extraña ave andina con los de la familia de los Ptilonorhynchidae, de Nueva Guinea, conocidos como “aves de emparrado”, ya que construyen extraordinariamente curiosos nidos, usando una variedad de materiales, con el objeto de atraer a la hembra para aparear, pero no aportaba mayores detalles. Solamente agregaba que al parecer el ave andina era, como el guácharo de Venezuela, un ave nocturna.

Guiado por testimonios de lugareños, Åke Magnusson comenzó sus exploraciones a lomo de mula en las nacientes del Río Cochuna, avanzando más al oeste y cruzando hacia las cumbres de Fambalasto, Lampacito y Toro Yaco. Escaló las escarpadas alturas de los Valles Calchaquíes en busca de la extraña ave. El empeño fue exitoso: Magnusson se transformó en el único ser humano que pudo observar lo que tal vez haya sido el último espécimen macho vivo de la ahora extinta ave. Pero el extraordinario logro trajo como consecuencia el convertirse en leyenda, y el perder la razón.

Un día, al alcanzar una cumbre solitaria, Magnusson encontró el indicio que buscaba: un nido. Las notas de su maestro von Humboldt eran ciertas. El nido estaba construido de manera muy peculiar, superando en imaginación y empeño a los emparrados del ave de Nueva Guinea. Era sin duda un nido de Scrotumis calchaquensis.

Una ordenada línea de filosas piedras lajas de regular tamaño, orientadas de oeste a este, apuntaban hacia una robusta construcción esférica, similar a la de un Furnarius leucopus, el común hornero, pero con la peculiaridad de los materiales escogidos: pencas, cardos secos, espinas de algarrobo y palo borracho, todas adheridas con barro y reforzadas con pequeñas y filosas lajas de canto. Una circular abertura de entrada estaba orientada al oriente, la cual no tenía más de tres centímetros de diámetro. La abertura estaba adornada con hojas secas de ortiga y semillas de abrojo.

Sabiendo que se trataba de una especie nocturna, Magnusson decidió esperar la noche para observar al habitante de tal extraño nido.

El cansancio y la falta de oxígeno de las alturas lo vencieron, y el sueco adormecía cuando escuchó, demasiado tarde, el aletear de un ave alejándose del nido. Magnusson maldijo su suerte, pero decidió persistentemente aguantar en vigilia la helada noche andina, acurrucado tras unas piedras, catalejo en mano.

Su persistencia se vio coronada hacia la madrugada. Aunque el sol todavía no repuntaba en el llano, pudo claramente escuchar el aleteo de un ave. La luz de las estrellas en el cielo despejado le permitió observar que el ave se acercaba volando el círculos, temerosa de acercarse al nido porque había percatado la presencia del ornitólogo. Esto le dio tiempo al sueco de usar su catalejo y observar el ave detalladamente.

No pudo contener su excitación al observar un detalle anatómico peculiar del pájaro, el cual había sido aparentemente ajeno al conocimiento de Alexander von Humboldt: el Scrotumis calchaquensis poseía entre las patas una bolsa que colgaba por debajo de su pequeño cuerpo, sobresaliendo por lo menos cuatro pulgadas por debajo del mismo. El ave volaba en círculos, las patas extendidas hacia atrás, y la peculiar bolsa se meneaba en el helado viento andino. Eran… ¿testículos?...

Magnusson no cabía en sí de alegría y entusiasmo. Iba a pasar a la historia como el descubridor de una nueva especie; un fenómeno evolutivo, una panacea para cualquier ornitólogo o biólogo evolutivo: un ave con aparato reproductivo de mamífero masculino.

Pero quiso el destino jugarle una mala pasada. El ave, último macho de su especie, cansado de volar en círculos, y cuando ya el brillante sol repuntaba desde el llano, finalmente se orientó por la línea de piedras lajas, y con su protuberancia colgante de cuatro pulgadas apuntó hacia la abertura circular de tres centímetros de diámetro, la cual se encontraba pasando pencas, cardos secos, espinas de algarrobo, ortigas y abrojos, y lanzó, como era habitual desde tiempos milenarios, su canto. Su terrible, desgarrador, mesozoico y masculino canto.

Åke Magnusson lo escuchó con perfecta claridad, y ese hecho le costó para siempre la gloria enciclopédica y la cordura:
“¡Huyuyuy, huyuyuy, huyuyuy….!”