¡Viva México! |
En 1929, Sergei Eisenstein anuncia a las autoridades del
cine soviético que quiere filmar El Capital, de Marx, y que para eso necesita
conocer mundo capitalista. Sólo Eisenstein era capaz de decir una cosa así y
salirse con la suya.
Lo que quería en realidad era hacer su primera película
sonora, pero no sabía exactamente de qué, y necesitaba con desesperación un
poco de aire, después de los agotadores cambios que lo forzaron a hacer en
Octubre (cercenando todas las escenas en las que aparecía Trotsky) para que
pudiera ser exhibida.
Alexander Nevsky |
Al llegar a Berlín comprueba que todos los colegas que
admira se han ido o están en trance de irse a Hollywood (el cine sonoro iba
diez años adelantado allá: era la nueva quimera del oro). En París pasa un día
entero conversando fascinado con James Joyce: le dice que el efecto de
simultaneidad mental que producía en el lector el famoso fluir de conciencia
que Joyce había explotado al máximo en su Ulises era lo que él quería
producirle al espectador en sus películas, y que el advenimiento del sonido se
lo permitiría. Lo que son las cosas: a su regreso al hotel lo estaba esperando
un ejecutivo de la Paramount llamado Lasky con un contrato para llevárselo a
Hollywood. En la Paramount estaban maravillados de que hubiera hecho Potemkin gastando
cincuenta veces menos que Fritz Lang en Metrópolis y Griffiths en El nacimiento
de una nación y querían que les hiciera lo mismo, pero con estrellas famosas en
los roles protagónicos. Le ofrecían mil dólares a la semana, que subirían a
tres mil cuando estuviera filmando. Eisenstein dijo que aceptaba si podía
llevar a su guionista Grisha Alexandrov y a su cameraman, Tisse. Déjenme
agregar una escena acá antes de ir al previsible desastre en Hollywood: en
Berlín, Eisenstein pasa una noche de amor con Ernst Toller y éste le regala una
foto de Tina Modotti que el ruso se había quedado mirando fascinado. Es la
famosa foto del sombrero mexicano con la hoz y el martillo arriba.
Lo primero que Eisenstein le ofreció a la Paramount fue un
delirio tomado de la novela de anticipación Nosotros, de su compatriota (caído
en desgracia) Zamyatin: un mundo en que todas las paredes eran de cristal, todo
estaba a la vista y a la vez todos estaban incomunicados. La Paramount no quiso
saber nada. Después les ofreció contar la historia del loco Sutter, el colono
alemán que perdió California cuando estalló la fiebre del oro y le saquearon
las tierras. Le preguntaron con qué actores; él contestó que con aficionados
anónimos. La Paramount no quiso saber nada. Mientras tanto, los pasquines de
Los Angeles hablaban del judío rojo que había venido a infectar de comunismo el
cine y la Paramount dio elegantemente por terminado el contrato con Eisenstein
ofreciéndole fletarlo en barco vía Japón. El barco se atrasa, los tres rusos quedan
varados en el puerto de San Francisco, Grisha Alexandrov dice: vamos a conocer
México. Eisenstein alucina. Vuelve aceleradamente a California y, a través de
Chaplin logra convencer a Upton Sinclair, el escritor socialista americano que
se carteaba con Stalin, para que le diera 25 mil dólares con los cuales hacer
en dos meses una película en México, antes de volver a Rusia. Firman un
aparatoso contrato socialista que cede a Sinclair los derechos mundiales menos
en la URSS (donde se exhibiría gratuitamente) y fija para Eisenstein un salario
de un dólar al día: de los tres mil por semana de la Paramount a sesenta por
hacer una película entera, la película de sus sueños, la que iba a ser el
equivalente en el cine del Ulises de Joyce.
En México se vivía en el pasado y el presente al mismo
tiempo, los vivos bailaban con los muertos en los cementerios, Eisenstein podía
hacer con eso lo que no podía hacer con Rusia. Filmó febrilmente setenta mil
metros de película (unas cuarenta horas de duración), gastó los 25 mil dólares
de Sinclair y siguió gastando a cuenta, el material iba a revelarse a Los
Angeles así que no podía ver nada de lo que iba filmando, no había tiempo,
había que componer también la música, que sería el contrapunto decisivo de
aquellas imágenes. Eisenstein no daba abasto con su propia creatividad, cuando
Sinclair cortó de cuajo el chorro: su mujer había quedado baldada por una
enfermedad, él tuvo que empeñar hasta la camisa por los gastos de hospital y de
la película, los soviéticos se negaban a pagar las excentricidades de su enfant terrible, Sinclair estaba
literalmente al borde del colapso nervioso y se desquitó en forma. No sólo hizo
que fletaran a Eisenstein de regreso a la URSS sino que se negó a mandar el
material crudo a Moscú y recibir la película terminada. Eisenstein llegó con
las manos vacías, se lo acusó de parásito, se le exigió que filmara algo y se
dejara de teorizar. Y al mismo tiempo se le rechazaba cada idea que proponía.
Mientras tanto, Sinclair entregó parte del material a un mediocre director (Sol
Lesser, que hacía las películas de Tarzán) para que armara un western pésimo
que le permitiera recuperar algo de dinero y dejó correr el rumor de que el
resto, vendido al menudeo como material documental, se había quemado en un
incendio. Enterado por carta, Eisenstein pregunta desde Moscú: “¿Lo del Día de
Muertos también?”. Se refería a una extraordinario aquelarre popular que
consideraba lo mejor que había filmado en su vida. Cuando le dicen que sí (cosa
que no era cierta), escribe en su diario: “Tengo 35 años y el corazón roto.
Debería morirme ahora”.
Vivió quince años más porque, como dijo él mismo, era un
maestro en el arte de disimular la agonía. Mientras el cine sonoro seguía su
curso, regido básicamente por los cánones de Hollywood, él debió soportar que
su némesis, el zar del cine soviético Shumyatski, le arrancara de las manos una
película casi terminada (El prado de Be-zhin) porque no había en ella lucha de
clases sino “mero éxtasis bíblico y formalismo banal”. Cuando Shumyatski cayó
en desgracia y se le permitió a Eisenstein filmar y estrenar su Alejandro
Nevski (con música de Prokofiev), ya era 1939 y él era un animal de otro
tiempo, o un muerto en vida. Es cierto que, antes de morir, alcanzó a filmar
dos de las tres partes de Iván el Terrible, cuya primera entrega encantó a
Stalin y la segunda lo enfureció, pero yo creo que para entonces todo le daba
más o menos igual. Hasta su último día de vida en el hospital, esperó que
llegara milagrosamente a sus manos al menos una lata del material de ¡Que viva
México!, que para entonces estaba en poder del Museo de Arte Moderno de Nueva
York. Nunca llegó a ver siquiera un fotograma de aquellos 70 mil metros de
película. Yo sí. Hay una escena, en ese baile del Día de Muertos, en que todos
los actores se van sacando las máscaras de calaveras con que estuvieron
bailando y el último de ellos no tiene cara debajo: es una calavera oculta por
una máscara de calavera. Quien lo descubre y lo señala es un nenito que está
mordiendo una calavera de azúcar y sonríe a cámara como si el mundo estuviera
empezando.